Authors: Eiji Yoshikawa
Nene guardó silencio un momento, pero al final habló clara y recatadamente:
—No, no ha ocurrido, padre.
—Nada, ¿verdad?
Mataemon sacó el pecho, con una expresión de victoria combinada con un suspiro de alivio.
—Pero, padre...
—¿Qué?
—Hay algo que quisiera deciros ahora que madre también está aquí.
—Adelante.
—He de pediros algo. Si el señor Kinoshita acepta a una persona indigna como yo por esposa, os ruego que deis vuestro consentimiento.
—¿Có... cómo? —tartamudeó Mataemon.
—Ése es mi deseo.
—¿Es que has perdido el juicio?
—Una no habla a la ligera de una cuestión tan importante. Me resulta muy embarazoso hablar de tales cosas, incluso con mis padres, pero esto es tan importante para todos nosotros que debo decirlo abiertamente.
Mataemon dejó escapar un gemido y se quedó mirando boquiabierto a su hija.
¡Extraordinario! Tokichiro alabó en silencio el espléndido discurso de Nene, y todo su cuerpo se estremeció de emoción. Pero, por otro lado, no podía comprender por qué aquella muchacha libre de preocupaciones y sin afectación había depositado en él su confianza.
Había anochecido. Tokichiro caminaba sumido en sus pensamientos. Tras salir de la casa de Mataemon regresaba a la suya en el bosque de paulonias.
Nene había dicho que si sus padres daban su permiso, se convertiría en la esposa del señor Kinoshita. Aun cuando ponía un pie delante del otro, estaba tan absorto en su felicidad que apenas era consciente. Nene había hablado seriamente, pero él aún tenía algunas dudas. ¿Le amaba de veras? Si tanto le amaba, ¿por qué no se lo había dicho antes? Él le había enviado en secreto cartas y regalos, pero hasta entonces Nene no le había dado una sola respuesta que pudiera interpretarse como favorable, y ello le había llevado a pensar, naturalmente, que no le gustaba a la muchacha. ¿Y qué decir de la manera en que había tratado a Inuchiyo y Mataemon? Era un ejemplo de su ambición avasalladora. Dispuesto a ganar o perder, había insistido en sus propias esperanzas sin preguntarse qué sentía realmente Nene. Debía casarse con ella. Tenía que hacerlo.
Sin embargo, decir delante de sus padres, y cuando él mismo estaba presente, que quería casarse con él, requería mucho valor por parte de la muchacha. Su admisión asombraba a Tokichiro más de lo que había sorprendido al padre.
Hasta que Tokichiro se marchó, Mataemon había permanecido sentado con semblante agrio y decepcionado, sin aceptar la petición de su hija. Guardaba silencio y suspiraba confuso, compadeciéndose y desdeñando la mentalidad de su hija, diciéndose que sobre gustos no hay nada escrito.
Tokichiro también estaba inquieto.
—Volveré otro día y os lo pediré de nuevo —había dicho cuando se disponía a marcharse.
—Procuraré pensar en ello —le había replicado Mataemon—. Sí, pensaré en ello.
Estas palabras eran una negativa implícita, pero Tokichiro hallaba en ellas cierta esperanza. Hasta entonces no había comprendido en absoluto los sentimientos de Nene, pero si ésta se había decidido, él confiaba en que de alguna manera sería capaz de lograr que Mataemon cambiara de actitud. «Pensaré en ello» no era una negativa tajante. Tokichiro tenía la sensación de que ya había convertido a Nene en su esposa.
Tokichiro estaba todavía sumido en sus pensamientos cuando entró en su casa y tomó asiento en la sala principal. Pensaba en su propia confianza en sí mismo, los sentimientos de Nene y la fecha apropiada para su matrimonio.
—Hay una carta para vos de Nakamura.
En cuando Tokichiro se sentó, el criado depositó la carta y un paquete de harina de mijo ante él. Una intensa nostalgia le dijo que la carta era de su madre.
No hay palabras para expresar nuestra gratitud por los regalos que siempre nos envías, los bollos y la ropa para Otsumi. Sólo tenemos lágrimas con las que darte las gracias.
Tokichiro le había escrito varias veces, hablándole de su casa y pidiéndole que fuese a vivir con él. Aunque su estipendio de treinta kan no le permitiría desempeñar plenamente sus deberes filiales, la mujer no carecería de alimento y ropa. También tenía varios criados, por lo que las manos de su madre, que se habían vuelto ásperas tras muchos años trabajando la tierra, no tendrían que restregar y limpiar de nuevo. Por otro lado, encontraría un marido para Otsumi y compraría buen sake para su padrastro. También a él le gustaba beber con moderación, y nada le satisfaría más que tener a toda la familia bajo el mismo techo, hablando de su antigua pobreza durante la cena.
La carta de Onaka seguía diciendo:
Aunque nos encantaría vivir contigo, estoy segura de que eso sería un obstáculo para tu trabajo. Desde luego, tu madre comprende que el deber de un samurai es el de estar dispuesto a morir en cualquier momento. Aún es demasiado pronto para pensar en mi felicidad. Cuando pienso en el pasado y en tu posición actual, doy gracias a los dioses, los Budas y Su Señoría por sus favores. No te preocupes por mí y trabaja con ahínco, pues nada hará a tu madre más feliz. No he olvidado lo que me dijiste en el portal aquella noche helada y pienso a menudo en ello.
Tokichiro lloró y leyó la carta una y otra vez. El dueño de la casa no debía permitir que los criados le vieran llorar. Además, la formación de un samurai le impedía dejar que cualquiera viese sus lágrimas. Pero Tokichiro no era así, y tan abundantes eran sus lágrimas que los criados se sentían incómodos y nerviosos.
—Ah, estaba equivocado. Lo que ella dice es perfectamente correcto. Qué inteligente es mi madre. Todavía no es el momento de pensar en mí mismo y mi familia.
Habló así en voz alta mientras doblaba la carta. Las lágrimas no cesaban, y se restregó los ojos con la manga, como un chiquillo.
Entonces vio claramente la situación. Allí no había guerras desde hacía algún tiempo, pero nadie podía saber cuándo estallaría una guerra en una ciudad fortificada. Los aldeanos de Nakamura estaban a salvo. Su madre le decía que, para empezar, esa clase de pensamiento egoísta es errónea. Lo primero debería ser el servicio al señor. Tokichiro se llevó reverentemente la carta a la frente y se dirigió a su madre como si estuviera en la habitación con él.
—No, comprendo lo que me has dicho, y me atendré a ello por completo. Cuando mi posición esté asegurada y tenga la confianza de mi señor y de otros, te visitaré de nuevo, por lo que te ruego que entonces vengas a vivir conmigo.
Entonces cogió el paquete de harina de mijo y se lo dio al criado.
—Lleva esto a la cocina. ¿Qué estáis mirando? ¿Es algo raro llorar cuando uno debe hacerlo? Ésta es harina de mijo que mi madre ha molido de noche con sus propias manos. Dáselo a la doncella y dile que no la desperdicie y que me haga con ella bolas de masa hervida de vez en cuando. Me gustan desde que era pequeño y supongo que mi madre se ha acordado de eso.
Se olvidó por completo de Nene y siguió pensando en su madre mientras cenaba a solas. ¿Qué comía su madre? Aunque le enviara dinero, ella lo gastaría en dulces para su hijo o sake para su marido y ella se contentaría con comer verduras sin sazonar. Se dijo que si su madre no tenía una vida larga, él no sabría cómo seguir adelante.
Cuando se acostó, todavía estaba sumido en sus pensamientos. ¿Cómo podía casarse antes de que su madre fuese a vivir con él? Era muy pronto, demasiado pronto. Sería mejor que se casara con Nene más adelante.
Todos los años, en otoño, se producían violentas tormentas, pero otros vientos, mucho más amenazadores, soplaban alrededor de Owari. Desde los Saito de Mino al oeste, desde los Tokugawa de Mikawa al sur y desde Imagawa Yoshimoto de Suruga al este..., todos los signos apuntaban hacia el creciente aislamiento de Owari.
Aquel año las tormentas habían dañado más de doscientas varas del muro exterior del castillo. Una gran cantidad de carpinteros, yeseros, peones y albañiles acudieron al castillo para emprender la reconstrucción. La madera y la mampostería llegaron a través del portal de Karabashi, y los materiales de construcción se amontonaron aquí y allá, de manera que las veredas en el castillo y alrededor del foso estaban muy congestionadas. Las gentes que pasaban por allí a diario se quejaban abiertamente de la inconveniencia:
—¡No se puede andar por ninguna parte!
—Si no terminan rápidamente, los muros de piedra correrán peligro cuando llegue la próxima tormenta.
Entonces colocaron un letrero bien visible en la zona acordonada de la construcción: «Esta zona está en reparación. Prohibida la entrada sin autorización».
El trabajo tenía el aspecto de una operación militar, bajo la autoridad de Yamabuchi Ukon, el supervisor de obras, por lo que quienes atravesaban la zona lo hacían en hilera, con gran deferencia y reserva.
La construcción se aproximaba a su vigésimo día, pero aún no había ninguna señal de avance, lo cual era, ciertamente, un inconveniente. Pero ahora nadie se quejaba, todo el mundo comprendía que las obras durarían largo tiempo, pues no era nada fácil reparar doscientas varas de muro.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Ukon a uno de sus subordinados, el cual se volvió y miró hacia donde su jefe señalaba.
—Creo que es el señor Kinoshita, de los establos.
—¿Qué? ¿Kinoshita? Ah, sí. Ése a quien todo el mundo llama Mono. La próxima vez que pase por aquí, llámale.
El subordinado sabía que su superior estaba enfadado porque cada día, cuando Tokichiro se dirigía a su trabajo, pasaba por el solar y no se dignaba saludar a nadie. No sólo eso, sino que también pasaba por encima de los montones de madera. Por supuesto, no podía hacer otra cosa si la madera había sido dejada en las veredas, pero iba a ser usada para la reparación del castillo, y si alguien la pisaba primero debería pedir permiso para hacerlo a los encargados.
—No tiene modales —dijo más tarde el subordinado—. En cualquier caso, ha sido ascendido de sirviente a samurai y acaban de concederle una residencia en la ciudad. Es nuevo, por lo que su conducta no resulta sorprendente.
—No, no hay nada peor que el orgullo de un advenedizo. Todos ellos tienden al engreimiento. Si le dislocaran la nariz una sola vez saldría beneficiado.
El subordinado de Ukon esperó ansiosamente a Tokichiro. Éste se presentó finalmente por la noche, hacia la hora en que la gente terminaba su servicio. Llevaba su casaca azul, cosa que hacía durante todo el año. Como la mayor parte de las tareas desempeñadas por los hombres que trabajaban en los establos eran externas, le bastaba con vestir así, pero su posición le habría permitido vestir apropiadamente de haberlo querido. No obstante, daba la impresión de que Tokichiro nunca tenía dinero para emplearlo en su persona.
—¡Ahí viene!
Los hombres de Ukon se hicieron guiños. Tokichiro caminaba lentamente, luciendo el blasón de la paulonia en la espalda.
—¡Esperad! ¡Señor Kinoshita! ¡Esperad!
—¿Quién, yo? —Tokichiro se volvió—. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
El hombre le pidió que esperase y fue en busca de Ukon. Obreros y peones habían finalizado la jornada y se preparaban para regresar a sus aposentos en grandes grupos. Ukon había llamado a los capataces de los yeseros y carpinteros y estaba hablando del trabajo del día siguiente, pero cuando oyó a su subordinado se levantó.
—¿Es el Mono? ¿Le has detenido? Tráele aquí. Si no le amonesto ahora, va a adquirir malos hábitos.
Tokichiro se presentó sin una palabra de saludo y sin hacer una sola inclinación de cabeza. Parecía como si estuviera diciendo con arrogancia: «Has hecho que me detuviera. ¿Qué quieres?».
Esta actitud enojó todavía más a Ukon. Desde el punto de vista del rango, había una diferencia incomparable entre ambos. Ukon era hijo de Yamabuchi Samanosuke, el gobernador del castillo de Narumi, y por lo tanto hijo de un importante servidor de Oda. Era muy superior a aquel hombre que estaba allí con su vieja casaca azul. «¡Qué presunción!», se dijo Ukon, con el rostro enrojecido.
—Mono, ¡eh, Mono! —le llamó, pero Tokichiro no le respondió.
Aquello era impropio de él, pues todo el mundo llamaba Mono a Tokichiro, desde Nobunaga hasta sus amigos, y el sobrenombre no solía molestarle. Pero aquel día era diferente.
—¿Estás sordo, Mono?
—¡Eso es una tontería!
—¿Qué?
—Llamarle a uno y luego decirle sandeces. ¿A qué viene eso de mono?
—Todo el mundo te llama así, así que también lo he hecho. A menudo estoy ausente, en el castillo de Narumi, por lo que no recuerdo tu nombre. ¿Es tan malo que te llame como lo hacen los demás?
—Sí, lo es. Hay personas a las que uno permite que le llamen de cierta manera y otras que no.
—Entonces, ¿soy uno de los que no tiene permiso?
—Exactamente.
—¡Cuidado con la lengua! El punto en cuestión es el de tu insolencia. ¿Por qué pisoteas la madera cada mañana cuando te diriges a tu puesto? ¿Y por qué no nos saludas como es debido?
—¿Es eso un delito?
—¿Es que no tienes sentido de la cortesía? Te digo esto porque es posible que llegues a convertirte en un samurai. Unos modales apropiados son muy importantes para un guerrero. Cuando pasas por aquí miras lo que estamos haciendo con una expresión de suficiencia y mascullando quejas. Pero las obras en un castillo se rigen por la misma disciplina que en el campo de batalla. ¡Necio insolente! Si vuelves a actuar así no saldrás bien librado tan fácilmente. Cuando un mozo de sandalias se eleva a la posición de un samurai, es inevitable que ocurra algo por el estilo.
Ukon se echó a reír y miró a su alrededor, a los capataces y sus subordinados. Entonces, para resaltar lo elevado de su propia posición, se volvió a reír y dio la espalda a Tokichiro.
Los capataces, creyendo que el asunto estaba zanjado, rodearon a Ukon y volvieron a comentar los planes. Pero Tokichiro, que miraba la espalda de Ukon echando fuego por los ojos, no hacía ademán de marcharse.
—Hemos terminado contigo, Kinoshita —le dijo uno de los subordinados.
—Te has llevado una reprimenda —dijo otro—. Ahora no lo olvides.
—Anda, vete a casa —añadió un tercero.
Parecía como si quisieran calmarle para que se marchara, pero Tokichiro les hacía caso omiso y seguía mirando furibundo la espalda de Ukon. Su orgullo juvenil salió a la superficie como una burbuja que no encuentra ningún obstáculo y estalló convertido en una risa incontrolable.