Taiko (29 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—De alguna manera, cuando no me tratan constantemente a gritos, no tengo más remedio que traer mejor género y bajar los precios —dijo un mercader.

—Dejáis chico al mercader que ha de habérselas con vos, señor Kinoshita —dijo otro—. ¡Cómo! ¡Conocéis los precios corrientes de las verduras secas, el pescado seco y los granos! Y también tenéis buen ojo para los géneros. Nos regocija que seáis tan listo para haceros con unas existencias de género a un precio tan económico.

Tokichiro se echó a reír.

—Tonterías. No soy mercader, así que, ¿dónde está la habilidad o la falta de ella? No se trata de que yo saque algún beneficio, sino sencillamente de que los géneros que nos vendéis sirven para alimentar a los hombres de mi señor. La vida procede de lo que uno come. Así pues, ¿hasta qué punto la supervivencia de este castillo depende de la comida preparada en la cocina? El objeto de nuestro servicio es proporcionar lo mejor a nuestro alcance.

De vez en cuando daba té a los suministradores, y mientras éstos descansaban, conversaba con ellos.

—Sois mercaderes, así que cada vez que traéis una carreta de género al castillo, pensáis de inmediato en el beneficio que vais a sacar. Y aunque no es probable que salgáis perdiendo, ¿qué creéis que ocurriría si el castillo cayera en manos de una provincia enemiga? ¿No se perderían largos años de facturación tanto en capital como en intereses? Y si un general de otra provincia tomara el castillo, los mercaderes que le acompañaran os quitarían el negocio. Así pues, si consideráis el clan del señor como la raíz y a nosotros como las ramas, seguiréis prosperando. ¿No es así como deberíamos plantear los beneficios? En consecuencia, los beneficios a corto plazo por los géneros que traéis al castillo son contrarios a vuestro interés a la larga.

Tokichiro también era considerado con el viejo jefe de los cocineros, a quien pedía sus opiniones incluso cuando las cosas estaban perfectamente claras, y le obedecía aun en contra de su propio juicio. Pero algunos de sus colegas propagaban chismes maliciosos y deseaban librarse de él.

—Es un entrometido.

—Mete las narices en todo.

—Es un mono que nos obliga a trabajar innecesariamente sólo para que no estemos ociosos.

Cuando alguien destaca, es inevitable que ocasione el resentimiento de otros, por lo que Tokichiro trataba generalmente tales chismorreos con indiferencia. Su proyecto de remodelación de las cocinas fue aprobado por el cocinero jefe y por Nobunaga. Encargó a un carpintero que abriera un respiradero en el techo e hiciera una gran ventana en la pared. El sistema de aguas residuales también se reconstruyó siguiendo sus planes. Mañana y tarde el sol brillaba en las cocinas del castillo de Kiyosu, el cual durante décadas había sido tan oscuro que se cocinaba a la luz de las velas incluso a mediodía. También sopló en su interior una brisa refrescante.

Por supuesto, Tokichiro había esperado las críticas:

—La comida se estropea fácilmente.

—Puedes ver el polvo.

Tokichiro hizo caso omiso de tales quejas. Tras las reformas, se logró que la cocina estuviera limpia, pues cuando los trabajadores veían desperdicios, se apresuraban a recogerlos. Al cabo de un año, las cocinas del castillo se habían convertido en un lugar luminoso y ventilado, con una atmósfera animada, a semejanza del carácter de su jefe.

***

Aquel invierno, Murai Nagato, que hasta entonces había sido supervisor de carbón y leña, fue destituido y nombraron a Tokichiro para sucederle. ¿Por qué habían despedido a Nagato? ¿Y por qué él mismo había sido promovido al puesto de supervisor de carbón y leña? Tokichiro reflexionó en estos interrogantes cuando recibió el nombramiento de Nobunaga. ¡Aja! Su señor quería ahorrar más carbón y leña. Sí, tales fueron sus órdenes el año anterior, pero al parecer el estilo de economizar que tenía Nagato no le satisfizo.

El nuevo cargo de Tokichiro le llevaba por todo el recinto del gran castillo, a todos los lugares donde se usaba carbón y leña: las oficinas, las chozas de descanso, las habitaciones laterales, dentro y fuera, dondequiera que durante el invierno se encendieran fuegos en los grandes hogares cavados en el suelo. Sobre todo en los aposentos de la servidumbre y los barracones de los samurais jóvenes, el carbón se amontonaba en las parrillas de hogar, prueba evidente de un gasto innecesario.

—¡Es el señor Kinoshita! ¡El señor Kinoshita está aquí!

—¿Quién es ese Kinoshita?

—El señor Kinoshita Tokichiro, que ha sido nombrado supervisor de carbón y leña. Está haciendo la ronda con una expresión severa.

—Ah, ¿ese mono?

—¡Haced algo con las cenizas!

Los samurais jóvenes se apresuraron a cubrir los rojos carbones con cenizas, echaron los trozos sin quemar a la carbonera y parecieron muy satisfechos de sí mismos.

—¿Estáis todos ahí? —Cuanto Tokichiro entró, se abrió paso entre el grupo y se calentó las manos sobre el hogar—. Por indigno que sea, me han encargado que supervise los suministros de carbón y leña. Os agradecería vuestra ayuda.

Los jóvenes samurais intercambiaron miradas nerviosas. Tokichiro cogió las grandes tenazas metálicas que habían sido colocadas en el hogar.

—¿No hace frío este año? Cubriendo así las brasas..., no podéis conservar el calor si os calentáis sólo los dedos. —Extrajo algunas brasas—. ¿No deberíais ser más generosos con el carbón? Ya sé que hasta ahora estaba fijada la cantidad de carbón a usar diariamente en cada habitación, pero es triste hacer economías con el carbón. Usadlo sin reservas, por favor. Id al almacén y coged todo el que os haga falta.

Tokichiro fue entonces a los barracones de los soldados de infantería y los asistentes de los samurais, alentándoles a que usaran todo el carbón y la leña que quisieran... ¡Precisamente aquellas personas a las que, hasta entonces, las habían atemorizado con exhortaciones a que economizaran combustible!

—Esta vez se muestra enormemente generoso en su posición, ¿no es cierto? Quizá el señor Mono ha dejado que su repentina promoción se le suba a la cabeza. Pero si le hacemos demasiado caso, puede que nos reprendan como nunca lo han hecho hasta ahora.

Por muy liberal que se mostrara el supervisor, los servidores establecieron sus propios límites.

Los gastos anuales de leña y carbón en el castillo de Kiyosu superaban el millar de fanegas de arroz. Cada año se cortaban enormes cantidades de madera que se convertía en cenizas. Durante los dos años que Murai Nagato ostentó el cargo, no hubo ningún ahorro y, por el contrario, aumentaron los gastos. Lo peor de todo era que sus peticiones de economizar no hacían más que deprimir e irritar a los servidores. Lo primero que hizo Tokichiro fue liberar a éstos de la opresión. Entonces fue a ver a Nobunaga y le hizo la siguiente proposición:

—En invierno, los samurais jóvenes, los soldados de infantería y los criados pasan sus días entre cuatro paredes, comiendo, bebiendo y charlando ociosamente. Antes que economizar en carbón y leña, sugeriría humildemente a Vuestra Señoría que tomase medidas para corregir esos malos hábitos.

Nobunaga se apresuró a impartir órdenes a sus servidores principales. Juntos llamaron al jefe de la servidumbre y el comandante de los soldados y trataron de los deberes que tendrían los servidores en tiempo de paz: reparación de armaduras, clases, práctica de meditación Zen y giras de inspección alrededor de la provincia. A continuación, y lo más importante, adiestramiento en técnicas de arma de fuego y lanza, proyectos de ingeniería en el castillo y, para los criados, cuando tuvieran tiempo, herrar a los caballos. ¿El motivo? Impedir que estuvieran ociosos. Para un jefe militar, los servidores samurais eran tan queridos como sus propios hijos. El vínculo entre señor y servidores, que habían jurado fidelidad absoluta, era tan fuerte como el que existía entre parientes.

El día de la batalla, aquéllos serían los hombres que darían sus vidas ante sus mismos ojos. Si no les tenía cariño, o si su afecto y benevolencia no se percibían, no habría valientes soldados que muriesen por él. Así pues, en tiempo de paz a un señor le era muy fácil ser demasiado generoso..., en contraste con el día de la batalla.

Nobunaga hizo que la rutina cotidiana se cumpliera estrictamente, no dejando tiempo libre a sus servidores. Al mismo tiempo ordenó que las mujeres que se encargaban de las tareas domésticas recibieran adiestramiento e incluso practicaran la situación de estar confinadas en el castillo bajo asedio. Estableció, pues, un régimen cotidiano en el que no había tiempo libre desde la mañana a la noche, un régimen que, desde luego, él también seguía.

Cuando Tokichiro estaba presente, el señor del castillo se animaba.

—¿Cómo han ido las cosas recientemente, Mono?

—¡Bien! He visto el efecto de vuestras órdenes, pero es preciso ir más lejos.

—¿Aún no es suficiente?

—Todavía hay mucho más.

—¡Es que aún falta algo?

—Es preciso introducir la manera de hacer las cosas en el castillo entre la gente del pueblo.

—Humm, comprendo.

Nobunaga escuchaba a Tokichiro. Sus servidores siempre ponían mala cara y les miraban con recelo. Había pocos ejemplos de hombres como Tokichiro, los cuales, en un breve período, habían pasado del barracón de la servidumbre a sentarse en presencia de su señor, e incluso menos casos de alguien que hiciera al señor sus propias recomendaciones. Naturalmente, fruncían el ceño como si aquello fuese lo mismo que algún acto escandaloso. No obstante, el consumo anual de carbón y leña, que había superado las mil fanegas, se redujo notablemente a mediados del invierno.

Puesto que los servidores no tenían tiempo libre, ya no haraganeaban alrededor del hogar, malgastando carbón. Incluso cuando había algún tiempo libre, como los hombres se movían y ejercitaban continuamente sus músculos, el fuego resultaba innecesario y el combustible sólo se empleaba para cocinar. El combustible que antes se gastaba en un mes ahora duraba hasta tres meses.

Sin embargo, Tokichiro no creía haber cumplido plenamente con su deber. Los contratos de suministro de carbón y leña eran concedidos en verano para el año siguiente. Al frente de un grupo de proveedores del castillo, partió para hacer la inspección anual, que hasta entonces había sido una mera formalidad. Los supervisores nunca habían pasado de preguntar cuántos árboles de una clase de roble había en tal montaña y cuántos de otra clase en otra. Guiado por los proveedores, Tokichiro tomó nota concienzuda de cuanto veía. Creía entender las condiciones en las granjas y los pueblos, pero, como carecía de experiencia, ni siquiera podía suponer cuánto combustible podía obtenerse de una sola montaña. Y tenía que admitir que desconocía los aspectos más sutiles de la compra de carbón y leña.

Como otros oficiales que le habían precedido, dio a entender que realizaba una inspección superficial, murmurando: «Hummm, humm. ¿Ah, sí? Bien, ya veo». Siguiendo la costumbre, al final de la jornada los proveedores invitaron al supervisor a un banquete en la casa de un magnate local. Pasaron la mayor parte del tiempo hablando de nimiedades.

—Gracias por venir desde tan lejos.

—Poco es lo que tenemos, pero, por favor, sentíos como en vuestra casa.

—Confiamos en que nos favoreceréis con vuestra compra en el futuro.

Uno tras otro, halagaron a Tokichiro. Naturalmente, unas jóvenes atractivas sirvieron el sake. Estaban siempre a su lado, enjuagaban su taza, volvían a llenarla y le ofrecían una exquisitez tras otra. Sólo tenía que expresar un deseo y su satisfacción era inmediata.

—Este sake es bueno —dijo. Estaba de buen humor, pues no había motivo para no estarlo. El perfume de las muchachas que servían le encantaba—. Todas son hermosas —comentó—, todas y cada una.

—¿Le gustan las mujeres a Vuestra Señoría? —le preguntó alegremente uno de los proveedores.

Tokichiro le respondió con toda seriedad:

—Me gustan las mujeres y el sake. Todo en el mundo es bueno, pero si uno no tiene cuidado, incluso las cosas buenas pueden volverse contra él.

—Por favor, disfrutad con libertad del sake y también de las jóvenes flores.

—Así lo haré. Por cierto, no parecéis decididos a hablar de negocios, así que romperé el hielo. ¿Queréis mostrarme el libro de cuentas correspondiente a los árboles de la montaña que hemos visto hoy? —Los mercaderes lo sometieron a su inspección—. Ah, está muy detallado —observó—. ¿No hay ninguna discrepancia en el número de árboles?

—Ninguna en absoluto —le aseguraron.

—Aquí dice que se entregaron al castillo ochocientas fanegas. ¿Es posible que salga tanto carbón y leña de una montaña tan pequeña?

—Eso es porque la demanda fue inferior a la del año anterior. Sí, ésa es la cantidad de la montaña que hoy hemos examinado.

A la mañana siguiente, cuando los mercantes acudieron a presentar sus respetos, les dijeron que Tokichiro había ido a la montaña antes del amanecer, y fueron en su busca. Cuando le encontraron, estaba supervisando a un grupo de hombres formado por soldados, campesinos y leñadores de la localidad. Cada hombre tenía un montón de cuerdas cortadas en trozos de más o menos una vara de longitud, y ataban un trozo a cada árbol. Como sabían que habían comenzado con un número determinado de cuerdas, cuando finalizaron e hicieron sus cálculos, pudieron contar el número total de árboles. Al cotejar el número de árboles con las cifras que constaban en el libro, Tokichiro sospechó que los mercaderes habían sobrecargado casi un tercio.

El supervisor tomó asiento en un tocón.

Los mercaderes de combustible se postraron ante él, su pulso acelerado ante la perspectiva de lo que se avecinaba. Por muchos exámenes de la montaña que se hicieran, el número de árboles en pie no era un hecho que un profano pudiera determinar fácilmente, y lo cierto era que los supervisores de combustible siempre habían aceptado sin rechistar las cifras que figuraban en el libro de registro..., se las habían tragado enteras, por así decirlo. Ahora los proveedores se enfrentaban a un supervisor que no iba a dejarse engañar.

—¿No hay una gran discrepancia entre el número que consta en este libro y la verdadera cifra de árboles?

Respondieron que sí, pero vacilantes y llenos de aprensión.

—¿Qué significa eso de que sí? ¿Cuál es el motivo? Os olvidáis de los muchos años en los que habéis cosechado el patrocinio de Su Señoría. ¿No sois ingratos y falaces, no estáis satisfechos de vosotros mismos y no es vuestro exclusivo interés el de conseguir beneficios? Parece ser que habéis puesto vuestras mentiras por escrito y habéis sido codiciosos.

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