Authors: Eiji Yoshikawa
—¿No es eso un poco fuerte, Vuestra Señoría?
—Las cifras difieren y os pregunto por qué. A juzgar por los datos registrados, sólo sesenta o setenta fanegas de cien pedidas, es decir, sólo seiscientas o setecientas de un millar, son realmente entregadas a los almacenes.
—No, bueno, es que con esa clase de razonamiento...
—¡Silencio! No hay ninguna excusa para quienes, suministrando combustible de estas montañas, hayan incurrido en semejante fraude un año tras otro. Si no me equivoco, sois culpables de engañar a los supervisores y defraudar al tesoro provincial.
—Nosotros... no sabemos qué decir.
—Podríais ser condenados por lo que habéis hecho y se os podrían confiscar todas vuestras posesiones. Sin embargo, los supervisores que me han precedido también han sido culpables de negligencia. Esta vez no tomaré ninguna medida..., pero con la siguiente condición: debéis declarar correctamente el número de árboles. Las cifras que pongáis por escrito han de corresponder exactamente a la realidad. ¿Está claro?
—Sí, Vuestra Excelencia.
—Hay otra condición.
—¿Cuál, Vuestra Excelencia?
—Un antiguo proverbio dice: «Si cortas un árbol, debes plantar diez». Por lo que he visto en estas montañas desde ayer, cada año se talan árboles, pero prácticamente no se planta ninguno. De seguir así, habrá inundaciones y los arrozales y demás campos al pie de las montañas serán arrasados. La provincia se debilitará, y cuando la provincia decaiga, seréis vosotros quienes sufriréis. Si queréis conseguir verdaderos beneficios, si confiáis en una auténtica riqueza para vuestras familias y deseáis la felicidad de vuestros descendientes, ¿no deberíais primero procurar que vuestra provincia sea fuerte?
—Sí —convinieron.
—Como impuesto y castigo por vuestra codicia, de ahora en adelante, cada vez que cortéis mil árboles deberéis plantar sin falta cinco mil plantones. Ésta es una orden estricta. ¿Estáis de acuerdo?
—Os estamos muy agradecidos. Si nos absolvéis con esas condiciones, juramos que plantaremos los árboles.
—Supongo que entonces deberé aumentar la tarifa de entrega en un cinco por ciento.
Aquel mismo día, Tokichiro informó a los campesinos que le habían prestado su ayuda de que había ordenado la reforestación. Todavía estaba por decidir cuánto les pagarían por plantar un centenar de plantones, pero les dijo que lo más probable era que el castillo se hiciera cargo de los gastos.
—Bien —dijo entonces—, regresemos ya.
Alentados por la actitud de Tokichiro, los proveedores se sintieron aliviados. Cuando bajaban de la montaña, susurraban entre ellos:
—¡Menuda sorpresa! Con este individuo alrededor, no podemos estar desprevenidos un solo momento.
—Es listo.
—Nuestros ingresos no van a ser fáciles como hasta ahora, pero tampoco vamos a salir perdiendo. Lo compensaremos, lentamente pero con seguridad.
Una vez al pie de la montaña, los proveedores estaban deseosos de marcharse, pero Tokichiro quería compensarles por la diversión de la noche anterior.
—Hemos dado fin al trabajo —insistió—. Reuníos conmigo por la noche, relajaos y disfrutad.
Les ofreció un banquete en una posada de la localidad, y él mismo bebió hasta achisparse agradablemente.
***
Tokichiro era feliz. Estaba solo, pero era feliz.
—¡Mono! —dijo Nobunaga, quien todavía le llamaba así en ocasiones—. Has sido ahorrativo en la cocina desde que te puse a su cargo. Pero dejar ahí a un hombre como tú es un despilfarro. Te promuevo para que te encargues de los establos.
El nuevo cargo comportaba un estipendio de treinta kan y una casa en el barrio de la ciudad fortificada destinado a los samurais. Tokichiro sonrió satisfecho ante este nuevo favor, y lo primero que hizo fue visitar a su antiguo compañero de trabajo Ganmaku.
—¿Estás libre ahora? —le preguntó.
—¿Por qué?
—Quiero ir a la ciudad e invitarte a tomar sake.
—Pues, no sé...
—¿Qué ocurre?
—Ahora eres un oficial de cocina y yo sigo siendo tan sólo un porteador de sandalias. No querrás que te vean bebiendo conmigo.
—No adoptes una postura tan torcida. Si pensara así, no habría venido a proponértelo. Como encargado de la cocina estaba por encima de mi categoría, pero lo cierto es que acaban de destinarme a los establos con un estipendio de treinta kan.
—¡Muy bien!
—He venido a verte porque eres un sirviente fiel y leal de Su Señoría, aunque no seas más que un porteador de sandalias, y quiero que compartas esta dicha conmigo.
—Es algo que sin duda merece una celebración. Pero tú eres más honesto que yo, Tokichiro.
—¿Qué?
—Eres franco conmigo, no me ocultas nada, mientras que yo te oculto bastantes cosas. A decir verdad, a veces hago servicios especiales, como en la ocasión que conoces, y por ello recibo primas importantes directamente de manos de su señoría. Envío el dinero secretamente a mi casa.
—¿Tienes una casa?
—Si vas a Tsugemura, en Omi, verás que tengo familia y unos veinte sirvientes.
—No me digas.
—Así pues, no es honorable que me deje invitar por ti. En cualquier caso, si ambos prosperamos en el mundo, invitaremos y seremos invitados.
—No lo sabía.
—Tenemos nuestro destino por delante... Así es como lo considero yo.
—Es cierto. Aún tenemos nuestro destino por delante.
—Dediquémonos a labrar el futuro.
Tokichiro se sintió todavía más feliz. El mundo era brillante. Nada ante sus ojos yacía en la oscuridad o entre las sombras.
Su nueva posición satisfacía a Tokichiro, pues, aunque sólo suponía unos ingresos de treinta kan, esa modesta cantidad reflejaba el reconocimiento de sus dos años como oficial. Los gastos anuales de combustible habían sido reducidos a más de la mitad, pero no era la recompensa lo que le hacía sentirse bien, sino el hecho de haber sido alabado: «Has hecho un buen trabajo. Un hombre como tú en un sitio como éste es un despilfarro». Que Nobunaga le hubiera hablado así era una satisfacción que no olvidaría. Nobunaga era un general y sabía cómo hablar a sus hombres. Lleno de admiración hacia su señor, Tokichiro experimentaba una euforia casi insoportable. Otros podían haberle tomado por un lelo, pues solo, sonriente y mostrando de vez en cuando los hoyuelos de su cara, salía del castillo y deambulaba por Kiyosu. Cuando caminaba por la ciudad se sentía de buen humor.
El día que cambió de cometido, le dieron cinco días de permiso. Tenía que ocuparse de equipar su nueva vivienda y conseguir un ama de llaves y tal vez un criado, aunque suponía que la casa que le habían destinado estaba en un callejón, tenía un portal mediocre, un seto en vez de muro y no más de cinco habitaciones. Por primera vez en su vida entraba en posesión de una casa. Cambió de dirección para echarle un vistazo. La vecindad estaba habitada exclusivamente por hombres que trabajaban en los establos. Buscó la casa del jefe del grupo y fue a presentarle sus respetos. Había salido, por lo que habló con la esposa del hombre.
—¿Aún estás soltero? —le preguntó ésta.
Él admitió que así era.
—Bueno, eso es un poco inconveniente para ti —le dijo la mujer—. Aquí tengo criados y muebles de sobra. ¿Por qué no coges lo que necesites?
Tokichiro cruzó el portal pensando en que la mujer era amable y diciéndose que, de una manera u otra, lo más probable era que confiase plenamente en ella. La mujer salió también y llamó a dos de sus criados.
—Éste es el señor Kinoshita Tokichiro, que acaba de ser destinado a los establos. Pronto se mudará a esa casa vacía junto al bosquecillo de paulonias. Llevadle allí y, cuando tengáis tiempo, limpiad la casa.
Conducido por los criados, Tokichiro fue a ver su residencia oficial, la cual era mayor de lo que había imaginado. Se detuvo ante el portal y musitó:
—Vaya, es una buena casa.
Pidió información y se enteró de que el inquilino anterior fue un hombre llamado Komori Shikibu. Al parecer había transcurrido bastante tiempo desde que la dejó y la casa presentaba los efectos del abandono, pero a los ojos de Tokichiro era toda una mansión.
—Ese bosquecillo de paulonias es de buen augurio, porque el blasón de la familia Kinoshita es una paulonia desde los tiempos de nuestros antepasados —dijo Hiyoshi al sirviente.
No estaba seguro de que eso fuese cierto, pero sonaba bien. Creía haber visto ese blasón en el arca que contenía la armadura de su padre o en una vaina de espada.
Su alegre estado de ánimo se contagiaba a quienes le rodeaban, y si no había nada de importancia primordial, ninguna necesidad de mantener la cabeza fría, cedía a su euforia y su tendencia a la locuacidad. Sin embargo, después de haber hablado, se reconvenía por no haber sido más juicioso, no porque sus palabras partieran de la mala voluntad o el temor, sino porque él mismo no daba ninguna importancia al asunto. Por otro lado, suponía que así daría pie a la crítica de que el Mono era un fanfarrón. Cierto que él mismo podía admitir que era un poco jactancioso. Sin embargo, las personas mezquinas y quisquillosas que, debido a su locuacidad, se formaban ideas falsas sobre él o tenían prejuicios contra él nunca serían sus aliados durante su ilustre carrera.
Más tarde le vieron en el bullicioso centro de Kiyosu, donde compró muebles. Luego, en una tienda de ropa de segunda mano, vio una casaca especial para llevarla sobre la armadura, con una paulonia blanca estampada. Tokichiro entró en la tienda y preguntó por el precio. Pagó con rapidez y, con la misma celeridad, se la probó. Le iba un poco grande, pero no hasta el punto de sentarle mal, y reanudó su camino con la prenda puesta. El algodón azul era delgado y la brisa lo rizaba al caminar. Una tela de aspecto suntuoso, como brocado dorado, estaba cosida sólo en el cuello. Tokichiro se preguntó a quién habría pertenecido la casaca, quién era el hombre con aquel blasón, la paulonia blanca teñida en la espalda de la prenda.
«¡Cuánto me gustaría enseñarle esto a mi madre!», pensó alegremente.
Allí mismo, en la zona próspera de la ciudad, le asaltó una emoción casi insoportable, que se remontaba a la tienda de cerámica en Shinkawa. Se vio obligado a recordar su penosa estampa de entonces, descalzo y empujando la carretilla llena de objetos de cerámica por delante de los hombres que le miraban, los habitantes más elegantes del pueblo. Se detuvo en una lencería cuyos estantes contenían piezas de alta calidad tejidas en Kyoto.
—Por favor, enviad esto sin tardanza —dijo en tono admonitorio, dejando sobre el mostrador el dinero para pagar sus compras.
Cuando salió, observó que había vuelto a ocurrir lo de siempre: tras media jornada de ocio, su bolsa estaba vacía.
Del tejado de una casa que hacía esquina colgaba un magnífico letrero con caracteres en madreperla que decían: «Bollos al vapor». Tales bollos eran una especialidad de Kiyosu, en cuyas tiendas atestadas los viajeros se mezclaban con los habitantes locales.
—¡Bienvenido! —dijo una muchacha que lucía un delantal rojo—. Entrad. ¿Los tomaréis aquí u os los llevaréis a casa?
Tokichiro se sentó en un taburete.
—Ambas cosas —respondió—. Primero me comeré uno aquí. Luego quiero que envíes una caja, y que sea grande, a mi casa en Nakamura. Pídeselo al conductor del caballo de carga cuando vaya por allí. Dejaré una propina para cubrir los gastos.
Un hombre que estaba de espaldas a Tokichiro se afanaba en su tarea, pero parecía ser el dueño de la tienda.
—Muchas gracias por el favor que nos hacéis, señor —le dijo.
—Pareces hacer buen negocio. Ahora mismo estaba pidiendo el envío de unos bollos a mi casa.
—Desde luego, señor.
—No importa cuándo, pero te confío este encargo. ¿Me harás el favor de incluir esta carta en la caja de los bollos?
Entregó al tendero una carta que había llevado guardada en la manga. En la envoltura había escrito: «A mi madre. Tokichiro».
El tendero la cogió y le preguntó si realmente no era urgente.
—No, como he dicho, no lo es. Puedes enviarla cuando te vaya bien. Tus bollos siempre han sido los favoritos de mi madre.
Mientras hablaba tomó un bocado, y el sabor del bollo evocó en él una oleada de recuerdos. Muy pronto las lágrimas le escocieron en los ojos. A su madre le encantaba aquella clase de bollos. Recordó los días de su adolescencia, cuando pasaba ante aquella tienda deseoso de comprarle algunos, y ansiaba tanto comerse uno que parecía como si una mano le saliera de la garganta. En aquel entonces sólo podía empujar su carretilla con humilde paciencia.
Un samurai que le había estado mirando terminó de comer su plato de bollos, se levantó y le dijo:
—¿No sois el señor Kinoshita?
Le acompañaba una joven.
Tokichiro hizo gala de gran cortesía con una profunda reverencia. Era el arquero Asano Mataemon, el cual había sido amable con Tokichiro desde sus tiempos de criado y tendía a ser especialmente cortés con él. Como la tienda estaba alejada del recinto del castillo, Mataemon se mostró relajado y animado.
—Estáis solo, ¿eh?
—Así es.
—¿No queréis acompañarnos? Estoy con mi hija.
—Oh, ¿vuestra hija?
Tokichiro miró hacia el lugar donde, en un banco, una muchacha de dieciséis o diecisiete años se colocó de manera que le daba la espalda, dejando expuesta tan sólo la blanca nuca, en medio de aquella ruidosa multitud. Era encantadora. No es que sólo se lo pareciera así a Tokichiro, el cual sabía discernir muy bien la belleza, sino que cualquiera habría dicho lo mismo. Era hermosa, sin duda alguna, una mujer muy por encima de lo ordinario.
Mataemon le hizo una seña y Tokichiro se sentó ante la poseedora de aquellos brillantes ojos.
—Nene —dijo Mataemon. Era un nombre bonito que armonizaba con el carácter de la joven. Los ojos, de viva expresión, brillaban serenamente en medio de las facciones delicadas—. Éste es Kinoshita Tokichiro. Recientemente ha sido promovido desde el personal de la cocina al servicio en los establos. Deberías conocerle.
—Sí, bueno... —Nene se sonrojó—. Ya conozco al señor Kinoshita.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso de que le conoces? ¿Dónde y cuándo le has conocido?
—El señor Tokichiro me ha enviado cartas y regalos.
Mataemon pareció desconcertado.
—Estoy asombrado. ¿Has respondido a sus cartas?
—No le he contestado nada.