Authors: Eiji Yoshikawa
—El señor Mono ha sonreído.
Los dos niños empezaron a intercambiar susurros. Hideyoshi fingió que les fruncía el ceño, lo cual surtió incluso más efecto que la sonrisa. Al ver que el desconocido con cara de mono se avenía tan rápidamente a participar en sus juegos, Manju y Chacha sacaron la lengua y le hicieron muecas.
Hideyoshi les dirigió una mirada feroz y los dos niños se la devolvieron, tratando de ver quién aguantaba más.
Hideyoshi se echó a reír, admitiendo la derrota.
Manju y Chacha se rieron excitados. Hideyoshi se rascó la cabeza y les hizo un gesto para que se acercaran a jugar otra clase de juego.
Su invitación intrigó a los niños, los cuales abrieron sigilosamente la puerta hecha con fragmentos de matorrales.
—¿De dónde venís, señor?
Hideyoshi bajó de la terraza y empezó a atarse los cordones de las sandalias de paja. Medio en broma, Manju le hizo cosquillas en la nuca con un tallo de hierba de afilados bordes. Hideyoshi aguantó la travesura y terminó de atarse los cordones.
Pero cuando se levantó y los niños vieron la expresión de su rostro, se asustaron y trataron de huir.
Esta reacción cogió por sorpresa a Hideyoshi. En cuanto el chico empezó a correr, le agarró por el cuello del kimono. Al mismo tiempo intentó coger a Chacha con la otra mano, pero la niña gritó a voz en cuello y huyó llorando. Manju estaba tan conmocionado al verse retenido que no emitía un solo gemido. Pero cayó al suelo, miró desde abajo a Hideyoshi y, al ver el rostro del hombre y todo el cielo invertidos, finalmente gritó.
Fujikake Mikawa había dejado a Hideyoshi solo en la casa de té y caminaba por el sendero del jardín. Fue el primero en oír el llanto de Chacha al huir y los gritos de Manju. Alarmado, regresó corriendo para ver qué ocurría.
—¡Cómo! ¡Canalla!
El general lanzó un grito de horror y se llevó instintivamente la mano a la empuñadura de la espada.
Hideyoshi, en pie y con las piernas a los lados de Manju, ordenó al anciano en voz imperiosa que se detuviera. El momento era difícil. Mikawa estaba a punto de golpear a Hideyoshi con su espada, pero se contuvo amedrentado al ver lo que Hideyoshi estaba dispuesto a hacer, pues tanto la expresión de sus ojos como la espada que sostenía revelaban que sería capaz de degollar a Manju sin la menor vacilación.
El anciano general, normalmente sereno, tenía la piel de gallina y el blanco cabello erizado.
—¡Ca..., canalla! ¿Qué vas a hacer con el chico?
La voz de Mikawa era casi quejumbrosa. Se acercó más, temblando de cólera y arrepentimiento. Cuando los servidores que habían acompañado al general comprendieron lo que estaba sucediendo, gritaron a pleno pulmón, agitando las manos e informando inmediatamente a todo el mundo de la situación.
Los guardianes del portal central y la ciudadela interior también habían oído los gritos de Chacha y corrían hacia el lugar de los hechos.
Los samurais formaron un círculo de armaduras alrededor de aquel extraño enemigo que les miraba echando fuego por los ojos mientras mantenía el filo de su espada en la garganta de Manju. Permanecieron a distancia, tal vez asustados por lo que veían en los ojos de Hideyoshi. No sabían qué hacer, aparte de armar un alboroto.
—¡General Mikawa! —gritó Hideyoshi—. ¿Cuál es vuestra respuesta? Este método es un poco violento, pero no veo de qué otra manera puedo sacar a mi señor del aprieto en que se encuentra. ¡Si no me dais una respuesta, mataré a Manju! —Deslizó una mirada feroz a su alrededor y siguió diciendo—: ¡General Mikawa, haced que se retiren estos guerreros! Entonces hablaremos. ¿Tanto os cuesta ver lo que debéis hacer? Sois lento de entendederas. Al fin y al cabo, os será difícil matarme y salvar al niño sin que sufra daño. Es exactamente la misma situación que la del señor Nobunaga al tomar este castillo y querer salvar a Oichi. ¿Cómo podríais salvar la vida de Manju? Aunque me disparéis con un mosquete, probablemente esta hoja le cortaría la garganta en ese mismo momento.
Durante algún tiempo sólo su lengua había estado animada, como un torrente impetuoso. Pero luego los ojos se movieron tanto como la lengua y, junto con su elocuencia, todas sus extremidades estaban aguda y constantemente atentas al enemigo que le rodeaba.
Nadie era capaz de moverse. Mikawa sentía la inmensidad de su error y parecía todo oídos a lo que Hideyoshi decía. Se había recobrado de su conmoción temporal y volvía a hacer gala de la calma que había mostrado en la casa de té. Por fin pudo moverse e hizo un gesto con la mano a los hombres que rodeaban a Hideyoshi.
—Apartaos de él. Yo me encargaré de esto. Aunque tenga que ocupar su lugar, el joven señor no debe sufrir ningún daño. Que cada uno vuelva a su puesto. —Entonces se volvió a Hideyoshi y le dijo—: La multitud se ha dispersado, como deseabais. ¿Me hacéis ahora e! favor de entregarme al joven Manju?
—¡De ninguna manera! —Hideyoshi sacudió vigorosamente la cabeza, pero entonces cambió el tono de su voz—. Devolveré al joven señor, pero quiero entregárselo al señor Nagamasa en persona. ¿Me haréis el favor de conseguirme una audiencia con el señor Nagamasa y la señora Oichi?
Nagamasa había estado entre la multitud que se había dispersado poco antes. Cuando oyó a Hideyoshi, perdió el dominio de sí mismo. Abrumado por el amor hacia su hijo, se adelantó gritando insultos a Hideyoshi.
—¿Qué clase de juego sucio es éste? ¡Tener en vuestras manos el destino de un niño inocente sólo para poder hablar! Si sois realmente el general Kinoshita Hideyoshi de Oda, deberíais avergonzaros de una maquinación tan siniestra. ¡Muy bien! Si me entregáis a Manju, hablaremos.
—¡Ah! ¿Estáis aquí, señor Nagamasa? —dijo Hideyoshi, inclinándose cortésmente a pesar de la expresión de aquel hombre. Pero seguía con una pierna a cada lado de Manju y mantenía la punta de su espada en la garganta del niño.
Fujikake Mikawa se dirigió a él con voz trémula.
—¡Señor Hideyoshi! ¡Soltadle, por favor! ¿No basta con la palabra de Su Señoría? Poned a Manju en mis manos.
Hideyoshi no le hizo el menor caso. Miró fijamente el rostro pálido y los ojos de Nagamasa, rebosantes de desesperación, y finalmente exhaló un profundo suspiro.
—Ah. Así pues, ¿conocéis el cariño hacia un familiar? ¿Comprendéis realmente los sentimientos hacia un ser querido? Creía que no los comprendíais en absoluto.
—¿No vas a dármelo, canalla? ¿Vas a asesinar a este chiquillo?
—No tengo la menor intención de hacer eso. Pero vos, que sois padre, no tenéis el menor respeto por los afectos familiares.
—¡No digas necedades! ¿No ama todo padre a sus hijos?
—Eso es cierto, incluso los pájaros y las bestias —convino Hideyoshi—. Y por ello supongo que no consideráis ridículo y necio el hecho de que el señor Nobunaga, debido a su deseo de salvar a Oichi, no puede destruir este castillo. ¿Y qué decir de vos? Al fin y al cabo sois el marido de Oichi. ¿No os estáis aprovechando de la debilidad del señor Nobunaga al someter las vidas de una madre y sus hijos al destino de vuestro castillo? Eso es exactamente lo mismo que lo que estoy haciendo ahora, al sujetar al pequeño Manju y ponerle mi espada en la garganta a fin de poder hablar con vos. Antes de tachar mi método de cobarde, os ruego que consideréis si vuestra propia estrategia no es igualmente cobarde y cruel.
Mientras hablaba, Hideyoshi levantó a Manju y le sostuvo en brazos. Al ver el alivio que se extendía por el semblante de Nagamasa, avanzó bruscamente hacia él, depositó a Manju en sus brazos y se postró a sus pies.
—Os ruego fervientemente que me perdonéis por este acto violento y brutal. En ningún momento me había propuesto actuar así, y lo he hecho, ante todo, con la intención de aliviar en lo posible la ingrata situación en que se encuentra el señor Nobunaga. Pero también he considerado lamentable que vos, un samurai que ha mostrado una resolución tan admirable hasta el final, sea considerado en el futuro como un hombre que perdió el dominio de sí mismo en sus últimos momentos. No os equivoquéis, mi señor: he hecho esto en parte por vuestro propio bien. Os ruego que me concedáis la libertad de Oichi y sus hijos.
No tenía la sensación de estar apelando al jefe enemigo. Se enfrentaba al alma de aquel hombre y le expresaba sin reservas sus auténticas emociones. Tenía las palmas cruzadas sobre el pecho y se arrodillaba respetuosamente ante Nagamasa. Era evidente que este gesto surgía de una sinceridad absoluta.
Nagamasa le escuchó en silencio con los ojos cerrados. Cruzado de brazos y con los pies bien afianzados en el suelo, parecía una estatua revestida de armadura. Era como si Hideyoshi rezara una plegaria al alma de Nagamasa, el cual, tal como Hideyoshi había afirmado al entrar en el castillo, parecía haberse convertido en un cadáver viviente.
Los corazones de los dos hombres, uno absorto en la plegaria, el otro resuelto a morir, entraron en contacto un solo momento. Se alzó la barrera entre enemigos y las complejas emociones que Nagamasa sentía hacia Nobunaga se desprendieron súbitamente de su cuerpo como la superficie encalada de una pared que se descascara.
—Mikawa, lleva al señor Hideyoshi a alguna parte y agasájale durante un rato. Necesito tiempo para despedirme.
—¿Despediros?
—Me voy de este mundo y quiero decir adiós a mi esposa y mis hijos. Ya he previsto la muerte e incluso he celebrado un servicio fúnebre por mí mismo, pero... ¿puede la separación en vida ser peor que la separación en el momento de morir? Creo que el enviado del señor Nobunaga convendrá en que es peor.
Impresionado, Hideyoshi alzó el rostro y miró a aquel hombre.
—¿Estáis diciendo que Oichi y sus hijos pueden irse?
—Poner a mi mujer y mis hijos en brazos de la muerte y dejarles perecer con este castillo era innoble. Resolví que mi cuerpo ya había muerto y, sin embargo, no me libré de mis triviales prejuicios y malas pasiones. Vuestras palabras me han avergonzado. Os ruego encarecidamente que cuidéis de Oichi, todavía tan joven, y de mis hijos.
—Con mi vida, señor.
Hideyoshi inclinó la cabeza hasta tocar el suelo. En aquel momento imaginó el semblante feliz de Nobunaga.
—Bien, entonces os veré más tarde —dijo Nagamasa y, volviéndose, echó a andar con largas zancadas hacia el torreón.
Mikawa condujo a Hideyoshi a una habitación de invitados, esta vez como enviado formal de Nobunaga.
Los ojos de Hideyoshi reflejaban el alivio que sentía. Entonces se volvió hacia Mikawa.
—Perdonad, pero ¿queréis esperar un momento mientras hago una señal a los hombres que están fuera del castillo?
—¿Una señal? —preguntó Mikawa con una suspicacia comprensible.
Pero Hideyoshi habló como si su petición fuese natural.
—Así es. Prometí hacerlo cuando vine aquí por orden del señor Nobunaga. Si las cosas no salían bien, tenía que comunicar mediante una señal de fuego el rechazo del señor Nagamasa, incluso a costa de mi vida. Entonces el señor Nobunaga atacaría el castillo de inmediato. En cambio, si todo salía bien y podía entrevistarme con el señor Nagamasa, tenía que alzar un estandarte. En cualquier caso, convinimos que las tropas se limitarían a esperar hasta que les diera una señal.
Mikawa pareció sorprendido por tales preparativos, pero lo que le sorprendió todavía más fue el cartucho de señales que Hideyoshi había escondido cerca del hogar en la casa de té.
Después de alzar el estandarte y regresar a la habitación de invitados, Hideyoshi se rió y dijo:
—Si hubiera visto que la situación era irremediable, tenía la intención de correr tan rápido como pudiera a la casa de té y arrojar el cartucho de señales al fuego del hogar. ¡Menuda ceremonia del té habría sido!
***
Hideyoshi estaba a solas. Habían transcurrido más de tres horas desde que Mikawa le llevara a la habitación de invitados y le pidiera que esperase un momento.
Aburrido, Hideyoshi pensó que realmente aquel hombre se estaba tomando su tiempo. Las sombras del atardecer oscurecían ya el techo calado de la sala vacía. Ya estaba lo bastante oscuro para que encendieran lámparas, y cuando miró al exterior vio que el sol poniente del otoño tardío teñía de intenso color carmesí las montañas alrededor del castillo.
El plato colocado ante él estaba vacío. Por fin oyó el sonido de pisadas y un maestro del té entró en la estancia.
—Como el castillo está asediado, me temo que tengo poco que ofreceros, pero Su Señoría me ha pedido que os prepare la cena.
El maestro del té animó al invitado encendiendo un par de lámparas.
—Mirad, en estas circunstancias no tenéis que preocuparos por mi cena. En lugar de eso, me gustaría hablar con el general Mikawa. Perdonad que os moleste, pero ¿podríais llamarle?
Mikawa se presentó poco después. En poco menos de cuatro horas había envejecido diez años. Parecía haber perdido todo su vigor y sus ojos evidenciaban que había llorado.
—Perdonadme —le dijo—. He sido terriblemente descortés.
—No es éste el momento de pensar en la etiqueta normal —replicó Hideyoshi—, pero me pregunto qué está haciendo el señor Nagamasa. ¿Se ha despedido de Oichi y los niños? Se está haciendo tarde.
—Tenéis toda la razón, pero lo que el señor Nagamasa dijo con tal valentía al principio..., bien, ahora que está diciendo a su esposa e hijos que deben abandonarle para siempre..., creo que podéis imaginar... —El anciano general bajó los ojos y se enjugó las lágrimas con los dedos—. La señora Oichi dice que no quiere abandonar a su marido para volver con su hermano. No cesa de suplicarle, y por eso es difícil saber cuándo terminarán.
—Sí, claro...
—Ella incluso me ha suplicado, diciendo que cuando contrajo matrimonio resolvió que este castillo sería su tumba. Hasta la pequeña Chacha parece comprender lo que les sucede a sus padres y llora que da lástima, preguntando por qué tiene que abandonar a su padre y por qué él ha de morir. Perdonadme, general Hideyoshi..., soy descortés.
Hideyoshi simpatizaba con el sufriente Mikawa y entendía muy bien la aflicción de Nagamasa y Oichi. Se conmovía con más facilidad que otros hombres, y ahora las lágrimas se deslizaron rápidamente por sus mejillas. Aspiró por la nariz repetidas veces y miró el techo, pero no olvidaba su misión y se reprendió a sí mismo. No debía permitir que la mera emoción le extraviase. Se enjugó las lágrimas y apremió al anciano.
—He prometido esperar, pero no puedo hacerlo eternamente. Quisiera pediros que se establezca un tiempo límite para su despedida. Vos podríais decir hasta qué hora, por ejemplo.