Authors: Eiji Yoshikawa
La cuesta era demasiado empinada y estaba embarrada a causa de la lluvia torrencial. Cada vez que los hombres daban un paso, resbalaban hacia atrás. Aferrándose a las astas de las lanzas y las manos de sus camaradas que iban delante, escalaron las trescientas cincuenta varas hasta la cima.
Una pálida blancura empezaba a aparecer en el cielo nocturno, anunciando la inminencia del alba. Las nubes comenzaron a separarse, y el esplendor del sol matinal atravesó el espeso mar de niebla.
—¡Está aclarando!
—¡El cielo nos da suerte!
—¡Las condiciones son perfectas!
En lo alto de la montaña, los hombres se pusieron las armaduras y se dividieron en dos grupos. El primero lanzaría un ataque al amanecer contra la fortaleza del enemigo en la montaña, y el otro atacaría Tobigasu.
Los Takeda habían subestimado el peligro, y ahora despertaban gritando llenos de confusión. Los incendios provocados por las fuerzas de Tadatsugu hicieron elevarse una negra humareda desde la fortaleza en la montaña. Los Takeda emprendieron una fuga desordenada hacia Tobigasu, pero por entonces la segunda división de Tadatsugu ya había abierto una brecha en los muros del castillo.
La noche anterior, poco después de la partida de Tadatsugu, todo el ejército de Nobunaga había recibido la orden de avanzar, pero no sería aquél el comienzo de la batalla.
El ejército desafió a la intensa lluvia y avanzó hacia las proximidades del monte Chausu. Desde ese momento hasta el amanecer, los soldados clavaron en el suelo las estacas que llevaban y las unieron con cuerdas para formar una empalizada que parecía un ciempiés serpenteante.
Cuando faltaba poco para el amanecer, Nobunaga inspeccionó las defensas a lomo de caballo. La lluvia había cesado y el tendido de la empalizada estaba completo.
Nobunaga se volvió hacia los generales de Tokugawa y, riendo, les gritó:
—¡Vais a ver! Hoy dejaremos que el ejército de Kai se aproxime y entonces los trataremos como alondras que mudan de pluma.
Los generales lo dudaban e imaginaban que sólo trataba de tranquilizarles. Pero lo que podían ver claramente era que los soldados de Gifu, las tropas que habían acarreado las estacas y cuerdas desde Okazaki, estaban ahora en el campo de batalla, y las treinta mil estacas se habían convertido en una larga y serpenteante empalizada.
—¡Dejemos que vengan las tropas selectas de Kai!
Sin embargo, la misma construcción no podía utilizarse para atacar al enemigo, y a fin de aniquilarlo como Nobunaga había descrito, tendrían que atraerlo hacia la empalizada. Para tentarle, enviaron fuera de la empalizada una de las unidades de Sakuma Nobumori y los mosqueteros de Okubo Tadayo que esperarían al enemigo.
De repente un coro de voces se alzó hacia el cielo. Los Takeda no se habían precavido lo suficiente y lanzaban gritos de consternación al ver la negra humareda que se alzaba por la dirección de Tobigasu a su espalda.
—¡El enemigo también está detrás de nosotros!
—¡Intentan presionar por la retaguardia!
Cuando su agitación empezaba a transformarse en pánico, Katsuyori dio la orden de atacar.
—¡No os retraséis ni un momento! ¡Esperar al enemigo sólo servirá para darle la ventaja!
Su confianza en sí mismo, y la fe de las tropas basada en esa confianza, equivalían a su credo: «¡No me preguntéis siquiera! ¡Tened fe en un valor marcial que jamás ha conocido la derrota desde los tiempos del señor Shingen!».
Pero la civilización avanza como un caballo a todo galope. Los bárbaros del sur, los portugueses, habían revolucionado la guerra con la introducción de las armas de fuego. Era una lástima que Takeda Shingen no hubiera tenido la sagacidad de preverlo. Kai, protegida por sus montañas, barrancos y ríos, estaba separada del centro de la acción, donde los avances del progreso tenían una aplicación inmediata, y aislada de las influencias extranjeras. Además, sus samurais adolecían de una obstinación y un engreimiento propios de los naturales de una provincia montañosa. Sus deficiencias apenas les causaban temor y no deseaban estudiar los procedimientos de otras tierras. El resultado era que confiaban por entero en su caballería y sus tropas de élite. Las fuerzas al mando de Yamagata atacaron con ferocidad a las tropas de Sakuma Nobumori fuera de la empalizada. En cambio, Nobunaga había planeado una estrategia plenamente científica, utilizando técnicas y armas modernas.
La lluvia había cesado y el terreno estaba lleno de barro.
El ala izquierda del ejército de Kai, es decir, los dos mil hombres al mando de Yamagata, recibieron la orden de éste de no atacar la empalizada y siguieron una ruta tortuosa para pasarla por alto. Pero el cenagal era horrible. El aguacero de la noche anterior había causado el desbordamiento del arroyo. Ni siquiera Yamagata, que había examinado detenidamente el terreno de antemano, había previsto esa calamidad natural. Los soldados se hundían en el barro hasta las espinillas. Los caballos eran incapaces de moverse.
Su penosa situación empeoró cuando los mosqueteros de Oda al mando de Okubo empezaron a disparar contra el flanco de Yamagata.
—¡Dad la vuelta!
Esta orden hizo que el ejército cubierto de barro volviera a cambiar de dirección y se abalanzara hacia los mosqueteros de Okubo. Pequeñas rociadas de barro parecían salpicar a los dos mil hombres enfundados en armaduras. Alcanzados por los proyectiles, caían dando alaridos y sangrando. Pisoteados por sus propios caballos, gritaban en patética confusión.
Finalmente los ejércitos chocaron. La guerra estaba cambiando desde hacía décadas. El antiguo estilo de lucha en el que cada samurai decía su nombre y declaraba que era descendiente de Fulano y su patrono era el señor de tal o cual provincia estaba desapareciendo con rapidez.
Así pues, una vez que empezó el combate cuerpo a cuerpo y los aceros se trabaron, el horror fue indescriptible.
Las mejores armas eran las de fuego seguidas por la lanza. Ésta no se utilizaba para clavarla, sino que se blandía y golpeaba con ella, y ésos eran los métodos enseñados para el campo de batalla. Por ello se creía que la principal ventaja estribaba en la longitud, y había lanzas con astas entre doce y dieciocho pies de largo.
Los soldados rasos carecían del adiestramiento y el valor que exigía la situación, y sólo eran realmente capaces de golpear con sus lanzas. Por ello en muchas ocasiones un guerrero hábil se abalanzaba entre ellos con una lanza corta, acometía en todas las direcciones y, casi con facilidad, conseguía la fama otorgada a un solo guerrero que había derribado a docenas de hombres.
Atacadas por enjambres de tales hombres, tanto las fuerzas de Tokugawa como las de Oda eran impotentes. La unidad de Okubo fue aniquilada casi al instante. Sin embargo, si la unidad de Okubo y las fuerzas de Sakuma estaban fuera de la empalizada era para atraer al enemigo al interior de ésta, no para vencer. Por esta razón habrían hecho bien en dar la vuelta y huir. Pero en cuanto vieron las caras de los soldados de Kai ante ellos, no pudieron evitar que los años de animosidad inflamaran sus corazones.
—¡Venid a por nosotros! —gritaron.
Tampoco iban a tolerar las burlas e insultos de los guerreros de Kai. Inevitablemente, los hombres de Oda dejaron la cautela de lado en medio de la sangría y sólo pensaron en su provincia y sus reputaciones.
Mientras ocurría todo esto, Katsuyori y sus generales debieron de pensar que era el momento adecuado, pues los batallones centrales del ejército de quince mil hombres de Kai iniciaron su avance como una nube gigantesca. Sus formaciones ordenadas se dividieron como una inmensa bandada de aves que emprendiera el vuelo, y cuando por fin se aproximaron a la empalizada, cada unidad lanzaba simultáneamente sus gritos de guerra.
A los ojos de los Takeda, la empalizada de madera no parecía gran cosa. Creyeron que se abrirían paso con una sola carga, avanzando hacia el centro del ejército de Oda como un taladro.
Lanzando un grito de guerra, las fuerzas de Kai atacaron la empalizada. Estaban decididos..., algunos trataron de encaramarse, otros de derribar la valla con enormes mazos y barras de hierro, otros de serrar las estacas, y hubo quienes las rociaron de aceite y prendieron fuego.
Hasta entonces Nobunaga había dejado la lucha en manos de las unidades de Sakuma y Okubo fuera de la empalizada, y las tropas en el monte Chausu permanecían en silencio. Pero de repente...
—¡Ahora!
El dorado abanico de guerra de Nobunaga cortó el aire y los comandantes de los regimientos con armas de fuego compitieron entre ellos gritando la orden.
—¡Fuego!
—¡Fuego!
Las andanadas hicieron temblar el suelo. La montaña se hendió y las nubes se desgarraron. La humareda de la pólvora envolvía la empalizada, y los hombres y caballos del ejército de Kai cayeron como mosquitos y formaron montones de cadáveres.
—¡No os retiréis! —les ordenaron sus comandantes—. ¡Seguidme!
Los soldados atacaron temerariamente la empalizada, saltando sobre los cuerpos de sus camaradas, pero fueron incapaces de evitar la siguiente lluvia de balas. Lanzando gritos patéticos, acabaron también muertos.
Al final el ejército de Kai no pudo seguir manteniéndose firme.
—¡Retirada! —gritaron cuatro o cinco comandantes montados, haciendo retroceder sus caballos.
A pesar del pánico que sentían, de alguna manera lograron dar la orden. Uno de ellos cayó cubierto de sangre, mientras otro salió despedido de su caballo, que se derrumbó alcanzado por las balas.
Pero a pesar de la derrota que habían sufrido, su espíritu seguía incólume. Habían perdido casi un tercio de sus hombres en la primera carga, pero en el mismo instante que se retiraron, una nueva fuerza se apresuró hacia la empalizada. La sangre que había salpicado las treinta mil estacas aún no se había secado.
El fuego procedente de la empalizada respondió directamente a su carga, como si dijera: «Os estábamos esperando».
Lanzando iracundas miradas a la empalizada teñida de rojo por la sangre de sus camaradas, los fieros soldados de Kai atacaron gritando, alentándose unos a otros y jurando que jamás retrocederían una sola vara.
—¡Es hora de morir!
—¡A nuestra muerte!
—¡Hagamos un escudo de la muerte para que los otros puedan saltar por encima de nosotros!
El «escudo de la muerte» era una táctica desesperada en la que los soldados del frente se sacrificaban para proteger el avance de la fila siguiente. Entonces esa fila actuaba a su vez como un escudo para las tropas que les seguían, y de esta manera los soldados adelantaban paso a paso. Se trataba de una manera terrible de avanzar.
Eran, desde luego, unos hombres valientes, pero sin duda aquella carga no era más que una inútil exhibición de fuerza bruta. Y no obstante, entre los generales que dirigían el asalto había tácticos capacitados.
Por supuesto, Katsuyori estaba en la retaguardia, instando a sus hombres a que avanzaran, pero si sus comandantes hubieran sabido que la victoria era del todo imposible, no habría habido razón alguna para pedir un sacrificio tan inmenso y empujar repetidamente a las tropas demasiado lejos.
—¡Hay que derribar esa pared!
Debían de creer que podrían hacerlo. Una vez disparadas las armas de fuego de aquella época, cargar otro proyectil y añadir la pólvora requería tiempo. Así pues, tras el disparo de una andanada, los estampidos cesaban durante un rato. Los generales de Kai consideraban ese intervalo como una ventana de la que debían aprovecharse. Por eso no les repugnó emplear el «escudo de la muerte».
Sin embargo, Nobunaga había considerado ese punto débil e ideado nuevas tácticas para las nuevas armas. En este caso dividió sus tres mil mosqueteros en tres grupos. Cuando los primeros mil hombres hubieran disparado sus armas, cada uno se haría rápidamente a un lado y el segundo grupo avanzaría entre sus filas, disparando de inmediato su andanada. Entonces también ellos abrirían sus filas y serían sustituidos en seguida por el tercer grupo. De esta manera, el intervalo que el enemigo tanto esperaba no se le dio en toda la batalla.
Una vez más hubo aberturas en diversos lugares de la empalizada. Midiendo los intervalos entre uno y otro ataque, las unidades de lanceros de Oda y Tokugawa podían salir corriendo desde el interior de la empalizada y golpear rápidamente ambas alas del ejército de Kai.
Obstruidos por la empalizada protectora y las andanadas de disparos, los soldados de Kai eran incapaces de avanzar. Cuando intentaban retirarse, fueron hostigados por la persecución del enemigo y el ataque en pinza. Ahora los guerreros de Kai, que tanto se enorgullecían de su disciplina y adiestramiento, no tenían un solo momento para exhibir su valor.
La unidad de Yamagata se había retirado por completo, dejando detrás un gran número de hombres que habían sacrificado sus vidas. El único que no había caído en la trampa era Baba Nobufusa.
Baba se había enfrentado a las tropas de Sakuma Nobumori, pero como éste no había sido inicialmente más que un señuelo, las tropas de Oda fingieron una retirada. La unidad de Baba fue tras ellos y se apoderó del campamento en Maruyama, pero Baba había dado órdenes de no adentrarse más y no envió un solo soldado más allá de Maruyama.
—¿Por qué no avanzáis? —preguntaban repetidamente a Baba tanto el cuartel general de Katsuyori como sus propios oficiales.
Pero Baba no se movía.
—Tengo mis propias razones para meditar un momento, y peñero quedarme aquí y observar lo que está ocurriendo. Los demás podéis avanzar y conseguir la gloria.
Cada comandante que se acercaba lo suficiente para atacar la empalizada se encontraba con la misma derrota abrumadora. Entonces Katsuie y Hideyoshi condujeron sus batallones a una distancia considerable alrededor de los pueblos, hacia el norte, y empezaron a aislar de la línea del frente al cuartel general del ejército de Kai.
Era casi mediodía y el sol estaba alto en un cielo que prometía el final de la estación lluviosa. Ahora abrasaba la tierra con un calor abrupto y un color que anunciaba un verano ardiente.
Las hostilidades se habían iniciado al amanecer, en la segunda mitad de la hora del tigre. Con el cambio continuo de nuevas tropas, los hombres del ejército de Kai estaban bañados en sudor y respiraban con dificultad. La sangre derramada por la mañana se había secado como cola sobre el cuero de las armaduras, los cabellos y la piel. Y ahora había sangre fresca dondequiera que uno mirase.