Taiko (45 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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De repente, un rayo casi partió en dos la montaña. Por un instante el cielo y la tierra fueron del mismo color, de un blanco ahumado bajo el aguacero. Cuando cesó la lluvia, por ciénagas y laderas fluían arroyos de agua fangosa y cascadas.

—¡Ahí está! —gritó Tokichiro.

Se volvió y señaló más allá de sus soldados, que parpadeaban para eliminar las gotas de lluvia de sus pestañas, hacia el campamento de Imagawa. Los cercados con cortinas del enemigo parecían innumerables y todos empapados por la lluvia. Ante ellos estaba el pantano y más allá la ladera de Dengakuhazama.

Cuando miraron de nuevo, los hombres de Tokichiro pudieron ver las figuras con yelmo y armadura de sus aliados que ya se abalanzaban corriendo. Blandían espadas, lanzas y alabardas. Nobunaga había dicho que la ventaja estribaba en viajar ligeros, y muchos de los hombres habían descartado sus cascos y arrojado los estandartes.

Abriéndose paso a través de los árboles, resbalando en las crestas herbosas, atacaron de inmediato los cercados del enemigo. Una y otra vez los relámpagos verdeazulados destellaban en el cielo, la lluvia blanca y el negro viento envolvían el mundo en oscuridad.

Tokichiro gritó a sus hombres, cruzó velozmente el pantano y empezó a subir por la ladera. Los soldados resbalaban y caían, pero se mantuvieron a su altura. En lugar de decir que se lanzaron a la pelea, sería más exacto afirmar que la pequeña unidad de Tokichiro fue engullida por la batalla.

***

Las risas reverberaban en el cuartel general de Yoshimoto mientras retumbaban los truenos. A pesar del fuerte viento que se había levantado, las cortinas se mantuvieron en su sitio gracias a las piedras que las sujetaban.

—¡Este viento viene a llevarse el calor! —bromeaban, y seguían bebiendo.

Pero estaban en campaña y planeaban llegar aquella noche hasta Odaka, por lo que nadie se extralimitaba.

Se anunció que el almuerzo estaba listo. Los generales ordenaron que llevaran la comida a Yoshimoto y, mientras apuraban sus tazas, los sirvientes pusieron ante ellos recipientes de arroz y grandes ollas de sopa. Al mismo tiempo empezó a llover ruidosamente, y la lluvia cayó sobre ollas, recipientes de arroz, esteras de paja y armaduras.

Por fin se fijaron en el aspecto amenazante del cielo y empezaron a retirar sus esteras. En el cercado se alzaba un gran alcanforero de tronco tan enorme que habrían sido necesarios tres hombres con los brazos extendidos para rodearlo. Yoshimoto se refugió de la lluvia bajo el árbol. Los demás corrieron detrás de él, llevando sus esteras y cuencos.

La oscilación del enorme árbol hacía temblar el suelo, y sus ramas aullaban bajo la violencia del viento. Mientras las hojas marrones y verdes volaban como polvo y se estrechaban contra las armaduras de los hombres, el humo de las fogatas se dispersaba a ras del suelo, cegando y sofocando a Yoshimoto y sus generales.

—Por favor, aguantad un momento. Ahora mismo vamos a poner una cubierta contra la lluvia.

Uno de los generales llamó a gritos a los soldados, pero no hubo respuesta. Bajo la blanca lluvia y el fragor del ramaje, su voz se perdió en el vacío sin que nadie contestara. Sólo se oía el fuerte crepitar de la leña desde el recinto de la cocina, del que se alzaba un humo espeso.

—¡Llamad al comandante de los soldados de infantería!

En el momento en que uno de los generales se aventuraba bajo la intensa lluvia, un extraño sonido emergió de la zona circundante. Era un quejido que parecía proceder de la misma tierra, el choque violento de un arma forjada contra otra. Y la tormenta no se limitaba a la superficie de la piel de Yoshimoto, sino que ahora también soplaba con ferocidad en su mente.

—¿Qué es esto? ¿Qué sucede? —Yoshimoto y sus generales parecían completamente aturdidos—. ¿Nos han traicionado? ¿Están luchando los hombres entre ellos mismos?

Sin comprender todavía lo que estaba ocurriendo, los samurais y generales al lado de Yoshimoto se dispusieron a su alrededor como un muro de protección.

Pero las fuerzas de Oda ya habían invadido el campamento como una marea y estaban corriendo al otro lado de la cortina.

—¡El enemigo!

—¡Los Oda!

Entrechocaron las lanzas, y las pavesas de las fogatas volaron por encima de los luchadores que lanzaban gritos confusos. Yoshimoto, que seguía en pie bajo el enorme alcanforero, parecía haber perdido la capacidad de hablar. Se mordía el labio inferior con sus dientes negros, al parecer incapaz de dar crédito a lo que veían sus ojos. Sus generales permanecían a su alrededor con torvos semblantes, gritando a diestro y siniestro.

—¿Es una rebelión?

—¿Son estos hombres rebeldes?

No había más que gritos por toda respuesta, y a pesar de las exclamaciones de alarma que se alzaban en todo el campamento, no podían creer que el enemigo les estuviera atacando. Pero no pudieron dudar de sus oídos durante mucho tiempo, pues los guerreros de Oda se presentaron ante ellos, y sus ásperos gritos de guerra en el extraño dialecto de Owari parecieron perforar los oídos de los servidores de Yoshimoto. Dos o tres enemigos se abalanzaron hacia ellos.

—¡Eh! ¡Señor de Suruga!

Cuando vieron a los hombres de Oda que se acercaban, gritando como demonios, saltando y resbalando en el barro, blandiendo lanzas y alabardas, finalmente reconocieron consternados la verdadera situación.

—¡Los Oda!

—¡Un ataque por sorpresa!

La confusión fue más terrible que si hubieran sido atacados por la noche. Habían subestimado a Nobunaga. Era la hora del almuerzo, y esto, junto con la violenta tormenta, había permitido al enemigo entrar en el campamento completamente inadvertido. Pero era su propia avanzada la que realmente había tranquilizado al cuartel general de Yoshimoto.

Los dos generales destacados para proteger el cuartel general se hallaban apostados a menos de una milla de la colina, pero de repente, y sin advertencia de sus propios vigías, el enemigo penetraba libremente, ante los mismos ojos de Yoshimoto y sus generales.

Desde el mismo principio, Nobunaga había evitado los campamentos de la vanguardia. Al atravesar Taishigadake e ir directamente a Dengakuhazama, el mismo Nobunaga blandía una lanza y luchaba con los soldados de Yoshimoto. Es muy probable que los soldados ensartados por Nobunaga no tuvieran idea de quién había sido su adversario. Tras haber herido gravemente a dos o tres hombres en su avance, Nobunaga galopó hacia el cercado con cortinas.

—¡El alcanforero! —gritó Nobunaga cuando uno de sus hombres pasó corriendo por su lado—. ¡No permitáis que huya el señor de Suruga! ¡Probablemente está en el cercado bajo el gran alcanforero!

Nobunaga había conjeturado al instante dónde estaría Yoshimoto: le había bastado con examinar la disposición del campamento.

—¡Mi señor!

En la confusión de la batalla, Nobunaga estuvo a punto de atropellar con su caballo a uno de sus soldados arrodillado ante él, con una lanza ensangrentada al lado.

—¿Quién eres?

—Maeda Inuchiyo, mi señor.

—¿Inuchiyo? ¡Bien, manos a la obra! ¡Pelea!

La lluvia caía en los senderos enfangados y el viento barría la tierra. Las ramas arrancadas del alcanforero y los pinos circundantes se estrellaban contra el suelo. El agua caía de las ramas sobre el yelmo de Yoshimoto.

—¡Por aquí, mi señor!

Cuatro o cinco servidores de Yoshimoto formaron un anillo protector a su alrededor y le llevaron de un cercado a otro, tratando de evitar un desastre.

—¿Está aquí el señor de Suruga?

Apenas se había marchado Yoshimoto, cuando un guerrero Oda que blandía una lanza desafió a uno de los generales que se había quedado atrás.

—¡Ven aquí y pelea conmigo! —gritó el general, parando la lanza del enemigo con la suya.

El intruso se identificó, con la respiración entrecortada.

—¡Soy Maeda Inuchiyo, servidor del señor Nobunaga!

El general replicó dando su propio nombre y graduación. Entonces se abalanzó, pero Inuchiyo saltó de costado y la lanza embistió el vacío.

Inuchiyo tenía su oportunidad, pero no suficiente tiempo para retirar su larga lanza, por lo que se limitó a golpear a su contrario en la cabeza con el asta. El casco metálico sonó como un gong, y el hombre lesionado salió gateando a la lluvia. En aquel momento otros dos hombres dijeron sus nombres a gritos. Cuando Inuchiyo modificó su postura, alguien cayó de espaldas. Inuchiyo tropezó y cayó sobre el cadáver de un soldado.

—¡Kinoshita Tokichiro!

En alguna parte su amigo se estaba identificando. Inuchiyo sonrió mientras el viento y la lluvia le azotaban el rostro. Estaba cegado por el barro. Había sangre por doquier. En el momento de tropezar y caer había comprobado la ausencia de enemigos y aliados en la vecindad inmediata. Los cadáveres se amontonaban y la lluvia producía ligeros chapoteos en sus espaldas. Sus sandalias de paja estaban teñidas de color carmesí. Avanzó pisoteando un río de sangre. ¿Dónde estaba el señor de dientes ennegrecidos? Quería hacerse con la cabeza de Yoshimoto.

Las voces se mezclaban con los sonidos de la lluvia y el viento.

Inuchiyo no estaba solo en su búsqueda. Kuwabara Jinnai, un ronin de la provincia de Kai, vestido con armadura de cintura para abajo y blandiendo una lanza cubierta de sangre, corría alrededor del alcanforero gritando con voz áspera:

—¡Vengo a por el señor de Suruga! ¿Dónde está el gran general Yoshimoto?

Una ráfaga de viento alzó el borde de una cortina y, a la luz de los relámpagos, vio a un hombre que llevaba una casaca roja sobre su armadura y un yelmo con ocho dragones en la cimera.

La voz airada que reprendía a sus servidores muy bien podría ser la de Yoshimoto.

—¡No os preocupéis por mí! ¡Esto es una emergencia! No necesito estar rodeado de hombres. Perseguid a un enemigo que ha venido aquí para ofreceros su cabeza. ¡Matad a Nobunaga! ¡Luchad en vez de protegerme!

Al fin y al cabo, era el comandante de tres ejércitos y comprendió la situación antes que nadie. Ahora estaba enfadado con los inútiles comandantes y guerreros que corrían sin rumbo a su alrededor lanzando gritos ininteligibles.

Escarmentados, varios soldados avanzaron con dificultad por el camino enfangado. Cuando pasaron por el lugar donde se ocultaba Jinnai, éste alzó la cortina empapada con la punta de su lanza para asegurarse de que aquel hombre era, en efecto, Yoshimoto.

El señor de Suruga ya no estaba allí. El recinto rodeado de cortinas aparecía vacío. Un gran recipiente de madera lleno de arroz había sido volcado y los blancos granos estaban esparcidos en el agua de lluvia. Por lo demás, sólo había unos pocos trozos de leña quemados y húmedos.

Jinnai se dio cuenta de que Yoshimoto se había marchado rápidamente con sólo unos pocos hombres, y recorrió un cercado tras otro en su busca. La mayor parte de las cortinas habían sido arrancadas y estaban tiradas en el suelo. Muchas estaban manchadas de sangre y pisoteadas.

Yoshimoto debía de estar intentando escapar. Desde luego, no huiría a pie, y por lo tanto debía de haber ido a toda prisa al lugar donde estaban atados los caballos. Pero en un campamento con tantas cortinas y soldados en lucha, no iba a ser fácil encontrar el sitio donde el enemigo tenía los caballos, y éstos no estaban paciendo tranquilamente. Entre la lluvia, el estrépito de las espadas y la sangre, los caballos habían sido presa del pánico y varios de ellos corrían ciegamente por el campamento.

¿Dónde podría haberse escondido? Jinnai se quedó inmóvil empuñando la lanza y dejando que el agua de lluvia corriera por el puente de su nariz y se vertiera en su garganta reseca. De repente un guerrero que no le había reconocido como enemigo apareció ante él tirando de un excitado caballo gris.

Borlas rojas colgaban de la silla de madreperla con ribete de laca punteado de oro. Las riendas de color violeta y blanco estaban unidas a un bocado de plata. Aquél debía de ser el caballo de un general. Jinnai observó cómo conducía el caballo a un oscuro grupo de árboles, en cuyo interior un cercado con cortinas casi estaba desmantelado, pero la parte todavía levantada aleteaba fuertemente bajo el viento y la lluvia.

Jinnai dio un salto adelante y alzó la cortina. Allí estaba Yoshimoto. Un servidor acababa de decirle que su caballo estaba listo, y Yoshimoto se disponía a salir.

—Señor de Suruga, me llamo Kuwabara Jinnai y lucho para el clan Oda. He venido a por vuestra cabeza. ¡Preparaos a morir!

Jinnai se abalanzó contra la espalda de Yoshimoto mientras gritaba su nombre, y el choque de la lanza con la armadura resonó en los oídos de los presentes. Yoshimoto se volvió con la velocidad del rayo y su espada partió en dos el asta de la lanza. Jinnai retrocedió gritando, con sólo cuatro pies de asta en sus manos.

El guerrero arrojó el asta al suelo y gritó:

—¡Cobarde! ¿Das la espalda a un adversario que se ha identificado?

Jinnai desenvainó su espada y saltó hacia Yoshimoto, pero un guerrero de Imagawa le agarró por detrás. Logró arrojarlo con facilidad al suelo, pero otro guerrero enemigo le atacó por el costado. Intentó esquivar el golpe, pero el primer soldado le había cogido del tobillo y le impidió moverse con suficiente rapidez. La espada del segundo soldado cortó a Jinnai limpiamente por la mitad.

—¡Mi señor! ¡Partid ahora mismo, por favor! Nuestros hombres están confusos y son incapaces de dominar al enemigo. Una retirada es lamentable, pero sólo es temporal.

La cara del soldado estaba manchada de sangre. El otro soldado, totalmente cubierto de barro, se levantó de un salto, y los dos instaron a Yoshimoto a marcharse.

—¡Vamos! ¡En seguida, mi señor!

Pero en aquel momento...

—He venido a ver al gran Yoshimoto. Me llamo Hattori Koheita y estoy al servicio del señor Nobunaga.

Un hombretón estaba ante ellos, la cabeza cubierta por un yelmo de hierro con una trencilla negra sobre las cejas. Yoshimoto retrocedió un paso al tiempo que la larga lanza con asta roja del guerrero zumbaba al cortar el aire para embestirle.

El primer soldado interceptó el golpe con su cuerpo y cayó, atravesado, antes de que hubiera tenido tiempo de usar su espada. El otro hombre se apresuró a intervenir, pero también fue ensartado por la lanza de Koheita y se derrumbó sobre el cadáver de su camarada.

—¡Espera! ¿Adonde vas?

La lanza, rápida como el rayo, persiguió a Yoshimoto, el cual rodeaba ahora el tronco de un pino.

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