Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Aquí estoy!
Con la espada en posición de ataque, Yoshimoto miró furibundo a Koheita. La lanza de éste golpeó el costado de la armadura de Yoshimoto, pero el metal de la armadura estaba bien templado y la herida no fue profunda. Yoshimoto no se inmutó.
—¡Canalla! —gritó Yoshimoto, y cortó de un tajo el asta de la lanza.
Koheita estaba resuelto. Arrojó a un lado el asta y saltó adelante. Pero Yoshimoto cayó de rodillas y golpeó con la espada una pierna del guerrero. Su hoja era excelente. Saltaron chispas de la espinillera de cota de malla, la rótula de Koheita se abrió como una granada y la tibia sobresalió de la herida. Koheita cayó de espaldas y Yoshimoto hacia adelante. Su yelmo con cimera golpeó el suelo.
En el momento en que Yoshimoto alzaba la cabeza, un hombre gritó:
—¡Soy Mori Shinsuke!
Mori aferró la cabeza de Yoshimoto por detrás y los dos hombres cayeron al suelo. Mientras luchaban a brazo partido, se desprendió el peto de Yoshimoto, y brotó sangre de la herida de lanza que acababa de sufrir. Inmovilizado debajo de su atacante, Yoshimoto le mordió el dedo índice de la mano derecha. Incluso después de que le hubieran cortado la cabeza, el blanco dedo índice de Mori seguía sobresaliendo de los labios violáceos de Yoshimoto y los dientes elegantemente ennegrecidos.
***
Con la respiración entrecortada, Tokichiro se preguntó si habían ganado o perdido.
—¡Eh! ¿Dónde estamos? —gritó a cualquiera que pudiese oírle, pero nadie sabía exactamente dónde estaban.
Sólo la mitad de sus hombres seguían con vida, y todos estaban aturdidos.
La lluvia había cesado y ya no soplaba el viento. Los intensos rayos del sol se derramaban a través de las nubes dispersas. Cuando finalizó la tormenta, el infierno de Dengakuhazama se desvaneció junto con los relámpagos en retirada, y ya no quedaba más que los chirridos de las cigarras.
—¡Alineaos! —ordenó Tokichiro.
Los soldados se alinearon lo mejor que pudieron. Tokichiro hizo el recuento de sus hombres y descubrió que se habían reducido de treinta a diecisiete, a cuatro de los cuales no reconocía.
—¿Cuál es tu unidad? —preguntó a uno de ellos.
—La de Toyama Jintaro, señor. Pero cuando estábamos luchando en el borde occidental de la colina, resbalé desde lo alto del risco y perdí a mi unidad. Entonces encontré a vuestros hombres persiguiendo al enemigo y me uní a ellos.
—Muy bien. ¿Y tú qué dices?
—Me ha ocurrido lo mismo, señor. Creí que estaba luchando con mis camaradas, pero cuando miré a mi alrededor, me encontré en el grupo de Vuestra Señoría.
Tokichiro no se molestó en preguntar a los demás. Era probable que algunos de sus hombres hubieran muerto en combate, mientras otros se habían mezclado con otras unidades. Pero no eran sólo los soldados individuales quienes habían perdido su rumbo en medio de la batalla. La unidad de Tokichiro se había separado del cuerpo principal del ejército y del regimiento de Mataemon, y no tenía idea de dónde se encontraba.
—Parece que la batalla ha terminado —musitó Tokichiro mientras conducía a sus hombres de regreso por el camino que habían seguido.
El agua enfangada que bajaba de las montañas circundantes hasta el pantano había crecido, y el cielo estaba despejado. Al ver tantos cadáveres tendidos en los arroyos y amontonados en las cuestas, Tokichiro se sintió maravillado porque seguía con vida.
—Debemos de haber vencido. ¡Mirad! Todos estos muertos son samurais de Imagawa.
Tokichiro señaló aquí y allá. Por la manera en que los cuerpos del enemigo estaban diseminados a lo largo del camino, podía discernir la ruta que había seguido el ejército derrotado.
Pero sus hombres estaban sumidos en un estado de estupor y se limitaron a farfullar. Estaban demasiado cansados incluso para entonar una canción de victoria.
Eran sólo unos pocos y se habían perdido. En el campo de batalla reinaba una calma repentina, lo cual podía significar que el ejército de Nobunaga había sido totalmente aniquilado. El temor de que pudieran ser rodeados por el enemigo y muertos en masa estaba muy justificado.
Entonces lo oyeron. Desde Dengakuhazama se elevaron tres gritos de victoria lo bastante intensos para hacer temblar el cielo y la tierra. Eran gritos en su propio dialecto de Owari.
—¡Hemos vencido! ¡Vamos allá!
Tokichiro echó a correr. Los soldados, que hasta entonces apenas habían estado conscientes, se recuperaron por completo. Como no querían quedarse rezagados, avanzaron tambaleándose detrás de Tokichiro, hacia el lugar de la algazara.
Magomeyama era una colina baja y circular, un poco más allá de Dengakuhazama. Una negra masa de soldados manchados de sangre y barro y empapados por la lluvia ocupaban ahora la zona desde la colina hasta el pueblo. La batalla había terminado y los hombres se habían reagrupado. Había dejado de llover, el sol brillaba y un brumoso vapor blanco se alzaba de la compacta asamblea.
—¿Dónde está el regimiento del señor Asano?
Avanzando entre la masa de guerreros, Tokichiro se reunió con su regimiento original. Cada vez que se volvía, topaba con la armadura ensangrentada de alguien. A pesar de su decisión de luchar valientemente, ahora se sentía avergonzado. Desde luego, no había hecho nada merecedor de que reparasen en él.
Cuando encontró su regimiento y se mezcló con la multitud de soldados, comprendió finalmente que habían vencido. Al mirar desde lo alto de la colina, le pareció extraño que el enemigo vencido no se viera por ninguna parte.
Todavía manchado de barro y sangre, Nobunaga estaba en la cima del otero. A pocos pasos de su escabel de campaña, varios soldados estaban cavando un gran foso, al que iban arrojando las cabezas de los enemigos tras examinarlas una tras otra. Nobunaga contemplaba la escena con las palmas juntas, mientras los guerreros que le rodeaban permanecían en silencio.
Nadie rezaba, pero aquélla era la máxima etiqueta que se seguía cuando los guerreros enterraban a otros guerreros. Las cabezas sepultadas en el foso servirían como lección a quienes estaban vivos y tal vez querrían reanudar la lucha. Incluso la cabeza del enemigo más insignificante era tratada con la mayor solemnidad.
Con el misterioso límite entre la vida y la muerte a sus pies, un samurai no podía dejar de pensar en lo que significaba vivir como un guerrero. Todos permanecían en actitud reverente, las manos unidas en una plegaria. Una vez lleno el foso y levantado un montículo encima, los hombres contemplaron un hermoso arco iris en el claro cielo.
Estaban sumidos en esta contemplación cuando un grupo de exploradores que habían estado reconociendo la zona alrededor de Odaka llegaron al campamento.
Tokugawa Ieyasu estaba al frente de la vanguardia en Odaka. Considerando la habilidad con que Ieyasu había demolido las fortalezas de Washizu y Marune, Nobunaga no podía permitirse subestimarlo.
—Cuando los Tokugawa se enteraron de la muerte de Yoshimoto, el campamento de Odaka pareció presa del pánico. Sin embargo, despacharon varias veces exploradores y, al conocer los hechos, se calmaron rápidamente. Ahora se están preparando para retirarse a Mikawa por la noche, y no parecen inclinados a luchar.
Nobunaga escuchó los informes y, a su manera, anuncia su regreso triunfal.
—Bien, en ese caso volvamos a casa.
El sol no se había puesto todavía, y ahora el arcoiris, que había empezado a desvanecerse, destacaba de nuevo con claridad. Una sola cabeza estaba atada a la silla de montar de Nobunaga, como un recordatorio. Era, por supuesto, la cabeza del gran Imagawa Yoshimoto.
Cuando llegaron al portal del santuario de Atsuta, Nobunaga cambió la dirección de su caballo y se dirigió al recinto más sagrado, mientras sus oficiales y soldados continuaban hasta el portal central y se postraban. Llegaba desde lo lejos el sonido de una campanilla, y las fogatas envolvían con un resplandor rojo el bosque del santuario.
Nobunaga ofreció un caballo sagrado al establo del tembló y se apresuró a reanudar su camino. Su armadura se había vuelto cada vez más pesada, y estaba agotado. Sin embargo, dejó que el caballo siguiera por sí solo el camino iluminado por la luna y le embargó una sensación de ligereza, como si vistiera un delgado kimono veraniego.
En comparación con Atsuta, Kiyosu estaba alborotado. Todas las puertas estaban festoneadas con farolillos, ardían fogatas en los cruces de caminos y ancianos, niños e incluso muchachas permanecían llenos de excitación en las calles, contemplando a los soldados triunfantes y lanzándoles gritos de felicitación.
La multitud se apiñaba al lado de la calzada. Las mujeres trataban de ver si sus maridos se encontraban entre los hombres que desfilaban solemnemente hacia el portal del castillo. Los ancianos gritaban los nombres de sus hijos y las muchachas buscaban los rostros de sus novios. Pero todos prorrumpieron en vítores cuando vieron a Nobunaga, montado en su caballo y silueteado contra el cielo nocturno.
—¡Señor Nobunaga!
Nobunaga significaba más para ellos que sus propios hijos, maridos y amantes.
—¡Echad un vistazo a la cabeza del gran señor de Imagawa! —gritó Nobunaga a la multitud—. Éste es el recuerdo que os he traído. A partir de mañana, los problemas en la frontera habrán terminado. Sed diligentes y trabajad con ahínco. ¡Trabajad y divertíos!
Una vez dentro del castillo, Nobunaga llamó a su camarera.
—¡Sai! ¡Sai! ¡Un baño antes que nada! Y unas gachas de arroz.
Cuando salió del baño, proclamó las recompensas que daría a más de doscientos veinte hombres que habían intervenido en la batalla aquel día. Ni siquiera las hazañas de los soldados de más baja graduación habían escapado a la mirada de Nobunaga. Finalmente dijo que concedía a Inuchiyo permiso para regresar. Esta noticia fue transmitida a Inuchiyo aquella misma noche, pues cuando todo el ejército hubo cruzado las puertas del castillo, sólo él se quedó afuera, aguardando la decisión de Nobunaga.
Tokichiro no recibió ninguna alabanza. Y, desde luego, él tampoco la esperaba. Sin embargo, había recibido algo mucho más precioso que un estipendio de mil kan: por primera vez en su vida se había visto a horcajadas en la línea que separa la vida y la muerte, había sobrevivido a una batalla y había visto directamente la comprensión que tenía Nobunaga de la naturaleza humana y su gran capacidad de liderazgo.
Se dijo que tenía un buen patrono y que era el más feliz de los vivientes después del señor Nobunaga. A partir de entonces, Tokichiro no sólo consideró a Nobunaga como su señor y patrono, sino que se convirtió en su aprendiz, estudió los aspectos en los que más sobresalía Nobunaga y se concentró totalmente en la tarea de mejorar.
Tokichiro llevaba cinco o seis días francamente aburrido. Le habían ordenado que acompañara a Nobunaga en su viaje secreto a una provincia distante y que hiciera los preparativos del viaje. Partirían al cabo de diez días, y hasta entonces no debía salir al exterior. Se pasaría el día sin hacer nada, esperando el momento.
Se incorporó y pensó en lo extraño que era el hecho de que Nobunaga partiera de viaje. ¿Adonde irían?
Mientras contemplaba los zarcillos de los dondiegos de día que cubrían la valla, sus pensamientos se centraron de improviso en Nene. Le habían ordenado que saliera lo menos posible, pero cuando empezó a soplar la brisa nocturna había pasado por delante de la casa de Nene. Por alguna razón, últimamente titubeaba ante la idea de visitarla, y cada vez que veía a sus padres éstos hacían como si no le viesen. Así pues, se limitó a pasar por delante de la vivienda como cualquier otro transeúnte y regresó a su casa.
Los dondiegos de día también florecían en la valla de la casa de Nene. La noche anterior Tokichiro había tenido un atisbo de ella cuando encendía una lámpara, y volvió a casa como si hubiese logrado su propósito. Ahora recordó de súbito que el perfil de la muchacha era más blanco que las flores de la valla.
El humo del fuego de leña se extendía por toda la casa desde la cocina. Tokichiro se bañó, se puso un kimono ligero de cáñamo y, calzándose unas sandalias, salió por la puerta del jardín. En aquel preciso momento un joven mensajero le detuvo y entregó una citación oficial. Tokichiro se apresuró a entrar en la casa, se cambió con rapidez y se dirigió a toda prisa a la residencia de Hayashi Sado. Éste le entregó personalmente sus órdenes.
Preséntate en el domicilio del campesino Doke Seijuro, en el camino del oeste que parte de Kiyosu, a la hora del conejo.
Eso era todo. Nobunaga viajaría de incógnito a una provincia distante y Tokichiro sería uno de sus acompañantes. Al reflexionar en esas circunstancias, creía comprender los planes de Nobunaga, aunque era tan poco lo que sabía de ellos.
Pensó que estaría algún tiempo separado de Nene, y brotó en su pecho el deseo de verla en seguida, de tener un solo atisbo de ella a la luz de la luna de verano. Su naturaleza era tal que nada podía detenerle cuando se le había metido una idea en la cabeza. Tokichiro era un joven apasionado y las pasiones y deseos incontrolables que habitaban en su corazón le arrastraban a la casa de Nene. Entonces, como un delincuente juvenil que mira a hurtadillas a través de las ventanas iluminadas, Tokichiro echó una mirada furtiva a la casa desde el otro lado de la valla. Mataemon vivía en el distrito de los arqueros, y casi todas las personas que deambulaban por el barrio se conocían. Tokichiro percibía las pisadas de los transeúntes y le aterraba la posibilidad de que le descubrieran los padres de Nene. Este espectáculo de cobardía era risible. Si el mismo Tokichiro hubiera visto a alguien comportarse así, le habría despreciado. Pero en aquel momento no tenía tiempo para reflexionar en la dignidad o la reputación de un hombre.
Se habría dado por satisfecho con un simple atisbo a través de la valla del perfil de Nene y de lo que hacía aquella tarde. «Apuesto a que ya se ha bañado y ahora se está maquillando», pensó. ¿O tal vez estaría cenando con sus padres?
En tres ocasiones pasó por delante de la casa, tratando de parecer lo más inocente posible. Oscurecía ya y pasaba poca gente por la calle. Habría sido tremendamente embarazoso que alguien le llamara por su nombre cuando miraba a través de la valla. No, peor todavía, eso echaría por tierra las escasas posibilidades que tenía de casarse con Nene. Al fin y al cabo, su rival, Inuchiyo, se había retirado de la competición, y Mataemon había empezado a reconsiderar el asunto. Por el momento, Tokichiro debía dejar las cosas tal como estaban. Parecía como si Nene y su madre se hubieran decidido, pero el padre no pudiese llegar a una decisión tan fácilmente.