Authors: Eiji Yoshikawa
—Sois bastante despreocupado para ser uno de los ayudantes de Su Señoría. ¿No os habéis enterado del mensaje que ha traído un correo esta noche?
—Algo he oído.
—Es esencial que no suceda nada durante el viaje de regreso. Están tratando de decidir entre todos qué caminos deberíamos seguir.
—Vuestra preocupación es vana, porque Su Señoría ya lo ha decidido.
—¿Cómo? ¿Lo ha decidido?
—Cuando vinimos a la capital, nuestro número era excesivo y tuvo la sensación de que destacábamos demasiado. Su plan para regresar consiste en hacerlo con sólo cuatro o cinco hombres. Los servidores pueden volver por separado, tomando el camino que prefieran.
Nobunaga abandonó la capital antes del amanecer, y tal como el shogun había dicho, veinte o treinta hombres disfrazados de ascetas de montaña y la mayoría de los samurais rurales se quedaron atrás. Sólo les acompañaron cuatro hombres. Shonyu estaba entre ellos, por supuesto, pero quien se sintió más honrado por haber sido elegido para formar parte del pequeño grupo fue Tokichiro.
—Va muy poco protegido.
—¿Creéis que es un riesgo asumible?
Los servidores que se habían quedado atrás estaba inquietos y siguieron a Nobunaga hasta Otsu, pero allí el señor y sus acompañantes alquilaron caballos y se dirigieron hacia el este cruzando el puente de Seta. Había una serie de puestos de control, pero Nobunaga los cruzó sin dificultad. Había pedido a Miyoshi Nagayoshi un salvoconducto según el cual viajaría bajo la protección del gobernador general. Al llegar a cada barrera mostraban el documento y les franqueaban el paso.
***
El Camino del Té se había extendido por todo el país. En un mundo violento y ensangrentado, la gente buscaba la paz y un lugar tranquilo donde pudiera encontrar un breve respiro en medio del ruido y la confusión. El té era el límite elegante donde la paz contrastaba con la acción, y quizá no resultaba tan extraño que sus seguidores más entusiastas fuesen los samurais, cuya vida cotidiana estaba empapada en sangre.
Nene había aprendido el Camino del Té. Su padre, por quien sentía enorme afecto, también tomaba té, por lo que la ceremonia era muy distinta de las ocasiones en que la muchacha tocaba el koto y sólo mostraba su talento musical a quienes pasaban casualmente por la calle.
La inducían a preparar el té la paz matinal, la afable sonrisa de su padre y el acto de remover la caliente espuma verde en un cuenco de porcelana negra de Seto. No era sólo una diversión sino una parte de su vida diaria.
—Todavía hay mucho rocío en el jardín, ¿no es cierto? Y los capullos de crisantemo aún están muy cerrados.
Mataemon contempló el pequeño recinto vallado desde la terraza abierta. Nene, que estaba atareada delante del hogar, con el cucharón del té en la mano, no respondió. El agua hirviente que había sacado de la tetera cayó en el cuenco de té como si fuese un manantial, invadiendo alegremente la soledad de la estancia. La muchacha sonrió y apartó la vista.
—No, dos o tres crisantemos ya son muy fragantes.
—¿De veras? ¿Ya han florecido? No me he dado cuenta cuando he salido a barrer el jardín esta mañana. Es una lástima que las flores tengan que crecer bajo el tejado de la casa de un guerrero provincial.
El batidor de bambú que Nene había sostenido inmóvil entre sus dedos produjo un brioso sonido cuando batió el té con él. Las palabras de su padre la habían azorado, pero Mataemon no se dio cuenta. Cogió el cuenco de té, se lo llevó con gesto reverente a los labios y bebió el líquido verde y espumeante. Su expresión indicaba que estaba gozando de la mañana, pero sus pensamientos variaron de improviso: si su hija se iba a vivir a otra parte, él ya no bebería más un té preparado tan ceremoniosamente.
—Disculpa —dijo una voz desde detrás de las puertas corredizas.
—¿Okoi?
Cuando su esposa entró en la estancia, Mataemon entregó el cuenco de té a Nene.
—¿Quieres que Nene también te prepare uno?
—No, lo tomaré luego.
Okoi traía una caja de cartas, y en la entrada aguardaba un mensajero. Mataemon depositó la caja en su regazo y abrió la tapa. Su rostro adoptó una expresión dubitativa.
—Es del señor Nagoya, el primo de Su Señoría. ¿Qué podrá ser?
Mataemon se incorporó de repente, se lavó las manos y volvió a coger la carta en actitud reverente. Aunque sólo era una carta, la enviaba un miembro de la familia del señor Nobunaga, y Mataemon se comportó como si se encontrara ante el mismo remitente.
—¿Está esperando el mensajero?
—Sí, pero ha dicho que bastará con una respuesta verbal.
—No, no, eso sería descortés. Tráeme la piedra de tinta.
Mataemon cogió papel y pincel y escribió su respuesta al mensajero. No obstante, Okoi estaba inquieta por el contenido de la misiva. Que el primo del señor Nobunaga enviase una carta a la casa de aquel servidor de bajo rango era insólito en extremo. Y la había traído directamente un mensajero.
—¿De qué se trata?
Ni siquiera Mataemon lo sabía, porque la carta no contenía más que trivialidades. No veía nada que pudiera pasar por un mensaje secreto o tener un significado especial más allá de lo que parecía decir:
Hoy me paso el día entero leyendo en mi retiro campestre de Horikawazoi. Es una pena que nadie me visite en un día tan agradable para gozar de la fragancia de los crisantemos que he cultivado. Si dispones de tiempo libre, te ruego que vengas a verme.
Eso era todo, pero tenía que haber algo más. Si Mataemon hubiera sido particularmente experto en la ceremonia del té, un buen lector o un hombre de gusto excepcional, la invitación podría haber parecido natural. Pero lo cierto era que no había reparado en los crisantemos que florecían en su propia valla. Percibía en seguida el polvo acumulado en un arco, pero por lo demás era la clase de hombre que podría pisotear unos crisantemos sin que eso le afectara lo más mínimo.
—Iré de todos modos. Okoi, saca mis mejores ropas.
Al salir a la calle, iluminada por la brillante luz de otoño, Mataemon se volvió una sola vez para mirar su casa. Nene y Okoi estaban en el portal. El hombre se sentía extrañamente en paz, agradecido porque existían días tan hermosos incluso en aquel mundo caótico. La idea le hizo sonreír y observó que Nene y Okoi también sonreían. Se volvió rápidamente y se alejó. Los vecinos le llamaban y él les respondía al pasar. Las casas de los arqueros eran pequeñas y pobres. Los numerosos niños que son los compañeros inseparables de la pobreza también abundaban en las casas, y a través de las vallas de cada una de ellas se veían muchos pañales tendidos.
Se dijo que tal vez pronto habría pañales como aquellos en su propio patio. Tales pensamientos se le ocurrían con naturalidad, pero a Mataemon no le consolaban especialmente. No le gustaba nada la perspectiva de que algún día le llamasen abuelo. Antes de que sucediera tal cosa se proponía labrarse una reputación. Se había esforzado por no quedarse atrás en Dengakuhazama, y ciertamente no había abandonado la esperanza de encabezar la lista de guerreros meritorios en futuras batallas. Tales eran sus pensamientos cuando se encontró ante la elegante mansión del señor Nagoya.
El edificio había sido anteriormente un pequeño templo, pero Nagoya lo había remodelado como una finca rural.
Nagoya se mostró muy satisfecho por la rapidez con que le había visitado.
—Gracias por venir. Este año hemos tenido una serie de disturbios militares, pero aun así me las he arreglado para plantar unos crisantemos. Tal vez más tarde me harás el honor de contemplarlos.
Mataemon recibía un trato benévolo, pero como su anfitrión era uno de los familiares próximos de Nobunaga, se sentó a una respetuosa distancia e hizo una reverencia. No sin inquietud, se preguntó cuál sería el objeto de aquella convocatoria.
—Ponte cómodo, Mataemon. Ahí tienes un cojín. Desde aquí también se ven los crisantemos. Contemplar los crisantemos no se reduce tan sólo a mirar unas flores, sino la obra de un hombre. Pero mostrárselos a los demás no obedece a un impulso jactancioso, sino al deseo de compartir el placer y gozar de la apreciación ajena. Aspirar la fragancia de los crisantemos bajo un hermoso cielo como éste es otro de los favores de Su Señoría.
—Sin duda alguna, mi señor.
—Que hemos sido bendecidos con un señor sagaz es algo de lo que hemos tenido espléndidas pruebas en fechas recientes. Estoy seguro de que ninguno de nosotros olvidará jamás la presencia del señor Nobunaga en Okehazama.
—Con todos mis respetos, señor, no parecía humano sino la encarnación del dios de la guerra.
—Sin embargo, todos luchamos con arrojo, ¿no es cierto? Tú perteneces al regimiento de arqueros, pero ese día estabas con los lanceros, ¿verdad?
—Así es, mi señor.
—¿Participaste en el ataque contra el cuartel general de Imagawa?
—Cuando por fin asaltamos la colina, la acción fue tan confusa que apenas podíamos distinguir a los nuestros del enemigo. Pero en medio de la refriega oí que Mori Shinsuke anunciaba haber decapitado al señor de Suruga.
—¿Estaba en tu regimiento un hombre llamado Kinoshita Tokichiro?
—En efecto, mi señor.
—¿Qué puedes decirme de Maeda Inuchiyo?
—Había ofendido a Su Señoría, pero recibió permiso para participar en la batalla. No le he visto desde que regresamos de Okehazama, pero ¿no ha regresado a su puesto anterior?
—Lo ha hecho. Probablemente no lo sabéis todavía, pero hace poco acompañó a Su Señoría a Kyoto. Han regresado al castillo y ahora Inuchiyo está allí de servicio.
—¡Kyoto! ¿Para qué fue allí Su Señoría?
—Hablar de ello ya no puede causar daño alguno. Fue sólo con treinta o cuarenta hombres, y él mismo iba disfrazado de samurai rural en peregrinaje. Estuvieron ausentes unos cuarenta días, y sus servidores actuaron como si hubiera estado aquí todo ese tiempo. ¿Vamos a ver los crisantemos del jardín?
Mataemon siguió a su anfitrión como si fuese un sirviente. Nagoya le habló sobre los detalles más sutiles del cultivo de los crisantemos, así como de la necesidad de emplear con ellos los mismos cuidados y el amor que requiere un niño.
—Sé que tienes una hija y que se llama Nene. Me gustaría ayudarte a encontrar un yerno.
—¿Mi señor?
Mataemon hizo una profunda reverencia, pero titubeó momentáneamente. Aquel tema le recordaba su propia confusión. Pero Nagoya hizo caso omiso de su titubeo y siguió diciendo:
—Conozco a alguien que sería un yerno excelente. Déjalo en mis manos. Yo me encargaré de esto.
—Mi familia es realmente indigna de semejante honor, mi señor.
—Deberías hablar del asunto con tu esposa. El hombre en el que he pensado para que sea tu yerno es Kinoshita Tokichiro. Creo que le conoces bien.
—Sí, mi señor —respondió Mataemon maquinalmente.
Se reprochó a sí mismo la grosería de parecer sorprendido, pero no podía evitarlo.
—Aguardaré tu respuesta.
—Sí..., claro...
Entonces Mataemon se despidió.
Habría querido hacer no pocas preguntas sobre el motivo de la entrevista, pero no podía ser abiertamente tan inquisitivo con un miembro de la familia del señor Nobunaga. Cuando llegó a casa, Mataemon contó lo sucedido y su esposa pareció preocupada porque se había marchado de la mansión sin haber dado una respuesta inmediata.
—Deberías haber aceptado su solicitud —le dijo—. Creo que se trata de una auténtica buena noticia. Las relaciones son siempre una cuestión de tiempo, y el hecho de que Tokichiro haya hablado con Nene tantas veces muestra que tuvieron fuertes conexiones en una vida anterior. Tokichiro debe de tener algún mérito para que un familiar de Su Señoría actúe como intermediario. Por favor, ve mañana y dale tu respuesta al señor Nagoya.
—Pero ¿no crees que debería preguntarle a Nene su opinión?
—¿Es que no ha sido ya bastante clara al respecto?
—No sé, me pregunto si seguirá sintiendo lo mismo.
—Nene no es muy habladora, pero cuando ha tomado una decisión no suele cambiarla.
Mataemon se quedó a solas, debatiéndose con sus preocupaciones por el futuro, y sintió el desagrado de haber sido desplazado. Precisamente cuando creían que podrían olvidarse de Tokichiro, cuya cara no veían desde hacía tiempo, una vez más aquel joven volvía a ocupar un lugar primordial en los pensamientos de Mataemon, su esposa y Nene.
Al día siguiente Mataemon se apresuró a visitar de nuevo al señor Nagoya para darle su respuesta. Nada más volver, dijo a su esposa:
—Bueno, ha habido unas noticias bastante inesperadas.
La mujer comprendió por la expresión de su cara que se trataba de algo excepcional. Mientras su marido le hablaba de su reunión con Nagoya, la brillante luz que ahora envolvía la situación de Nene se manifestaba en sus sonrisas.
—Hoy había decidido preguntarle al señor Nagoya por sus motivos para ofrecerse como intermediario, pero preguntar tal cosa a un miembro de la familia de Su Señoría era realmente difícil. Cuando me estaba esforzando al máximo por ser cortés, él mencionó que Inuchiyo se lo había pedido.
—¿Inuchiyo le pidió tal cosa al señor Nagoya? —replicó la mujer, asombrada—. ¿Quieres decir que sugirió el matrimonio de Nene y Tokichiro?
—Parece ser que en el camino, durante el viaje secreto a Kyoto, hubo cierta conversación. En fin, supongo que Su Señoría acertó a oírlo.
—¡Válgame! ¿Su Señoría en persona?
—Sí, esto es realmente extraordinario. Al parecer, durante las largas horas del viaje, Inuchiyo y Tokichiro hablaban de Nene con toda franqueza, delante mismo de Su Señoría.
—¿Ha dado su consentimiento el señor Inuchiyo?
—Visitó al señor Nagoya y le hizo la misma solicitud, por lo que no hemos de preocuparnos más por él.
—Así pues, ¿has dado hoy una respuesta clara al señor Nagoya?
—Sí, le he dicho que dejaba el asunto totalmente en sus manos.
Dicho esto, Mataemon se enderezó y pareció como si todas sus preocupaciones hubieran desaparecido.
***
Transcurrió el año, y un día propicio de otoño se celebró la boda en casa de Asano.
Tokichiro se sentía impaciente y nervioso. Reinaba la confusión en su casa, donde Gonzo, la sirvienta y varias personas que se habían prestado a ayudar hacían los preparativos. Él mismo había sido incapaz de nada excepto pasear dentro y fuera de la casa desde primeras horas de la mañana. Se preguntó si aquél era, en efecto, el tercer día del octavo mes. Una y otra vez buscaba en su cabeza confirmación de lo evidente. En ocasiones abría el arcón de sus ropas o intentaba descansar sobre un cojín, pero no podía estarse quieto, recordándose que estaba a punto de casarse con Nene y convertirse en un miembro de su familia. Por fin aquella noche sucedía lo que tanto había esperado, pero por alguna razón se sentía inquieto.