Taiko (185 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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La estrategia consistía en desviar la atención de Ieyasu, mientras que las tropas de Shonyu avanzaban por caminos secundarios y atacaban el castillo principal de Ieyasu.

El ejército de Shonyu estaba formado por cuatro cuerpos:

Primer cuerpo: seis mil hombres de Ikeda Shonyu.

Segundo cuerpo: tres mil hombres de Mori Nagayoshi.

Tercer cuerpo: tres mil hombres de Hori Kyutaro.

Cuarto cuerpo: ocho mil hombres de Miyoshi Hidetsugu.

Los cuerpos primero y segundo de vanguardia constituían naturalmente el núcleo personal de esas fuerzas, guerreros dispuestos a vencer o morir.

Era el día sexto del cuarto mes. Los veinte mil hombres de Shonyu partieron finalmente de Inuyama en el mayor secreto. Avanzaban con los estandartes bajos y los cascos de los caballos envueltos para evitar el ruido. Cabalgaron durante la noche y al amanecer se encontraron en Monoguruizaka.

Los soldados comieron sus provisiones y descansaron un rato antes de proseguir su camino. Acamparon en el pueblo de Kamijo, desde donde partió un grupo de reconocimiento al castillo de Oteme.

Anteriormente, Shonyu había enviado al jefe de los Garzas Azules, Sanzo, para entrevistarse con Morikawa Gonemon, el comandante del castillo, el cual había prometido traicionar a Ieyasu. Pero ahora, a fin de asegurarse, envió de nuevo a Sanzo.

Shonyu se había adentrado ahora profundamente en territorio enemigo. El ejército avanzaba paso a paso, acercándose a cada hora al castillo principal de Ieyasu, el cual estaba ausente, desde luego, lo mismo que sus generales y soldados que habían ido a las líneas del frente en el monte Komaki. Shonyu dirigiría su golpe letal contra aquel edificio desocupado, el capullo vacío en el que se había convertido el núcleo de la provincia natal del clan Tokugawa.

El comandante del castillo de Oteme, que se había alineado con los Tokugawa pero al que Shonyu había tentado, ya había prometido su apoyo a Hideyoshi a cambio de un dominio de cincuenta mil fanegas.

Se abrieron las puertas del castillo y su comandante salió a recibir en persona a los invasores, mostrándoles el camino. La clase samurai bajo el antiguo shogunado no tenía el monopolio de la inmoralidad y la degradación. Bajo el gobierno de Ieyasu, tanto señor como servidor habían comido arroz frío y gachas, habían librado batallas, empuñado la azada, trabajado en los campos y a destajo para sobrevivir. Finalmente habían superado todas las penalidades y se habían vuelto lo bastante fuertes para luchar contra Hideyoshi. Sin embargo, incluso allí existían samurais como Morikawa Gonemon.

—Bien, general Gonemon —dijo Shonyu, el rostro brillante de satisfacción—. Os estoy agradecido porque no os habéis retractado de vuestra promesa y habéis venido hoy a recibirnos. Si todo sale como hemos planeado, enviaré esa propuesta de cincuenta mil fanegas directamente al señor Hideyoshi.

—No, anoche ya recibí la garantía del señor Hideyoshi.

Al oír esta réplica de Gonemon, Shonyu volvió a sorprenderse de la vigilancia y fiabilidad de Hideyoshi.

Entonces el ejército se dividió en tres columnas y avanzó por la llanura de Nagakute. Pasaron ante otra fortaleza, el castillo de Iwasaki, defendido solamente por doscientos treinta soldados.

—Dejémoslo. Tomar un castillo pequeño como ése no tiene ningún mérito. No nos entretengamos por el camino.

Shonyu y Nagayoshi miraron de soslayo el castillo y pasaron por su lado como si ni siquiera fuese polvo en sus ojos. Pero cuando pasaban les dispararon una andanada desde el interior del castillo, y una de las balas rozó el flanco del caballo de Shonyu. El animal se encabritó y estuvo a punto de derribar a Shonyu de la silla.

—¡Qué insolencia! —Shonyu alzó la fusta y gritó a los soldados del primer cuerpo—: ¡Acabad ahora mismo con ese pequeño castillo!

Había sido aprobada la primera acción de las tropas, y liberaron toda su energía acumulada. Dos comandantes al mando de unos mil hombres cada uno cargaron contra el castillo. Incluso una fortaleza mucho mayor no habría podido resistir la acometida de unos guerreros tan bravos, y aquel castillo estaba defendido por una dotación pequeña.

En un abrir y cerrar de ojos, escalaron sus muros, rellenaron el foso, prendieron fuego y la negra humareda cubrió el sol. En aquel momento, el general al mando del castillo presentó lucha y cayó combatiendo. Todos los soldados del castillo murieron con la excepción de un solo hombre, que logró huir y corrió al monte Komaki para informar a Ieyasu de la emergencia. Durante la breve batalla, el segundo cuerpo de Nagayoshi había dejado muy atrás al primer cuerpo. Los hombres descansaron y comieron sus provisiones.

Mientras los soldados comían, vieron el humo y se preguntaron por el motivo, pero muy pronto un corredor procedente de las líneas del frente les informó sobre la caída del castillo de Iwasaki. Los caballos pacían la hierba mientras las risas reverberaban en la llanura.

Tras recibir la misma información, el tercer cuerpo también se detuvo. Hombres y caballos descansaron en Kanahagiwara. En la retaguardia, el cuarto cuerpo también tiró de las riendas de sus caballos y aguardaron a que el cuerpo de ejército que tenían delante reanudara el avance.

La primavera estaba abandonando las montañas y el verano se acercaba. El azul del cielo tenía una hermosa nitidez y era incluso más profundo que el del mar. Poco después de detenerse, los caballos se amodorraron y en los campos de cebada y los bosques se oyeron los agudos trinos de alondras y bulbules.

Dos días antes, durante la tarde del sexto día del cuarto mes, dos granjeros del pueblo de Shinoki se habían arrastrado por los campos y corrido de árbol en árbol, evitando los puestos de vigilancia del ejército occidental.

—¡Hemos venido a informar al señor Ieyasu! —gritaron los dos hombres mientras corrían al campamento en el monte Komaki—. ¡Es muy importante!

Ii Hyobu les condujo al cuartel general de Ieyasu. Poco antes Ieyasu había hablado con Nobuo, pero después de que éste se hubiera marchado, Ieyasu cogió un ejemplar de los Analectos de Confucio, que guardaba en el arcón de su armadura, y se puso a leer en silencio, haciendo caso omiso del fuego distante. Tenía cinco años menos que Hideyoshi y, a los cuarenta y dos, era un general en la flor de la vida. Era un hombre de maneras suaves y carácter afable, con la piel tersa y pálida, hasta tal punto que un observador podría haber dudado de que hubiera pasado por toda clase de penalidades y hubiera librado batallas en las que infundía ánimo a sus tropas tan sólo con la expresión de sus ojos.

—¿Quién es? ¿Naomasa? Entra, entra.

Ieyasu cerró el ejemplar de los Analectos y dio la vuelta a su escabel.

Los dos granjeros informaron que aquella misma noche algunas unidades del ejército de Hideyoshi habían abandonado Inuyama y se dirigían a Mikawa.

—Habéis hecho bien —dijo Ieyasu—. Seréis recompensados.

Ieyasu tenía la frente tensa. Si atacaban Okazaki, no podría hacerse nada. Ni siquiera él había pensado que el enemigo abandonaría el monte Komaki y volvería a su provincia natal de Mikawa.

—Llamad a Sakai, Honda e Ishikawa de inmediato —dijo calmosamente.

Ordenó a los tres generales que vigilaran el monte Komaki en su ausencia. Él dirigiría el grueso de sus fuerzas y perseguiría al ejército de Shonyu.

Más o menos por entonces, un samurai rural había acudido al campamento de Nobuo para informar. Cuando Nobuo llevó al hombre ante Ieyasu, éste ya había convocado una conferencia de su estado mayor.

—¡Venid también, señor Nobuo! Me parece que esta persecución terminará en una batalla impresionante, y si vos no estáis presente carecerá de significado.

Las fuerzas de Ieyasu se dividirían en dos cuerpos y su total sería de diecinueve mil hombres. Los cuatro mil soldados de Mizuno Tadashige actuarían como la vanguardia del ejército.

La noche del octavo día del mes, el cuerpo principal al mando de Ieyasu y Nobuo abandonó el monte Komaki. Finalmente cruzaron el río Shonai. Las unidades bajo Nagayoshi y Kyutaro vivaqueaban a sólo dos leguas de distancia, en la aldea de Kamijo.

La tenue luz blanca en los arrozales cubiertos de agua y los arroyuelos revelaba la proximidad del amanecer, pero el entorno estaba lleno de sombras oscuras y unas nubes negras se cernían a baja altura.

—¡Eh! ¡Aquí están!

—¡Agachaos! ¡Tendeos!

Los hombres del ejército perseguidor se apresuraron a agacharse en los arrozales, entre los arbustos, a la sombra de los árboles y en las hondonadas del terreno. Aguzando el oído, percibieron al ejército occidental que se movía en una larga y negra columna por la única carretera que desaparecía en un bosque a lo lejos.

Las tropas perseguidoras se dividieron en dos cuerpos y avanzaron sigilosamente en pos del enemigo, el cual estaba compuesto por los cuatro cuerpos del ejército occidental dirigidos por Mikoshi Hidetsugu.

Tal era la disposición de ambos ejércitos la mañana del noveno día. Además, el comandante seleccionado por Hideyoshi para aquella importante empresa, su propio sobrino Hidetsugu, desconocía aún la situación cuando empezó a amanecer.

Mientras que Hideyoshi había nombrado al ecuánime Hori Kyutaro como dirigente de la invasión de Mikawa, era a Hidetsugu a quien había designado como comandante en jefe. Sin embargo, Hidetsugu sólo tenía dieciséis años, por lo que Hideyoshi había seleccionado a dos generales veteranos, a los que ordenó que vigilasen al joven comandante.

Las tropas estaban todavía fatigadas cuando el sol anunció apaciblemente el amanecer del noveno día. Sabiendo que los hombres debían de tener hambre, Hidetsugu ordenó el alto. Los generales y soldados se sentaron y desayunaron.

El lugar era el bosque de Hakusan, llamado así porque el santuario Hakusan se alzaba en una pequeña colina. Hidetsugu puso su escabel de campaña en aquella elevación.

—¿No tienes agua? —preguntó el joven a un servidor—. No me queda ni una gota en la cantimplora y tengo la garganta muy seca.

Tomó la cantimplora y bebió hasta la última gota de agua.

—No es bueno beber demasiado cuando estamos en movimiento, mi señor —le reprendió un servidor—. Tened un poco de paciencia.

Pero Hidetsugu ni siquiera se volvió a mirarle. Los hombres a los que Hideyoshi había enviado para que le vigilaran eran un incordio. Tenía dieciséis años, era un general al mando de tropas y, naturalmente, le embargaba el espíritu de lucha.

—¿Quién corre en esta dirección?

—Es Hotomi.

—¿Qué está haciendo aquí Hotomi?

Hidetsugu entrecerró los ojos y estiró el cuello para ver. El comandante del cuerpo de lanceros, Hotomi, se le aproximó y se arrodilló. Estaba falto de aliento.

—¡Tenemos una emergencia, señor Hidetsugu!

—¿De veras?

—Por favor, subid un poco más hasta la cima de la colina.

—Allí. —Hotomi señaló una nube de polvo—. Todavía está lejos, pero se mueve desde el abrigo de aquellas montañas hacia la llanura.

—No es un torbellino, ¿verdad? La parte delantera está apretujada y le sigue una multitud. Es un ejército, no hay duda.

—Tenéis que tomar una decisión, mi señor.

—¿Es el enemigo?

—No creo que pudiera ser nadie más.

—Esperad, no estoy seguro de que sea realmente el enemigo.

Hidetsugu actuaba todavía con indiferencia. Parecía pensar que aquello no podía ser cierto. Pero en cuanto sus servidores llegaron a la cima de la colina, gritaron al unísono.

—¡Maldición!

—Había pensado que el enemigo podría planear seguirnos. ¡Preparaos!

Incapaces de aguardar las órdenes de Hidetsugu, todos ellos se pusieron en acción, arrancando briznas de hierba y levantando polvo en su apresuramiento. El suelo tembló, los caballos relinchaban, los oficiales y soldados gritaban sin cesar. En el momento que requirió transformar el periodo de descanso para comer en la preparación para el combate, los comandantes del ejército de Tokugawa habían dado la orden de disparar una lluvia de balas y flechas contra las tropas de Hidetsugu.

—¡Fuego! ¡Lanzad las flechas!

—¡Atacadles!

Al observar la confusión del enemigo, los jinetes y el cuerpo de lanceros cargaron de súbito.

—¡No dejéis que se acerquen a Su Señoría!

Los gritos que rodeaban a Hidetsugu ahora sólo eran voces estridentes que instaban a proteger su vida.

Aquí y allá, de entre los árboles y arbustos, de todas partes a lo largo de la carretera, surgían bandadas de soldados enemigos. La única fuerza capaz de abrir una ruta de escape era una pequeña formada por Hidetsugu y sus servidores.

Hidetsugu había recibido heridas leves en dos o tres lugares y manejaba furiosamente la lanza.

—¿Estáis todavía aquí, mi señor?

—¡Rápido! ¡Retirada! ¡Atrás!

Cuando sus servidores le vieron, hablaron casi como si le estuvieran riñendo. Cada uno de ellos murió luchando. Kinoshita Kageyu vio que Hidetsugu había perdido de vista a su caballo y ahora estaba en pie.

—¡Aquí! ¡Tomad éste! ¡Usad la fusta y salid de aquí sin mirar atrás!

Tras darle a Hidetsugu su propio caballo, Kageyu plantó su estandarte en el suelo y avanzó derribando a tantos enemigos como pudo antes de que le mataran. Hidetsugu se dispuso a montar, pero antes de que pudiera hacerlo el animal cayó abatido por una bala.

—¡Déjame tu caballo!

Mientras huía desesperadamente en medio de la refriega, Hidetsugu había visto a un guerrero montado que cabalgaba cerca de él, y le había gritado. El hombre tiró bruscamente de las riendas y se volvió para mirar a Hidetsugu.

—¿Qué queréis, mi joven señor?

—Dame tu caballo.

—Eso es como pedirle a alguien su paraguas un día lluvioso, ¿no es cierto? No, no os lo daré aunque sea una orden de mi señor.

—¿Por qué no?

—Porque vos os retiráis y yo soy uno de los soldados que todavía atacan.

Tras este rechazo, el hombre se alejó al galope. En su espalda, una sola rama de bambú silbaba al cortar el viento.

—¡Maldita sea! —exclamó Hidetsugu mientras le veía alejarse.

Era como si, para aquel hombre, él no hubiera sido más que una hoja de bambú al lado de la carretera. Hidetsugu miró atrás y vio una nube de polvo alzada por el enemigo. Pero un grupo de soldados derrotados de diferentes cuerpos, armados con lanzas, mosquetes y espadas largas, le vieron y le gritaron que se detuviera.

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