Taiko (182 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—Regresemos —dijo Ieyasu—. Por la manera en que se alzan esas llamas, no hay duda de que Shonyu y su hijo ya se han retirado a Gifu.

Ieyasu hizo dar la vuelta a su caballo, y en aquel momento la expresión de su rostro volvió a la normalidad. La sensación que transmitía a los servidores que le rodeaban era de confianza, y estaba seguro de que compensaría con creces aquella pérdida. Mientras los demás hablaban con vehemencia de la ingratitud de Shonyu, deploraban la cobardía de su ataque por sorpresa y amenazaban con darle una lección en el siguiente campo de batalla, Ieyasu no parecía oírlos. Sonriendo en silencio, encaminó su caballo de regreso a Kiyosu.

Por el camino se encontraron con Nobuo, quien había salido de Kiyosu bastante más tarde al frente de su ejército. Nobuo se quedó mirando a Ieyasu como si su regreso fuese algo por completo inesperado.

—¿Todo estaba bien en Inuyama? —le preguntó.

Antes de que Ieyasu pudiera responderle, se oyeron voces y risas entre los servidores que estaban detrás de él. Ieyasu le explicó la situación con sincera amabilidad y cortesía. Nobuo se quedó cabizbajo. Ieyasu colocó su caballo paralelo al de Nobuo y le consoló.

—No os preocupéis. Aunque hayamos sufrido aquí una derrota, la de Hideyoshi será incluso mayor. Mirad ahí.

Le indicó con los ojos la colina de Komaki.

Muchos años antes, Hideyoshi había hecho la observación agudamente estratégica de que Nobunaga debería trasladarse desde Kiyosu a Komaki. En realidad, no era más que una colina redondeada de doscientos ochenta pies de altura, pero dominaba la llanura en la que se alzaba y sería una base conveniente desde donde organizar un ataque en cualquier dirección. Si Komaki estuviera fortificada, en una batalla librada en la llanura de Owari-Mino el ejército occidental vería obstaculizado su avance. Era, pues, una situación excelente para las estrategias tanto de ataque como de defensa.

No había tiempo para explicarle todo eso a Nobuo, e Ieyasu se volvió y señaló, esta vez dirigiéndose a sus propios servidores.

—Empezad a levantar sin tardanza fortificaciones en el monte Komaki.

En cuanto hubo dado las órdenes, empezó a trotar al lado de Nobuo, con quien intercambió una agradable conversación mientras regresaban a Kiyosu.

***

Por entonces todo el mundo creía que Hideyoshi estaba en el castillo de Osaka, pero lo cierto era que se encontraba en el castillo de Sakamoto desde el día trece del tercer mes, el mismo día en que Ieyasu hablaba con Nobuo en Kiyosu. Semejante dilación no era propia de él.

Ieyasu ya se había puesto en acción. Completó sus planes y avanzó sin interrupción, tal como había previsto, desde Hamamatsu a Okazaki y luego a Kiyosu. Pero Hideyoshi, que a menudo había asombrado al mundo con su celeridad, esta vez se mostraba lento. O así lo parecía.

—¡Que venga alguien! ¿No están mis pajes ahí?

Era la voz del señor y, como de costumbre, en tono alto.

Los jóvenes pajes, que se habían retirado intencionadamente a la alejada habitación de los pajes, abandonaron a toda prisa el juego de
suguroku
al que habían estado jugando a escondidas para acudir a la llamada. Entre ellos, Nabemaru, de trece años, corrió tan rápido como pudo hacia la estancia donde su señor batía palmas una y otra vez.

Hideyoshi había salido a la terraza. A través del portal principal del castillo veía la diminuta figura de Sakichi, que subía la cuesta desde el pueblo y, sin volverse a mirar en la dirección de las pisadas que se acercaban, gritó una orden para que le dejaran pasar.

Sakichi entró y se arrodilló ante Hideyoshi.

Tras escuchar el informe de Sakichi sobre la situación del castillo de Osaka, Hideyoshi le preguntó:

—¿Y Chacha? ¿Están bien Chacha y sus hermanas?

Por un momento la expresión de Sakichi pareció indicar que no lo recordaba. Responder como si hubiera esperado esa pregunta habría provocado las sospechas de Hideyoshi («Este condenado Sakichi lo ha descubierto»), y sin duda más adelante le habría hecho sentirse incómodo. La prueba era que en el instante en que preguntó torpemente por Chacha, la autoritaria expresión de Hideyoshi se había desmoronado y el rubor cubría su rostro. Parecía presa de una timidez extrema. El despierto Sakichi se dio cuenta de su incomodidad e, inevitablemente, le hizo gracia.

Después de la caída de Kitanosho, Hideyoshi había cuidado de las tres hijas de Oichi como si fueran suyas. Cuando construyó el castillo de Osaka, encargó un pequeño y alegre recinto exclusivamente para ellas. De vez en cuando las visitaba y jugaba con ellas como si cuidara de unas aves peculiares en una jaula de oro.

—¿De qué te ríes, Sakichi? —le retó Hideyoshi, pero él mismo se sentía un tanto divertido. Era evidente que Sakichi ya había comprendido.

—No, no es nada. Estaba tan ocupado por mis demás responsabilidades que he regresado sin visitar los aposentos de las tres princesas.

—¿Ah, sí? Está bien. —Entonces Hideyoshi cambió en seguida de tema y se refirió a otros chismorreos—. ¿Qué rumores has oído en los alrededores del río Yodo y Kyoto por el camino?

Hideyoshi tenía la costumbre de hacer esa pregunta cada vez que enviaba a un mensajero a un lugar lejano.

—Por todas partes la guerra era el único tema de conversación.

Cuando interrogó más a Sakichi sobre las condiciones en Kyoto y Osaka, descubrió que todo el mundo pensaba que la batalla provocada por Nobuo no sería entre Hideyoshi y el heredero de Osa, sino entre Hideyoshi e Ieyasu. Tras la muerte de Nobunaga, se pensó que Hideyoshi por fin establecería la paz, pero una vez más la nación estaba dividida en dos bandos y el pueblo sentía una profunda inquietud ante el espectro de un gran conflicto que probablemente se extendería a cada provincia.

Cuando Sakichi se retiraba, llegaron dos generales de Niwa Nagahide, Kanamori Kingo y Hachiya Yoritaka. Hideyoshi había hecho grandes esfuerzos para lograr que Niwa se aliase con él, porque sabía que si se pasaba al campo enemigo, él se encontraría en seria desventaja. Aparte de la pérdida de fuerza militar, la defección de Niwa convencería al mundo de que Nobuo e Ieyasu tenían la razón y el derecho de su parte. Después de Katsuie, Niwa había sido el servidor más importante de Nobunaga, y era un hombre noble y sincero por quien todos sentían gran respeto.

Era cierto que Ieyasu y Nobuo también ofrecían a Niwa todos los alicientes para que se uniera a ellos. Pero finalmente, tal vez conmovido por el entusiasmo de Hideyoshi, Niwa había enviado a Kanamori y Hachiya como el primer refuerzo del norte. Hideyoshi se sentía satisfecho pero no estaba del todo tranquilo.

Antes de que anocheciera llegaron mensajeros en tres ocasiones con informes sobre la situación en Ise. Hideyoshi leyó los despachos e interrogó personalmente a los mensajeros, les confió respuestas verbales y, mientras cenaba, dictó cartas.

Un gran biombo plegable se alzaba en un extremo de la estancia, y en sus dos paneles habían pintado un mapa de Japón dorado. Hideyoshi miró el mapa y preguntó:

—¿No hemos tenido noticias de Echizen? ¿Y el mensajero que envié a los Uesugi?

Mientras sus servidores daban alguna excusa sobre las distancias, Hideyoshi contó con los dedos. Había enviado mensajes a los Kiso y los Satake. La red de su diplomacia había sido cuidadosamente lanzada a lo largo y ancho del país pintado en el biombo. Por su misma naturaleza, Hideyoshi consideraba que la guerra era el último recurso. Que la diplomacia era una batalla constituía para él un artículo de fe, pero no se trataba de la diplomacia por sí misma, como tampoco tenía su fuente en la debilidad militar. Su diplomacia siempre estaba respaldada por la fuerza militar y la empleaba después de haber proporcionado los medios necesarios a sus autoridades militares y sus tropas. Pero la diplomacia no había surtido efecto en el caso de Ieyasu. Hideyoshi no había dicho nada a nadie, pero mucho antes de que la situación hubiera llegado a aquel aprieto, había enviado un hombre a Hamamatsu con el siguiente mensaje:

Si tomáis en consideración la solicitud que presenté al emperador el año pasado para vuestra promoción, comprenderéis mis afectuosos sentimientos hacia vos. ¿Hay alguna razón por la que debamos enfrentarnos? En toda la nación se acepta generalmente que el señor Nobuo es un hombre sin carácter. Por mucho que hagáis ondear la bandera del deber moral y os adhiráis a los restos del clan Oda, el mundo no admirará vuestros esfuerzos como los de un hombre virtuoso al mando de un ejército justo. En última instancia, la lucha entre nosotros dos carece de valor. Sois un hombre inteligente, y si llegáis a un acuerdo conmigo, añadiré las provincias de Owari y Mino a vuestro dominio.

Sin embargo, el resultado de tales propuestas depende del otro bando, y la respuesta que recibió Hideyoshi había sido claramente negativa. Pero incluso después de que hubiera cortado sus relaciones con Nobuo, Hideyoshi siguió enviando mensajeros que le presentaban mejores condiciones que antes, tratando de persuadir a Ieyasu. No obstante, los enviados sólo lograron indignarle y regresaron profundamente desconcertados.

—El señor Ieyasu replica que es el señor Hideyoshi quien no le comprende —informó el enviado.

Hideyoshi forzó una sonrisa y replicó:

—Ieyasu tampoco comprende mis verdaderos sentimientos.

El trabajo consumía por entero el tiempo que pasaba en Sakamoto, que era el cuartel general militar para Ise y Owari meridional y el centro de una red diplomática y de inteligencia que se extendía desde el norte a las provincias occidentales. Como centro para operaciones secretas, Sakamoto era mucho más conveniente que Osaka. Además, los mensajeros podían ir y venir de Sakamoto sin atraer una atención indebida.

Superficialmente, las dos esferas de influencia parecían trazadas con claridad: Ieyasu del este al nordeste y Hideyoshi de la capital al oeste. Pero incluso en la fortaleza de Hideyoshi en Osaka, eran innumerables las personas confabuladas con los Tokugawa. Tampoco podía decirse que no había nadie en la corte que apoyara a Ieyasu y esperase la caída de Hideyoshi.

Incluso entre los clanes de samurais, había padres y madres al servicio de los señores provinciales en Osaka y Kyoto cuyos hijos servían a los generales del ejército oriental. Los hermanos luchaban en bandos distintos. Así estaba preparado el trágico escenario para que surgieran dentro de las familias conflictos sangrientos.

Hideyoshi conocía las amargas penalidades causadas por la guerra. El mundo estaba en guerra cuando él era un niño que crecía en la ruinosa casa de su madre en Nakamura, y lo mismo había sucedido durante los muchos años de su vida errante. Con la aparición en escena de Nobunaga, el sufrimiento de la sociedad se había hecho incluso más severo durante cierto tiempo, pero el pueblo llano se sentía esperanzado. La gente creía que Nobunaga traería una época de paz duradera, pero murió cuando sólo había realizado la mitad de su tarea.

Hideyoshi había jurado que superaría el revés de la muerte de Hideyoshi, y el esfuerzo que había hecho, casi sin dormir ni descansar, le había llevado a un paso de su objetivo. Ahora ese paso final que necesitaba dar para lograr su ambición estaba cerca. Podría decirse que había recorrido novecientas leguas de un viaje de mil. Pero esas últimas cien leguas eran las más difíciles. Había supuesto que en algún momento se vería enfrentado inevitablemente con el último obstáculo, Ieyasu, y tendría que apartarlo de su camino o destruirlo. Pero al aproximarse descubrió que iba a ser un obstáculo más inconmovible de lo que había imaginado.

Durante los diez días que Hideyoshi pasó en Sakamoto, Ieyasu trasladó su ejército hasta Kiyosu. Era evidente que Ieyasu se proponía agitar el avispero de Iga, Ise y Kishu y avanzar hacia el oeste, entrar en Kyoto y amenazar Osaka de un solo golpe, como un tifón.

Pero Hideyoshi no creía que el camino iba a ser fácil. Preveía un gran combate en su avance hacia Osaka, y Hideyoshi esperaba lo mismo. Pero ¿dónde sería? El único lugar de tamaño suficiente para ser el escenario de una batalla definitiva entre el este y el oeste era la ancha llanura de Nobi que bordeaba el río Kiso.

Un hombre de iniciativa se haría con la ventaja construyendo fortificaciones y apoderándose de los lugares elevados. Ieyasu ya lo había hecho y estaba totalmente preparado, pero de Hideyoshi podría decirse que había empezado con retraso. En la tarde del día trece de aquel mes, aún no se había movido de Sakamoto.

Pero a pesar de las apariencias, su tardanza no era el resultado de su negligencia. Hideyoshi sabía que Ieyasu no podía compararse con Mitsuhide o Katsuie. Tenía que retrasarse a fin de completar sus preparativos. Esperaba para convencer a Niwa Nagahide, esperaba para asegurarse de que los Mori no podrían hacer nada en las provincias occidentales, esperaba para destruir los restos peligrosos de los monjes guerreros de Shikoku y Kishu. Finalmente, esperaba para dividir la oposición de los generales en las cercanas Mino y Owari.

El torrente de mensajeros era interminable, y Hideyoshi los recibía mientras almorzaba. Acababa de dejar los palillos después de comer cuando llegó un despacho. Sin levantarse, tendió la mano para coger la caja de cartas.

Era algo que había estado esperando, la respuesta de Bito Jinemon, al que había enviado como segundo mensajero al castillo de Ikeda Shonyu en Ogaki. ¿Serían buenas o malas noticias? No tenía ninguna noticia de los enviados a los que mandó para que otros castillos se inclinaran por su causa. Abrió la carta, con la sensación de que estaba cortando el sobre de un oráculo, y la leyó.

—Muy bien —se limitó a decir.

Aquella noche, después de haberse acostado, se levantó de repente como si se le hubiera ocurrido algo y llamó a los samurais de la guardia nocturna.

—¿Volverá mañana por la mañana el mensajero de Bito?

—No —replicó el guardián—, tenía mucha prisa y, tras un breve descanso, regresó a Mino, cabalgando de noche.

Hideyoshi se sentó en la cama, cogió su pincel y escribió una carta a Bito.

Gracias a vuestros grandes esfuerzos, Shonyu y su hijo me han prometido solidarizarse conmigo, y nada podría darme mayor alegría. Pero hay algo que debo decir de inmediato: si Nobuo e Ieyasu saben que Shonyu va a ayudarme, sin duda me amenazarán de todas las maneras concebibles. No reaccionéis. No hagáis nada temerario. Ikeda Shonyu y Mori Nagayoshi han sido siempre hombres valientes y orgullosos con un gran desprecio hacia el enemigo.

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