Authors: Eiji Yoshikawa
Genba chascó la lengua y musitó:
—Ése debe de ser Dosei.
En cuanto reconoció a un general que siempre estaba al lado de su tío, conjeturó el recado que traía antes de que se encontraran.
—Ah, estáis aquí.
Dosei se enjugó el sudor de la frente. Genba permaneció en pie sin invitarle a entrar en el recinto cerrado con cortinas.
—¿Qué estáis haciendo aquí, señor Dosei? —le preguntó sin preámbulos.
A juzgar por su expresión, Dosei no deseaba discutir todavía, pero Genba habló primero.
—Acamparemos aquí esta noche y nos retiraremos mañana. Ya he informado a mi tío.
Parecía como si no quisiera oír nada más del asunto.
—He sido informado.
Dosei encabezó cortésmente sus observaciones con una salutación y luego felicitó a Genba por su gran victoria en el monte Oiwa, pero Genba no tenía paciencia para aguantar tales rodeos.
—¿Os ha enviado mi tío porque todavía espera que surjan dificultades?
—Como habéis conjeturado, le inquieta mucho vuestro plan de acampar aquí. Desea que os retiréis del territorio enemigo esta noche como máximo y regreséis al campamento principal.
—No te preocupes, Dosei. Cuando mis tropas selectas avanzan, tienen un poder explosivo. Cuando defienden un lugar, son como muros de hierro. Todavía no hemos sufrido la vergüenza de la derrota.
—El señor Katsuie ha tenido fe en vos desde el mismo comienzo, pero cuando lo consideráis desde el punto de vista militar, retrasaros cuando os habéis internado en territorio enemigo no es la manera correcta de llevar a cabo vuestra estrategia.
—Espera un momento, Dosei. ¿Me estás diciendo que no entiendo el arte de la guerra? ¿Y esas palabras son tuyas o de mi tío?
Al llegar a ese punto incluso Dosei se estaba poniendo nervioso, y no podía hacer más que guardar silencio. Empezaba a notar que su papel de mensajero le estaba poniendo en peligro.
—Si así lo decís, mi señor..., informaré al señor Katsuie sobre el alcance de vuestra convicción.
Dosei se apresuró a marcharse, y cuando Genba volvió a su asiento envió rápidamente sus órdenes. Despachó a un grupo de hombres al monte Iwasaki y también dirigió una serie de pequeños grupos de reconocimiento a Minegamine y las proximidades de Kannonzaka, entre Shizugatake y el monte Oiwa.
Poco después se oyó otra voz que efectuaba un anuncio.
—Acaba de llegar el señor Joemon con órdenes del campamento principal en Kitsune.
Esta vez el mensajero no acudía para sostener una simple conversación o transmitir los pensamientos de Katsuie, sino que le hizo entrega de órdenes militares cuyo contenido era, una vez más, otra petición de retirada. Genba le escuchó dócilmente, pero su respuesta, como antes, fue el firme mantenimiento de su punto de vista y no se mostró dispuesto a ceder.
—Me ha dado ya la responsabilidad de supervisar una incursión en territorio enemigo. Obedecer lo que ahora me pide sería omitir el toque final de una operación militar que hasta ahora ha tenido éxito. Quisiera que me confiara el bastón de mando para dar un solo paso más.
Así pues, Genba ni hizo caso de lo que le había dicho el enviado ni acató las órdenes tan explícitas de su comandante en jefe. Había utilizado su amor propio como un escudo. Ahora ni siquiera Joemon, que había sido elegido para aquel cometido por el mismo Katsuie, era capaz de imponerse a la rigidez del joven.
Joemon no quiso seguir conversando y se apresuró a regresar. Naturalmente, fustigó a su caballo para que avanzara lo más rápido posible, tal como había hecho a la ida.
Así regresó el tercer mensajero, y cuando llegó el cuarto el sol descendía ya en el oeste. El viejo guerrero, Ota Kuranosuke, un servidor veterano y ayudante personal de Katsuie, habló largo y tendido. Sin embargo, habló más de la relación entre tío y sobrino que de la orden en sí, e hizo cuanto pudo por suavizar la rígida postura del joven Genba.
—Vamos, vamos, comprendo vuestra resolución, pero sois el miembro de vuestra familia a quien el señor Katsuie tiene en más alta estima, y por eso está tan preocupado. En particular, ahora que habéis destruido una sección del enemigo, podremos consolidar nuestra posición, seguir obteniendo una victoria tras otra y destruir paso a paso los puntos débiles del enemigo. Ésa es nuestra estrategia de conjunto, y es la que se ha decidido para dominar el país. Escuchad, señor Genba, debéis deteneros aquí.
—El camino será peligroso cuando el sol se ponga, anciano. Vete.
—No lo haréis, ¿verdad?
—¿De qué me estás hablando?
—¿Cuál es vuestra decisión?
—No pensaba en tomar esa decisión desde el mismo comienzo.
El viejo servidor se retiró, fatigado. Entonces llegó el quinto mensajero.
Genba se había vuelto incluso más rígido. Había llegado hasta allí y no estaba dispuesto a retroceder. Se negó a ver al mensajero, pero el hombre no era un servidor de bajo rango. Todos los mensajeros que habían acudido aquel día eran hombres distinguidos, pero el quinto era un miembro especialmente poderoso del entorno de Katsuie.
—Sé que nuestros enviados no han sido tal vez satisfactorios, pero ahora el mismo señor Katsuie habla de venir aquí en persona. Nosotros, sus ayudantes más íntimos, le hemos instado a que se quede en el campamento y, pese a lo indigno que soy, he venido en su lugar. Os imploro que penséis a fondo en esto y luego levantéis el campamento y abandonéis el monte Oiwa lo antes posible.
Hizo esta súplica mientras permanecía postrado fuera del recinto rodeado de cortinas.
Sin embargo, Genba había juzgado la situación de la siguiente manera. Aun cuando Hideyoshi hubiera sido informado del incidente y hubiera partido de Ogaki cuanto antes, la distancia que les separaba era de trece leguas, y el aviso no le habría llegado hasta el anochecer. Tampoco le habría sido fácil alejarse de Gifu. Por consiguiente, el cambio en las posiciones militares no estaría completado, como más pronto, hasta el día siguiente por la noche o incluso un día después.
—Ese sobrino mío no va a escucharme, sin que importe a quién le envíe —se quejó Katsuie—. Tendré que ir ahí personalmente y obligarle a retirarse por la noche.
Aquel día, en el campamento principal de Kitsune se había recibido la noticia del éxito que había tenido el ataque, y durante algún tiempo reinó la alegría. Pero la orden de una retirada rápida no había sido obedecida. De hecho, Genba había despedido a todos los enviados distinguidos con la negativa a obedecer y ademanes despectivos.
—Ah, ese sobrino acabará conmigo —se lamentó Katsuie, apenas capaz de contenerse.
Cuando se filtró la noticia de la discordia interna dentro del estado mayor, que Katsuie criticaba la testarudez de Genba, de alguna manera se perdió la alegría que impregnaba al espíritu marcial en el campamento.
—Otro enviado ha salido del campamento.
—¡Cómo! ¿Otro?
Las idas y venidas repetidas entre el campamento principal y el monte Oiwa consternaban a los guerreros.
Katsuie se pasó media jornada con la sensación de que su vida se acortaría. Durante el tiempo que aguardó el regreso del quinto enviado, apenas podía permanecer sentado en su escabel de campaña. El campamento estaba situado en un templo de Kitsunezaka, y Katsuie deambulaba ahora en silencio a lo largo de los corredores del edificio, mirando en dirección al portal del templo.
—¿Aún no ha vuelto Shichiza? —preguntó a sus ayudantes innumerables veces—. Ya se está haciendo de noche.
Cuando oscureció, le invadió la irritación. El sol poniente iluminaba ahora el campanario.
—¡El señor Yadoya ha regresado!
Tal era el mensaje transmitido por el guerrero apostado junto al portal del templo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Katsuie con ansiedad.
El hombre le informó con franqueza. Al principio Genba se había negado a verle, pero Yadoya insistió. Le expuso con detalle la opinión de su señor, pero fue en vano. Genba insistió en que incluso en el caso de que Hideyoshi se dirigiera velozmente al monte Oiwa desde Ogaki, tardaría por lo menos uno o dos días. Así pues, Genba podría destruir a las tropas de Hideyoshi con facilidad, debido a lo fatigados que los hombres estarían tras el largo viaje. Por ese motivo manifestó su resolución de permanecer en el monte Oiwa, y no parecía dispuesto de ninguna manera a cambiar de idea.
La cólera brillaba en los ojos de Katsuie.
—¿Ese necio! —exclamó, casi como si escupiera sangre. Entonces, tras un fuerte gemido que estremeció todo su cuerpo, musitó—: La conducta de Genba es indignante.
Miró a su alrededor y en la sala contigua, donde aguardaban los guerreros.
—¡Yaso! ¡Yaso! —gritó a voz en grito.
—¿Buscáis a Yoshida Yaso? —le preguntó Menju Shosuke.
—¡Naturalmente! —replicó Katsuie con brusquedad, volcando su cólera en Shosuke—. ¡Dile que venga aquí ahora mismo!
El ruido de pisadas a la carrera resonó en el templo. Yoshida Yaso recibió las órdenes de Katsuie y fustigó de inmediato a su caballo hacia el monte Oiwa.
El largo día se oscureció por fin del todo y las fogatas empezaron a arder bajo las hojas tiernas de los árboles. Las llamas reflejaban lo que ahora anidaba en el pecho de Katsuie.
Un caballo rápido podía efectuar el viaje de regreso de dos leguas en un abrir y cerrar de ojos, y Yaso volvió en seguida.
—Le he dicho que ésta era vuestra última palabra y le he amonestado como es debido, pero el señor Genba no consiente en retirarse.
El sexto informe era del mismo tenor. A Katsuie ya no le quedaba energía para enfadarse y habría vertido lágrimas de no encontrarse en el campo de batalla, pero se limitó a sumirse en su aflicción y se culpó a sí mismo, arrepintiéndose del cariño ciego que había sentido por Genba hasta entonces.
—Soy yo quien estaba equivocado —se lamentó.
En el campo de batalla, donde un hombre debe actuar estrictamente de acuerdo con la disciplina militar, Genba se había aprovechado de los estrechos vínculos con su tío. Había tomado una decisión que podría afectar al ascenso o la caída de todo el clan y había insistido en salirse con la suya sin un solo instante de reflexión.
Pero ¿quién había permitido que el joven se acostumbrara a esa clase de acción? ¿Era aquel estado de confusión el resultado de su amor desmesurado por su sobrino? Por él había perdido primero a su hijo adoptivo, Katsutoyo, y el castillo de Nagahama. Ahora estaba a punto de perder una oportunidad inmensa e irrepetible de la que dependía el destino de todo el clan Shibata.
Cuando tales pensamientos cruzaron por su mente, Katsuie experimentó un remordimiento por el que no había absolutamente nadie más a quien culpar.
Yaso tenía algo más que informar, las palabras que Genba había pronunciado. Como respuesta al consejo de Yaso, Genba se echó a reír e incluso ridiculizó a su tío:
—Hace mucho tiempo, cuando la gente mencionaba el nombre del señor Katsuie, le llamaban el Demonio Shibata, y decían que era un general de tretas diabólicas y ardides misteriosos, al menos por lo que he oído. Hoy, sin embargo, sus tácticas son fruto de una vieja cabeza que ha perdido el contacto con los tiempos. Hoy no es posible hacer la guerra con estrategias anticuadas. Basta con ver nuestra penetración esta vez en territorio enemigo. Al principio, mi tío ni siquiera quería dar su permiso para poner el plan en práctica. Debería haberlo dejado todo a mi cargo y contemplar los acontecimientos durante uno o dos días.
La tristeza y el abatimiento de Katsuie eran patéticos. Él, más que nadie, conocía el verdadero valor de Hideyoshi como general. Los comentarios que había hecho a Genba y sus demás servidores nunca habían sido más que observaciones estratégicas con la finalidad de hacerles perder el miedo al enemigo. Katsuie sabía en sus mismas entrañas que Hideyoshi era un adversario formidable, sobre todo después de su retirada de las provincias occidentales y su actuación en la batalla de Yamazaki y la conferencia de Kiyosu. Ahora aquel poderoso enemigo estaba ante él, y al mismo comienzo de las hostilidades en las que lo arriesgaba todo, veía que su propio aliado era un obstáculo.
—La conducta de Genba es escandalosa. Jamás he sufrido una derrota o dado la espalda al enemigo. Ah, esto era inevitable.
Era ya noche cerrada cuando la angustia de Katsuie se convirtió en resignación.
No envió a ningún otro mensajero.
Aquel mismo día, el vigésimo del mes, a la hora del caballo, Hidenaga envió su primer informe al campamento de Hideyoshi en Ogaki.
Esta mañana una fuerza de Sakuma formada por ocho mil hombres ha avanzado por los senderos de montaña y se ha adentrado en nuestro territorio.
La distancia entre Kinomoto y Ogaki era de trece leguas, y aunque el correo se desplazara a caballo había sido asombrosamente rápido.
Hideyoshi acababa de regresar de la orilla del río Roku, adonde había ido para observar el nivel en ascenso del agua. En los últimos días había llovido intensamente en Mino, y los ríos Goto y Roku, que fluían entre Ogaki y Gifu, se estaban desbordando.
El plan original había sido un ataque general contra el castillo de Gifu el día diecinueve, pero las intensas lluvias y las inundaciones provocadas por el río Roku habían bloqueado a Hideyoshi, y no había ninguna perspectiva de volver a cruzar el río aquel día. Llevaba dos días esperando una oportunidad para proseguir su avance.
Hideyoshi recibió la carta urgente del mensajero fuera del campamento y la leyó sin desmontar. Tras expresar su agradecimiento al correo, regresó a su aposento sin una emoción visible en el semblante.
—¿Te importaría prepararme un cuenco de té, Yuko? —pidió a su ayudante.
Más o menos cuando estaba terminando el té, llegó un segundo mensajero:
El ejército principal de doce mil hombres al mando del señor Katsuie ha tomado sus posiciones. Está abandonando Kitsunezaka en dirección al monte Higashino.
Hideyoshi se había sentado en su escabel de campaña, en el recinto rodeado de cortinas donde estaba su cuartel general, varios miembros del cual le comunicaron que acababa de llegar un mensaje urgente de Hidenaga.
Hideyoshi leyó la carta en voz alta y con aplomo. Los generales parecían alarmados mientras le escuchaban. El tercer despacho era de Hori Kyutaro, quien detallaba claramente la valerosa lucha, la muerte de Nakagawa y la pérdida del monte Iwasaki debido a la retirada de Takayama. Hideyoshi cerró un momento los ojos al enterarse de la muerte de Nakagawa. Una expresión desolada apareció en los rostros de los generales y balbucieron preguntas patéticas. Todos miraban fijamente a Hideyoshi, como si trataran de leer en su semblante cómo iba a resolver aquella situación peligrosa.