Read Tartarín de Tarascón Online
Authors: Alphonse Daudet
El que no ha oído aquello no ha oído nada… De mí sé decir que, aunque viviera cien años, toda mi vida estaré viendo al gran Tartarín acercarse al piano con paso solemne, reclinarse, haciendo su mueca peculiar, al resplandor verde de los botes del escaparate, e imitar con su faz bonachona la expresión satánica y feroz de Roberto el Diablo. Apenas tomaba la postura, todo el salón se estremecía; sentíase que iba a suceder algo… Entonces, después de un silencio, madame Bezuquet, la madre del boticario, empezaba a cantar, acompañándose:
Roberto, mi bien,
dueño de mi amor,
ya ves mi terror,
ya ves mi terror.
Perdón para ti,
perdón para mí.
Luego añadía en voz baja: «Ande usted, Tartarín», y Tartarín de Tarascón, con el brazo extendido, el puño cerrado, temblándole la nariz, decía por tres veces con voz formidable, que retumbaba como un trueno en las entrañas del piano: «¡No!… ¡No!… ¡No!…», que, con el acento meridional pronunciaba: «¡Na!… ¡Na!… ¡Na!…». A lo cual madame Bezuquet, madre, repetía otra vez:
Perdón para ti,
perdón para mí.
«¡Na!… ¡Na!… ¡Na!…», berreaba Tartarín con toda su fuerza, y aquí terminaba todo… Largo, como veis, no lo era; pero lanzaba tan bien su grito, era su ademán tan justo, tan diabólico, la mímica era tan expresiva, que un escalofrío de terror corría por la botica, y le hacían repetir sus «¡Na!… ¡Na!…» cuatro o cinco veces.
Después, Tartarín se limpiaba la frente, sonreía a las señoras, hacía un guiño a los caballeros, y retirándose triunfante, se iba al casino a decir con cierta negligencia:
«Acabo de cantar el dúo de “Roberto el Diablo” en casa de los Bezuquet.»
Y lo más chistoso es que lo creía…
A tantos y tan variados talentos debía Tartarín su elevada posición en la ciudad.
Lo cierto es que aquel demonio de hombre había sabido prendar a todos.
En Tarascón, el ejército estaba por él. El bizarro comandante Bravidá, capitán de almacenes, retirado, decía de él:
—¡Buena pieza está hecho!
Y ya comprenderéis que el comandante entendería de buenas piezas después de haber custodiado el paño de tantos uniformes.
La magistratura estaba también por Tartarín. El presidente Ladeveze había dicho dos o tres veces, en pleno tribunal, hablando de él:
—¡Es un hombre de carácter!
En fin, el pueblo entero estaba por Tartarín. La anchura de su espalda, sus ademanes, sus andares decididos, como los de un buen caballo de corneta que no se asusta del ruido; aquella reputación de héroe, que no se sabe de dónde le venía; algunos repartos de monedas y pescozones a los limpiabotas acostados delante de su puerta, le habían hecho el lord Seymour de la localidad, el rey de los mercados tarasconeses. En los muelles, los domingos por la tarde, cuando Tartarín volvía de caza, con la gorra colgada del cañón de la escopeta, bien ceñida la chaqueta de fustán, los cargadores del Ródano se inclinaban respetuosamente, y, mirando con el rabillo del ojo los bíceps gigantescos que subían y bajaban por los brazos del héroe, se decían muy bajito unos a otros, con admiración:
—¡Éste sí que es forzudo!… ¡Tiene «músculos dobles»!
Sólo en Tarascón se oyen cosas así.
Pues bien: a pesar de todo esto, a pesar de sus numerosas aptitudes, de sus músculos dobles, del favor popular y de la estimación preciosa del bizarro comandante Bravidá, ex capitán de almacenes, Tartarín no era dichoso; aquella vida de pueblo le pesaba, le ahogaba. El gran hombre de Tarascón se aburría en Tarascón. El hecho es que, para una naturaleza heroica como la suya, para un alma aventurera y loca, que soñaba tan sólo con batallas, correrías en las pampas, grandes cazas, arenas del desierto, huracanes y tifones, hacer todos los domingos una batida a la gorra y actuar de juez en la tienda de Costecalde el armero, era bien poca cosa… ¡Pobre eminencia! Había para morirse de consunción, y, a la larga, tal hubiera sucedido.
Era inútil que para ensanchar sus horizontes y olvidar un poco el casino y la plaza del mercado se rodeara de baobabs y otras plantas africanas, o amontonara armas sobre armas, kris malayos sobre kris malayos; inútil que se atiborrara de lecturas novelescas, procurando, como el inmortal Don Quijote, librarse, por la fuerza de su ensueño, de las garras de la implacable realidad… ¡Ay!, cuanto hacía para aplacar su sed de aventuras sólo servía para aumentarla. La contemplación de todas aquellas armas le mantenía en perpetuo estado de cólera y excitación. Rifles, lazos y flechas le gritaban: «¡Batalla, batalla!» El viento de los grandes viajes soplaba en las ramas de su baobab y le daba malos consejos. Y para remate, allí estaban Gustavo Aimard y Fenimore Cooper…
¡Cuántas veces, en las pesadas tardes de verano, mientras leía, solo, rodeado de sus aceros, cuántas veces se levantó Tartarín rugiente! ¡Cuántas veces arrojó el libro y se precipitó a la pared para descolgar una panoplia!
El pobre hombre, olvidando que estaba en su casa de Tarascón, con la cabeza envuelta en un pañuelo de seda y en calzoncillos, ponía sus lecturas en acción, y exaltándose al oír el ruido de su propia voz, gritaba blandiendo un hacha o un tomahawk:
—¡Que vengan ellos ahora!
¿Ellos? ¿Quiénes eran
ellos
?
Tartarín no lo sabía a punto fijo…
¡Ellos!
era todo lo que ataca, lo que lucha, lo que muerde, lo que araña, lo que escalpa, lo que aúlla, lo que ruge…
¡Ellos!
era el indio siux bailando alrededor del poste de guerra en que el desdichado blanco está atado. Era el oso gris de las Montañas Rocallosas, que se contonea y se relame con la lengua llena de sangre. Era el tuareg de desierto, el pirata malayo, el bandido de los Abruzzos… En suma,
ellos
eran
¡ellos!…
; es decir, la guerra, los viajes, las aventuras, la gloria.
Pero, ¡ay!, en vano
los
llamaba,
los
desafiaba el intrépido tarasconés… Ellos jamás acudían… ¡Caramba! ¿Qué se les había perdido a
ellos
en Tarascón?
Sin embargo, Tartarín estaba siempre esperándolos, sobre todo por las noches, cuando iba al casino.
El caballero templario, disponiéndose a hacer una salida contra el infiel que le sitia; el tigre chino, armándose para la batalla; el guerrero comanche, entrando en el sendero de la guerra, nada son al lado de Tartarín de Tarascón armándose de punta en blanco para ir al casino, a las nueve de la noche, una hora después de los clarines de la retreta.
¡Zafarrancho de combate!, como dicen los marinos.
En la mano izquierda se ajustaba Tartarín una llave inglesa con puntas de hierro, y en la derecha llevaba un bastón de estoque. En el bolsillo de la izquierda, un rompecabezas; en el de la derecha, un revólver. En el pecho, entre la camisa y la camiseta, un kris malayo. Pero nunca cogía una flecha envenenada; eso, no. Son armas demasiado traidoras.
Antes de salir, en el silencio y la sombra de su despacho, se ejercitaba un momento en la esgrima; tirábase a fondo contra la pared y ponía en juego sus músculos. Después cogía la llave y atravesaba el jardín, gravemente, sin apresurarse —¡a la inglesa, señores, a la inglesa!—. Ése es el verdadero valor. Ya en el extremo del jardín abría la pesada puerta de hierro, bruscamente, con violencia, a fin de que fuese a dar fuera contra la tapia… Si
ellos
hubiesen estado escondidos detrás, ¡qué tortilla!… Pero, desgraciadamente, no estaban escondidos detrás.
Abierta la puerta, salía Tartarín, miraba rápidamente a derecha e izquierda, cerraba la puerta con dos vueltas de llave y… andando.
Por la carretera de Aviñón, ni un gato. Puertas cerradas, ventanas sin luz. Todo estaba oscuro. De cuando en cuando un farol pestañeaba en la niebla del Ródano.
Arrogante y tranquilo, Tartarín de Tarascón caminaba en la oscuridad, taconeando y arrancando chispas de los adoquines con la acerada contera de su bastón. Por los bulevares, por las calles o las callejuelas, procuraba siempre echar por en medio del arroyo, excelente medida de precaución que permite ver de lejos el peligro y, sobre todo, evitar lo que por las noches suele caer algunas veces por las ventanas de las casas en Tarascón. Al verlo tan prudente, no vayáis a figuraros que Tartarín tenía miedo… ¡Nada de eso! Tartarín vigilaba.
La mejor prueba de que Tartarín no tenía miedo es que, en lugar de ir al casino por la avenida, iba por la ciudad, es decir, por lo más largo, por lo más oscuro, por una porción de callejuelas horribles, al cabo de las cuales relucen las siniestras aguas del Ródano. El infeliz esperaba siempre que al volver de una esquina saldrían
ellos
de la sombra para caer sobre él. Y os doy palabra de que hubieran sido bien recibidos… Pero, ¡ay!, por una irrisión del destino, Tartarín de Tarascón jamás tuvo la suerte de un mal encuentro. Ni siquiera un perro, ni siquiera un borracho. ¡Nada!
A veces una falsa alarma: ruido de pasos, voces ahogadas… «¡Alerta!», se decía Tartarín, y se quedaba clavado en el sitio, escrutando la sombra, husmeando como un lebrel y pegando el oído a la tierra, al modo indio… Los pasos se acercaban. Las voces se distinguían mejor… No había dudas,
ellos
llegaban… Ya estaban
ellos
allí. Y Tartarín, echando fuego por los ojos, con el pecho jadeante, recogíase en sí mismo, como un jaguar, y se disponía a dar el salto, lanzando su grito de guerra… pero, de pronto, del seno de la sombra salían amables voces tarasconesas que le llamaban tranquilamente:
—¡Chico!… ¡Mira!… Si es Tartarín… ¡Adiós, Tartarín!
¡Maldición! Era el boticario Bezuquet con su familia, que acababa de cantar la suya en casa de los Costecalde.
—Buenas noches —decía gruñendo Tartarín, furioso por su equivocación; y, huraño, con el bastón en alto, se hundía en la oscuridad.
Al llegar a la calle del casino, el intrépido tarasconés esperaba otro poco más paseándose arriba y abajo delante de la puerta, antes de entrar… Por fin, cansado de esperarlos, y convencido de que
ellos
no se presentarían, echaba la última mirada de desafío a la sombra, y murmuraba encolerizado:
—¡Nada!… ¡Nada! ¡Siempre nada!
Y dicho esto, el hombre entraba a echar su partidita con el comandante.
Con tanta rabia de aventuras, necesidad de emociones fuertes y locura de viajes y correrías por el quinto infierno, ¿cómo diantre se explicaba que Tartarín de Tarascón no hubiese salido jamás de Tarascón?
Porque es un hecho. Hasta la edad de cuarenta y cinco años, el intrépido tarasconés no había dormido ni una noche fuera de su ciudad. Ni siquiera había emprendido el famoso viaje a Marsella con que todo buen provenzal se regala en cuanto es mayor de edad. A lo sumo, es posible que hubiese estado en Beaucaire, y eso que Beaucaire no cae muy lejos de Tarascón, puesto que sólo hay que atravesar el puente. Mas, por desgracia, aquel demonio de puente se lo ha llevado tantas veces un ventarrón, y es tan largo y tan frágil, y el Ródano tan ancho en aquel sitio, que… ¡vamos!, ya os haréis cargo… Tartarín de Tarascón prefería la tierra firme.
Será necesario confesar que en nuestro héroe había dos naturalezas muy diferentes. «Siento dos hombres en mí», dijo no sé qué padre de la Iglesia. Y hubiera estado en lo firme con Tartarín, que llevaba en sí el alma de Don Quijote: iguales arranques caballerescos, el mismo ideal heroico, idéntica locura por lo novelesco y grandioso; pero, desdichadamente, no tenía el cuerpo del famoso hidalgo, aquel huesudo y enteco; aquel pretexto de cuerpo, en que la vida material no tenía dónde agarrarse, capaz de resistir veinte noches seguidas sin desabrocharse la coraza y cuarenta y ocho horas con un puñado de arroz… El cuerpo de Tartarín, al contrario, era todo un señor cuerpo; gordo, pesado, sensual, muelle, quejumbrón, lleno de apetitos burgueses y de exigencias domésticas; el cuerpo ventrudo y corto de piernas del inmortal Sancho Panza.
¡Don Quijote y Sancho Panza en el mismo hombre! ¡Malas migas debían hacer! ¡Qué de luchas! ¡Qué de rasguños!… Hermoso diálogo para escrito por Luciano, o por Saint Evremond, el de estos dos Tartarines, el Tartarín Quijote y el Tartarín Sancho. Tartarín Quijote exaltándose al leer los relatos de Gustavo Aimard, y exclamando: «¡Me marcho!», Tartarín Sancho pensando sólo en el reuma y diciendo: «¡Me quedo!».
Tartarín Quijote (muy exaltado): Cúbrete de gloria, Tartarín.
Tartarín Sancho (muy tranquilo): Tartarín, cúbrete de franela.
Tartarín Quijote (cada vez más exaltado): ¡Oh, rifles de dos cañones! ¡Oh, dagas, lazos, mocasines!
Tartarín Sancho (cada vez más tranquilo): ¡Oh, chalecos de punto, medias de lana, soberbias gorras con orejeras!
Tartarín Quijote (fuera de sí): ¡Un hacha! ¡Venga un hacha!
Tartarín Sancho (llamando a la criada): Juanita, el chocolate.
En éstas, aparece Juanita con un excelente chocolate, caliente, irisado y oloroso, y unas suculentas tortas de anís, que hacen reír a Tartarín Sancho, ahogando los gritos de Tartarín Quijote.
Y así queda explicado por qué Tartarín de Tarascón no había salido nunca de Tarascón.
No obstante, una vez estuvo Tartarín a punto de emprender un viaje, un viaje muy largo.
Los tres hermanos Garcio-Camus, tarasconeses establecidos en Shangai, le habían ofrecido la dirección de una factoría en aquel país. Aquélla era la vida a propósito para él. Negocios considerables, una muchedumbre de dependientes a quienes mandar, relaciones con Rusia, Persia, Turquía asiática…, el alto comercio, en suma.
La expresión «alto comercio», en boca de Tartarín, ¡llegaba a una altura!…
Otra ventaja tenía, además, la casa de Garcio-Camus: la de recibir algunas veces la visita de los tártaros. Entonces, a cerrar las puertas deprisa; todos los empleados cogían las armas, se izaba la bandera consular, y, por las ventanas, ¡pim!, ¡pam!, contra los tártaros.
El entusiasmo con que Tartarín Quijote saltó al leer esta proposición no tendré que ponderároslo; por desgracia, Tartarín Sancho no oía de aquel oído, y, como era el más fuerte, no pudo arreglarse el negocio. En la ciudad dio mucho que hablar aquello. ¿Se irá? ¿No se irá? Apuesto a que sí, apuesto a que no. Fue un acontecimiento… Al cabo, Tartarín no se fue; sin embargo, aquella historia le honró mucho. Haber estado a punto de ir a Shangai o haber ido, para Tarascón era casi lo mismo. A fuerza de hablar del viaje de Tartarín, acabaron por creer que ya estaba de vuelta, y por la noche, en el casino, todos aquellos señores le pedían noticias de la vida en Shangai, de las costumbres, del clima, del opio y del alto comercio.