Tarzán en el centro de la Tierra (18 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
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Los jóvenes thipdars chillaban y siseaban, pero no se movieron cuando Tarzán volvió a acercarse al nido para seguir investigando la naturaleza de aquel inaccesible pico, en el que quizá terminase la azarosa vida de Tarzán de los Monos.

Tendiéndose de bruces sobre el borde, miró hacia abajo, y luego fue recorriendo toda la periferia de la pequeña cima, examinando minuciosamente la pared del pico, para ver si encontraba por algún sitio la posibilidad de escapar de allí.

Percibió todos los salientes existentes en la roca, incluso los más pequeños, todos los que le podían ofrecer un asidero para sus pies o un agarre para sus manos.

Al fin, optando por un punto, cogió su rollo de cuerda que todavía llevaba al hombro, y sujetando en sus manos los dos extremos, dejó caer la comba a plomo, comprobando que la cuerda, así doblada, sólo alcanzaba unos veinticinco pies escasos, de los trescientos que él calculaba que debía tener el pico.

A continuación, cogiendo la cuerda por uno solo de sus extremos, la dejó caer cuan larga era, observando con alivio que llegaba veinticinco pies más abajo del sitio que había marcado antes con la cuerda doblada. Pero era difícil calcular la distancia a partir de aquel punto, y Tarzán tendría que confiar en el azar.

Tirando de la cuerda hacia arriba, la pasó a continuación por un grueso saliente de la roca, dejando sueltos los dos extremos, que colgaban por el borde del pico. Luego, cogiéndose fuertemente con ambas manos a la cuerda, uno de sus cabos en cada mano, se dejó caer poco a poco hacia el abismo. A unos veinte pies encontró un ligero saliente en la roca, en el que con grandes dificultades consiguió apoyar los pies, agarrándose a unas grietas del granito.

Casi enfrente de su rostro caía un pequeño estribo de la roca, y luego más abajo había otros. En aquellos estribos había puesto Tarzán su débil esperanza de salvación.

Con inmensa cautela soltó un cabo de la cuerda y tiró del otro, haciendo que esta cayera sobre él. Tan precario y difícil era ahora su equilibrio, que cuando la cuerda cayó encima de él, Tarzán contuvo el aliento por temor a que aquel ligero peso le precipitara al vacío.

Tuvo que mover lenta y cuidadosamente la cuerda, pasándola por sus manos, hasta que el centro de ella estuvo entre sus dedos. Luego la pasó por el saliente de la pared de granito, asegurándola todo lo posible, cogiendo cada cabo con una mano, y disponiéndose a descender otros veinte o veinticinco pies.

Aquella fase del descenso era la más terrible y peligrosa de todas, ya que la cuerda estaba apenas levemente sujeta en aquel saliente, del que se podía escurrir en cualquier momento. Finalmente, Tarzán lanzó un suspiro de alivio cuando sintió bajo sus pies un nuevo estribo de roca al que había conseguido llegar gracias a la cuerda.

A partir de allí, la pared comenzaba a presentar más salientes y protuberancias, grietas y cornisas, que hacían relativamente fácil el descenso de Tarzán a tierra firme. Sólo cuando llegó abajo se preocupó de sus heridas.

Sus piernas estaban llenas de mordiscos y arañazos de los jóvenes thipdars, pero aquellas heridas no eran nada en comparación con las que le habían causado en la espalda y en los hombros las garras de la hembra thipdar. Se daba cuenta de que las heridas eran muy profundas, aunque no podía verlas, como tampoco la sangre que se había coagulado sobre ellas.

Las heridas le dolían, y sentía los músculos agarrotados a causa de aquellas; pero lo único que le preocupaba al hombre mono era que pudiese haberse envenenado su sangre, aunque no era fácil que sucediese, ya que desde niño estaba acostumbrado a ser mordido o arañado por infinidad de fieras y bestias de la selva.

Un rápido examen del paraje en que se hallaba, le hizo comprender que le sería prácticamente imposible salvar el terrible desfiladero que le separaba del sitio del que había sido separado de sus amigos tan brusca e inesperadamente por el thipdar. Aquello le hizo comprender también que era muy poco verosímil que el pueblo, la tribu de hombres hacia la que le guiaba Tar-gash, fueran sus compañeros del dirigible. Por otra parte, también parecía absolutamente imposible intentar encontrar a Tar-gash y a Thoar en aquel mundo de espantosos e inaccesibles picos, barrancos y hondonadas. En consecuencia, decidió buscar un sitio por el que poder descender al valle, a las llanuras y a las selvas, que le atraían mucho más que aquel territorio hosco y quebrado de peladas montañas.

Abajo se divisaban, en varias direcciones, grupos de árboles, y Tarzán empezó a buscar la manera de descender hacia ellos.

El descenso era relativamente fácil, aunque a veces tenía que recurrir a su cuerda para bajar desniveles y mesetas. Al fin llegó a una de estas donde ya empezaba a verse vegetación: primero arbustos y matorrales, luego árboles solitarios y enormes, y, al fin, el primer bosque, en el que Tarzán no tardó en encontrar una senda.

Era un sendero que atravesaba variados paisajes. Al principio zigzagueaba entre medias de un bosque, y luego ascendía a una rocosa meseta, desde la que se veía un inmenso desfiladero. Más allá el sendero se perdía de vista debido a los recodos y salientes del terreno.

Caminando siempre con el oído alerta, silencioso y en guardia, Tarzán de los Monos percibió de pronto algo que le hizo comprender que alguien avanzaba por la senda, por delante de él, y además en su misma dirección.

Como el viento soplaba hacia los picos desde el fondo del desfiladero, ni Tarzán ni el animal que caminaba delante de él podían percibir el olor del otro; pero a los pocos momentos, el hombre mono dedujo que, fuera el animal que fuese, lo alcanzaría a no tardar mucho.

El sendero era estrecho, y sólo en alguna que otra ocasión, cuando se cruzaba con algún barranco, presentaba un sitio adecuado para escapar de él.

El encuentro con alguna bestia del páramo en aquel lugar hubiera sido embarazoso y comprometido hasta para Tarzán de los Monos; pero él no solía retroceder una vez que había escogido una senda o un camino, así que siguió adelante.

Además, tenía la ventaja sobre el animal que le precedía de ir detrás de él y a mayor altura, y la seguridad de que la bestia no podía sospechar que la seguía un hombre, pues nadie, ni animal ni hombre, era capaz de andar y moverse más sigilosamente que Tarzán, ya que cuando éste así lo quería, era como la sombra de otra sombra.

La curiosidad le hizo avivar el paso para salir de dudas, y poco después se convencía de que lo que le precedía era un cuadrúpedo de patas blandas, aunque, aparte de esto, no tenía la más ligera noción de lo que pudiera ser. La senda se perdía a cada momento en vueltas y recodos, mientras el silencioso perseguidor seguía avanzando, hasta casi tener la certeza de que estaba a punto de dar alcance a la bestia que perseguía. Hasta que, de repente, resonó un terrible y espantoso rugido a pocos pasos por delante de Tarzán.

El tremendo rugido despertó todavía más la curiosidad de Tarzán, que no pudo sino pensar que el animal que lo había lanzado debía de ser enorme, pues la tierra entera había retumbado.

Adivinando que estaba a punto de atacar o que ya había atacado a otro animal, y espoleado por la curiosidad, Tarzán de los Monos echó a correr hacia delante, y, al girar un recodo del sendero, sus ojos se encontraron con una escena que le impulsó instantáneamente a la acción.

A unos cien pies por delante de él, la senda terminaba en la boca de una gran caverna, y en la entrada de esta se veía a un muchacho, un apuesto y frágil mozalbete de unos diez o doce años sobre el que avanzaba un oso enorme, el bestial oso de las cavernas.

Al ver a Tarzán, los ojos del muchacho brillaron de alegría; pero al instante, al comprobar que no era un hombre de su tribu, su expresión cambió aunque permaneció inmóvil, con su lanza y su cuchillo de piedra preparados para defenderse.

La escena que presenciaba le recordaba a Tarzán su propia historia. El oso, al volver a su cueva, había encontrado al muchacho que salía de ella, mientras que el pequeño, con no menor sorpresa, se veía acorralado por la bestia y sin escape ni salida posible.

Las primitivas leyes de la selva que habían guiado y conducido la juventud de Tarzán de los Monos, no le empujaban a aceptar la responsabilidad que suponía el asumir el peligroso papel de salvador, pero en sus venas ardía la llama caballeresca de los grandes señores ingleses, legado de sus antepasados, que con frecuencia le empujaba a arriesgar su propia vida para salvar la de los demás. Aquel niño de una tribu salvaje y desconocida, en un mundo ignorado y perdido, no podría tener derecho al respeto y a la simpatía de las bestias, ni siquiera de otros hombres que no fueran los de su propia tribu, y, sin embargo, la juventud y la indefensión siempre habían ejercido una profunda influencia en el espíritu del hombre mono, influencia que en ese momento no nacía de otra cosa sino de que el ser que se hallaba ante él era un niño y se encontraba completamente desamparado.

Se pueden analizar los hechos y las hazañas de un hombre de acción y luego deducir consecuencias de ellos, aunque aquel hombre no se preocupe de nuestra opinión y se limite a actuar. Esto ocurría con Tarzán de los Monos. Al ver la escena y el peligro en el que se encontraba el muchacho, corrió hacia él sin ninguna vacilación. Desde el momento que se había percatado que le precedía una bestia llevaba dispuestas sus armas, ya que la existencia y la experiencia de toda una vida en la selva le había enseñado el valor de la previsión y la presteza en la lucha por la existencia.

La cuerda aparecía enrollada y colgando de su hombro izquierdo, y en su mano izquierda llevaba dispuesta la lanza, el arco y tres flechas, mientras que en la derecha llevaba otra flecha, preparado para dispararla en cualquier momento.

Al ver el enorme oso ante él, Tarzán comprendió que sólo una hábil combinación de un ataque fulminante y una gran suerte, podía librarle de su enemigo, de aquel enorme monstruo, para poder vencer al cual el hombre mono sólo disponía de armas que resultaban casi inofensivas, pero al menos podía llamar la atención de la bestia y alejarla del muchacho hasta que éste hubiera podido encontrar algún refugio.

Así pues, apenas vio al enorme y feroz oso, una flecha partió veloz clavándose en la espalda de la fiera, cerca de su espina dorsal. Al mismo tiempo, Tarzán lanzó un salvaje grito para advertir a la bestia que otro enemigo la atacaba por la retaguardia.

Enloquecido de rabia y sorprendido al oír el rugido del hombre, el oso se giró rápidamente, adivinando que aquel nuevo enemigo era el que le había herido.

Tarzán se vio obligado a reconocer que jamás en su larga vida selvática había visto una bestia más feroz ni dando muestras de semejante rabia. El oso, que lanzaba horrendos bramidos, arremetió contra Tarzán con una fuerza y un ímpetu demoledores.

Con vertiginosa rapidez, tres flechas más se clavaron en el pecho de la bestia cuando esta se abalanzaba sobre el hombre mono.

Tarzán, levantando luego su lanza por encima de la cabeza, retrocedió dos pasos, y la lanzó con la fuerza de una catapulta contra la rugiente mole que se le echaba encima.

Un segundo después, y sin ni siquiera poder presenciar el efecto conseguido con aquel espantoso lanzazo, impulsado por sus músculos de gigante, Tarzán de los Monos, girándose con una rapidez increíble, empezó a correr por la misma senda estrecha y pedregosa que le había llevado hasta allí, mientras, a sus espaldas, los rugidos cada vez más fuertes y espeluznantes de la bestia, y sus lentos pasos, probaron al hombre mono el valor de su estrategia.

Tarzán estaba convencido de que en aquel sendero estrecho y tortuoso podría huir con relativa facilidad del oso, pues sólo Ara el relámpago, era más veloz que Tarzán de los Monos.

Por supuesto que existía el riesgo de que, en su huida, Tarzán se encontrara con la compañera del oso que regresase a su guarida, en cuyo caso la situación del hombre mono sería muy crítica. Pero esto era una posibilidad remota, y, mientras, él estaba seguro de haber infligido a la bestia que le perseguía severas y graves heridas, que habían disminuido ostensiblemente su fuerza y que tal vez acabasen por matarla.

El oso parecía, sin embargo, incansable, y aunque Tarzán también lo era, acabó por reconocer que su enemigo era muy peligroso. En consecuencia, buscando la forma de terminar con aquella carrera, Tarzán observaba la pared que limitaba la senda y que ascendía a ambos lados como si estuviera cortada a pico. Por fin encontró lo que buscaba, un saliente de la roca a unos veinticinco pies por encima del sendero. Entonces, lanzó su cuerda hacia lo alto y la dejó enganchada de aquel firme saliente, calculó su resistencia colgándose sobre ambos extremos de la cuerda, y después, cuando ya llegaba junto a él, enfurecido y terrible, el oso de las cavernas, Tarzán, con la agilidad de Manu, el chimpancé, trepó velozmente hacia arriba.

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