Tarzán en el centro de la Tierra (20 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
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Mientras tanto, por delante de él, Jana iba ascendiendo ahora por un pedregoso sendero, que al parecer llevaba a la cima del abismo a la que la muchacha ahora quería llegar. Cuando vio a Jason en el inminente peligro en el que se había encontrado, Jana había experimentado un hondo remordimiento y un inmenso terror; pero al ver que Gridley llegaba sano y salvo al fondo del abismo, los sentimientos de la muchacha cambiaron, y, con la perversidad propia de su sexo, decidió continuar huyendo del joven. Llegaba ya a la cima de la enorme pared cuando estalló la tormenta, y la muchacha comprendió que el hombre que venía detrás de ella ignoraba por completo el terrible peligro que ahora le amenazaba, todavía mayor que el que había corrido al descender al fondo del abismo.

Entonces, sin vacilar un instante, la Flor Roja de Zoram se lanzó rápidamente por el abrupto sendero por el que tan trabajosamente había subido. Tenía que llegar junto a Jason antes de que le arrastrasen las aguas. Debía guiar a su amigo hacia alguna altura, ya que Jana estaba convencida de que, en breves momentos, el abismo sería un rugiente río de turbias aguas de doscientos pies de profundidad. Ya se empezaba a oír el bramar de las aguas bajando desde las cumbres junto al trepidar de la tormenta, y de los bordes del abismo empezaban a surgir torrenteras y mangas formando cataratas del líquido elemento, que en su ímpetu arrastraban piedras y tierra al fondo del abismo. En su vida, jamás había presenciado Jana una tormenta semejante. Los truenos estremecían la tierra, los relámpagos iluminaban tétricamente el paisaje, el viento silbaba y el agua caía formando mantas que todo lo arrollaban. Sin embargo, a pesar de que tanto peligro ponía su vida al borde de la muerte, en ningún instante pensó Jana en retroceder, y continuó descendiendo a la sima del barranco. Pero enseguida se dio cuenta la muchacha de su impotencia y su locura, pues las aguas ya habían llenado el fondo del abismo y corrían rugientes, arrastrándolo todo. ¡Nada podía haber sobrevivido allí abajo al ímpetu arrollador de la corriente! El hombre que venía detrás de ella debía haber sido ya arrastrado hacia el valle.

¡Jason había muerto! La Flor Roja de Zoram permaneció durante un instante mirando aterrada el líquido elemento, que subía cada vez más a sus pies, y por un momento, Jana sintió deseos de arrojarse a las turbias aguas. ¡No quería seguir viviendo! Pero algo la detuvo. Quizá fue el ancestral instinto de los primeros hombres, cuya existencia era un eterno y constante batallar contra la muerte sin saber hacer otra cosa que no rendirse jamás. El caso es que, volviendo sobre sus pasos, Jana corrió hacia arriba, envuelta en lágrimas, mientras el impetuoso río corría bajo sus pies, y mangas y torrenteras, cayendo desde los altos bordes del abismo, pugnaban por arrastrarla.

Jason había presenciado grandes tormentas en California y Arizona, y sabía con qué rapidez barrancos y desfiladeros se convertían en ríos y rugientes torrentes. Había visto en San Simon Flats ensancharse un río más de una milla en apenas unas horas, y al ver que las aguas empezaban a crecer en el fondo del desfiladero, y que esta tormenta era mucho mayor que cualquier otra que hubiera presenciado en su vida, no perdió el tiempo y comenzó rápidamente a buscar una altura en la que ponerse a salvo, no tardando en encontrarla. Entonces escaló hacia lo alto, agarrándose con todas sus fuerzas a todos los salientes del talud, y aunque las aguas crecían bajo sus pies y la lluvia caía sobre él en mantas arrolladoras, consiguió seguir ascendiendo por la empinada cuesta. Varias veces el ímpetu de las aguas y el furor de la tormenta le hicieron detenerse, y una vez en que la crecida le llegaba a las rodillas, Jason perdió su rifle, aunque logró salir del apurado trance en que se hallaba redoblando sus esfuerzos. Al fin consiguió llegar a una especie de pequeña cornisa formada en la pared de granito, donde calculó que no llegarían las aguas, y allí permaneció inmóvil y encogido, al igual que en ese momento, en otra parte de las montañas, lo estaban también Tarzán, Thoar y Tar-gash, esperando que pasara la terrible cólera de la naturaleza.

Pensó en Jana, preguntándose con ansiedad si se habría salvado de aquel espantoso diluvio, pero Jason tenía tanta fe en la habilidad y destreza de la salvaje muchacha para hacer frente a todas las formas que pudiera adoptar la brutal naturaleza de Pellucidar, que se tranquilizó de inmediato.

Allí, encogido en la oscuridad, tiritando de frío y calado hasta los huesos, el americano empezó a hacer planes para el porvenir. ¿Qué posibilidades tendría de encontrar a la Flor Roja de Zoram en aquel salvaje país de inaccesibles montañas, cuando ni tan siquiera conocía la dirección que podía haber seguido la muchacha, ni el lugar en que se encontraba su país natal, en aquella zona desolada en la que no había camino ni sendero alguno y donde hasta las sendas de las bestias que Jana pudiera haber seguido en su marcha habrían sido borradas y materialmente arrasadas por la formidable tormenta?

No tenía otro recurso que vagar ciegamente al azar, toda vez que no sabía dónde se encontraba el país de Zoram, ni tampoco tenía la más ligera idea del paradero de sus compañeros de expedición ni del dirigible.

Al fin cesó la lluvia, volvió a salir el sol, y bajo sus rayos tibios y confortadores, Jason de nuevo sintió que existían esperanzas de salvación. Con nuevas fuerzas, reanudó la marcha y la búsqueda de la muchacha salvaje.

Procurando recordar la descripción del lugar en el que Jana le había comentado que se encontraba el país de Zoram, Jason se dirigió ahora hacia una especie de garganta formada por dos altos picos que parecía coronar la enorme cordillera. Ya no le atormentaba la sed, y el hambre parecía haber adormecido su estómago. Además, no era probable que encontrase caza desde el momento en que la tormenta había barrido a todos los animales hacia el valle. Sin embargo, la fortuna sonrió a Jason: en una oquedad del fondo de un arroyo encontró un nido de huevos que habían resistido la furia de los elementos. Gridley no sabía de qué animal podían ser aquellos huevos, e incluso si eran de reptil o de ave; eran algo comestible y empezó a devorarlos, y eran tan grandes que bastaron dos de ellos para saciar su hambre.

A escasa distancia del sitio donde encontrara el nido, vio un árbol bajo y aislado, y Jason se dirigió bajo sus ramas protectoras, llevando con él los tres huevos que le habían sobrado del festín, para librarlos de reptiles y aves de presa. Una vez allí se despojó de sus ropas, las colgó en una rama baja del árbol para que el aire y el sol las secaran, y luego se echó al pie del mismo, quedándose dormido bajo la dulce caricia del eterno sol de Pellucidar.

Al despertar, no tenía ni idea del tiempo que había permanecido dormido, pero se encontraba totalmente sereno y despejado. Sintió una nueva fuerza y una nueva confianza en sí mismo al ponerse en pie y desperezarse voluptuosamente, mientras se preparaba para vestirse. Pero, de pronto, mientras se estiraba, su rostro expresó la sorpresa y el espanto: ¡sus ropas no estaban! Miró vivamente a su alrededor buscándolas, o cuanto menos, al animal o persona que se las hubiera quitado, pero no descubrió ni rastro de unas u otros.

En el suelo, bajo el árbol, se hallaba la camisa de Jason, que, al caerse, sin duda había escapado a los ojos del ladrón. Esto, sus dos revólveres y los cinturones con las cananas llenas de municiones, que había dejado junto a él mientras dormía, eran todo lo que le quedaba.

La temperatura de Pellucidar es tal, que el uso de ropas resulta un verdadero tormento más que otra cosa. De todas formas, el hombre civilizado está hasta tal punto acostumbrado a ir vestido, que desnudo parece carecer de fuerzas, de iniciativa y de confianza en sí mismo.

Jamás, por tanto, se había considerado Jason Gridley tan desamparado ni tan débil como en el momento en que pensó que habría de ir vestido por aquel mundo hostil y desconocido de Pellucidar simplemente con una camisa rota y un cinturón lleno de municiones. De todos modos, tenía que reconocer que salvo sus botas, no había perdido nada que le fuera absolutamente necesario; pero tal vez, lo que más le angustiaba y le daba más apuro, era decirse que ahora no podría continuar buscando a la Flor Roja de Zoram: ¿cómo iba a hacerlo vestido únicamente con su camisa destrozada?

Cierto que la Flor Roja de Zoram iba prácticamente desnuda, pero ella no parecía darle mayor importancia. En cambio, a Gridley le hacía sonrojarse hasta la médula la idea y la imagen de su ridícula figura, si alguna vez llegaba a tropezarse con Jana. ¿Cómo decidirse a buscarla de aquella guisa?

A veces, en sus pesadillas, Jason se había visto corriendo por las calles desnudo o ligero de ropa, pero ahora que el tener que ir desnudo era una realidad, veía que jamás, ni en sus sueños más angustiosos, pudo imaginarse una falta de confianza en sí mismo, una torpeza ni una vergüenza como las que sentía en aquel momento.

Tristemente, rasgó su camisa en varias tiras y se improvisó un taparrabos. Luego se puso al cinto el cinturón con las municiones, y se lanzó adelante por aquel mundo hostil y desconocido, como si fuera un moderno Adán armado con dos Colts.

Al reanudar la marcha en busca del país de Zoram, pronto se dio cuenta que lo que más lamentaba en la pérdida de su indumentaria, y lo que más echaba de menos, eran sus botas, pues ahora que tenía que caminar por aquel suelo duro y lleno de guijarros con las plantas de los pies ya heridas por su descenso del desfiladero. Sin embargo, en breve consiguió subsanar esta dificultad, ya que los animales habían vuelto a las montañas y pudo matar un pequeño reptil, con cuya dura y resistente piel se improvisó unas toscas sandalias.

El sol, alcanzando de lleno su cuerpo desnudo, no le causaba el efecto que habrían tenido los rayos de su mundo exterior, aunque, de todos modos, su piel se tostaba y todo su cuerpo iba tomando un tono bermejo que le hacía más llevadera y aceptable su desnudez. Lo que hasta entonces más le había avergonzado había sido la extraordinaria blancura de su piel, que contrastaba con el color de los demás animales y bestias de las montañas, dando al hombre una sensación de inferioridad y de debilidad. Ahora, en cambio, acostumbrado por completo al aire libre, viendo que su piel se coloreaba cada vez más, y que sus pies también se iban acostumbrando gradualmente a aquel suelo duro y pedregoso, Jason fue sintiendo renacer su fuerza y su confianza en sí mismo y se acostumbró a su desnudez.

Durmió y comió muchas veces, y se dio cuenta de que debía haber transcurrido mucho tiempo, tal como él entendía esta acepción en su mundo, desde que se separara de Jana.

Avanzando por aquel desierto montañoso, no vio rastro alguno de Jana ni de ningún otro ser humano, aunque se vio atacado por numerosas bestias y reptiles. Pero la lucha con estos animales le enseñó a eludir a unos y otros, y sólo en casos extremos hacía uso de sus armas, pues temblaba al pensar en la idea de que se le agotaran las municiones.

Había logrado salvar los puertos más altos y los picos más inaccesibles de la cordillera, y ahora empezaba a encontrarse con un país menos hostil y rudo. Por supuesto que aún tenía aspecto salvaje y por todas partes se distinguían grandes montañas y terrenos graníticos y rocosos, pero ya empezaban a verse en algunos puntos manchas de vegetación que iban aumentando, y pronto aparecieron grandes bosques primigenios, bordeando las laderas de algunas montañas o ascendiendo majestuosamente hacia los picos. Torrentes y arroyuelos también iban siendo cada vez más numerosos, y la caza aumentó, cosa que tranquilizó a Jason.

A fin de economizar sus municiones, Jason se construyó algunas armas más primitivas: una lanza, como la que había visto llevar a Jana, y un arco y flechas, como las que usaba Tarzán. Hasta que se construyó aquellas primitivas armas, Gridley se había visto obligado a mantenerse gracias a las piezas que cobraba con sus Colts, pero a partir de entonces pudo estar más tranquilo respecto a sus provisiones.

Hacía ya tiempo que había renunciado a la esperanza de volver a encontrar el dirigible y a sus compañeros, aceptando con estoica filosofía su dura suerte y su destino, pensando que ya nunca podría escapar de Pellucidar, y que tendría que vivir el resto de su vida batallando contra bestias salvajes para defender su existencia en aquel hostil mundo interior.

Lo que más le atormentaba y le hacía sufrir era su soledad y la falta de otros seres humanos a su lado, y ansiaba sobre todo encontrar en su camino a otra tribu de hombres con los que compartir su suerte. Aunque sabía por Jana que le sería infinitamente difícil ganarse la confianza o la amistad de alguna tribu de Pellucidar, Jason no perdía la esperanza, y sus ojos estaban siempre alerta esperando encontrar algún signo revelador de la presencia de otros seres humanos. Pero no iba a tener que esperar mucho tiempo.

Había perdido por completo toda noción del sitio en que pudiera estar el país de Zoram, y vagaba errante de paraje en paraje y de montaña en montaña, esperando que el azar le hiciera tropezarse alguna vez con Zoram, cuando, de pronto, una suave brisa que ascendía del valle trajo a su olfato el olor acre del humo. Una enorme emoción le embargó, pues el humo revelaba la existencia del fuego, y el fuego revelaba la existencia del hombre.

Avanzando ahora con enormes precauciones en la dirección de dónde provenía el olor, pronto descubrió un leve hilillo de humo que, en efecto, surgía de un barranco justo enfrente de donde él se encontraba. Era un desfiladero muy profundo, una de cuyas paredes, la de enfrente de él, era muy alta, mientras que la del lado sobre el que avanzaba Jason, era mucho más baja y suave, y presentaba muchas erosiones y accidentes que permitían descender con facilidad al fondo.

Jason se acercó con enormes precauciones al borde del abismo y miró hacia abajo. Entonces pudo ver que por el centro del fondo cubierto de hierba del desfiladero corría un cristalino torrente; los árboles crecían a uno y otro lado, aislados o formando bosquecillos que daban al paisaje la apariencia y el aspecto de un pequeño parque, aspecto que acentuaban las flores que se veían por doquier, sobre la hierba y en los mismos árboles.

Junto a un pequeño fuego, al borde del torrente, divisó a un bronceado guerrero que se ocupaba en asar un ave sobre las brasas. Jason le estuvo observando durante largo rato, reflexionando sobre la mejor forma de acercarse a él y convencerle de que quería ser su amigo, alejando la natural desconfianza a todo extranjero que caracterizaba a aquellos hombres de las tribus salvajes. Estaba pensando que lo mejor sería adelantarse y plantarse osadamente ante el guerrero, sin llevar arma alguna en las manos, y ya se disponía a poner en práctica su plan, cuando su atención se vio atraída por algo que se movía en la pared de enfrente del desfiladero.

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