Tarzán en el centro de la Tierra (17 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
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“Tarzán estaba a punto de caer en el nido, cuando, de pronto, des-cargó un terrible golpe con su cuchillo, claván-dolo en pleno pe-cho del thipdar.” (Ilustración de Frank Frazetta)

Capítulo IX
En el nido del thipdar

S
obre los altos picos de las Montañas de Thipdars se vislumbraban en aquel momento unas nubes negras y amenazadoras que pronto se esparcieron por el Este y el Oeste.

—Las lluvias van a volver —dijo Thoar—. Las aguas van a caer pronto sobre Zoram y enseguida estarán aquí.

La luz se iba haciendo cada vez más turbia y opaca, y pronto las nubes acabaron por oscurecer y tapar el eterno sol sobre las cabezas de los tres viajeros.

Tarzán vio ahora un paisaje nuevo, un paisaje sombrío, hosco y terrible. Era la primera vez que veía la tierra de Pellucidar sin sol, y, la verdad, no era nada grato. El efecto del cambio era muy notable sobre la actitud de Thoar y Tar-gash, que parecían silenciosos y cabizbajos, como si estuvieran atemorizados. No sólo eran los hombres los afectados por aquel cambio y por la ausencia del sol, pues desde las altas montañas empezaron a descender hacia las llanuras, en busca del sol y de la luz, toda clase de animales y bestias, tan aterrados y presurosos, que los carnívoros más feroces caminaban o corrían al lado de sus presas favoritas. Todos ellos pasaban cerca de los tres viajeros sin hacerles el menor caso.

—¿Por qué no nos atacan, Thoar? —preguntó Tarzán.

—Saben que va a caer la lluvia —contestó Thoar—, y eso les causa un miedo cerval. Olvidan su hambre y sus odios con tal de huir a tiempo del azote del agua.

—¿Tan grande es el peligro? —preguntó el hombre mono.

—No, si conseguimos situarnos en alguna altura —contestó Thoar—. A veces los barrancos y las hondonadas se llenan de agua en un instante. El único peligro que existe al refugiarse en alguna altura, es que los dardos de fuego que disparan las nubes suelen buscar las cimas más altas; pero si nos quedamos en campo abierto no habrá tanto peligro, ya que los dardos de fuego buscan con preferencia los árboles. No hay que situarse nunca debajo de los árboles cuando las nubes arrojan lluvia y dardos de fuego.

Al tapar las nubes el sol, el aire se hizo de pronto frío y desapacible, y los tres caminantes se estremecieron dada su desnudez.

—Recojamos leña, y hagamos un fuego para calentarnos —aconsejó Tarzán.

En efecto, los tres recogieron leña. Tarzán encendió un fuego, y juntos se sentaron alrededor de las llamas, calentándose, mientras a su lado seguían pasando los animales y bestias de las montañas, que descendían hacia el valle en busca del sol.

Al fin llegó la lluvia; no era una lluvia formada por gotas sueltas, sino mantas imponentes de agua que golpeaban con dureza a los tres viajeros, dejándoles a punto de asfixiarse. En un instante, barrancos y desfiladeros se convirtieron en rugientes torrentes de agua.

El viento formaba capas espesas con el agua que caía cubriendo todo el suelo, hasta el punto que era imposible distinguir nada a pocos pasos. Animales, presas del pánico, pasaban corriendo velozmente en dirección al llano, constituyendo, en su enloquecida y ciega carrera, la mayor amenaza y el más grande peligro de la tormenta. Los truenos hacían retumbar la tierra, los relámpagos iluminaban tétricamente el paisaje, y las bestias corrían cada vez más, espoleadas por el miedo.

Por encima del retumbar del trueno y del gemido cavernoso del viento, se escuchaban los aullidos, los rugidos y el espantoso barritar de los monstruos antediluvianos, de los animales horribles y feroces de la prehistoria, mientras que por el aire cruzaban espantosos reptiles voladores, agitando sus enormes alas en busca del sol y de las llanuras. Los monstruosos pteranodontes pasaban oscilando terriblemente sobre sus colosales alas, vacilando bajo el feroz azote de la lluvia, mientras los tres viajeros corrían como podían alejándose del sitio en donde habían encendido el fuego, cuyas cenizas habían arrastrado y dispersado las aguas.

A Tarzán le pareció que la tormenta duraba mucho tiempo pero, al igual que sus dos compañeros, también estaba acostumbrado a la dureza y a la incomodidad de la vida primitiva. Y en circunstancias en las que un hombre civilizado se habría desesperado maldiciendo a los elementos, los tres hombres primitivos, sentados estoica y silenciosamente de espaldas a la dirección en que venía la borrasca, esperaban pacientemente el fin de la tormenta, sabiendo que sería inútil cuanto intentaran hacer o decir para calmar la furia de la naturaleza.

De no haber sido por el ejemplo que le daban Tarzán y Thoar, Tar-gash habría huido también enloquecido hacia el valle, al igual que las otras bestias, en busca del sol y de la luz. Y no porque él sintiera más temor o pánico que ellos, sino porque se dejaba gobernar más por los instintos que por la razón. Sin embargo, al ver que sus dos compañeros permanecían allí, él se quedó junto a ellos, conforme de permanecer allí, esperando, sumido en la miseria general, el regreso del sol confortador.

Al fin la lluvia empezó a disminuir y el viento a ceder. Las nubes comenzaron a disgregarse, y el sol brilló de nuevo sobre la tierra empapada por todas partes. Los tres hombres salvajes se pusieron en pie, y se sacudieron durante largo rato.

—Tengo hambre —dijo Tarzán.

Thoar señaló a su alrededor, indicando a numerosos animales muertos por la furia de la tormenta en su enloquecida huida.

Ahora hasta el mismo Thoar comió la carne cruda, puesto que no había leña seca con la que encender un fuego, si bien para Tar-gash y Tarzán aquello no supuso ningún sacrificio. Mientras comía, un atisbo de sonrisa cruzó por el rostro de Tarzán. Estaba recordando a cierto atildado y anciano caballero con el que cenara una noche en Londres, en un elegante club, y al que por poco no le había dado un ataque de apoplejía al ver que el pollo que les presentaba el camarero estaba ligeramente crudo.

Cuando hubieron saciado su hambre, se pusieron en pie para continuar la marcha en busca de Jana y Jason. Pero ahora la furia de las aguas había borrado todo vestigio del rastro que antes habían estado siguiendo.

—No podremos volver a encontrar el rastro de mi hermana y de tu amigo, hasta que lleguemos a donde hayan reanudado la marcha después de la lluvia —dijo Thoar—. A la izquierda hay un profundo desfiladero muy difícil de salvar; frente a nosotros se extiende un gran paso que continua en ambas direcciones hasta la ladera de la montaña; pero a la derecha encontraremos un lugar por el que nos será fácil descender y cruzar al otro lado. Por ahí es por donde deben de haber seguido. Quizá no nos sea difícil encontrar de nuevo su rastro.

Sin embargo, aunque así lo hicieron, llegando hasta las montañas, y empezando a subir en dirección a los altos picos, no encontraron ningún rastro de Jana y Jason.

—Tal vez hayan regresado a tu pueblo por otro lado —apuntó Tarzán a Thoar.

—Quizá —admitió este—. Sigamos hasta Zoram; no podemos hacer otra cosa. Una vez allí, los guerreros de mi tribu nos ayudarán a buscarlos.

Mostrando el camino hasta las cumbres a sus compañeros, Thoar recorría sendas seguidas durante miles de años por las bestias de las montañas. En otras ocasiones, les llevaba por paredes y desfiladeros terribles, escalando tajos que obligaban a pensar a Tarzán que era milagroso ascender por ellos sin despeñarse al abismo.

Al llegar a una alta y desolada cima, los tres viajeros, después de conseguir unos huevos del nido de un thipdar, se hallaban comiéndoselos, cuando, de repente, Thoar aguzó el oído con inquietud y escuchó. Al fino oído de Tarzán llegó un rumor leve y lejano, semejante al batir de unas alas enormes.

—¡Un thipdar! —exclamó Thoar—. ¡Y no tenemos sitio donde escondernos!

—¡Somos tres! —dijo Tarzán—. ¿Por qué hemos de tenerle miedo?

—Tú nunca te has enfrentado a un thipdar —contestó Thoar—. Son terribles. No cejan en su pelea hasta que han matado a sus enemigos. Tienen un cerebro tan pequeño, que muchas veces, cuando cazamos alguno, al abrir su cabeza nos es difícil encontrarlo. Por ello, porque carecen casi por completo de cerebro, no tienen miedo; ni siquiera a la muerte, pues desconocen lo que significa. El dolor tampoco parece afectarles mucho, sólo sirve para aumentar su cólera y ponerlos más furiosos. De todas formas es posible matarlos, aunque, en cualquier caso, preferiría que hubiese un árbol por aquí cerca.

—¿Y por qué sabes que va a atacarnos? —preguntó Tarzán.

—Porque viene hacia aquí. No tardará en vernos, y los thipdars atacan a todo lo que ven.

—¿Alguna vez te ha atacado un thipdar? —preguntó Tarzán.

—Sí —repuso Thoar—. Pero cuando no hay cerca ni árbol ni cueva alguna, los zorams no nos avergonzamos de decir que tememos a los thipdars.

—Si ya has matado a algún thipdar, ¿por qué no vamos a poder matar ahora a este? —preguntó el hombre mono.

—Tal vez lo consigamos —repuso Thoar—. Pero siempre es mejor eludir su encuentro, sobre todo si no estamos cerca de otros guerreros de mi tribu. Cuando un cazador se aleja de nuestro poblado y no regresa, ha sido pasto de los thipdars. Eso nos hace temerlos. Incluso cuando somos muchos guerreros, siempre resulta alguno muerto o gravemente herido al luchar contra un thipdar.

—¡Viene! —murmuró Tar-gash, señalando un punto en el cielo.

—¡Sí, viene! —repuso Thoar, apretando más su lanza.

Tarzán dejó su lanza en el suelo, y sacando del carcaj un puñado de flechas puso una en el arco. Tar-gash, mientras tanto, se había apartado y hacía describir a su garrote lentos círculos, por encima de su cabeza, al tiempo que gruñía sordamente.

El enorme reptil volador se acercaba cada vez más, haciendo vibrar el aire con el tremendo silbido de sus gigantescas alas. Los tres amigos esperaban, inmóviles y al acecho, la embestida del monstruo.

No hubo ataque preliminar alguno. El gigantesco animal, el monstruoso pteranodonte, se dirigió en línea recta hacia sus tres enemigos, mientras Tarzán disparaba su primera flecha, que fue a hundirse en pleno pecho del monstruo.

Este lanzó un horrendo rugido de cólera, pero, Tarzán, en rápida sucesión, le disparó otras tres flechas que también se clavaron en la carne del reptil volador.

Que la recepción fue calurosa y cordial, lo probó el hecho de que el monstruo remontó el vuelo de inmediato, como si fuese a abandonar el ataque. Pero, de repente, con una rapidez inverosímil en una bestia de tal tamaño, se arrojó como una flecha sobre la espalda de Tarzán, que sintió como se hundían en su carne unas feroces garras.

Tan repentino fue el ataque que no hubo defensa posible, y Tarzán se sintió elevado en el aire por aquellas garras bestiales.

Thoar levantó su lanza al mismo tiempo que Tar-gash blandía su garrote, pero ninguno de los dos se atrevió a atacar al reptil volador por miedo a herir a su camarada. No les quedó más remedio que resignarse a permanecer allí sin hacer nada, mientras el monstruo se llevaba a Tarzán de los Monos hacia las cimas más altas de las Montañas de Thipdars.

Los dos permanecieron en silencio, mirando al thipdar hasta que desapareció de su vista, siempre llevando entre sus garras el balanceante cuerpo de Tarzán de los Monos. Cuando desaparecieron tras uno de los picos de las montañas, Tar-gash se volvió hacia Thoar.

—Tarzán ha muerto —dijo.

Thoar de Zoram asintió tristemente.

Tar-gash puso una de sus manos en el hombro de Thoar, y sin añadir más palabras se dio media vuelta y empezó a caminar en dirección al valle del que habían venido. El único lazo de unión que existía entre aquellos dos primitivos seres, y que les había permitido mirarse como amigos, se había roto, y ahora Tar-gash regresaba a su país de origen, a reunirse con los demás sagoths de su tribu.

Thoar le miró durante unos momentos en silencio. Luego, con un encogimiento de hombros, reanudó su marcha hacia Zoram.

Mientras el monstruo le llevaba por los aires, sobrevolando las altas cimas de granito, Tarzán se decía a sí mismo que si el azar le reservaba todavía alguna esperanza de salvación, habría de esperar a que llegaran a tierra, pues si intentaba luchar ahora contra su enemigo, este podía dejarle caer, estrellándole contra el rocoso suelo. Su única esperanza radicaba por tanto en llegar con conocimiento a tierra, donde podría luchar contra el reptil volador, aunque Tarzán era consciente de que muchas aves de presa suelen matar a sus presas dejándolas caer desde una gran altura, si bien esperaba que el pteranodonte de Pellucidar no hubiera adquirido semejante costumbre. 

Observando las montañas que estaban cruzando, el hombre mono se dio cuenta que el reptil volador le estaba conduciendo muy lejos del lugar en que le había atrapado, quizá a más de veinte millas del mismo.

Finalmente, el vuelo les llevó por encima de un escarpado desfiladero en dirección a un pico altísimo. Al llegar a él, el thipdar empezó a descender a tierra. Ahora Tarzán divisaba bajo él un nido lleno de pequeños thipdars que abrían sus horribles fauces en espera de la carne que su madre les traía en sus garras.

El nido se hallaba situado en la cima de un puntiagudo y elevadísimo peñasco, que además presentaba en su cumbre una pequeña superficie plana de muy pocos pies. ¡Un lugar demasiado complicado para pensar en entablar una batalla con su espantoso captor!

Lentamente y con gran cuidado, Tarzán de los Monos sacó su cuchillo de caza de la funda, y empezó a acercar su mano izquierda hacia la pata del thipdar, hasta tocar cautelosamente con ella el tobillo del reptil. Este descendía ahora lentamente hacia su nido, en el que el pequeño grupo de diablillos rugía y siseaba con anticipada alegría. Tarzán estaba a punto de caer en el nido, cuando, de pronto, descargó un terrible golpe con su cuchillo, clavándolo en pleno pecho del thipdar.

Era un golpe al azar, del que, como un hilo sutil, dependía la vida de Tarzán de los Monos. El monstruo lanzó un agudo chillido, se estiró en el aire, y abrió sus garras soltando su presa en medio de sus hambrientas crías.

Afortunadamente para Tarzán el monstruo sólo tenía tres retoños, y eran demasiado pequeños, aunque sus agudos dientes y sus garras llegaron a herir a Tarzán levemente. No obstante, éste, repartiendo tajos y mandobles a diestro y siniestro, pudo librarse de sus pequeños enemigos con facilidad.

Luego, acercándose al borde del pico, miró el cuerpo de su muerto enemigo, y acabó empujándole al precipicio, observando como caía hasta el fondo desde más de trescientos pies de altura. Enseguida se puso a examinar el pico, aunque sin demasiadas esperanzas, ya que, cuando el thipdar descendía con él desde las alturas, se había dado cuenta de que no existía manera de bajar de allí.

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