Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
El corazón de Laia galopaba. El otro prosiguió:
—Voy a ser muy claro. El caso es que si dispongo tu matrimonio, tú tendrías un esposo y yo un yerno que me proporcionará pingües beneficios. En todo caso, y que quede entre los dos, ésta es la única obligación que tiene un hombre que ha forzado a una muchacha. Según la ley, debe desposarla, a lo que te negaste; o proporcionarle un marido, y eso es lo que he hecho.
Laia no daba crédito a lo que estaba escuchando. Luego reaccionó, sospechando que tras ello se ocultaba una aviesa intención.
—No comprendo adónde queréis ir a parar, pero debo recordaros que me hicisteis renunciar a él. Mi vida ya no tiene sentido y nada vale si no es para entrar en religión. Ni Martí ni hombre cabal alguno admitiría por esposa una mujer deshonrada.
—A lo primero te diré que un trato anula otro trato, y a lo segundo, que una mujer deshonrada hará de un advenedizo, como es Martí Barbany, ciudadano de Barcelona, además de que aportarás una jugosa dote, y eso es algo muy a tener en cuenta.
—Martí no es de esos hombres que compráis y vendéis a vuestro antojo.
—Déjame hacer a mí: todo hombre tiene un precio, y si no lo tiene es que nada vale; lo procedente es dar con él.
—¿Y cuál habrá de ser el pago de esta nueva felonía? Ya que engañar a un hombre bueno tiene tal nombre.
—No habrá engaño: Martí te aceptará en tus circunstancias y no hará preguntas. Ya sabe que la persona que cometió el desafuero ocupa un lugar tan elevado en la corte que no podrás decirle jamás quién fue, ya que su venganza caería sobre todos. Cuéntale que sufriste un aborto, lo cual, en cierta forma, es verdad. Como podrás ver, en nada habrá engaño.
Un cúmulo de pensamientos se agolpaba en la mente de Laia. No podía creer que semejante propuesta partiera de aquel hombre. ¿Qué retorcida intención perseguía?
—¿Qué otra cosa deberé hacer o no hacer? ¿Cuáles son las condiciones de esta componenda?
—Me debes algo. Por tu culpa, pues lo sucedido tiene su origen en la forma de recibirme en tu lecho, he perdido a un heredero, del que era padre y abuelo a la vez. Cuando, en el banco del alfarero, se coloca buena arcilla y éste no se esfuerza en trabajarla con mimo, no es de extrañar que el ánfora salga con defectos. Por lo tanto te hago responsable de haber destrozado nuestra relación: has acuchillado mis afectos, mi pasión por ti ha terminado. Además, ¿a qué hombre apetecería una mujer con tu aspecto? ¿Te has mirado en algún espejo? Máxime cuando el recuerdo que tengo de ti es nefasto, fue como yacer con una estatua de mármol: no pusiste nada de tu parte, pese a que conocías los sentimientos que albergaba en mi corazón. Pensar que llegué hasta proponerte matrimonio me causa escalofríos.
El cinismo de aquel hombre le provocaba el vómito pero se contuvo y nada dijo. La voz de su padrastro resonó de nuevo.
—Como comprenderás, la garantía de nuestro pacto será la maldita esclava. La tengo a buen recaudo en otra de mis casas. Sabrás de ella, pero si me causas el menor desasosiego, ya puedes suponer qué le ocurrirá. Por cierto, que si no haces por reponerte y persistes en esta especie de ayuno, tu amiga correrá la misma suerte. Debes estar hermosa para el enlace: si llevo al mercado a una yegua mal alimentada nadie la comprará.
Laia hizo caso omiso del insulto y algo en su interior le dijo que tras todo aquello estaba la infinita avaricia de aquel hombre.
—¿Cómo sabré que Aixa está viva?
—Tienes mi palabra.
—No me basta, quiero verla.
Montcusí pareció meditar.
—Bien, dentro de unas semanas, y cuando estés mejor, te haré trasladar a una hermosa masía cerca de Terrassa, generoso regalo con el que premiaron mis desvelos y fidelidad el conde Ramón Berenguer y la condesa Almodis, donde la he hecho recluir. Podrás verla sin que se te ocurra decir que has parido un hijo, y si dentro del tiempo requerido abandonas este aspecto de bruja, ganas peso y estás presentable, te haré conducir a Barcelona, donde estará todo preparado para tu enlace.
A la ofuscada mente de la muchacha le costaba digerir todo aquello. Su único consuelo era que su querida Aixa vivía, aunque estuviera encerrada en las mazmorras de Terrassa. La única ventaja de su situación era que su padrastro la dejaría definitivamente en paz. En cuanto a Martí, a pesar de que el fuego de su amor permanecía intacto, pensaba, al considerarse indigna de él, hablarle con la suficiente claridad para que entendiera que su vida en común era imposible: en aquellos momentos se sentía totalmente incapacitada para pensar ni siquiera en la posibilidad de que alguien rozara su cuerpo.
Transcurrió un mes de la entrevista con su padrastro. Una noche, antes de acostarse, Edelmunda le comunicó que al amanecer del siguiente lunes partirían para Terrassa.
De nuevo en camino. Una escolta compuesta, esta vez, por un capitán y seis soldados precedían las dos carretas: en la primera, en esta ocasión y frente a ella iba la dueña, y en el pescante junto al auriga un arquero vigilante; dos damas de compañía venidas de Barcelona para suplir a Edelmunda y turnarse en la vigilancia iban en la segunda, cerrando el grupo dos hombres de la escolta. Tras hacer noche en la mansión de uno de los deudos de Montcusí situada a la mitad del camino, llegaron por la mañana a la masía fortificada cerca de Terrassa. Le asignaron los aposentos situados en una torre que hasta el momento habían ocupado el castellano don Fabià de Claramunt y su familia, por lo que éstos debieron trasladarse a otras dependencias. La verdad fue que se sintió más libre que en su anterior prisión aunque por el momento le impidieron visitar a Aixa. Su tormento llegaba al anochecer. Entonces su mente ida comenzaba a desvariar y visitaba parajes aterradores en los que se veía de nuevo asaltada por la lujuria de aquel sátiro y pariendo seres monstruosos con aspecto de sapos que salían de su vientre. Si quería evadirse de sus demonios particulares, debía saltar del lecho al instante y recorrer las almenas de la torre al igual que lo hiciera en Sallent.
Cada día, a las horas de comer y de cenar, Edelmunda le recordaba que la vida de Aixa dependía de lo que ella hiciera. Finalmente sacó fuerzas de flaqueza y, cuando le pusieron en la mesa los manjares que el físico le había prescrito, espetó a la dueña:
—No creo que Aixa esté todavía con vida; de no poder verla mañana mismo me negaré a probar bocado.
Ignoraba si su envite iba a tener consecuencias pero ya casi nada le importaba. Cuando pensaba en Martí su pensamiento se tornaba en algo inconcreto y casi metafísico. A veces le costaba un esfuerzo infinito recordar su rostro. Periódicamente su mente deliraba e iba desde vacíos insondables a cosas concretas.
Al atardecer, Fabià de Claramunt, administrador de la casa fuerte, compareció en la torre. Tras un saludo frío y protocolario comenzó su discurso.
—Me comunican que de no comprobar el estado de la prisionera os negáis a comer, lo cual empeoraría las cosas según las órdenes que he recibido.
El tono del hombre era especial, ya que si bien estaba dispuesto, aun contra su voluntad, a obedecer las disposiciones que le habían sido transmitidas, algo en su interior le avisaba que aquella muchacha de ojos grises y mirada extraviada no era una huésped común.
—Efectivamente, para que mi actitud varíe, he de comprobar personalmente que Aixa continúa con vida.
—Creo que podré complaceros. Sin embargo, debo controlar que nada comprometa mi responsabilidad. Si tenéis la amabilidad de seguirme.
Laia se puso en pie ilusionada ante la posibilidad de ver a su amiga. La dueña hizo lo propio.
—Doña Edelmunda —ordenó Fabià—, os relevo de vuestra obligación. Me hago responsable de la situación desde este mismo instante hasta que vuestra pupila regrese a sus habitaciones.
La dueña nada tuvo que objetar y más bien le alivió la decisión del administrador.
Fabià de Claramunt condujo a Laia hasta la planta baja de la vivienda y una vez en ella se dirigió a un pequeño reducto habilitado junto al puesto donde la guardia descansaba tras hacer los relevos. A Laia le extrañó el itinerario, ya que imaginaba que, como siempre, las mazmorras estarían en el sótano. Don Fabià habló con el capitán al mando de la pequeña facción y éste al punto le entregó un manojo de llaves.
El administrador tomó del aro una no especialmente grande y abriendo una portezuela remachada con refuerzos de hierro, invitó a la muchacha a pasar.
La pequeña estancia nada tenía en su interior aparte de un banco de madera enfrentado a la pared del fondo. Ante la indicación del alcaide, Laia se sentó.
La voz del hombre resonó neutra.
—Señora, yo nada tengo que ver en esto. Mis órdenes son poner los medios oportunos para que podáis comprobar lo que parece dudáis, sin que ello quiera decir que os tengo que permitir hablar con la prisionera. Tengo esposa e hijos y mal quisiera meterme en complicaciones. Os ruego por tanto que no me busquéis problemas. Si así lo hacéis, seremos amigos y trataré de haceros más llevadera la estancia entre nosotros; en caso contrario me obligaréis a cumplir con mi obligación de otra manera.
Al principio Laia no comprendió lo que el hombre quería decir, mas luego, al ver la maniobra, entendió y pensó que mejor era hacerse un aliado.
Fabià de Claramunt se agachó ante ella y retiró de la pared una pieza de hierro. Luego, tras observar a través del agujero que se abría en el ángulo superior del techo de la celda situada en el sótano, la invitó a que le imitara.
Recostada en un banco de piedra, cubierta con una manta, yacía una mujer; le costaba reconocer a Aixa en ese rostro, con la mirada perdida, inmóvil. A su lado había una bandeja con un plato de gachas cocidas, una zanahoria, queso de oveja y un jarrillo de agua.
La voz del hombre sonó de nuevo.
—Comerá, si vos lo hacéis, el mismo rancho que la tropa. Mis órdenes son que podáis comprobar cada día que sigue bien y con vida. Pero no podréis dirigirle la palabra.
A su regreso, Martí pudo observar el cúmulo de cambios que había sufrido Barcelona. Extramuros habían surgido las
vilanoves
de Santa Maria de les Arenes, Sant Cugat del Rec y Sant Pere. Se habían ampliado algunas iglesias y en las calles y mercados se oía hablar a gentes con diferentes acentos y en diversos idiomas. Omar, Naima, su hijo Mohamed, la pequeña Amina, doña Caterina, Andreu Codina y Mariona, la dueña de los calderos, le recibieron en su casa con un jolgorio infinito. Habían transcurrido dos largos años desde su partida. En tanto se ponía al día de todos sus negocios, planificaba nuevas inversiones, compraba dos barcos y visitaba a quien correspondía, su mente estaba perennemente ocupada por una única idea que le atormentaba. La historia de lo que le había ocurrido a Laia presentaba grandes lagunas que no resolvería hasta que pudiera hablar con ella. De cualquier manera, su decisión estaba tomada: en cuanto fuera posible desposaría a la muchacha, que al parecer se estaba reponiendo de unas fiebres tercianas y malignas a las afueras de la ciudad y los físicos habían prohibido toda visita hasta que hubiera transcurrido el protocolario tiempo. Esto fue lo que le comunicó Eudald de parte de Montcusí, que por lo visto seguía de viaje en comisiones que el conde le había confiado y no se esperaba su regreso hasta comienzos del nuevo año.
Una noticia luctuosa entristeció su llegada, una carta de su casa fechada tres meses antes le comunicaba que su primer maestro, don Sever, el párroco de Vilabertrán, había fallecido y como de cualquier manera había decidido visitar a su madre, pensaba acercarse al cementerio del pueblo a rezar una última oración por el descanso eterno de su alma.
Al filo del final de la semana se halló llamando a la puerta de Baruj, al que ya había enviado recado de su llegada y que le aguardaba la tarde del
sabbat
en su casa. Las circunstancias habían jugado con su memoria y ya fuera por el tiempo transcurrido, ya porque su vista estuviera acostumbrada a grandes espacios el caso fue que la puerta de la casa del judío le pareció mucho más reducida.
Tras la consabida llamada escuchó unos precipitados pasos que se aproximaban como si alguien hubiera estado aguardando que sonara la campanilla. Sin escuchar voz alguna, ni ver que nadie intentara observarle a través de la mirilla, la puerta se abrió y le sorprendió la mirada brillante y sonriente de una muchachita a quien al principio no reconoció. Un momento después entendió que se trataba de la pequeña Ruth, que le observaba a través de las largas pestañas que embellecían sus negros y risueños ojos.
—Yahvé ha guardado vuestros pasos por los procelosos caminos del mundo, que su nombre sea alabado.
—Que Él te... os guarde, Ruth. Habéis crecido tanto que casi os confundo con una de vuestras hermanas.
—Han pasado más de dos años, Martí. También para vos.
—Pero yo ya me fui mayor y he regresado igual, vos erais una niña y os habéis transformado en una mujer.
—Cuando partisteis ya lo era. Pero pasad, mi padre volverá enseguida y me ha encomendado que os atienda. Por eso os estaba aguardando junto a la puerta.
Una voz sonó en lo alto de la escalera.
—Ruth, ¿quién ha llegado?
—Ya estoy yo, madre, es el señor Barbany y padre me ha encomendado que lo atienda mientras regresa.
Y, con un guiño cómplice, añadió:
—Pero pasad, pensaréis que soy una mala anfitriona.
—No he olvidado vuestra limonada. A lo largo y ancho del mundo no he probado cosa igual, ¿cómo pensáis que os puedo considerar una mala anfitriona?
—Me complace que os acordéis de mí, aunque sea por algo tan banal como una limonada.
Precedido por la muchacha llegó al jardín. Allí se había detenido el tiempo: todo seguía igual como lo recordaba, aunque el invierno había secado las flores. El inmenso castaño, el brocal del levantado pozo, el banco y las rústicas sillas, la mesa de pino. Lo único que echó en falta fue el columpio que pendía antaño de una de las ramas del frondoso árbol.
Se sentaron disfrutando de los tenues rayos del sol invernal, y Martí, por romper el hielo, preguntó:
—¿Se os ha roto el columpio?
—Lo retiré hace ya tiempo. En esta casa ya no hay niños pequeños, nadie se columpiaba. Pero, decidme, ¿cómo es el mundo?
—¡Qué pregunta, Dios mío! —replicó Martí con una franca sonrisa—. Grande, muy grande, y lleno de gentes diversas.