Las calles ya no eran más que estrechos caminillos que serpenteaban entre enormes montículos de vigas y ladrillos o pasaban por encima de ellos. En los huertos, cuya tierra estaba completamente removida, se pudrían las legumbres y las frutas.
Después del almuerzo, que nos preparamos en la cocina con raciones de reserva, las denominadas «raciones de hierro», aún muy abundantes, y a las que puso punto final, como es obvio, un café muy cargado, me eché en una tumbona para descansar un rato. Por las cartas que estaban esparcidas por todos los lados pude enterarme de que aquella casa pertenecía al dueño de una fábrica de cervezas apellidado Lesage. En aquella habitación había armarios y cómodas despanzurrados, un tocador volcado, una máquina de coser y un cochecito de niño. En las paredes colgaban cuadros y espejos rotos. En el suelo había, en un desordenado montón de un metro de altura, cajones sacados de sus sitios, ropa interior, sujetadores, libros, periódicos, mesillas de noche, trozos de vajilla, botellas, cuadernos de música, patas de silla, chaquetas, abrigos, lámparas, visillos, contraventanas, puertas arrancadas de sus goznes, lencería, fotografías, pinturas al óleo, álbumes, cajas aplastadas, sombreros de señora, macetas y alfombras. Todo ello formaba un revoltijo inextricable.
A través de los astillados postigos de las ventanas se veía el cuadrilátero, arado y removido por las granadas, de una plaza devastada; estaba cubierta por las ramas desgajadas de unos tilos. El incesante fuego de la artillería, que como un mar agitado bramaba alrededor de aquel lugar, ensombrecía aún más aquella mezcolanza de impresiones. De vez en cuando la explosión gigantesca de una granada del calibre 380 tapaba con sus rugidos todos los demás ruidos. Nubes de cascos de metralla atravesaban Combles barriéndolo, chocaban contra las ramas de los árboles o iban a caer en los tejados que aún resistían; entonces rodaban con estrépito sus lajas de pizarra.
Durante la tarde el fuego adquirió tal intensidad que la única sensación que se tenía era la de un solo estruendo monstruoso en el que quedaba engullido el resto de los ruidos aislados. A partir de las siete la plaza y los edificios que la rodeaban fueron bombardeados, a intervalos de medio minuto, con granadas del calibre 150. Muchas de éstas no estallaban, pero sus golpes secos, molestos, sacudían hasta sus cimientos la casa en que nos encontrábamos. Durante todo aquel tiempo permanecimos dentro del sótano, sentados alrededor de una mesa en sillones tapizados de seda; apoyábamos la cabeza en las manos y contábamos el tiempo que separaba una explosión de otra. Las bromas se fueron haciendo cada vez más raras y al final incluso el más osado enmudeció. A las ocho, tras ser alcanzada de lleno por dos proyectiles, se derrumbó la casa de al lado; su caída levantó una enorme nube de polvo.
Entre las nueve y las diez de la noche el fuego alcanzó una virulencia demencial. La tierra temblaba, el cielo parecía una inmensa caldera en ebullición. Alrededor de Combles, y dentro de Combles mismo, tronaban centenares de baterías de grueso calibre; por encima de nosotros se cruzaban, aullando y bufando, innumerables granadas. Todo estaba envuelto en un humo espeso, que las bengalas de colores iluminaban con un resplandor siniestro. Sentíamos en los oídos y en la cabeza violentos dolores; por ello, la única forma de entendernos consistía en aullar palabras, que se quedaban cortadas. La capacidad de pensar lógicamente y el sentimiento de la gravedad parecían anulados. Se tenía la sensación de algo ineluctable, de algo incondicionalmente necesario, como si nos enfrentásemos a una erupción de las fuerzas elementales. Un suboficial de la tercera sección sufrió un ataque de locura.
Sobre las diez comenzó poco a poco a hacerse la calma en aquel infernal aquelarre; lo único que permaneció fue un fuego de tambor, en el que, de todos modos, tampoco era posible distinguir por separado cada uno de los disparos.
A las once llegó un enlace; traía orden de conducir nuestros pelotones a la plaza de la iglesia. A continuación nos reunimos con las otras dos secciones y partimos hacia la posición. Para llevar el rancho a la primera línea se había constituido aparte una cuarta sección al mando del alférez Sievers. Mientras se oían llamadas urgentes y nos concentrábamos en aquel peligroso lugar, los hombres de esta cuarta sección nos rodearon y nos cargaron de pan, tabaco y carne en latas. Sievers me obligó a coger una cazuela llena de mantequilla, me despidió con un apretón de manos y nos deseó mucha suerte.
Luego nos pusimos en marcha en columna de a uno. A todos los soldados se les había ordenado que, pasara lo que pasase, siguiesen al hombre que los precedía. Ya en la salida misma del pueblo se dio cuenta nuestro guía de que se había extraviado. En medio de un intenso fuego de
shrapnels
nos vimos obligados a dar media vuelta. Luego fuimos caminando a campo traviesa, casi a la carrera; nos guiábamos por una cinta blanca que habían colocado en el suelo como hilo conductor y que los proyectiles habían partido en pedazos minúsculos. A menudo, cuando el guía se desorientaba, teníamos que detenernos en los sitios peores. Además, con el fin de mantener el contacto, estaba prohibido tirarse al suelo.
Pese a ello, la primera y la segunda sección desaparecieron de repente.
—¡Adelante!
Los pelotones quedaron retenidos en un camino en hondonada sobre el cual caía un violento bombardeo.
—¡Cuerpo a tierra!
Un penetrante olor nauseabundo nos enseñó que aquel lugar de paso había exigido ya muchas víctimas. Tras una carrera en la que estuvo expuesta a numerosos peligros nuestra vida, llegamos a un segundo camino en hondonada; en él se hallaba el abrigo en el que estaba instalado el puesto de mando de las tropas combatientes. Nos metimos en un camino sin salida y dimos media vuelta, en medio de un penoso apretujamiento de hombres nerviosos. A no más de cinco metros de donde estábamos Vogel y yo explotó con un estampido sordo, en el talud posterior del camino, una granada de mediano calibre; sobre nosotros cayeron terrones de tierra de un tamaño enorme, mientras un escalofrío de muerte nos recorría la espalda. Por fin nuestro guía volvió a encontrar el camino gracias a un llamativo grupo de cadáveres que le sirvió de punto de referencia. Uno de los caídos yacía con los brazos en cruz sobre la gredosa pendiente del talud —¿qué fantasía habría podido encontrar un indicador más adecuado al paisaje en que nos encontrábamos?
—¡Adelante, adelante!
Algunos hombres se desplomaban mientras iban corriendo; los amenazábamos con dureza para que sacasen de sus extenuados cuerpos las últimas energías. Los heridos se caían, a derecha e izquierda, en los agujeros abiertos por las granadas; lanzaban un grito de socorro al que nadie hacía caso. Con los ojos fijos en el hombre que iba delante de nosotros seguimos caminando por una zanja que estaba formada por un cordón de embudos gigantescos. La hondura de aquella zanja no superaba nuestras rodillas; su suelo estaba cubierto de muertos tendidos uno al lado de otro. Con repugnancia pisaba el pie aquellos cuerpos blandos, que cedían; la oscuridad nos impedía ver su forma. También el herido que se derrumbaba dentro del camino sucumbía al destino de ser pisoteado por las botas de quienes apresuradamente seguían avanzando.
¡Y siempre, siempre, aquel olor dulzón! También empezó a tambalearse el pequeño Schmidt, mi enlace de campaña, que en tantas patrullas peligrosas me había hecho compañía. Le arranqué de las manos el fusil; incluso en aquel instante intentó resistirse aquel buen muchacho a ello.
Por fin llegamos a la primera línea; la guarnecían hombres que se hallaban encogidos en agujeros cavados en la tierra. Sus voces apagadas temblaron de alegría al enterarse de que había llegado el relevo. Con pocas palabras me hizo entrega del sector y de la pistola de señales un sargento bávaro.
El tramo del frente confiado a nuestra sección formaba el ala derecha de la posición defendida por nuestro regimiento; consistía en un camino en hondonada poco profundo que el fuego de tambor había aplanado, reduciéndolo a una somera depresión. Distaba unos dos centenares de metros de la parte izquierda de Guillemont y quedaba a una distancia un poco menor de la derecha del bosque de Trônes; era un camino abierto en terreno despejado. De la unidad que quedaba a nuestra derecha, el 76.º Regimiento de Infantería, nos separaba un espacio de unos quinientos metros; no estaba defendido, pues el fuego era tan violento en aquel punto que nadie podía permanecer allí.
El sargento bávaro había desaparecido de repente y yo me encontré enteramente solo, en medio de una siniestra zona de embudos; en la mano tenía mi pistola de señales. Bancos de niebla que permanecían a ras del suelo ocultaban de una manera enigmática y amenazadora aquella zona. A mis espaldas se oyó un ruido amortiguado, desagradable; con una objetividad extraña comprobé que provenía de un cadáver gigantesco que empezaba a descomponerse.
Como ni siquiera tenía claro por dónde podría quedar aproximadamente el enemigo, me dirigí hacia donde se hallaban mis hombres y les aconsejé que estuvieran preparados para cualquier eventualidad. Todos permanecimos aquella noche en vela; yo la pasé, junto con Paulicke y mis dos enlaces de campaña, en una madriguera cuya capacidad sería aproximadamente de un metro cúbico.
Cuando empezó a amanecer fueron poco a poco quedando al descubierto ante nuestros asombrados ojos aquellos alrededores extraños.
Entonces vimos que el camino en hondonada no era más que una serie de embudos gigantescos que se hallaban llenos de muertos, armas y jirones de uniformes. Granadas de grueso calibre habían removido completamente, hasta donde alcanzaba la vista, el terreno circundante. Los ojos, aunque buscasen, no podían ver ni una mísera brizna de hierba. El arañado campo de lucha era espantoso. Los defensores muertos estaban tendidos entre los defensores vivos. Al cavar agujeros para protegernos observamos que los muertos yacían unos encima de otros, en capas superpuestas. Una compañía tras otra había perseverado hasta el fin, apretujada, bajo el fuego de tambor; éste la había segado y después las masas de tierra lanzadas a lo alto por los proyectiles habían sepultado los cadáveres. Los hombres del relevo habían venido a ocupar el puesto de los caídos. Ahora nos llegaba el turno a nosotros.
El camino en hondonada y el terreno de detrás estaban sembrados de alemanes; el terreno de delante, de ingleses. De los taludes salían, rígidos, brazos, piernas y cabezas; delante de nuestros agujeros había miembros sueltos arrancados, así como cadáveres enteros. Sobre una parte de ellos habían sido arrojados capotes y lonas de tienda de campaña, con el fin de escapar así a la visión permanente de aquellos rostros desfigurados. A pesar de las altas temperaturas nadie pensaba en cubrir de tierra a los muertos.
La aldea de Guillemont parecía haber desaparecido sin dejar rastro; sólo una mancha blancuzca en el campo de embudos señalaba el lugar en que habían quedado reducidas a polvo las piedras gredosas con que estaban construidos los edificios. Delante de nosotros quedaba la estación, aplastada como un juguete; y más allá, el bosque de Delville, reducido a astillas.
Tan pronto como amaneció, un avión inglés que volaba a baja altura vino hacia nosotros y, cual un ave carroñera, empezó a describir círculos por encima de nuestras cabezas, mientras huíamos a escondernos en los agujeros y nos acurrucábamos dentro de ellos. A pesar de esto, la aguda mirada del observador nos descubrió sin duda, pues poco después sonaron arriba, separados por intervalos breves, los toques largos, sordos, de una sirena. Se parecían a las llamadas de un ser de fábula que flotase despiadado sobre un desierto.
Al poco tiempo una batería pareció haber captado las señales. Proyectiles de grueso calibre y de tiro rasante fueron acercándose uno tras otro con un zumbido; su violencia era increíble. Nosotros estábamos encogidos en nuestros refugios sin hacer nada; de vez en cuando encendíamos un cigarrillo y enseguida lo tirábamos, mientras esperábamos quedar sepultados en cualquier instante. Un gran casco de metralla le desgarró a Schmidt la manga de su guerrera.
Al tercer disparo, un proyectil monstruoso que explotó en el agujero vecino al nuestro sepultó a su morador. Lo desenterramos enseguida, pero la presión de las masas de tierra lo había extenuado hasta la muerte; tenía demacrado el rostro, que parecía una calavera. Era el cabo Simon. Un hombre escarmentado, pues durante aquel día, si alguien se movía a descubierto mientras los aviones nos espiaban, sentíamos su voz conminadora y veíamos su puño, que salía amenazante por un orificio de la lona de tienda de campaña que tapaba su madriguera.
A las tres de la tarde llegaron mis centinelas apostados en el ala izquierda y me dijeron que les resultaba imposible continuar allí; los proyectiles habían arrasado sus pozos. Me fue preciso recurrir a toda la fuerza de mi autoridad para enviarlos otra vez a su sitio. Claro que yo me encontraba en el lugar más peligroso de todos y allí es donde se goza de máxima autoridad.
Poco antes de las diez de la noche cayó sobre el ala izquierda de nuestro regimiento una tromba de fuego; veinte minutos después se desplazó hacia donde estábamos nosotros. Pronto estuvimos completamente envueltos en humo y polvo, pero los más de los proyectiles caían o bien delante o bien detrás de la trinchera, por dar tal nombre a la depresión del terreno en que nos encontrábamos, sobre la cual parecía haber pasado una apisonadora. Mientras rugía a nuestro alrededor aquel huracán, recorrí la zona defendida por mi sección. Los hombres habían calado las bayonetas; inmóviles como piedras, el fusil en la mano, estaban de pie junto a la pendiente delantera del camino en hondonada y miraban fijamente el terreno que tenían delante. De vez en cuando, si brillaba una bengala de iluminación, veía yo un casco de acero al lado de otro casco de acero, un machete al lado de otro machete. Aquello me infundió un sentimiento de invulnerabilidad. Podíamos ser aplastados, pero no vencidos.
En la sección que quedaba a nuestra izquierda el sargento Hock, el infeliz cazador de ratas de Monchy, quiso disparar una bengala blanca, pero se equivocó, y al cielo ascendió, siseando, una señal roja, una señal de tiro de barrera, que fue repetida a continuación desde todos los lados. En un santiamén entró en acción nuestra artillería con tal violencia que daba gusto. Aullando bajaban de los aires, muy juntas, granadas de mortero; reventaban en el terreno que quedaba delante de nosotros y despedían cascos de metralla y chispas. Una mezcla de polvo, gases sofocantes y vahos de los cadáveres lanzados al aire salía hirviendo de los embudos.