Tempestades de acero (18 page)

Read Tempestades de acero Online

Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
6.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Por favor, llévenme enseguida al médico, estoy muy enfermo, tengo un flemón de gas.

Con esta expresión se designa una terrible forma de gangrena que a veces, si va unida con otras heridas, destruye la vida.

A mí me condujeron a una habitación en que había, una al lado de la otra, doce camas; tan pegadas estaban que se tenía la impresión de una habitación llena por completo de almohadas blancas como la nieve. Las heridas de los hombres que allí estaban eran casi todas graves; reinaba en aquel lugar un ajetreo en el que yo participaba como en sueños, febril como me encontraba. Así, a poco de mi llegada, un hombre joven se puso de pie de un salto en su cama y pronunció una arenga. Yo creía que se trataba de una broma especial suya, pero lo vimos desplomarse con la misma celeridad con que se había alzado. En medio de un silencio embarazoso sacaron su cama, empujándola sobre sus ruedas, por una pequeña puerta.

Junto a mí se encontraba un oficial de zapadores. Había pisado en la trinchera un cuerpo explosivo que, al ser tocado, escupió una llama larga como la de un soplete. Encima del pie de aquel hombre, que la llama había mutilado, habían colocado una campana de gasa transparente. Por lo demás, se hallaba de buen humor y estaba contento de haber encontrado en mí a alguien que le escuchase. A mi izquierda se hallaba un jovencísimo sargento aspirante a oficial al que atiborraban con grandes cantidades de vino tinto y yemas de huevo; había alcanzado el más extremo grado de enflaquecimiento que cabe imaginar. Cuando la enfermera quería hacerle la cama lo levantaba en alto como si fuese una pluma; bajo su piel eran visibles todos los huesos que el hombre lleva en su cuerpo. Cuando, al atardecer de aquel mismo día, la enfermera le preguntó si no quería escribir una cartita a sus padres, presentí lo que aquellas palabras significaban. Y, efectivamente, aquella misma noche sacaron también su cama, rodando, por la oscura puerta y la llevaron a la sala destinada a los moribundos, el llamado «moridero».

A las doce del día siguiente me encontraba ya en un tren hospital; me trasladó a Gera, donde me atendieron excelentemente en el hospital militar. Al cabo de una semana salía ya por las noches a dar una vuelta por los alrededores. Aunque había de tener cuidado de no toparme con el médico jefe.

Allí entregué también, como empréstito de guerra, los tres mil marcos que entonces poseía; nunca más volví a verlos. Cuando tuve en mi mano los recibos, me acordé de aquellos bonitos fuegos artificiales que una bengala disparada por error había provocado —un espectáculo que sin duda costó no menos de un millón de marcos.

Volvamos una vez más a aquel terrible camino en hondonada, para asistir al último acto que pone fin a aquel drama. Nos atendremos aquí a los informes proporcionados por los pocos heridos que sobrevivieron y sobre todo a los de Otto Schmidt, mi enlace de campaña.

Tras ser yo herido tomó el mando de la sección el segundo jefe, el sargento Heistermann, quien pocos minutos después condujo la sección al campo de embudos cercano a Guillemont. Excepto algunos pocos hombres que fueron heridos ya durante la marcha y que, en la medida en que podían caminar, volvieron a Combles, la unidad desapareció sin dejar rastro en los laberintos de fuego de aquella batalla.

Una vez realizado el relevo, la sección volvió a instalarse en las madrigueras que tan bien conocía. El continuo fuego de exterminio había ampliado entretanto hasta tal punto la brecha del flanco derecho que resultaba inabarcable con la vista. También se habían producido brechas en el flanco izquierdo, de modo que la posición se asemejaba a una isla rodeada de poderosos ríos de fuego. De islas semejantes a aquélla, mayores o menores, pero que cada vez se hacían más pequeñas, constaba el sector, en el sentido amplio de la palabra. El ataque inglés encontró una red cuyas mallas se habían agrandado tanto que era ya incapaz de retenerlo.

Así transcurrió la noche, en una agitación creciente. Cerca del amanecer apareció una patrulla del 76.º Regimiento; la componían dos hombres y había conseguido llegar hasta allí a tientas, después de pasar infinitas fatigas. Volvió a desaparecer enseguida dentro de aquel mar de fuego; con ella desapareció el último contacto con el mundo exterior. El fuego, cada vez más violento, se fue corriendo hacia el ala derecha y agrandó poco a poco la brecha a medida que iba destruyendo, uno tras otro, los nidos de resistencia.

Hacia las seis de la mañana Schmidt quiso desayunar. Alargó la mano hacia su plato, que había dejado delante de nuestra antigua madriguera; lo único que encontró fue un retorcido y agujereado pedazo de aluminio. El bombardeo se reanudó pronto y fue adquiriendo aquel grado de virulencia que sin duda era preciso considerar como indicio infalible de un ataque inminente. Aparecieron unos aviones enemigos y comenzaron a trazar círculos a baja altura sobre el suelo, como buitres que se lanzan sobre la carroña.

Heistermann y Schmidt, los dos únicos moradores de aquella diminuta cavidad que, como de milagro, había aguantado hasta entonces, supieron que había llegado el momento de largarse de allí. Cuando salieron al camino en hondonada, que estaba lleno de humo y de polvo, se encontraron completamente a solas. Durante la noche el fuego había arrasado los últimos y escasos refugios situados entre ellos y el ala derecha y sepultado a sus ocupantes bajo las masas de tierra que se desplomaban. Pero también a su izquierda apareció desnudo de defensores el borde del camino en hondonada. Los restos de la guarnición, entre ellos los sirvientes de una ametralladora, se habían concentrado en un estrecho abrigo que allí había y cuya única cobertura eran unas simples tablas y una delgada capa de tierra. Aquel abrigo tenía dos entradas y había sido excavado en el talud trasero del camino, hacia su parte central. También Heistermann y Schmidt intentaron llegar a este último refugio. Pero mientras se dirigían hacia allí desapareció el sargento, que justo aquel día celebraba su cumpleaños. Se quedó rezagado detrás de un recodo y nunca más fue visto.

El único hombre que todavía apareció, por la derecha, junto al pequeño grupo del abrigo, fue un cabo que llevaba vendada la cara y que de repente se arrancó el vendaje; salpicó con un chorro de sangre a hombres y armas y se tiró al suelo para morir. Durante este tiempo había ido acrecentándose sin cesar la intensidad del fuego; dentro del abarrotado abrigo, en el que, desde hacía mucho rato, nadie pronunciaba ya una sola palabra, se contaba en todo momento con la llegada de un proyectil.

Más a la izquierda algunos hombres de la tercera sección se habían aferrado a sus embudos; la posición de la derecha, a partir de la brecha anterior —brecha que había crecido tanto, desde hacía ya mucho tiempo, que se había convertido en un inacabable dique roto—, quedó aplastada. Aquellos hombres fueron sin duda los primeros en ver a las unidades inglesas de choque que allí irrumpieron tras un último cañoneo de fuego concentrado. En todo caso, la guarnición fue alertada primero por un griterío que resonaba a su izquierda y que anunciaba al enemigo.

Schmidt, que había sido el último en llegar al abrigo y que por ello era el que más cerca de la salida se hallaba, fue el primero en aparecer en el camino en hondonada. De un salto se metió en el cono chisporroteante producido por el estallido de una granada. A través de la nube que se iba disipando divisó entonces también a la derecha, precisamente en el sitio en que quedaba la vieja madriguera que tan fielmente nos había protegido, unas formas humanas agachadas, que iban vestidas con uniformes de color caqui. En ese mismo instante irrumpió el adversario, en grupos compactos, en el lado izquierdo de la posición. Lo que estaba ocurriendo al otro lado del talud delantero era algo que no resultaba visible, a causa de la profundidad del camino.

En esta situación desesperada, los moradores del abrigo que estaban más cerca de su entrada se lanzaron fuera, sobre todo el sargento Sievers, con una ametralladora aún intacta y sus sirvientes. En unos segundos quedó emplazada el arma en el piso del camino y enfilada hacia el adversario de la derecha. Pero en el momento en que el apuntador tenía ya la mano en el cargador y el dedo en el gatillo, por el talud delantero cayeron rodando varias granadas de mano inglesas. Los dos sirvientes de la ametralladora se desplomaron junto a su arma sin haber logrado que del cañón de ésta saliese una sola bala. Todos los demás hombres que salieron del abrigo fueron recibidos con tiros de fusil, de manera que en pocos instantes hubo alrededor de cada una de las dos entradas una ancha corona de caídos.

También a Schmidt lo derribó al suelo la primera salva de granadas de mano. Un casco de metralla le dio en la cabeza, otros le arrancaron tres dedos. Quedó tendido, con la cabeza apretada contra la tierra, cerca del abrigo; éste siguió atrayendo hacia sí, durante bastante tiempo, un intenso fuego de fusilería y de granadas de mano.

Por fin se hizo el silencio; los ingleses se apoderaron también de esta parte de la posición. Schmidt, tal vez el único hombre vivo que quedaba en el camino en hondonada, oyó pasos anunciadores de que los atacantes se aproximaban. Inmediatamente después resonaron a ras del suelo detonaciones de tiros de fusil y explosiones de cargas de voladura y bombas de gas, con las cuales limpiaban el abrigo. Pese a ello, aún salieron a rastras de allí, hacia el atardecer, algunos supervivientes; se habían ocultado en un rincón protegido. De ellos se compusieron sin duda los pequeños grupos de prisioneros que cayeron en manos de las tropas de asalto inglesas. Camilleros ingleses los recogieron y los llevaron a la retaguardia.

Poco más tarde cayó también Combles, una vez que quedó cerrado el cerco de la Granja de Frémicourt. Sus últimos defensores, que durante el bombardeo se habían refugiado en las catacumbas, fueron abatidos en la lucha por las ruinas de la iglesia.

Luego se hizo el silencio en esta región, hasta que la reconquistamos en la primavera de 1918.

Junto al bosque de Saint-Pierre-Vaast

Estuve catorce días en el hospital y otros tantos de permiso en casa; luego me reincorporé a mi regimiento, que defendía una posición junto a Deuxnouds, muy cerca de la Grande Tranchée, bien conocida por nosotros. Después de mi llegada, el regimiento permaneció allí únicamente dos días; dos días también estuvo en Hattonchâtel, un vetusto villorrio perdido entre montes. Luego partimos una vez más, desde la estación de Mars-la-Tour, en dirección a la zona del Somme.

Nos descargaron de los vagones en Bohain y nos acantonaron en Brancourt. Esta zona, cerca de la cual pasaríamos más tarde con frecuencia, está habitada por labradores, pero en casi todas las casas hay un telar.

Me alojé en el domicilio de un matrimonio que tenía una hija muy guapa. Compartíamos las dos habitaciones de que se componía aquella pequeña casa, de manera que por las noches me veía obligado a atravesar el dormitorio familiar.

Ya el primer día me rogó el marido que le redactase una denuncia dirigida al comandante de la plaza. Según él, un vecino le había agarrado del cuello, golpeado y amenazado de muerte, mientras le gritaba:


Demande pardon!

Una mañana, al ir a salir de mi habitación para dirigirme al servicio, la hija se apoyó contra la puerta, desde la parte de fuera, y no me dejaba abrirla. Pensé que sería una de sus bromas y también yo empujé con fuerza desde mi lado. Bajo la presión ejercida por los dos, la puerta se salió de sus goznes, de modo que, con ella en medio, comenzamos a dar vueltas por la habitación. De pronto cayó al suelo aquel muro de separación y la bella apareció como su madre la echó al mundo, con gran embarazo de nosotros dos y gran diversión de su madre.

Jamás he oído a nadie insultar con la soltura de lengua con que lo hizo esta rosa de Brancourt en una ocasión en que una vecina suya la acusó de haber estado de pupila en cierta calle de San Quintín:


Ah, cette pelure, cette pomme de terre pourrie, jetée sur un fumier, c'est la crême de la crême pourrie
.

Así farfullaba aquella mujer mientras correteaba por la habitación con las manos extendidas como garras, sin poder encontrar ninguna víctima para su furia.

La vida que en aquel villorrio se hacía era propia de lansquenetes. Una noche quise visitar a un camarada que se alojaba en la casa de esa vecina que acabo de mencionar; era una ruda belleza flamenca y se llamaba Madame Louise. Atravesé directamente el jardín y por un ventanuco pude ver a Madame Louise sentada a la mesa; todavía a aquellas horas estaba regalándose con el contenido de una gran cafetera. De repente se abrió la puerta y entró en la habitación el beneficiario de aquel agradable alojamiento; caminaba como un sonámbulo y no llevaba puestas, lo que me dejó asombrado, más ropas que las que suelen éstos llevar. Sin decir palabra agarró la cafetera y vertió en su boca, por el pico, y con buena puntería, un gran trago de café. Hecho lo cual volvió a salir, sin tampoco esta vez pronunciar palabra. Me di cuenta de que lo único que allí podía hacer era perturbar un idilio, de modo que me alejé en silencio.

Reinaba en aquella zona una libertad de costumbres que contrastaba de modo extraño con su carácter campesino. Ello se hallaba relacionado sin duda con la actividad tejedora de sus habitantes, pues en ciudades y paisajes en que impera el huso se encontrará siempre un espíritu completamente distinto que en aquellos en que la gente trabaja, por ejemplo, en fraguas.

Como estábamos repartidos por compañías en diferentes poblaciones, el grupo que por las noches formábamos era pequeño. Los componentes habituales de nuestro grupo eran el alférez Boje, que mandaba la Segunda Compañía, el alférez Heilmann, descomunal guerrero al que una bala había vaciado un ojo, el sargento aspirante a oficial Gornick, que más tarde se incorporó a los aviadores que atacaron París, y yo. Todas las noches cenábamos patatas cocidas y sopa gulasch en conserva; luego aparecían en la mesa las cartas, así como algunas botellas de Polnischer Reiter o Grüne Pomeranzen. Quien allí llevaba la voz cantante era sobre todo Heilmann, uno de esos hombres que no se dejan impresionar por nada. Según aseguraba, el alojamiento en que él vivía era uno de los dos más hermosos que había; su herida, una de las dos más graves; y el entierro en que él había participado, uno de los dos más numerosos. Sólo la Alta Silesia, su patria chica, constituía una excepción, pues poseía la aldea más extensa del mundo, la estación de mercancías más grande del mundo y la mina más honda del mundo.

Other books

Escaping Heartbreak by Regina Bartley, Laura Hampton
Heartstone by C. J. Sansom
Kirkland Revels by Victoria Holt
Master of War by David Gilman
Melting Ms Frost by Black, Kat
What Janie Wants by Rhenna Morgan