Línea principal de resistencia
Hoy me ha llamado la atención un extraño contraste —el que se da entre este paisaje extraordinario en que vivimos y que sin duda nunca volverá y el creciente aburrimiento que de nosotros se apodera. Todos nosotros tuvimos la sensación, cuando estalló la guerra, de que alcanzaríamos a ver con nuestros propios ojos cosas que hasta ese momento sólo habíamos leído en las novelas que describían una futura conflagración mundial. Con enorme expectación aguardábamos los sucesos que vendrían, y antes que quedarnos en casa habríamos preferido rechazar una fortuna. En aquella época casi todos los voluntarios llevaban en su mochila un cuaderno; sólo algunas páginas de él fueron escritas, y más tarde quedó abandonado en cualquier lugar, después de la primera batalla. Con frecuencia he visto cuadernos de ésos; casi siempre, en su primera página estaban escritas, con gruesos caracteres, estas palabras: «Diario de guerra»; luego venían algunas anotaciones garabateadas a toda prisa durante la instrucción impartida por los cabos, así como direcciones, cifras referentes a partidas de cartas y cosas por el estilo. Resulta casi increíble la rapidez con que el ser humano se hastía de estar participando en «acontecimientos de la historia universal».
Es, en verdad, una cosa extraña —pues qué sacrificios no haría uno por ver con sus propios ojos, por ejemplo, la batalla del bosque de Teutoburgo o el asedio de Jerusalén—. Pero, en cambio, apenas nos conmueve la idea de estar asistiendo a un giro de los tiempos del que tal vez se seguirá hablando dentro de mil años. De vez en cuando deberíamos pensar en ello, sin embargo; así nos percataríamos —más allá del dolor, del hastío y del aburrimiento— del núcleo esencial en que consiste nuestra vida. Cuando uno conoce la resistencia que el ser humano opone a las exigencias históricas, parece un prodigio que pueda llegar a haber historia.
Al segundo día de encontrarnos en la línea principal de resistencia hice que me sustituyeran por algunas horas para así poder ir a la aldea de Puisieux. El tiempo era cálido y hermoso. Me llevé únicamente la máscara antigás y el bastón de paseo; el casco de acero lo sustituí por la ligera gorra de campaña. De nuevo me adentré, pero ahora en dirección contraria, por el Camino de Puisieux. Tan pronto como me fue posible lo abandoné; un seto pelado me ofrecía una mediana cobertura, de modo que salí del camino y anduve a campo traviesa; así podía contemplar desde arriba el terreno.
Todo se hallaba en calma; tan sólo dos aviones, rodeados por las nubecillas producidas por los
shrapnels
, estuvieron persiguiéndose mutuamente durante algún tiempo.
Avancé por un sinuoso sendero que atraviesa el campo de embudos que ciñe la aldea. Cuando, después de la gran Batalla del Somme, evacuamos esta región, no quedaba aquí ni la más mísera brizna de hierba; la vasta zona en que se habían desarrollado los combates estaba pelada como un lugar del Sahara. Pero, aunque las innumerables granadas habían quemado y arrancado de cuajo todas las raíces, incluso las más pequeñas, la Vida seguía estando en el suelo, gracias a los millones de semillas, y volvió a prender enseguida en la removida tierra, formando espesas alfombras vegetales. Cuando luego volvió a quedar detenida en este lugar la gran ofensiva de la primavera de 1918, la labor de los proyectiles recomenzó; primero de manera aislada, luego con una densidad cada vez mayor, grabaron sus pardas quemaduras en las alfombras verdes. Precisamente aquí, en esta zona, había quedado detenido al avance; eso se notaba en los numerosos vehículos, destrozados por los disparos, cuyos restos yacían dispersos por todos lados, y también en los cadáveres de los caballos, que ya estaban calcificados y empezaban a reducirse a menudos pedazos. Reemprender la ofensiva en este páramo fue una idea audaz; pues esta zona, en la que no hay caminos y que está llena de trincheras y setos de alambre, proporciona al defensor un bastión poderoso.
Parecido era el aspecto que ofrecía la aldea. Había allí, arrojados al borde del camino, armones de artillería cuyas partes metálicas estaban agujereadas y retorcidas; también había pilas de cajas de munición vacías, cascos perforados, fusiles rotos, mochilas desgarradas. Aquellos eran los restos y escombros de una gran ofensiva que había sido detenida por un puño de hierro, y rivalizaban con las ruinas de los edificios en obstruir las estrechas calles. En medio de tal confusión yacían utensilios pacíficos, absurdamente pacíficos: un arado, una cuchara sopera rota y una talla de madera que representaba a un santo y cuyo dorado había sido desprendido por la lluvia. El rojo pavimento de ladrillo de los caminos había sido levantado y deteriorado por los proyectiles que allí habían hecho explosión; otros proyectiles habían dejado negras y amarillentas señales de llamas en la parte baja de las derruidas paredes.
Encontrarse solo en medio de aquellos montones de escombros era algo que le deprimía a uno. Para llegar hasta los jardines escalé la escombrera de lo que en otro tiempo había sido una casa de labor; penetré allí con cuidado, pues en los jardines hay pozos profundos cuyos brocales han sido derribados y cuyas bocas tapa la vegetación. Más de uno ha sentido en estas aldeas que el suelo se hundía bajo sus pies y ha perecido ahogado o bien se ha roto los huesos al caer y ha sido luego devorado por las ratas, que en estos lugares llevan siempre una vida muy ajetreada.
La soledad de los jardines, que parecían estar encantados y en los cuales hacía un calor bochornoso, ofrecía un aspecto más agradable. Cuando son devastados lugares en que han habitado seres humanos, pronto se instala allí el Espanto; brota de ellos un hálito que parece salir de sepulcros abiertos. Al caminante que pasa junto a ellos lo sobrecoge siempre la sensación de que allí ha quedado aniquilada una felicidad que nunca jamás volverá a florecer.
Pero la Madre Tierra triunfa, con la fuerza de su fecundidad, de todos los empeños humanos. A ella, que dispersa diez mil granos de semilla para que pueda germinar acaso uno solo, ¿qué le importan ni los hombres ni las pequeñas destrucciones que éstos causan? Allí hay un peral; un proyectil ha chocado contra su tronco y lo ha dejado reducido a astillas; pero de su tocón brota ya un haz de renuevos jóvenes. Las enredaderas han trepado por las secas ramas de su copa y las han adornado con cálices blancos. En medio de los bancales de legumbres se abre un embudo profundo; está medio lleno de agua y en ésta ha vuelto la Vida a asentarse otra vez, en forma de una verdosa capa de algas y de numerosas larvas de mosquitos que dan saltos. Y allí donde se ha conservado la tierra sólida del jardín, han irrumpido las plantas silvestres, que libran un encarnizado combate para conquistar el espacio y la luz. Los cardos —cuyas hojas parecen hechas de metal repujado—, los grasos dientes de león, los crisantemos, todos estos vegetales rebosan de energía y han conseguido sofocar ya, con pocas excepciones, a las delicadas plantas de jardín. En algunos lugares se alza todavía una col; ha recobrado su vieja fisonomía y levanta ahora hacia las alturas un retoño enorme. Un rosal lucha por escapar a la maleza que lo rodea, tan alta como un hombre; el esfuerzo que tiene que hacer para desprenderse de esa red opresora es tan grande que consume todas sus energías; las flores que echa son muy escasas y tienen pocos pétalos. También él, que hasta ahora estaba allí en su lugar, bien cuidado y ajeno a toda preocupación, ve de repente amenazada su vida. Felizmente, el arte de dar flores llenas no le ha hecho olvidar su energía primitiva. Muchas veces volverá a producir rosas; pero, si se deja aplastar en estos momentos, habrá sucumbido para siempre.
Por todas partes veía cómo el mundo vegetal se adueñaba del terreno. Las plantas se introducían, colgando, en el interior de los viejos embudos; la manzanilla, la grosella y el alhelí amarillo se habían refugiado en los restos que quedaban de las paredes; las ortigas habían tomado al asalto los montones de escombros; las losas de piedra de los caminos de los jardines habían desaparecido bajo alfombras de musgo de un color pardo dorado. Pensaba para mí que si este ansia de vivir y de crecer pudiera ser percibido por nuestros oídos, su estruendo superaría en mucho los ruidos producidos por la más grande batalla de los seres humanos.
Más tarde me metí por un agujero redondo que una granada había abierto en una pared y me encontré de súbito en un mundo del todo diferente. Era un camposanto y sobre él se había abatido la desolación como un juicio Final.
Las lápidas de las tumbas se hallaban fragmentadas; las cruces de hierro fundido, rotas; las placas de cobre —en las que estaban escritos nombres y frases piadosas—, perforadas y enrolladas como si fueran hojas. La violencia de los proyectiles había arrancado de sus sitios las pesadas losas de piedra arenisca de los panteones familiares, llenas de escudos e inscripciones, y las había partido en dos pedazos; dentro de las fosas que habían estado tapadas por aquellas losas yacían, dispersos, restos de ataúdes metálicos y rotas coronas de negras perlas de vidrio. En el centro se alzaba, junto a un ángel derribado, un oscuro ciprés de forma cónica; extrañamente, se conservaba aún en buen estado. Las hileras de las sepulturas infantiles parecían haber sido escarbadas por las garras de animales de rapiña y los pequeños rótulos de porcelana que habían estado colocados antes en las cabeceras de esas tumbas yacían ahora dispersos por todos lados. Las ratas habían abierto por doquier sus pasadizos y sacado afuera podridos jirones de ropa. En un bloque de granito que se encontraba tirado en medio del camino estaban talladas estas palabras: «
Concession á perpétuité
».
Estuve recorriendo aquel extraño cementerio, que recordaba a una playa a la que el mar hubiera arrojado ataúdes; luego me encaminé hacia la parte más alta de la aldea, pues quería echar un vistazo a la iglesia. Lo único que de ella quedaba eran las puras piedras. Una gruesa columna que yacía medio sepultada bajo aquel montón de ruinas permitía adivinar que aquél había sido un edificio de estilo románico. Las aldeas de esta región son muy antiguas.
Desde el lugar en que me hallaba se divisaba un extenso panorama. Más allá de los blancos cimientos de la aldea, la cual quedaba en el fondo del valle parecida a un poblado desenterrado, veía en la altura de enfrente el campo de embudos, de un color verde grisáceo, por el que había venido. Los ramales de aproximación avanzaban radialmente hacía la ancha malla en que consistía el frente; iluminados por el sol del mediodía, los extremos de esa malla resultaban invisibles. La vista se extendía hasta la retaguardia del frente enemigo, pero los campos, aun los más lejanos que se podían divisar, estaban desiertos. Aisladas nubes de humo que acá y allá se alzaban hacia el cielo; como si una oculta fuerza natural las empujase, reforzaban la sensación de soledad.
De repente ascendieron unos vapores blancos; parecían surgir de un paisaje de cráteres en un astro muerto. Poco después el viento trajo hasta mí un estampido sordo, y sólo más tarde llegaron, en un orden extrañamente invertido, los aullidos de los proyectiles de grueso calibre. Si alguien había estado en los lugares en que cayeron, no le había dado tiempo a ponerse a cubierto; los proyectiles habían volado más rápidos que los ruidos producidos por su disparo. Cuando se disipó el extenso penacho de humo que se había formado, quedó a la vista un grupo de troncos pelados; sólo entonces me di cuenta de que aquello que allí delante estaba siendo bombardeado era el Bosquecillo 125. Sobre las puntas de aquellos palos semejantes a mástiles brillaron también en aquel momento, en rápida sucesión, ráfagas de
shrapnels
; eran llamitas pequeñas, que se sucedían aceleradamente y formaban bolas de vapor blanco. Su sonido llegaba apagado hasta donde me encontraba; parecían las detonaciones de una escopeta infantil.
Perdidos en la vastedad del paisaje, y separados de mí por una gran distancia, los acontecimientos que allá abajo se desarrollaban tenían un aspecto inofensivo y diminuto; me extrañó que aquella arboleda me hubiera impresionado tanto el día anterior. Si existiera un gran ser al que no le costase ningún esfuerzo abarcar de una sola mirada el espacio que desde los Alpes se extiende hasta el mar, vería todo aquel trajín como una graciosa batalla de hormigas, como un suave martilleo en una misma obra. Pero nosotros vemos únicamente una parcela minúscula, y por eso nuestro pequeño Destino nos aplasta y la Muerte se nos aparece con una figura terrible. Tan sólo podemos conjeturar que estas cosas que aquí ocurren forman parte de un gran orden, y que en algún lugar se anudan, para formar un sentido cuya unidad se nos escapa, esos hilos de los cuales pendemos y en cuyo extremo realizamos contorsiones aparentemente absurdas e incoherentes.
Achiet
Hace ya dos días que nos hallamos en período de descanso junto al terraplén del ferrocarril de Achiet. No se trata, en realidad, de un verdadero terraplén, sino de una hendidura profunda abierta en el terreno por la línea férrea. En esta zona pelada, llena de colinas suaves, esa hendidura nos proporciona, en muchos kilómetros a la redonda, el único refugio contra las miradas de los observadores que acechan desde los globos cautivos y contra los proyectiles de los cañones de largo alcance. Matorrales espesos cubren los dos taludes de esta hendidura. En el que da hacia el enemigo se han construido espaciosas galerías subterráneas y delante de las entradas se han instalado al aire libre cenadores de verano; en ellos podemos disfrutar del buen tiempo que hace. Cuando comienzan a caer los proyectiles, nos metemos a toda prisa, con la rapidez de los ratones, en las profundidades de los pasillos de las galerías.
Yo habito un blocao, una pequeña barraca de madera que queda al nivel del suelo, aunque me han advertido que hace pocos días los cascos de metralla de una granada mataron junto a ella a un sargento. Pero tras el período de tiempo que acabo de pasar dentro de los abrigos siento, en primer lugar, necesidad de luz y de aire libre y he corrido muchos riesgos para dar satisfacción a ese deseo; y, en segundo lugar, tengo la superstición de considerar más seguros que otros aquellos lugares en que ya ha ocurrido una desgracia.
Estoy muy contento de mi vivienda; se halla medio oculta en la maleza, es seca, está resguardada de los vientos y las maderas con que está construida son viejas y sólidas. Al lado quedan todavía, desde los tiempos en que los ingleses ocupaban esta zona, algunas barracas semicirculares fabricadas con chapa ondulada.