Tempestades de acero (63 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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—Sólo por divertirse no habrán lanzado a los aires la mitad de un emprésito de guerra —digo.

Malhumorado, Vorbeck me replica con un gruñido:

—Dentro de poco no se podrá hablar aquí de ningún tipo de diversión.

—Sí, pero algún significado habrá de tener todo esto.

—¿Algún significado? Oigame, ¿le gustaría que todas las noches fuesen tan agradables como la de hoy? Claro, usted ha estado disfrutando de un auténtico veraneo en su Sector A. Nosotros, por el contrario, apenas hemos pegado ojo en las cuatro últimas semanas, cada vez que estábamos en posición. Habrá usted notado que la artillería inglesa es de mayor potencia que la nuestra. Y los ingleses no se alimentan sólo de colinabos como nosotros.

»Además, en el lado enemigo hay un regimiento nuevo y descansado cada dos semanas. Si no pueden conseguir con una gran ofensiva lo que buscan, intentarán destruirnos poco a poco, desmigajarnos como un pastel blando, y el resultado final será el mismo. Los ingleses se han vuelto prácticos de una vez, y, si pueden fumigarnos, economizan sangre. Lo de hoy por la noche ha sido, con toda seguridad, un pequeño destacamento que prentendía averiguar si estábamos ya tiernos.

Puede que Vorbeck tenga razón. Seguro que tiene razón. Este modo de actuar es el más sencillo y el más seguro para los ingleses, que poseen poca experiencia en el manejo de grandes masas de tropas. Y como a partir de la Gran Batalla —durante la cual el mundo pareció girar otra vez en favor nuestro y se mostró por vez primera el modo en que hay que librar una batalla con los medios propios de nuestra época— el enemigo ha vuelto a imponernos las leyes de actuación, nos vemos obligados, queramos o no queramos, a adaptarnos a esas modalidades de combate. Pero resulta notable que en esta guerra, que comenzó con una serie de rayos, la estrategia del agotamiento haya venido a sustituir otra vez a la estrategia del derrocamiento. El agotado león parece aún demasiado peligroso como para osar enfrentarse a él en campo abierto.

Sobre las diez de la mañana llega un enlace del jefe de las tropas combatientes y nos comunica la orden de que nos repleguemos y tomemos posición en el cerrojo de protección de la artillería. La compañía se reagrupa y por secciones va saliendo del Bosquecillo, tomando el Camino de Puisieux.

—Hasta la vista —nos grita Vorbeck.

—Pero esperemos que no sea aquí —le replico.

A plena luz del día es cuando verdaderamente se divisa en toda su amplitud la devastación causada por el bombardeo. Más tarde habré de preguntarme una y otra vez cómo logramos atravesarlo. Volvemos a pasar junto al muerto que estaba tendido en la pequeña hondonada; en el intervalo ha sido arrojado desde el talud hasta el fondo de la trinchera, de modo que nos vemos obligados a pasar, uno a uno, por encima de él.

Ya empieza a hacer calor. Sobre las escasas superficies de hierba de la zona intermedia trinan las alondras; ningún bombardeo es capaz de expulsarlas de aquí. Se ha disipado la embriaguez que animaba a la tropa después de que irrumpiera en el Bosquecillo; concentrados en sí mismos, los hombres van deslizándose a lo largo de los taludes de la trinchera y, cuando hay atascos o colisiones, desahogan su mal humor sobre la persona que camina delante de ellos.

Detrás de mí marcha el recluta que hoy por la mañana enfiló rápidamente su ametralladora contra el inglés, antes de que se borrase de nuestra vista. Está pálido como un niño que no ha dormido. Ha sido ésta la primera acción en que ha participado y le digo:

—Cuando estaba en el depósito de reclutas seguro que no se imaginaba de esta manera las cosas.

—Pero, qué dice, mi alférez; en realidad me las había imaginado mucho más impresionantes.

Habré de tomar nota de este joven, parece bueno. Su respuesta me trae a la memoria el instante en que yo, hombre de tierra adentro, estuve por vez primera a orillas del mar y quedé decepcionado por las olas: me había imaginado que tendrían por lo menos cien metros de altura. Y ni siquiera tenían la altura de una torre, tal como aparecían en los libros. La fantasía juvenil plantea grandes exigencias a la realidad. Pero así fue también como en otro tiempo partimos nosotros hacia el frente; nada podía parecernos bastante impresionante. Y aunque nos hubieran enviado a pasar tres meses de permiso en casa, habría vuelto a aparecer esa euforia, ese ánimo exaltado, al cual no es fácil que satisfagan las cosas.

El cerrojo de protección de la artillería corta el Camino de Puisieux a algunos centenares de metros por detrás de la línea principal de resistencia. Del cruce mismo salen algunos pasillos que llevan a la galería subterránea en que habita el jefe de las tropas combatientes; alrededor de ella zumban los mensajeros y los enlaces como abejas alrededor de su colmena. Son bastante míseros los abrigos que hay en el cerrojo de protección; unos pocos escalones conducen a la parte de abajo, y están cubiertos por una masa de tierra de apenas un metro de espesor. Abajo el aire es infesto y huele a moho. Estas madrigueras son una parte de las innumerables que en esta zona existen y que permanecen deshabitadas y descuidadas hasta que una modificación en el juego de fuerzas les otorga de repente importancia. Antes de acomodarnos en ellas es preciso redistribuir la compañía, dar aviso a la cocina, traer de la línea principal de resistencia los equipajes que allí dejamos, redactar los partes, en suma, despachar una enorme cantidad de pequeñeces. A la una llega la comida hasta aquí delante, y media hora más tarde he resuelto ya todos los asuntos, de modo que podría envolverme en la manta y echarme a dormir —si no me despertase de golpe, asustándome, el ruido de un nuevo bombardeo, que me incita a salir a la trinchera.

Desde aquí no se divisa el Bosquecillo; queda oculto detrás de una pequeña elevación del terreno. Ante nuestros ojos se extiende, en cambio, la aldea, cuyos jardines llegan hasta las trincheras en que nos encontramos. Como un nubarrón gravita sobre la aldea el fuego; hará pasar malos ratos a la pequeña guarnición que allí habita, refugiada bajo la delgada cobertura de los sótanos que aún se conservan intactos. Una explosión de especial virulencia tapa de vez en cuando la furiosa tormenta de los proyectiles; luego llegan zumbando hasta aquí los pesados cascos de metralla, que con un chasquido se clavan en el barro.

Las granadas parecen venir de muy lejos; se deslizan por el aire en enjambres y producen un susurro insidioso, que fluye sin interrupción, como si se estuviera llenando de agua una cuba. En cambio, los proyectiles de las baterías alemanas, emplazadas junto a la aldea y detrás de ella, atraviesan el espacio con un siseo chirriante, venenoso; el cielo parece cubierto por una cambiante red de líneas de fuerza, que turba y aturde los sentidos. También en la zona intermedia las explosiones proyectan a lo alto un parduzco bosque de surtidores de tierra. Muchos de esos conos son verticales y puntiagudos como chopos; otros se extienden enormes y ramosos como viejas encinas; otros, en fin, se quedan a ras de tierra, son anchos y dentados como matas espesas cuyos haces azotara la tempestad contra el suelo. Es un espectáculo como sólo en las grandes ocasiones lo ofrece la Naturaleza: en una tempestad, en un huracán o en un incendio —uno puede estar contemplándolo sin notar que pasa el tiempo.

Dos hombres salen de la aldea; avanzan al descubierto y son seguramente enlaces. Una mirada imparcial los ve como si fueran unos enanos que osaran adentrarse en un jardín encantado. De vez en cuando se arrojan al suelo; inmediatamente después se eleva junto a ellos la tierra como una antorcha encendida. Es como si unas hormigas estuvieran abriéndose a tientas un camino a través de esta zona desértica. Acaban sumergiéndose en una trinchera.

La intensidad del fuego es cada vez mayor. El cortante siseo de las granadas se vuelve más y más denso, no deja un solo espacio vacío y se condensa en un tejido sonoro que en sus bordes se desgarra con un rugido. Sin respiro combaten las dos artillerías enfrentadas, como dos fauces infernales que tratasen de devorarse la una a la otra con una furia cada vez mayor. Este monótono retumbar y machacar parece haberse convertido en un ingrediente del paisaje; unido como va a la nube de polvo de grano menudo que se traga los rayos solares, le otorga un carácter sombrío y amenazador. Del rugiente oleaje de los ruidos se destacan algunos islotes batidos por el estruendo: Puisieux-au-Mont, más a la derecha Bucquoy, y oculto detrás de una arboleda, pero siempre presente, el Bosquecillo 125. De la aldea fluyen hasta el valle blancas moles de humo; dentro de ellas hay convulsiones rojizas, como si aquello fuera una masa hirviente. Ha cesado el tráfago de heridos y de camilleros entre el Bosquecillo y la aldea; no se divisa un solo ser vivo. El rugiente remolino del exterminio ha alcanzado esa virulencia que con toda seguridad permite deducir que ahora intervendrán en la acción seres humanos. La consciencia, que se esforzaba en absorber y ordenar las impresiones, comienza a fallar, empieza a diluirse en ese estrépito que la envuelve y que se parece a una esfera en que no existieran ni un arriba ni un abajo. Se ha llegado a ese punto en que uno se coloca en un rincón y se pone a mirar absorto delante de sí, o se mueve de otra manera, con una despreocupada seguridad.

En ese instante aparece un enlace del jefe de las tropas combatientes y me grita al oído la orden de alerta. Para enterarme de lo que ocurre lo acompaño hasta el gran abrigo, que dista sólo unos pasos del lugar en que estamos. En muchos lugares de la trinchera hay, tendidos en el suelo, muertos, así como heridos graves; en sus inexpresivas miradas se les nota a estos últimos que han abandonado ya toda esperanza de salir con vida. En el sitio en que el Camino de Puisieux alcanza el punto más elevado de la colina hay una abertura que permite divisar la primera línea; ésta se ofrece a la vista como una compacta muralla de humo y polvo por encima de la cual centellean unos fuegos artificiales formados por multicolores luces de magnesio. El abrigo, uno de los pocos puntos de orientación en este desierto rugiente, está abarrotado de seres humanos. En las escaleras bullen los heridos, depositados allí por los camilleros hasta que se produzca una pausa en el fuego. Entre ellos se apretuja la masa de los hombres no encuadrados en unidades cerradas; hacia estos islotes afluyen en busca de una mayor seguridad, como los animales cuando hay una inundación. Están apelotonados; en cuclillas, sobre los escalones: son los enfermeros, los centinelas de las bengalas, los telefonistas, los encargados de transmitir noticias, en suma, todos aquellos que habitan solos en el desierto y a los que ninguna unidad compacta retiene en un lugar determinado. Solos son incapaces de hacer frente a este diluvio de impresiones aniquiladoras. La moral es baja, la gente está desanimada y susurra observaciones llenas de preocupación, que quedan tapadas los gritos estridentes de los heridos cuando una explosión especialmente cercana y violenta sacude esta caverna y la hace balancearse como una nave en peligro.

Aquí debajo de la tierra, a la luz de las velas que una y otra vez apaga la onda expansiva de las explosiones, la salvaje embestida de éstas, que afuera hace estragos, encuentra su reflejo en las personas. El hervidero de figuras grises, a través del cual se abren paso con gran dificultad los enlaces, recuerda los cuadros de Breughel; los hombres tienen abatida la moral, como si se hubiera dictado una sentencia de muerte. La gran proximidad del Peligro se expresa en los caracteres: al flemático se le ve encogido, mirando absorto delante de sí; al sanguíneo, dispuesto en todo momento a entregarse al pánico o a provocarlo; al colérico se le oye lanzar maldiciones a cada nueva explosión; y al melancólico, lamentar su suerte. Los marcos de madera que refuerzan la parte alta de la galería están ya doblados hacia dentro como cajas de cerillas; cada nueva sacudida hace que por entre los maderos se deslicen arena y pedazos de tierra y que los que se hallan en pie en los escalones de arriba intenten empujar hacia abajo a la apretujada muchedumbre; cuando esto ocurre, la gente pisotea a los heridos y alcanza su mayor intensidad el alboroto. A empellones va penetrando de fuera adentro el Espanto, sin encontrar ninguna resistencia. Lo que ante todo causa un efecto desmoralizador es una clase especial de proyectiles que explotan en las cercanías; lo que nos aterroriza no es tanto su detonación súbita como la presión del gas y los golpes ensordecedores.

De nada valen las exhortaciones en lugares donde se halla reunida, como ocurre en esta galería, una muchedumbre de seres humanos nerviosos hasta el paroxismo; para llegar hasta abajo me veo obligado, pues, a utilizar el mismo método que emplean los enlaces: sin preocuparme ni de las maldiciones ni de los gritos, paso por encima de la cabezas y los cuerpos dando trompicones, y con los movimientos de un nadador me voy abriendo paso hacia la parte de abajo. La aglomeración no es tan brutal en el lugar en que se encuentra el comandante; está sentado y puede a cada momento encomendar a alguien una determinada misión de lucha. Hay enlaces de combate y jefes de patrulla que intentan dar sus informes; otros aguardan respuestas. En distintos rincones de esta caverna, en la que el polvo, los vapores y las nubes de humo de los cigarros reducen la luz de las velas a unas bolitas temblorosas, intentan realizar sus tareas el oficial ayudante del regimiento, el jefe de la compañía de ametralladoras, el oficial de enlace de la artillería y el oficial del servicio de transmisiones.

El jefe de las tropas combatientes está sentado a una mesa diminuta; desde hace veinticuatro horas no ha tenido un solo instante de reposo, y sin duda tampoco va a tenerlo pronto. En el rostro se le nota que la permanencia en este agujero infernal consume sus energías. Aun prescindiendo del ruido del bombardeo, que sólo de un modo sordo y confuso, pero amenazador, como el oleaje de un mar invisible, llega hasta aquí dentro; y prescindiendo también de las sacudidas, que hacen que oscile la tierra y tiemblen los maderos de la construcción; y asimismo de los gritos de la masa apretujada en los estrechos pasillos; aun prescindiendo de todo eso, al jefe de las tropas combatientes lo mantienen nervioso los contradictorios informes que le traen tanto los enlaces como los heridos que regresan de la zona avanzada, los cuales se encuentran todavía sometidos a la sugestión del combate y describen con colores chillones, cada uno a su modo, un cuadro diferente. Hace ya mucho tiempo que quedaron destruidos los medios de comunicación; los hilos del teléfono están cortados; los aparatos de señales, destrozados; las palomas mensajeras, agotadas. Y de este modo, encerrados como están en anillos de fuego, todos los otros sentimientos se hallan dominados por los de la inseguridad y la incertidumbre. La permanencia dentro de cavernas mal ventiladas —una permanencia que limita la percepción sensible a los informes aportados por cerebros sobreexcitados— imprime cada vez más al mando el sello de un trabajo que es preciso realizar en circunstancias muy desfavorables, con cálculos basados en probabilidades e indicios.

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