También sería posible que penetrásemos por otras vías en el espacio en que ejercen su dominio los elementos. Nuestros medios se vuelven cada vez más osados y peligrosos, adquieren una relación cada vez más estrecha con el poder. En cosas parecidas a éstas estuve pensando hace poco, cuando traté a los aviadores. En un Estado que necesitara tripulaciones para veinte mil aeroplanos se podría colocar sin duda a muchos de estos hombres que tienen como una de sus peculiaridades el romperse más la crisma en tiempos de paz que en tiempos de guerra.
Achiet
Acabamos de vivir unas jornadas sangrientas. El período que pasamos en la posición transcurrió sin acontecimientos excitantes. Felices de poder dedicarnos a descansar a gusto, estábamos el primer día en la línea principal de resistencia cuando comenzó a animarse el ambiente. Primero hubo, como siempre, intensos bombardeos que duraron varios días; apenas podíamos pegar ojo y pronto nos encontramos en ese estado de ánimo que tiene semejanzas con el mareo que se padece en los barcos. La evolución y el agravamiento de los sucesos fueron lógica consecuencia de los preparativos.
Todo el mundo conoce el estado de ánimo que se apodera de una tropa que, tras ser relevada, ha regresado de la posición de lucha y se ha acomodado en trincheras situadas mucho más atrás. La presión que antes ejercía, excitando y abrumando los sentidos, la inmediata proximidad del enemigo, la situación del lugar y el continuo estado de alerta, comienza a ceder y deja paso a una necesidad de sosiego. Sin duda no ha desaparecido la posibilidad de que nos veamos obligados a realizar una intervención súbita; pero ésta depende ahora de unos azares más complicados que cuando estábamos en la zona avanzada, y eso tranquiliza el ánimo. También es ahora más pesado nuestro sueño; cuando estábamos en la primera línea era tan ligero que el menor ruido lo interrumpía, haciendo que los durmientes alargasen la mano hacia las armas, una cosa que se había convertido en una férrea costumbre. Por su lado, el despertar se asemeja aquí al que se disfruta en las mañanas de los domingos tras una dura semana de trabajo. Uno mantiene vínculos con el lugar en que se encuentra y son pocas las cosas que tiene que hacer; por ello se ocupa en nimiedades de toda índole para llenar un tiempo que puede volver a considerar como algo que le pertenece en propiedad. Los pelotones se sientan juntos en los apostadores o se colocan en cuclillas delante de las entradas de las galerías y se dedican a charlar; la gente fuma con deleite su pipita y lee su correspondencia. En los rostros hay una expresión como de víspera de fiesta, semejante a la que tienen los campesinos que, tras el trabajo de la jornada, se reúnen ante las puertas de sus casas; esa expresión dulcifica los rostros endurecidos por la intemperie, las fatigas y los sobresaltos. Detrás de un través suenan las prolongadas notas de una ocarina; acá, un soldado talla con la navaja su bastón, que se ha convertido en el acompañante imprescindible del hombre de las trincheras; allá, otro soldado intenta transformar la banda de conducción de una granada —banda que es de cobre— en un abrecartas que tal vez continuará conservándose todavía, varias generaciones más tarde, en un rincón de una casa campesina de los páramos de Luneburgo. No tenemos nada que beber —¿qué otra cosa podemos hacer? La gente retorna a los hábitos sencillos del hombre primitivo; estar tumbado al sol, sentir directamente como un goce el correr del tiempo, pensar poco y dedicarse, a lo sumo, a una afición sencilla— en las aldeas lacustres de tiempos remotos los hombres no habrán vivido de modo muy diferente al nuestro, tras haber regresado de la caza o de la lucha.
Ese estado de ánimo es el que nos domina también hoy. Estoy en mangas de camisa y me encuentro sentado sobre una escalera de salida en el rincón del Camino de Puisieux, enfrascado en la lectura de una novela titulada
La pequeña rosa de los bosques o una persecución alrededor del globo terráqueo
. Debajo de donde estoy, Schüddekopf, en cuclillas delante del abrigo, raspa con su navaja de bolsillo de uso múltiple la capa de mugre que suele depositarse en las mangas de mi guerrera durante el período que pasamos en la posición. Por encima de nosotros, en una cavidad abierta en el talud de la trinchera, a la que se sube por una pequeña escalera, está de pie el centinela de las bengalas; es un huesudo alemán del norte, típico de esa zona, y desde hace dos horas el único movimiento que ha realizado ha sido para golpear su pipa contra la culata del fusil y volver a encenderla. De vez en cuando pasa una figura gris, que camina con esos pasos lentos y arrastrados corrientes en la trinchera. La atmósfera es sofocante y reina un silencio total; la única excepción la constituye un murmullo tenue y lejano; a veces caen cerca algunos grandes proyectiles, y esto hace que el oído vuelva a recordar ese murmullo. Sobre las vastas praderas se extiende un olor a hierba quemada; aquí abajo, sin embargo, lo único que vemos son los socarrados taludes amarillos de la trinchera, cuyos granitos de arena brillan como cristales y caen a veces al piso formando pequeños riachuelos que hacen pensar en un reloj de arena. El Tiempo parece estar detenido. Pasarán aún muchas horas antes de que se acerque el carro de la cocina; su aparición nos causa siempre alegría, primero porque uno nunca se siente harto, y en segundo lugar porque es preciso que exista algo con lo cual enlazar alguna expectativa.
De repente abre la boca el silencioso centinela:
—Bengalas verdes sobre el Bosquecillo.
En estos días el color verde significa fuego de exterminio; por sí sola una bengala verde no es algo que deba ponernos nerviosos. Ocurre con bastante frecuencia que la guarnición de un tramo de trinchera solicita fuego a nuestra artillería para procurarse un poco de alivio. Pero resulta extraño que no sea más intenso el tiroteo. También nuestra artillería parece creer que se trata de uno de esos costosos fallos que suelen darse cuando el oficial de servicio en la trinchera coge un cartucho equivocado. Sólo cuando allá delante asciende a los aires una segunda estrella doble, a la que siguen otras con breves intervalos, entran en acción algunos cañones de campaña; parecen pequeños gozquecillos y son siempre los primeros que se ponen a ladrar. Pronto enmudecen, hasta que la aparición de nuevas bengalas les arranca una nueva serie de descargas. Los artilleros suelen afrontar estos incidentes con más sangre fría, pues el sentimiento de seguridad crece con la distancia.
Hemos subido a los apostaderos y desde allí dirigimos nuestros ojos hacia el Bosquecillo. No percibimos en él nada inusual; lo único que hay es un tenue penacho de polvo que se agita encima de las peladas copas de los árboles. Parece que allí caen, de manera aislada, proyectiles de grueso calibre; no son un indicio de que el enemigo esté preparando un ataque. Pero tal vez son tan molestos que nuestros hombres de allí delante esperan el alivio de que nuestra artillería bombardee las trincheras enemigas.
En el caso de que existiera realmente una amenaza de ataque, los ingleses bombardearían sin duda la aldea y también a nosotros; pues cuando se quiere acogotar en serio a alguien, se suele comenzar por bloquearlo, es decir, por separarlo cuidadosamente del mundo exterior y de todos los apoyos. «Fuego de destrucción» es la expresión correcta para decir lo que ahora parece estar sucediendo allí. Por este motivo podemos observar muy pocas cosas. Los proyectiles de grueso calibre penetran profundamente en la tierra, y sólo de vez en cuando vemos cómo una rama o un madero dan vueltas por los aires. En los primeros tiempos de la guerra habríamos creído ver infaliblemente en esos objetos a seres humanos lanzados a lo alto, pero ahora nuestra fantasía no es ya tan calenturienta.
Lo más desagradable es el sentimiento de responsabilidad, que siempre provoca un estado de ánimo lleno de dudas e inquietudes. ¿Debo dar la alarma?, ¿enviar hacia adelante una patrulla?, ¿aguardar sencillamente? Aunque una situación concreta pueda parecer muy simple, resulta siempre de una lacerante complejidad cuando las cosas se ponen serias; siempre tiene uno la sensación de haber olvidado algo muy importante. Se cometen, además, negligencias increíbles, cuya única explicación está en ese estado de ánimo tan fuera de lo corriente. El Bosquecillo ha vuelto a ocupar una vez más el centro de la atención. Es seguro que en la retaguardia se están celebrando ya conversaciones telefónicas que van y vienen de un lado y de otro. Poco después aparece también un avión; durante algunos minutos da vueltas encima del Bosquecillo como un águila que viera amenazado su nido; luego desaparece en línea recta.
Por el Camino de Puisieux aparece más tarde el primer ser humano que viene del Bosquecillo; es un enlace y marcha a ver al jefe de las tropas combatientes. Se le nota que viene directamente del fuego; su guerrera está desgarrada y en su ennegrecido rostro ha trazado el sudor unas rayas blancas. Nos pide agua y Schüddekopf le tiende una cantimplora; sin respirar se la bebe entera. No conseguimos sacarle demasiadas cosas, sólo que el Bosquecillo está siendo bombardeado con granadas de grueso calibre, «rompedoras de galerías», como él las llama, y que allí yacen, tendidos de espaldas, numerosos hombres que han inhalado gas. Desaparece y media hora más tarde vuelve a pasar junto a nosotros; lo acompaña una unidad de camilleros que llevan a la espalda aparatos respiratorios.
Los enfermeros regresan a última hora de la tarde. Arrastran angarillas fabricadas con lonas, en las que yacen hombres de mirada fija y rostros colorados como las cerezas. De vez en cuando los depositan en el suelo y los alivian haciéndolos respirar de pequeñas bombonas de oxígeno. Este traslado de los intoxicados tiene algo de angustioso y turbador; es como si uno estuviera viendo a unas hormigas ocupadas con sus crías; transportan a otro sitio las larvas. De las grandes granadas se han escapado gases de óxido de carbono; se han acumulado en el sotobosque, donde no corre el aire, y han irrumpido luego en las galerías como arroyos venenosos.
También pasan delante de nosotros, caminando despacio y sin ruido, soldados con heridas que sangran; como nieve se destacan de los sucios uniformes las vendas. Son pocos, de todas maneras, pues el número de heridos es escaso cuando caen esos proyectiles de grueso calibre. A quien ha sido alcanzado por alguno de sus grandes cascos de metralla no se le puede prestar ya, de ordinario, ninguna ayuda. Pero, acá y allá, la onda expansiva arroja a un hombre contra un árbol, o una rama desgajada derriba a un segundo, o astillas de madera que vuelan de un lado para otro hieren a un tercero. Cuando uno mismo se encuentra en el lugar bombardeado no ve muchas de estas cosas, pues allí cada cual procura ponerse a cubierto, en la medida en que le es posible. Donde de verdad se nota la eficacia del bombardeo es aquí, donde se congregan las víctimas. Los más de los heridos parecen tan turbados e idos que no oyen las palabras que les gritamos. Otros se quedan parados y dan la impresión de estar borrachos, pues, nerviosos y riendo, cuentan multitud de cosas incoherentes. Conocemos bien ese estado de ánimo. Uno nos dice, al pasar, que un poco más allá hay un hombre tendido en la trinchera. Enviamos dos hombres a que le presten auxilio y traen a rastras una figura humana inerte en la que no podemos descubrir ninguna herida. Tal vez sea alguien intoxicado por el gas, o acaso un desertor que ha sufrido un ataque al corazón; también es posible que la onda expansiva de una granada le haya roto algún vaso sanguíneo. Lo dejamos encima de un través.
El tránsito de personas va disminuyendo poco a poco. Ha empezado a oscurecer y seguimos sentados en el cruce de trincheras formado por el Camino de Puisieux. La tarde ha pasado con una rapidez notable. Los hombres tienen deprimida la moral, pues en la oscuridad las trincheras se pueblan de misterios y los peligros parecen multiplicarse y acercarse más todavía. Cuántas veces hemos estado ya sentados como ahora en la oscuridad, unos junto a otros, antes de un asalto o de un ataque. Los hombres encargados del rancho traen una orden del jefe de las tropas combatientes: «¡Hasta las seis de la madrugada de mañana, alerta reforzada!». Schüddekopf lleva de un lado para otro el papel en que está escrita la orden y lo trae luego, una vez que lo han firmado los jefes de sección y de pelotón. Probablemente no sucederá nada; sin embargo, se generaliza un desasosiego que, en el silencio del atardecer, se percibe casi como un roce corporal.
A hora avanzada recorro una vez más la trinchera. Delante de uno de los abrigos los hombres están dedicados a enrollar los capotes, atarlos para formar así el equipaje y sujetar bien en ellos las cacerolas. Delante de otro, un pelotón está de pie en la trinchera; alguien que se halla en medio está diciendo en voz baja:
—Así que todo el mundo se coloca el equipo de asalto de tal manera que pueda cogerlo con sólo alargar la mano. Tan pronto se dé la alerta, todo el mundo se carga el equipo a la espalda, se pone el casco de acero, coloca debajo del cinturón unas granadas de mano y, al tocar yo el silbato, sale inmediatamente del abrigo. Reparto de las guardias: número uno…
Todo parece estar en orden. Me paro una vez más delante de mi abrigo y subo a lo alto de la trinchera para echar a cuerpo limpio una mirada al terreno. El silencio es tan profundo que se oye el susurro del viento en la hierba. Resulta casi opresivo este silencio; sería mejor que sonasen al menos algunos disparos. Todavía intercambio algunas palabras con el centinela para asegurarme de que todo se halla en orden; luego bajo a mi abrigo.
Abajo hay una atmósfera sofocante, el bochorno de la jornada se ha reconcentrado en este angosto espacio. También Schüddekopf ha tomado las medidas necesarias por si se da la voz de alerta. Junto a mi camastro están preparados el guardamapas, la pistola, la cantimplora y un morral atiborrado de cosas. Miro lo que hay dentro: medio pan, una lata de carne, un vaso de hojalata, una pipa, un paquete de tabaco, un cepillo de dientes y un delgado volumen de la editorial Reclam. En el bolsillo exterior metemos cuatro granadas de mano ovoides y también una pequeña y aplanada botella de metal que hace mucho tiempo arrebaté a un oficial inglés muerto. Siguiendo mi costumbre me siento en el camastro para quitarme las botas, hasta que de pronto caigo en la cuenta de que nos encontramos en estado de alerta. En fin, también esta noche pasará como las demás, estas situaciones se han dado ya muchas veces. Reduzco la llama de la lámpara de acetileno y, para protegerme de los ratones y de los pedazos de bario que se desprenden del techo, me cubro la cabeza con la manta.