Hace tanto calor que, embutido como estoy en el abotonado uniforme, siento que no me es posible conciliar el sueño. Los pensamientos comienzan a divagar. ¿Deberemos realmente intervenir hoy por la noche? Bah, ¿por qué precisamente hoy? Ya otras muchas veces ha sido crítica la situación. Mañana vendrán a relevarnos y serán otros los que habrán de apurar esa sopa que ahí delante se está cociendo al fuego; en demasiadas ocasiones nos ha tocado ya intervenir, es preciso que también descansemos alguna vez. El desfile de heridos que hoy por la tarde pasó a nuestro lado es el culpable de que se haya despertado en nosotros este sentimiento de inquietud. Siempre que nos hemos encontrado con tal cantidad de hombres sangrando, echados en las angarillas con las manos juntas, hemos tenido luego que creer en una intervención inmediata. Resulta extraño que los moribundos se dediquen a manipular sin descanso en sus guerreras; los médicos llaman a esto «deshilachar lana» o «sacar hilos». ¿Qué clase de pensamientos le rondarán por la cabeza a un hombre cuando, tendido en una camilla, se pone a fantasear? ¿Acaso sueños extravagantes que nadie ha contado todavía? Pero hoy no están tan mal las cosas. Lo único que ocurre es que hace un calor angustioso dentro de este abrigo, tan estrecho y lóbrego como un ataúd. Produce una sensación tonta el estar así solo, debajo de la tierra, separado de todo otro ser vivo. ¿Qué pensarán los hombres cuando el óxido de carbono penetra como un río en los pasillos de las galerías?
Los pensamientos se descarrían y empiezan a ocuparse con granadas, explosiones y sepultamientos por derrumbamientos de tierra. ¿Por qué, de repente, se hace tan difícil el respirar? Ah, sí, es que estamos en pleno ataque a una pequeña aldea de Flandes; su incendiado campanario se yergue, como una llama espléndida, detrás de unos árboles verdes y nuestro asalto ha sido tan salvaje que nos falla la respiración.
Pero hemos ido demasiado lejos; ahora nos encontramos cercados por la derecha y por la izquierda y el enemigo nos zurra con sus ametralladoras, cuyos proyectiles son claramente visibles como pequeñas bolas blancas y rojas. Las blancas podemos esquivarlas, pero no así las rojas, que son mortales. Nos vemos forzados a replegarnos en medio del tiroteo. Por fin nos detenemos en una hondonada cubierta de malezas. Nos persiguen unas granadas demoledoras que parecen estar dotadas de razón, pues revientan relampagueantes en todos los lugares a que nos dirigimos.
—¡Pobre Hensch! —oigo que dice a mi lado una voz desconocida—; también él ha caído. Ahí está todo su cerebro.
Me vuelvo a mirar y encima de una planta parecida a un cardo diviso una masa gris dentro de la cual se encuentra la blanca espoleta de latón de una granada. No, aquí no se puede permanecer, ¡hay que irse! Mientras voy corriendo a toda velocidad noto un golpe en la cabeza y presiento que he sido alcanzado por un casco de metralla de grandes dimensiones; lo advierto en que cada vez me resulta más difícil concebir un pensamiento. Ay, no sabía yo cuántas fatigas se encierran en los pensamientos; vivimos cual seres de las profundidades marinas, ignorantes de los enormes pesos que soportamos. Sigo corriendo, a pesar de todo, hasta que me encuentro a salvo junto a una cocina de campaña. Allí se ha congregado ya un buen número de fugitivos; están hambrientos y aguardan a que se levante la tapadera del caldero. Me encomiendan que les llene de arroz los platos. Incapaz de pensar, coloco debajo del caldero mi cabeza, en vez de los platos. Luego vuelvo a echar los granos de arroz en los platos y, horrorizado, me doy cuenta de que en medio de los granos flotan pequeños grumos de sangre. Lleno de miedo, intento removerlos con las manos, para que los demás no lo noten, pues tengo la sensación de estar a merced de su maldad, ya que, por mucho que me esfuerce, soy incapaz de concebir el más mínimo pensamiento, incapaz de buscar razones con que poder disculparme y defenderme.
Por suerte, antes de que se den cuenta del engaño me encuentro ya en otro lugar. Estamos en un enorme complejo ferroviario, junto al que se destaca de la oscuridad, como una cinta blanca, la carretera. Los raíles son de cobre rojo; impulsados por una fuerza artificial, vamos rodando por ellos a tal velocidad que en las curvas nuestra cabeza casi roza el suelo. Iluminados por las luces multicolores de pequeñas lámparas de señales, los raíles brillan débilmente; a nuestro lado pasan danzando puentes y postes. Somos dos las personas que aquí estamos; por el raíl de mi izquierda me va persiguiendo un amigo que quiere tocarme con su mano. Más que nuestra mortífera velocidad me angustia la visión de una gran bomba, en forma de pera, que junto con nosotros se mueve por la carretera con una seguridad siniestra, elástica. La bomba tiene la misma forma que los flotadores de corcho usados por los pescadores de caña; incluso lleva pintados los mismos anillos rojos. Al rodar produce un leve zumbido, como si fuera un insecto artificial; y no cabe duda de que sus movimientos están misteriosamente coordinados no sólo con nuestra marcha, sino también con nuestro estado interior. Lo que está sucediendo es en cierta medida electrizante, y en un momento de lucidez consigo calar el juego. La bomba está encendida y lo único que falta es un contacto mínimo, que se producirá tan pronto como mi amigo me toque. Sin embargo, cuanto más aumento mi velocidad para poder escapar, mayor es la seguridad con que funciona el mecanismo. A gritos intento explicarle a mi amigo lo que está sucediendo, pero es inútil; hemos alcanzado ya una marcha que supera la velocidad del sonido. A medida que su mano se aproxima a mi hombro veo que se acerca también el punto en que, a lo lejos, la carretera corta el terraplén del ferrocarril. Allí la carretera tuerce y los raíles pasan por encima de ella por un puente. Hemos llegado ya a éste y la oscilante bomba choca contra él, como un fulgor rojo, en el preciso momento en que la mano de mi amigo me toca. El suelo se abre bajo nuestros pies y un relámpago nos lanza por los aires entre raíles, cascos de metralla y vigas de hierro.
En el momento en que va a aparecer una nueva imagen de ese sueño me despierto. La lámpara de acetileno está apagada; dentro de este espacio minúsculo hace el mismo calor y reina la misma oscuridad que en un horno. Me quito del rostro la manta, me desabrocho el cuello de la guerrera e intento respirar. En los abrigos he tenido a menudo sueños parecidos al que acabo de relatar; no son agradables. El aire enrarecido y las paredes que casi se tocan los propician sin duda.
Noto en las sienes el latido de la sangre. En vano intento orientarme en el espacio y lograr a la vez una idea clara sobre un confuso ruido que se oye fuera. Son golpes breves, seguidos de unos temblores de tierra. No cabe duda; a no ser que yo siga soñando, estamos sometidos a un bombardeo. En ese momento se oyen en la escalera unos pasos torpes y Schüddekopf entra precipitadamente.
—¡Alerta, bengalas rojas encima del Bosquecillo 125!
Me pongo el casco, Schüddekopf me abrocha el cinturón, y luego, medio aturdido todavía, subo las escaleras tambaleándome.
Fuera la oscuridad es completa, pero al menos hace fresco; sin duda hay ya rocío en la hierba. El duelo artillero está en su apogeo; allí delante hay un hervor, parece una caldera en ebullición. Por encima del parapeto brillan de repente unos fuegos artificiales producidos por bengalas luminosas de todos los colores. De la aldea llega el eco del estruendo causado por las descargas de nuestros cañones; se oyen unos estampidos metálicos, como si las bocas de fuego estuvieran emplazadas inmediatamente detrás de las trincheras. En medio de esos estampidos explotan muy cerca de nosotros las granadas enemigas, que llegan siseando con una trayectoria breve. Hay una barahúnda infernal, no es posible tener un solo pensamiento claro. Con un aullido, el centinela vuelve a gritarnos desde su puesto:
—¡Bengalas rojas ahí enfrente!
Inmediatamente después veo cómo también en mi campo de visión se eleva la señal de color rojo sangre. Permanece quieta unos segundos, como un místico signo de conjuro en medio de este aquelarre, como un ojo que anuncia desgracias y del que se desprenden lágrimas ardientes.
Sin duda fue para situaciones como ésta para las que inventó Napoleón la expresión «coraje de las dos de la madrugada». No es posible imaginar nada más siniestro que un terreno nocturno como el de ahora, con su ejército de apariciones ígneas y con sus ruidos, que parecen sonar confusamente en una lejanía muerta y que de repente se aproximan, dando un salto, hasta una cercanía aniquiladora, cual si volasen polvorines por los aires. En la confusión existente no es posible distinguir los lugares peligrosos; ciego y furioso como un elemento de la Naturaleza, el Peligro está en todas partes. Abandonado e indefenso se encuentra el individuo dentro de ese espacio de fuego, dentro de esas relampagueantes tinieblas. A esto se añade que es preciso pensar y actuar, adoptar en unos segundos decisiones irrevocables. Estas cosas son casi siempre muy simples, pero ¿de qué sirven cuando uno se encuentra en una situación anímica en la que apenas logra recordar su propio nombre?
Pero aquí las cosas están claras: somos la compañía que debe acudir obligatoriamente en auxilio del Bosquecillo 125, hemos visto la señal que anuncia el ataque enemigo y, en consecuencia, tenemos que salir hacia adelante. La tropa se encuentra ya en la trinchera, en la que se oyen innumerables gritos nerviosos; a veces quedan ahogados por un proyectil que explota en las cercanías. Los cascos, los fusiles y las granadas de mano producen un característico tintineo al chocar entre sí; los jefes de pelotón aúllan los nombres de su gente; mucho más atrás se llama ya a gritos a los enfermeros. Y en medio de todo esto se acercan una y otra vez los silbidos de los proyectiles y dentro de la trinchera cae como un aguacero la tierra que ha sido lanzada a lo alto. Hay un desorden tan grande que parece el incendio de un teatro.
En el cruce de nuestra trinchera con el Camino de Puisieux tropiezo con el jefe de un pelotón; le encargo que permanezca allí y cuide de que nadie se escabulla. Luego se da la orden de avanzar, que lentamente va transmitiéndose a aquella barahúnda de personas. Me pregunto si la orden llegará correctamente, y aun si llegará siquiera, hasta el último hombre; pero ahora no queda tiempo para comprobarlo. Sentimos como un alivio el poder echar a andar. Tan pronto como uno puede moverse un poco, aunque sea en dirección a la más grande desgracia, tiene ya una mayor sensación de que le es posible actuar sobre el Destino.
En toda esta zona la única línea bien organizada que lleva hacia adelante es el Camino de Puisieux, y eso explica que se encuentre sometido a un fuego intenso. Como va directo hacia el enemigo y es visible en toda su longitud, resulta más fácil de batir que las trincheras, cuyo trazado es transversal a la dirección del fuego. Es importante, en consecuencia, dejar atrás ese trecho de terreno lo más rápidamente posible. Avanzamos a pequeños saltos y en los lugares que ofrecen una mediana cobertura intercalamos pausas para descansar. Por eso, desde el comienzo nuestra línea se subdivide en pequeños grupos. Schüddekopf me sigue de cerca, naturalmente, y lo mismo hace Schmidt; de las tinieblas surge repentinamente también Otto, lanzando un grito incomprensible, aunque en realidad debería estar con su pelotón.
La trinchera ha sufrido ya un gran cambio en este breve espacio de tiempo. Nuestros pies se hunden en la tierra blanda que cubre su piso y tropiezan en las grandes pellas de tierra que se han desprendido de los taludes. En muchos sitios los proyectiles certeros de grueso calibre que han explotado muy cerca de la trinchera la han hundido; en otros, allí donde sus taludes estaban reforzados con troncos redondos, se encuentra tan obstruida que durante algunos trechos cortos nos vemos obligados a correr al descubierto. A menudo la llena una humareda densa, cuyas blancas nubes destacan de la oscuridad produciendo confusión; el funesto y penetrante olor de las explosiones nos oprime el pecho. Al igual que todos los olores, también éste despierta recuerdos, pero ninguno agradable. En el enfebrecido cerebro brillan de repente innumerables momentos parecidos a éste, recuerdos que no afloran a la superficie, pero que hace que la noche se vuelva aún más oscura y se pueble de sombras inquietantes.
De vez en cuando surge una llamarada próxima y deslumbradora, luego el Peligro engulle todo lo demás. En muchos sitios del terreno relampaguean las lenguas de fuego de los
shrapnels
, las cuales se suceden con celeridad; su luz de color rojo sangre arranca a la oscuridad bancos de oscilantes bolas de vapor. Las granadas de pequeño calibre lanzan a lo alto conos de fuego parecidos a chorros llenos de salpicaduras; por encima de ellos centellea, como sobre cálices letales, el hierro ardiente. Entre los compases rápidos y regulares de estas explosiones se intercala el más lento y pesado de los proyectiles de grueso calibre; sus conos de humo se extienden como nubes volcánicas y dan lugar a unas formaciones enormes y sombrías.
Cuando en los lugares intransitables abandonamos la trinchera, tenemos ante la vista el espectáculo de la llanura nocturna bombardeada; casi parece demasiado formidable ese espectáculo como para que puedan producirlo seres humanos. Hemos ganado ya mucho terreno y por ello vemos ahora casi en círculo las bengalas disparadas desde la primera línea —ésta traza una curva en dirección al Bosquecillo—; parecen unos fuegos artificiales multicolores e iluminan con luces variadas y fantasmagóricas los vapores del combate que van arrastrándose por el suelo. Hasta donde alcanza la vista cruzan la oscuridad apariciones ígneas que en muchos lugares se concentran para formar islotes de un encendido color rojo. Los disparos centellean en todo el círculo del horizonte; sus llamaradas iluminan con brillantes fulgores las nubes. Esos relámpagos describen un vasto y convulso círculo que corta los frentes y parece reunir a amigos y enemigos en una misma obra de destrucción. El conjunto produce la impresión de un jubiloso triunfo de los elementos, de una ígnea erupción de la Tierra misma; frente a ello, el ser humano, que en pequeñas hordas oscuras cruza a la carrera las sombras, representa un papel minúsculo e insignificante.
Cuando se piensa que en esta vasta planicie bombardeada se esconden únicamente unos pocos centenares de defensores, apretujados en unidades diezmadas por las enfermedades y las bajas, la fuerza de resistencia aparece como algo enigmático y prodigioso. La tarea que cada individuo tiene que realizar se le impone por sí misma con todo su peso; no puede decirse que exista ni un mando ni nadie que vigile el cumplimiento de las órdenes. Sólo de vez en cuando, en los momentos en que cruzamos lugares totalmente aplanados, hallo tiempo para volverme a mirar, y lo que entonces diviso es una irregular cadena de sombras que se pierde en la oscuridad y que, a la luz de las explosiones, se dispersa por todos lados con rapidez. Cuando aparece alguna breve pausa en el estruendo de los múltiples ruidos, se oye el tintineo de las armas al chocar entre sí y se escuchan también gritos apresurados y llamadas de socorro. Es extraño que la mera actividad de correr produzca un efecto excitante. Ya sea porque la sangre circula por las venas en oleadas más impetuosas, o porque la voluntad está tan ocupada que no queda tiempo de sentir miedo —lo cierto es que el esfuerzo realizado provoca poco a poco un encarnizamiento anhelante, el cual se lanza directamente hacia el Peligro y ni siquiera estima necesario esquivarlo.