»Todo el mundo se tiró al suelo. Cerca de mí se hallaba, rodilla en tierra, el alférez Ehlert, un oficial al que yo conocía ya del Somme. Tumbado junto a mí, un suboficial reconocía el terreno. La violencia del tiro de barrera era horrible; confieso que superaba mis expectativas más audaces. Un amarillo muro de fuego oscilaba delante del sitio en que nos encontrábamos; sobre nosotros caía un diluvio de metralla, terrones de tierra y fragmentos de tejas, que arrancaba chispas blancas de los cascos de acero. Yo tenía la sensación de que entonces resultaba más difícil respirar, de que en aquella atmósfera saturada de hierro en cantidades masivas ya no quedaba aire suficiente para los pulmones.
»Largo tiempo estuve mirando fijamente aquella olla de brujas; su límite visible lo formaba el ardiente fuego que salía de la boca de las ametralladoras inglesas. El oído era incapaz de percibir aquel enjambre de mil cabezas que sobre nosotros se vertía y que estaba hecho de disparos. Me di cuenta de que este poderoso fuego defensivo había desbaratado ya en sus inicios nuestro ataque, el cual había sido preparado por un tiro de tambor de media hora de duración. Dos veces se oyó, con un intervalo muy breve entre el primero y el segundo, un estallido mostruoso, que se tragó todos los demás ruidos. Las minas que allí reventaban eran de máximo calibre. Campos enteros de escombros volaban por los aires, se mezclaban en sus remolinos y caían a tierra con un estrépito infernal.
»Ehlert me gritó algo y yo miré hacia la derecha. Levantó la mano, hizo una seña a los demás y saltó hacia adelante. Me levanté pesadamente y eché a correr detrás de él. Mis pies continuaban quemándome como fuego, pero el dolor punzante había disminuido.
»Apenas había dado veinte pasos cuando, en el momento en que estaba saliendo una vez más de un embudo, me cegó la luz ardiente de un
shrapnel
que había estallado a no más de diez pasos delante de mí y a unos tres metros de altura del suelo. Sentí dos golpes sordos, uno contra el pecho y otro contra los hombros. El fusil se me cayó automáticamente de las manos, me desplomé con la cabeza hacia atrás y fui rodando hasta el embudo. Confusamente oí todavía la voz de Ehlert, quien, al pasar corriendo a mi lado, gritó:
»—¡Le han dado!
»Ehlert no llegaría a acabar vivo el día siguiente. Nuestro ataque fracasó; durante el repliegue Ehlert murió junto con todos los hombres que lo acompañaban. Una bala que le entró por la nuca puso fin a la vida de aquel valiente oficial.
»Mucho tiempo estuve sin sentido; cuando volví en mí reinaba allí cierta calma. Intenté levantarme, pues me hallaba tumbado cabeza abajo, pero sentí en el hombro un dolor violento, que aumentaba a cada movimiento que hacía. Mi respiración era entrecortada y jadeante, parecía como si los pulmones fueran incapaces de absorber suficiente aire. Un tiro de rebote en los pulmones y en el hombro, pensé, acordándome de los dos golpes sordos, indoloros, que había recibido. Me desprendí del equipo de asalto, del correaje y, en un estado de total indiferencia, también de la máscara antigás. Conservé puesto el casco de acero y colgué la cantimplora de una agarradera de mi ceñidor.
»Logré salir del embudo. Pero tras haber recorrido penosamente a rastras unos cinco pasos, me quedé tirado, inmóvil, en un embudo vecino. Una hora más tarde hice un segundo intento de seguir avanzando a rastras, pues sobre aquel campo empezaba a caer otra vez un ligero fuego de tambor. También este intento fracasó. Perdí mi cantimplora, que estaba llena de preciosa agua, y me sumí en un agotamiento infinito; de él me sacó, mucho tiempo después, la sensación de una sed ardiente.
»Comenzó a lloviznar. Con el casco de acero logré recoger un poco de agua sucia. Había perdido el sentido de la orientación y era incapaz de formarme una idea clara del trazado del frente. Había allí una hilera de embudos seguidos, cada uno mayor que el anterior, y lo único que yo conseguía ver desde el fondo de aquellos profundos fosos eran paredes de barro y el cielo gris. Se desencadenó una tempestad, pero el ruido de los truenos quedó sofocado por el de un fuego de tambor que entonces comenzó. Me apreté estrechamente contra la pared del embudo. Una pella de barro cayó sobre mis hombros; por encima de mi cabeza pasaban, barriendo el suelo, cascos de metralla de grandes dimensiones. Poco a poco fui perdiendo también la noción del tiempo; ya no sabía si era por la mañana o por la tarde.
»En un determinado momento aparecieron dos hombres que iban cruzando el campo a grandes saltos. Les grité en alemán y en inglés; sin escucharme desaparecieron como sombras en la niebla. Por fin se acercaron a mí otros tres hombres. Reconocí a uno de ellos; era el suboficial que el día anterior había estado tumbado en el suelo a mi lado. Me llevaron consigo a una pequeña cabaña que quedaba cerca —estaba abarrotada de heridos a los que atendían dos enfermeros—. Yo había permanecido trece horas en el embudo.
»El violento fuego de la batalla continuó realizando su labor; parecía un martillo pilón, una laminadora. Cerca de nosotros caían seguidas las granadas y a veces cubrían de arena y tierra el techo de la barraca. Me vendaron, me dieron una nueva máscara antigás, un trozo de pan con mermelada roja de mala calidad y un poco de agua. El enfermero me cuidaba como un padre.
»Los ingleses comenzaban ya a progresar en su avance; se aproximaban a saltos y desaparecían en los embudos. Hasta dentro de la barraca llegaban los gritos y las llamadas de fuera.
»De repente penetró en la cabaña un oficial joven; desde los pies hasta el casco se hallaba salpicado de barro. Era mi hermano Ernst, al que ya el día anterior, en la plana mayor de nuestro regimiento, habían dado por muerto. Nos saludamos con una sonrisa conmovida y un poco extraña. Miró lo que había alrededor y luego fijó en mí sus ojos con angustia. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Aunque pertenecíamos al mismo batallón, aquel reencuentro en el inmenso campo de batalla tenía algo de milagroso, de sobrecogedor; el recuerdo de ese reencuentro continúa siendo para mí algo precioso y venerable. A los pocos minutos me dejó y trajo consigo a los cinco últimos hombres de su compañía. Me colocaron en una lona de tienda de campaña, la atravesaron con un árbol joven y me condujeron fuera del campo de batalla.
»Quienes me llevaban se relevaban de dos en dos. El pequeño convoy se movía deprisa, unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda, y evitaba con movimientos de zigzag las granadas que de manera masiva explotaban. Unas cuantas veces se vieron forzados mis portadores a buscar rápidamente un refugio en que guarecerse y me dejaron caer a tierra, de modo que me di fuertes golpes contra los embudos.
»Finalmente llegamos a un abrigo; estaba forrado de hormigón y hojalata y llevaba el prodigioso nombre de “Huevo de Colón”. Me arrastraron dentro y me tendieron en un camastro de madera. En aquel sitio estaban sentados, silenciosos, dos oficiales a los que yo no conocía; escuchaban atentamente el huracanado concierto de la artillería. Más tarde me enteré de que uno de ellos era el alférez Bartmer, y el otro un médico auxiliar llamado Helms. Nunca trago alguno me ha sabido mejor que la mezcla de agua de lluvia y vino tinto que aquel médico vertió en mi boca. La fiebre se apoderó de mí como un incendio. Me costaba mucho respirar, luchaba por absorber aire; además, me oprimía como una pesadilla la idea de que el techo de hormigón de aquel abrigo estaba colocado encima de mi pecho, y de que yo presionaba contra él con cada una de mis respiraciones e intentaba levantarlo.
»Entró jadeante Köppen, un alférez médico. Perseguido por las granadas, había atravesado a la carrera el campo de batalla. Me reconoció, se inclinó sobre mí y vi que su rostro se contraía en una mueca que era una sonrisa tranquilizadora. Detrás de él entró el jefe de mi batallón; era un hombre muy severo y, cuando me golpeó con suavidad el hombro, hube de sonreír, pues pensé que enseguida entraría allí el Kaiser para interesarse por mí.
»Aquellos cuatro hombres se sentaron juntos; bebían en vasos de aluminio y cuchicheaban. Noté que hablaban de mí un momento y capté palabras sueltas como “hermano”, “pulmón”, “herida”; intentaba comprender lo que querían decir. Después comenzaron a hablar en voz alta sobre la situación de la batalla.
»Una sensación de felicidad penetró entonces en la mortal extenuación en que me hallaba; esa sensación de felicidad se hizo cada vez más intensa y duró semanas. Todos los acontecimientos de mi vida me parecían asombrosamente sencillos; con la consciencia de “tener arregladas las cuentas” me hundí en el sueño».
El 4 de agosto de 1917 bajamos del tren en la famosa población de Mars-la-Tour. Las compañías séptima y octava fueron acantonadas en Doncourt; en este pueblo estuvimos varios días llevando una vida enteramente contemplativa. Varias veces me puso allí en aprietos, sin embargo, la escasez del rancho. Estaba rigurosamente prohibido aprovisionarse de alimentos en los campos; a pesar de ello, casi todas las mañanas venían los miembros de la policía de campaña a denunciarme a algunos de mis hombres, a los que habían sorprendido arrancando patatas por la noche. Yo no podía dejar de imponerles un castigo «por haberse dejado atrapar». Tal era la justificación —no oficial, claro está— que daba.
También yo mismo hube de vivir en esos días la experiencia de que «los bienes mal adquiridos a nadie han enriquecido». De una abandonada mansión señorial de Flandes nos habíamos llevado Tebbe y yo una calesa; tenía encristaladas las ventanillas y era verdaderamente digna de un príncipe. Durante el viaje de vuelta en tren nos las arreglamos para ocultarla a las miradas indiscretas. Con ella proyectamos realizar una magnífica excursión a Metz, con el fin de volver a disfrutar por una vez a manos llenas de los goces de la vida. Una tarde enganchamos el tiro y emprendimos el viaje. Por desgracia aquel vehículo no tenía frenos; había sido construido para las llanuras de Flandes y no para el montañoso suelo de Lorena. Ya dentro de la aldea la calesa empezó a coger velocidad y pronto nos vimos arrastrados en una carrera vertiginosa que no podía acabar sino mal. El primero que dejó el vehículo de un salto fue el cochero. Luego lo hizo Tebbe, que fue a aterrizar maltrecho en un montón de aperos de labranza. Yo fui el único que permanecí sentado en aquellos cojines de seda, aunque la verdad es que no me sentía nada cómodo en ellos. De pronto se abrió una de las portezuelas y un poste de telégrafo la arrancó de cuajo. El vehículo acabó precipitándose por una pendiente y fue a estrellarse contra la pared de una casa. Muy asombrado comprobé, mientras abandonaba por una ventanilla la destrozada calesa, que no había sufrido el menor daño.
El general von Busse, que mandaba la división, revistó el 9 de agosto nuestra compañía y la elogió por su buen comportamiento en el combate. Al día siguiente nos cargaron en vagones y nos llevaron hasta las cercanías de Thiaucourt. Desde esta población marchamos a pie enseguida a nuestra nueva posición, que se extendía por las colinas cubiertas de bosques de la Côte Lorraine frente a la aldea de Regniéville. Esta aldea, bastante conocida por haber sido mencionada varias veces en las órdenes del día, estaba ya muy machacada por los disparos.
La primera mañana que pasamos en la posición inspeccioné mi sector; me pareció demasiado extenso para una sola compañía. Estaba formado por una intrincada maraña de trincheras, parte de las cuales se hallaban destruidas. Las minas trípodes volantes, habituales en aquella zona, habían arrasado en muchos puntos la primera línea. La galería en que me alojaba quedaba a cien metros detrás de ella; se hallaba en la denominada «trinchera de comunicación», cerca de la carretera que salía de Regniéville. Era la primera vez, después de mucho tiempo, que volvíamos a enfrentarnos a los franceses.
Un geólogo se hubiese sentido muy feliz en aquella posición. Los ramales de aproximación dejaban al descubierto seis estratos sucesivos, que iban desde la piedra calcárea coralina hasta la denominada «marga de Gravelotte». En esta última había sido excavada la trinchera de combate. La roca, de color pardo amarillento, estaba abarrotada de fósiles, sobre todo de unos erizos de mar de forma aplanada, semejantes a panecillos, cuyos caparazones asomaban a millares por los taludes de la trinchera. Cada vez que recorría el sector volvía a mi abrigo con los bolsillos llenos de conchas, erizos de mar y amonites. La marga tenía además la ventaja de ser mucho más resistente a las inclemencias atmosféricas que el habitual terreno legamoso. Había incluso algunos tramos de trinchera cuidadosamente mamposteados, y el piso estaba asfaltado de hormigón en muchos lugares, de manera que, aunque cayeran grandes chaparrones, el agua de lluvia corría con mucha facilidad.
Mi galería era profunda y estaba llena de goteras. Tenía una particularidad que no me gustaba, y es que en aquella zona pululaban, en lugar de los habituales piojos, sus mucho más ágiles parientes. Parece que estas dos especies mantienen entre sí las mismas relaciones hostiles que los turones y las ratas domésticas. De nada servían allí los habituales cambios de ropa, pues los saltarines parásitos se emboscaban insidiosamente en la paja de los camastros. Desesperado, el durmiente acababa quitándose de encima la manta para organizar una batida a fondo de aquellos bichos.
También el rancho dejaba mucho que desear. Lo único que nos daban, aparte del sopicaldo del mediodía, era la tercera parte de un pan, que iba acompañado de un aditamento ridículamente pequeño, consistente casi siempre en mermelada medio estropeada. Una rata gorda, que en vano intenté atrapar varias veces, se comía la mitad de mis alimentos.
Las compañías de reserva y las que estaban en período de descanso se albergaban en unos barracones viejísimos escondidos en las profundidades del bosque. A mí me gustaba especialmente el alojamiento que tenía en el lugar donde estaban acantonadas las compañías de reserva, el denominado «Campamento del Tocón», el cual se encontraba pegado al ángulo muerto de la pendiente de un estrecho barranco del bosque. Allí habitaba yo una cabaña diminuta, medio empotrada en la pendiente y rodeada de cerezos silvestres y de avellanos. La ventana de la cabaña ofrecía una vista panorámica de las crestas de las colinas que quedaban enfrente, las cuales estaban cubiertas de bosques, así como de una estrecha zona de prados, regada por un arroyo, que se hallaba en el fondo del barranco. En aquel lugar me divertía alimentando a innumerables arañas cruceras que habían tejido sus grandes redes redondas en la maleza. Una colección de botellas de todo tipo, amontonadas junto a la pared trasera de mi blocao, revelaba que más de un eremita había pasado allí muchas horas dedicado a la vida contemplativa; también yo me apliqué a no dejar desatendidos los dignos usos del lugar. Al atardecer ascendían del fondo del barranco las nieblas, que se mezclaban con la pesada humareda blanca de la fogata que yo encendía; entonces, a primera hora de la noche, me sentaba en cuclillas, dejando la puerta abierta, entre la fresca brisa otoñal y el calor de la hoguera, y me parecía que lo que iba bien con aquello era una bebida pacífica: vino tinto y coñac con huevo, mitad y mitad. Me bebía mi mezcla en un vaso panzudo. A ello se añadía la lectura de algún libro; y también continuaba escribiendo mis apuntes. Estas fiestas silenciosas me ayudaban asimismo a consolarme del hecho de que hubiese tomado el mando de mi compañía un oficial de edad madura que acababa de llegar del batallón de depósito, pero que tenía más años de servicio que yo, y hubiera de volver a realizar, como jefe de sección, el aburrido servicio de trincheras. Me atenía a mi vieja costumbre y procuraba eludir mediante frecuentes patrullas las inacabables guardias.