Por la tarde salí hacia nuestra posición, pues había llegado un informe según el cual aquella mañana el enemigo había realizado un ataque contra nuestra Quinta Compañía. Pasando por la cabecera de transmisión de mensajes fui hasta la denominada «Granja del Norte», una casa de labor que los disparos habían vuelto irreconocible; debajo de sus ruinas habitaba el jefe del batallón de reserva. Desde allí había un sendero, apenas indicado, que conducía hasta el jefe de las tropas combatientes. Las grandes lluvias de los últimos días habían transformado el campo de embudos en un desierto de cieno; su hondura era peligrosísima, especialmente en el cauce del arroyo Padde. En mis correrías pasé al lado de muchos muertos que yacían solitarios y abandonados; a menudo lo único que de la sucia superficie emergía era una cabeza o una mano. Millares de soldados duermen de este modo, sin que un monumento levantado por manos amigas adorne sus sepulturas.
El cruce del arroyo Padde resultó extremadamente difícil; conseguí atravesarlo gracias a algunos álamos que las granadas habían derribado sobre él. Una vez cruzado aquel arroyo descubrí dentro de un embudo gigantesco al jefe de la Quinta Compañía, el alférez Heins, rodeado de un pequeño grupo de fieles. La posición, consistente en una serie de embudos, quedaba junto a una pendiente; como aún no estaba anegada del todo, un no muy exigente soldado del frente podía calificarla de habitable. Heins me contó que por la mañana había hecho aparición una línea de tiradores ingleses; los nuestros abrieron fuego contra ella y desapareció. Pero los ingleses, a su vez, habían abatido con sus disparos a algunos hombres del 164.º Regimiento que andaban extraviados y que habían echado a correr cuando aquéllos se acercaron. Salvo esto, todo estaba en orden; en vista de ello retorné al puesto de mando e informé al coronel.
Al día siguiente el enemigo interrumpió de groserísima manera nuestra comida del mediodía; lo hizo mediante unas cuantas granadas que colocó al lado mismo de la pared de madera de nuestra barraca. Los surtidores de barro levantados por las granadas caían en lentos remolinos y tamborileaban sobre la techumbre de cartón alquitranado. Todo el mundo se abalanzó afuera; yo me refugié en una granja cercana. Como llovía, me metí dentro. Por la tarde volvió a ocurrir lo mismo, pero esta vez me quede al aire libre, pues el tiempo era seco. La siguiente granada estalló de lleno en aquel edificio, que ya se estaba viniendo abajo. Así es como juega el Destino en la guerra. Más que en ningún otro sitio se cumple aquí el axioma: «pequeñas causas, grandes efectos».
El 25 de octubre el enemigo nos expulsó de las barracas ya a las ocho de la mañana; el segundo disparo acertó de lleno en la que quedaba enfrente de la nuestra. Otros proyectiles se hundieron en los prados inundados por la lluvia. Parecía que no explotaban, pero abrían embudos enormes. Aleccionado por las experiencias del día anterior elegí, en el gran campo de coles que quedaba detrás del puesto de mando del regimiento, un embudo que estaba aislado e inspiraba confianza; cada vez que nos bombardeaban permanecía en él y no me separaba de allí sin antes haber dejado pasar un oportuno intervalo de seguridad. Ese día recibí la noticia, que me afectó mucho, de la muerte del alférez Brecht; había caído luchando en el campo de embudos situado a la derecha de la Granja del Norte, mientras desempeñaba sus tareas de oficial de reconocimiento. Era uno de los pocos hombres que incluso en aquella guerra de material semejaban estar rodeados de un aura especial; parecía invulnerable. Hombres como él son fáciles de reconocer, pues se destacan de la masa de los demás —son los que ríen cuando llega la orden de atacar—. La idea de que tal vez uno mismo no seguirá viviendo mucho tiempo nos invade involuntariamente cuando recibimos la noticia de muertes como ésa.
Un fuego de tambor de una violencia extraordinaria llenó todas las horas de la mañana del 26 de octubre. También nuestra artillería redobló su furia al divisar las señales de petición de tiro de barrera que se alzaban en la primera línea. Todos los bosquecillos y todos los setos estaban erizados de cañones; detrás de ellos realizaban su labor los medio ensordecidos artilleros.
Los heridos que regresaban de la primera línea traían noticias confusas y exageradas sobre un ataque inglés; en vista de ello, a las once me ordenó el mando que me dirigiese con mis cuatro hombres hacia delante y averiguase más exactamente lo que ocurría. Nuestra ruta atravesaba zonas batidas por un fuego intenso. Nos encontramos con numerosos heridos; uno de ellos, el alférez Spitz, jefe de la Duodécima Compañía, tenía un balazo en la barbilla. Ya en el terreno que quedaba delante de la galería ocupada por el jefe de las tropas combatientes me vi envuelto en un fuego preciso de ametralladora, señal de que el enemigo había hundido nuestras líneas. El comandante Dietlein, jefe del Tercer Batallón, me confirmó esta sospecha. A aquel viejo oficial lo encontré muy ocupado en salir a gatas de la puerta de su fortín de hormigón, cubierto ya por el agua hasta tres cuartos de su altura, y en repescar con mucho ahínco su pipa de espuma de mar, que se le había caído en el cieno.
Los ingleses habían penetrado en nuestra primera línea y se habían apoderado de una loma desde la que podían batir con sus disparos el cauce del arroyo Padde, donde estaba el jefe de las tropas combatientes. Con unas rayas rojas señalé en mi mapa este cambio de la situación y luego animé a mis hombres a cruzar otra vez a la carrera aquel barrizal. A toda prisa atravesamos, dando saltos, la zona llana que quedaba a la vista del enemigo; una vez que llegamos detrás de la primera elevación del terreno acortamos el paso y nos dirigimos hacia la Granja del Norte. A nuestra derecha y a nuestra izquierda caían en el fango las granadas y lanzaban a lo alto gigantescos conos de cieno, que iban rodeados de innumerables salpicaduras. La Granja del Norte estaba batida por granadas de efecto explosivo y nos fue preciso salvarla a saltos. Cuando estallaban, aquellos artefactos producían una detonación atroz y ensordecedora. Llegaban en ráfagas, a intervalos muy cortos; había que ganar terreno con un rápido salto y luego aguardar en un embudo la llegada del próximo proyectil. En el tiempo que mediaba entre el primer aullido lejano y la explosión cercanísima a nosotros, la voluntad de vivir se contraía con una convulsión especialmente dolorosa, pues el cuerpo se veía obligado a aguardar indefenso e inmóvil su destino.
Entre los proyectiles de grueso calibre iban mezclados también
shrapnels
; uno de ellos arrojó con gran estruendo su carga de balines en medio de nosotros. Uno de los hombres que me acompañaba fue alcanzado en el borde posterior de su casco de acero y tirado al suelo. Allí estuvo algún tiempo aturdido, pero luego se levantó de repente y siguió corriendo. El terreno que rodeaba la Granja del Norte estaba cubierto de una muchedumbre de cadáveres horrorosamente destrozados.
Nos entregábamos con mucho celo a nuestra tarea de reconocedores del terreno y por ello tuvimos acceso con frecuencia a lugares que poco antes habían sido intransitables. Echábamos así una ojeada a los fenómenos ocultos que acontecen en el campo de batalla. En todas partes topamos con las huellas de la Muerte; parecía que ningún alma viviente habitara aquel desierto. Aquí yacía, detrás de un seto derruido, un grupo de hombres; los cuerpos estaban aún cubiertos por la tierra reciente que sobre ellos había caído como una lluvia después de la explosión. Allí yacían dos enlaces, derribados junto a un embudo del que seguía brotando el vaho sofocante de los gases explosivos. En otro lugar encontramos numerosos cadáveres diseminados en una pequeña extensión: allí había muerto sin duda una unidad de camilleros, caída en el centro de un remolino de fuego, o tal vez fueran los hombres de una sección de la reserva que se habían extraviado. Nosotros aparecíamos y abarcábamos de una ojeada los secretos de aquellos rincones mortales; luego desaparecíamos.
Tras haber cruzado rápidamente, sanos y salvos, el barranco situado detrás de la carretera que unía Passchendaale con Westroosebeke, pudimos presentar nuestro informe al coronel von Oppen.
A las seis de la mañana siguiente el mando me envió hacia la primera línea con la misión de comprobar si nuestro regimiento mantenía el contacto con las unidades vecinas; y si lo mantenía, en qué lugares lo hacía. En el camino me tropecé con el sargento Ferchland; iba a transmitir a la Octava Compañía la orden de que avanzase hacia Goudberg y cerrase, en el caso de que la hubiera, la brecha entre nosotros y el regimiento que quedaba a nuestra izquierda. Lo mejor que podía hacer para cumplir con toda rapidez mi misión era acompañarlo. Tras una larga búsqueda encontramos al jefe de la Octava Compañía, mi amigo Tebbe; estaba en una inhóspita zona de embudos, cerca de la cabecera de transmisión de mensajes. Se mostró muy poco contento de que se le ordenase realizar a plena luz del día un movimiento tan llamativo como aquél. Mantuvimos una charla lacónica; sobre ella gravitaba la indecible desolación del campo de embudos, que estaba iluminado por la luz de la amanecida. Encendimos un cigarrillo y aguardamos a que la compañía se reuniese.
No habíamos andado más que unos pocos pasos cuando nos llegó, desde una loma que quedaba enfrente de nosotros, un fuego preciso de infantería; tuvimos que avanzar a saltos, de uno en uno, y de embudo en embudo. Cuando estábamos atravesando la pendiente inmediata alcanzó el fuego tal intensidad que Tebbe ordenó a sus hombres que ocupasen una posición en los embudos para esperar el amparo de la noche. Fumando su puro recorrió el sector y distribuyó los pelotones.
Decidí seguir adelante, para comprobar las dimensiones de la brecha, pero antes me tomé un instante de reposo en el embudo de Tebbe. En castigo por aquel audaz movimiento de avance de la compañía, la artillería enemiga comenzó a centrar sus tiros en la zona donde nos hallábamos. Una granada explosiva que reventó con violencia en el borde del embudo en que estábamos refugiados, y que con sus salpicaduras me llenó de barro tanto el mapa como los ojos, me incitó a irme de allí. Me despedí de Tebbe y le deseé mucha suerte en las próximas horas. Cuando me iba me gritó:
—¡Santo Dios, haz que anochezca, que la mañana llegará por sí sola!
Atravesamos con precaución el cauce del arroyo Padde, que quedaba expuesto a las vistas del enemigo; nos ocultamos detrás del ramaje de unos álamos negros derribados por los disparos y utilizamos sus troncos como pasarelas. De vez en cuando uno de nosotros se hundía en el cieno hasta más arriba de la cintura; sin la ayuda de las culatas de los fusiles que sus camaradas le tendían para salvarlo, indefectiblemente habría muerto ahogado. Elegí como punto de orientación de nuestra marcha un fortín de hormigón rodeado por un grupo de soldados. Delante de nosotros iba caminando en la misma dirección una angarilla arrastrada por cuatro camilleros. Me quedé perplejo al ver que un herido era llevado hacia delante; miré con mis prismáticos y divisé una serie de figuras que vestían uniformes de color caqui y que portaban cascos planos en la cabeza. En ese mismo instante sonaron los primeros disparos. Como nos era imposible ponernos a cubierto, echamos a correr hacia atrás, mientras las balas caían a nuestro alrededor y levantaban salpicaduras de cieno. Aquella apresurada carrera por la zona empantanada fue extremadamente fatigosa, pero una ráfaga de granadas de efecto explosivo que nos llegó cuando, al quedarnos completamente sin aliento, nos ofrecimos por un instante como blanco a los ingleses, nos devolvió nuestro vigor. Aquella ráfaga nos aportó algo bueno, sin embargo, y fue que su humareda nos puso a cubierto de las vistas del enemigo. Lo que en aquella carrera resultaba desagradable era la perspectiva de caer herido; si eso ocurriera, uno se convertiría indefectiblemente en un «cadáver de pantano». Cuando pasábamos a toda prisa por las crestas de los embudos parecía que estuviésemos recorriendo las estrechas paredes de las celdillas de un panal. Regatos ensangrentados revelaban que en aquel sitio habían desaparecido ya muchos hombres.
Mortalmente agotados alcanzamos el puesto de mando del regimiento; allí entregué mi croquis e informé de la situación. Habíamos averiguado dónde estaba la brecha. Tebbe avanzaría aquella noche para cerrarla.
El 28 de agosto nos relevó otra vez el 10.º Regimiento de reserva bávaro; quedamos acantonados en las aldeas situadas detrás del frente, preparados para entrar en acción en cualquier momento. La plana mayor de nuestro regimiento se trasladó a Most.
Aquella noche celebramos en el salón de una taberna abandonada el compromiso matrimonial y el ascenso del alférez Zürn, que acababa de regresar de permiso. En castigo por esta ligereza nuestra, a la mañana siguiente cayó sobre nosotros un gigantesco tiro de tambor; a pesar de la distancia rompió los cristales de las ventanas de la habitación en que me alojaba. Era evidente que en la brecha había habido sorpresas. Corría el rumor de que los ingleses habían penetrado en la posición defendida por nuestro regimiento. Pasé el día, aguardando órdenes, en el puesto de observación del mando supremo de la división; en sus alrededores caía un débil fuego disperso. Una granada de pequeño calibre penetró por la ventana de una casita. De ella salieron precipitadamente tres soldados de artillería; iban heridos y estaban cubiertos por el polvo de los ladrillos; otros tres yacían muertos bajo los escombros.
A la mañana siguiente el jefe bávaro me dio la siguiente orden escrita:
«Los repetidos y violentos ataques del adversario han hecho retroceder todavía más la posición del regimiento situado a nuestra izquierda y han agrandado mucho la brecha entre ese regimiento y el nuestro. Como había peligro de que la posición de nuestro regimiento quedase envuelta por el flanco izquierdo, ayer noche se lanzó al contraataque el Primer Batallón del 73.º Regimiento de fusileros, pero, al parecer, un fuego de barrera lo dispersó y no llegó hasta el enemigo. Esta mañana ha sido enviado a tapar la brecha el Segundo Batallón. Hasta el momento carecemos de noticias. Es preciso averiguar la posición tanto del Primer Batallón como del Segundo».
Me puse en camino para cumplir mi misión. Ya en la Granja del Norte me encontré con el capitán von Brixen, jefe del Segundo Batallón, quien llevaba en el bolsillo un croquis de la posición. Hice una copia. En realidad, ya habría cumplido con esto mi tarea, pero seguí avanzando hacia el fortín de hormigón ocupado por el jefe de las tropas combatientes, pues quería tener una visión personal de lo ocurrido. En el camino encontré numerosos caídos; en algunos casos eran sus pálidos rostros lo único que de los embudos llenos de agua emergía; en otros los cuerpos estaban ya enteramente cubiertos por el cieno, de manera que sólo cabía conjeturar la figura humana. En las mangas de la mayoría de aquellos caídos lucía el brazalete azul con la inscripción «Gibraltar».