Tempestades de acero (35 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Durante aquellos minutos podía ver sin estremecerme los muertos por encima de los cuales pasaba a cada salto. Todos ellos yacían en esa postura relajada y suavemente tendida que es peculiar de los instantes en que la Vida se despide. Mientras iba saltando de aquella manera tuve una discusión con el oficial ayudante, que era en verdad un tipo loco. Reivindicaba para sí el primer lugar y me exigía que yo no lanzase granadas, sino que se las fuera pasando a él. En medio de los gritos breves, terribles, con que en esos momentos se regula el trabajo y se atiende a los movimientos del adversario, oía de vez en cuando su voz:

—¡
Solo uno
arroja granadas! ¡Yo he sido instructor en el batallón en que se han formado las unidades de asalto!

Hombres del 225.º Regimiento, que nos iban siguiendo, limpiaron una trinchera que se desviaba a la derecha. Cogidos en un movimiento de tenaza, los ingleses intentaron huir a campo abierto. Fueron abatidos por los disparos que inmediatamente se hicieron contra ellos desde todos los lados.

La Posición Sigfrido fue funesta también para los otros, para aquellos a quienes nosotros íbamos pisando los talones. Intentaron escapar por una trinchera de enlace que torcía hacia la derecha. Saltamos a los apostaderos y lo que desde ellos vimos nos arrancó de las gargantas un salvaje grito de júbilo. La trinchera por la que pretendían escabullirse daba la vuelta y, como la armadura curva de una lira, volvía hacia donde estábamos nosotros; en sus sitios más estrechos quedaba apenas a diez metros de distancia. Tenían, pues, que volver a pasar por nuestro lado. Desde el lugar elevado en que nos hallábamos podíamos ver los cascos de acero de los ingleses, que iban dando trompicones por causa de la prisa y del nerviosismo. Arrojé una granada de mano a los pies de los que iban en cabeza; se pararon desconcertados, y los que venían detrás quedaron atascados. Habían caído en un atolladero terrible. Como bolas de nieve cruzaban el aire nuestras granadas de mano, envolviéndolo todo en una humareda de color blanco lechoso. Desde abajo nos iban pasando lo proyectiles. Entre los hacinados ingleses brillaban relámpagos que arrojaban a lo alto girones de uniformes y cascos de acero. Gritos de furia se mezclaban con gritos de angustia. Con los ojos cegados por el fuego subimos de un salto al borde de la trinchera. Hacia nosotros apuntaron los fusiles de toda aquella zona.

En medio de aquella barahúnda algo parecido a un martillazo me tiró al suelo. Al volver en mí me quité el casco y contemplé horrorizado que en su metal había dos grandes agujeros. El sargento aspirante a oficial Mohrmann, que acudió en mi ayuda, me tranquilizó asegurándome que lo único que se veía en la parte de atrás de la cabeza era un rasguño que sangraba. La bala disparada por un tirador lejano había perforado mi casco de acero y rozado el cráneo. Medio aturdido, y una vez me hubieron vendado a la ligera, volví hacia atrás con pasos vacilantes, para alejarme de aquel foco de la lucha. Acababa de pasar el primer través cuando llegó corriendo detrás de mí un soldado y me dijo a gritos que en aquel mismo sitio había caído muerto Tebbe de un balazo en la cabeza.

Esta noticia me dejó completamente anonadado. ¡Un amigo dotado de unas cualidades tan magníficas, con el que durante años había compartido alegrías, tristezas y peligros, un amigo que pocos minutos antes me había gritado una broma, un amigo como aquél había sido matado por un diminuto pedazo de plomo! Me resistía a comprender aquello, mas, por desgracia, era demasiado cierto.

Simultáneamente se desangraban en aquel asesino tramo de trinchera la totalidad de los suboficiales y un tercio de los soldados de mi compañía. Los tiros en la cabeza caían como granizos. También murió el alférez Hopf, un hombre ya un poco mayor, maestro de profesión, un maestro de escuela alemán en el mejor sentido de la palabra. Mis dos sargentos aspirantes a oficial y otros muchos hombres fueron heridos. Pese a todo, la Séptima Compañía, bajo el mando del alférez Hoppenrath, único oficial aún no herido, conservó, hasta que llegó el relevo, la posición que había conquistado.

Entre todos los momentos excitantes de la lucha no hay ninguno que lo sea tanto como el encuentro de dos jefes de unidades de asalto entre los estrechos taludes de barro de la posición de combate. Allí no hay vuelta atrás ni hay compasión. Esto lo sabe bien todo el que ha visto en su reino a esos hombres, a los príncipes de la trinchera, hombres de rostros duros, decididos, hombres temerarios, que saltan ágilmente adelante y atrás, hombres de ojos avizores y sedientos de sangre, hombres que están a la altura de su momento y que ningún comunicado cita.

En el camino de regreso me paré junto al capitán von Brixen; acompañado de algunos soldados, estaba librando un combate de fusil con una serie de cabezas que sobresalían del borde de una trinchera paralela a la nuestra. Me coloqué entre él y otro tirador y estuve observando los impactos de las balas. Me hallaba como en sueños, en ese estado de ánimo que sigue al choque propiamente dicho causado por la herida, y no caía en la cuenta de que mi venda, que era como un turbante blanco, resultaba visible desde lejos.

De pronto un golpe en la frente me arrojó al piso de la trinchera mientras mis ojos quedaban cegados por la sangre que corría. Al mismo tiempo que yo se desplomó el hombre que estaba a mi lado y comenzó a gemir. Un balazo sin orificio de salida, que atravesaba el casco y las sienes. El capitán temió perder aquel día a su segundo jefe de compañía. Pero, tras un examen más detenido, lo único que descubrió fueron dos agujeros superficiales junto al nacimiento del cabello. Tal vez los había causado el proyectil que reventó junto a nosotros, o tal vez procedían de los pedazos del casco de acero del otro herido. Este hombre y yo llevamos en el cuerpo el metal de un mismo proyectil. Me visitó después de la guerra; trabajaba en una fábrica de cigarrillos y desde que recibió aquel balazo andaba débil de salud y tenía un comportamiento extraño.

Debilitado por aquella nueva pérdida de sangre, me uní al capitán, que regresaba a su puesto de mando. Atravesamos a la carrera la periferia, fuertemente bombardeada, de la aldea de Moeuvres y llegamos al abrigo situado en el lecho del canal; allí me vendaron bien y me pusieron una inyección antitetánica.

Por la tarde monté en un camión y fui hasta Lécluse. Allí informé al coronel von Oppen durante la cena. Medio dormido, pero de un humor excelente, vacié con él una botella de vino y luego me despedí. Con el sentimiento del deber cumplido me arrojé, tras un día tan agitado, en la cama que mi fiel Vinke me había preparado.

Dos días después llegó a Lécluse nuestro batallón. El 4 de diciembre el jefe de la división, el general von Busse, dirigió una arenga a los batallones que habían participado en aquella batalla y mencionó de modo especial a la Séptima Compañía. Al frente de ella desfilé con la cabeza vendada.

Tenía derecho a sentirme orgulloso de mis hombres. Apenas ochenta soldados habían conquistado un largo tramo de trinchera, capturado un gran número de ametralladoras, lanzaminas y material diverso, y hecho doscientos prisioneros. Tuve la satisfacción de poder anunciar una serie de ascensos y condecoraciones. El alférez Hoppenrath, jefe de las tropas de choque, el sargento aspirante a oficial Neupert, el soldado que se lanzó al asalto del fortín de madera, y también Kimpenhaus, el valiente defensor de la barricada, prendieron en su pecho la bien merecida Cruz de Hierro de primera clase.

No quise causar molestias en los hospitales con mi quinta herida doble, sino que dejé que se curase durante un permiso navideño que me concedieron. El rasguño de la parte de atrás de la cabeza se cerró por sí solo; el casco de metralla en la frente se me quedó dentro y fue a hacer compañía a otros dos que, desde los días de Regniéville, tenía ya en la mano izquierda y en el lóbulo de una oreja. Por aquellas fechas tuve la sorpresa de recibir en mi casa la Cruz de Caballero de la Orden de la Casa de Hohenzollern.

Esta cruz con borde de oro, así como una copa de plata con la inscripción «Al vencedor de Moeuvres», regalada por los otros jefes de compañía de mi batallón, son mis recuerdos de la doble Batalla de Cambrai, que pasará a la historia como una primera tentativa de superar con métodos nuevos la mortal pesadez de la guerra de posiciones.

También me llevé a casa mi perforado casco de acero; lo conservo como pareja de aquel otro que llevaba el teniente de los lanceros indios en el momento en que al frente de sus hombres se lanzaba contra nosotros.

Junto al arroyo Cojeul

Ya antes de irme de permiso relevamos en la primera línea a la Décima Compañía, el 9 de diciembre de 1917, tras unos pocos días de descanso. Ha quedado indicado antes que la posición estaba situada delante de la aldea de Vis-en-Artois. Los límites de mi sector eran los siguientes: por la derecha, la carretera que unía Arras con Cambrai; por la izquierda, el lecho fangoso del arroyo Cojeul. El contacto con la compañía vecina lo mantenían patrullas nocturnas que iban y venían de un lado a otro cruzando el arroyo. Una elevación del terreno, que se alzaba entre las primeras trincheras de ambos bandos, nos impedía ver la posición enemiga. Fuera de algunas patrullas que por las noches venían hasta nuestras alambradas y del zumbido de un motor eléctrico instalado en la cercana Granja de San Huberto, la infantería enemiga no dio señales de vida. Muy desagradables fueron, en cambio, los frecuentes ataques por sorpresa con minas de gas, que se cobraron varias víctimas. El enemigo realizaba esos ataques por medio de varios centenares de tubos de hierro introducidos en la tierra; la carga se hacía estallar eléctricamente y ocasionaba una ráfaga de llamas. Tan pronto brillaba aquel resplandor, se daba a gritos la alarma de gas, y quien no tenía colocada delante de su boca la máscara antes de que el gas llegase lo pasaba mal. En algunos puntos el gas alcanzaba, sin embargo, una densidad casi absoluta, de modo que de nada servía la máscara, por la sencilla razón de que no había oxígeno que respirar. Esto nos produjo varias bajas.

Mi abrigo estaba excavado en el escarpado talud de una gravera que abría sus fauces detrás de la posición y que casi todos los días era bombardeada intensamente. Detrás de la gravera se alzaba una silueta negra, el armazón de hierro de una destruida fábrica de azúcar.

Aquella gravera era un lugar siniestro. Entre los embudos, que se encontraban llenos de material de guerra ya utilizado, estaban clavadas las cruces, inclinadas por el viento, de numerosas tumbas en estado de abandono. Por la noche no se veía a dos dedos de los ojos, y si uno no quería salirse del seguro sendero formado por los enjaretados de hierro e ir a parar al lodo del cauce del Cojeul, se veía obligado, una vez que se había extinguido el resplandor de la bengala anterior, a aguardar a que se elevase la siguiente.

Cuando no tenía nada que hacer en la trinchera de los centinelas, aún en construcción, pasaba los días dentro de mi gélida galería, leía un libro y, para entrar en calor, golpeaba con los pies los marcos de madera de la galería. También servía para calentarnos la botella llena de menta verde que teníamos escondida en un agujero de la roca calcárea; mis ordenanzas y yo ingeríamos grandes tragos de aquel licor.

Pasábamos un frío tremendo; pero aquel lugar se habría vuelto inhabitable si hubiéramos dejado que desde la gravera ascendiese al nublado cielo de diciembre la humareda de una pequeña fogata. Hasta aquel momento el enemigo parecía creer que nuestro puesto de mando se hallaba instalado en la fábrica de azúcar y contra aquella chatarra vieja malgastaba casi todos sus proyectiles. Nuestros ateridos miembros no recobraban vida hasta que no llegaba la oscuridad. Entonces encendíamos nuestra pequeña estufa, que, junto a una humareda espesa, también desprendía un agradable calor. A poco se oía en la escalera de la galería el tintineo producido por las cacerolas de los encargados de traer el rancho, que regresaban de Vis. Aquellas cacerolas eran esperadas ansiosamente, y cuando judías y fideos interrumpían la perpetua repetición de colinabos, sopas de avena y legumbres secas, nuestra moral no dejaba nada que desear. A veces, mientras estaba sentado a mi pequeña mesa, me divertía escuchando las primitivas charlas de los ordenanzas. Envueltos en las nubes de humo de los cigarros, permanecían acurrucados alrededor de la estufa; encima de ésta había una cacerola llena de ponche, que difundía unos aromas muy fuertes. En aquellas charlas de los ordenanzas se comentaban de un modo muy prolijo la guerra y la paz, la lucha y la patria, los descansos y los permisos. También se hablaba de otros asuntos, y a propósito de ellos pesqué al vuelo algunas frases muy enjundiosas. Así, un enlace que marchaba de permiso se despidió de sus camaradas con estas palabras:

—Chicos, pero qué bonito es eso de que, ya en casa, estés metido en la cama la primera noche y acuda tu mujercita a apretujarse a tu lado, muy cerca, muy cerca.

El 19 de enero vinieron a relevarnos a las cuatro de la madrugada y, en medio de un violento temporal de nieve, marchamos a pie hasta Gouy. En esta aldea permanecimos bastante tiempo, dedicados a prepararnos para las tareas de la gran ofensiva. De las instrucciones dadas por Ludendorff para el entrenamiento de la tropa, que fueron distribuidas hasta el escalón de los jefes de compañía, pudimos deducir que muy pronto se iba a hacer el intento de decidir la guerra mediante un golpe poderoso.

Nos entrenamos en las casi olvidadas modalidades del combate de tiradores y de la guerra de movimiento. También hicimos con mucho celo ejercicios de tiro de fusil y de tiro de ametralladora. Como todas las aldeas situadas detrás del frente estaban abarrotadas hasta la última buhardilla, utilizábamos como campo de tiro cualquier talud que a ello se prestase, de manera que a veces los proyectiles centelleaban sobre el terreno como si estuviéramos en un combate. Uno de los tiradores de mi compañía derribó de su montura, con un disparo de su ametralladora ligera, al jefe de un regimiento distinto del nuestro, cuando se hallaba en pleno comentario de la maniobra. Por suerte el herido salió del trance con un balazo leve en una rodilla.

En complicados sistemas de trincheras realicé algunas veces simulacros de ataque con fuego real de granadas de mano; queríamos sacar provecho de las experiencias de la Batalla de Cambrai. También en estos ejercicios hubo heridos.

El 24 de enero se despidió de nosotros el coronel von Oppen; marchaba a Palestina a tomar el mando de una brigada. Desde el otoño de 1914 había estado ininterrumpidamente al frente de nuestro regimiento, cuyo historial guerrero se halla estrechamente vinculado a su nombre. El coronel von Oppen era un ejemplo viviente de que hay seres humanos nacidos para mandar. A su alrededor reinaba siempre una atmósfera de orden y de confianza. El regimiento es la última unidad del ejército en que los hombres pueden conocerse todavía personalmente; es, por así decirlo, la más grande de las familias del soldado, y la impronta que en ella deja un hombre de las cualidades del coronel von Oppen repercute de modo invisible en millares de soldados. Por desgracia no se cumplieron sus palabras de despedida, que fueron éstas:

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