Tempestades de acero (36 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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—¡Hasta la vista en Hannover!

Murió poco después, víctima del cólera asiático. Estaba ya enterado de su muerte cuando recibí una carta escrita de su propia mano. Es mucho lo que le debo.

El 6 de febrero volvimos a trasladarnos a Lécluse. El 22 nos instalamos durante cuatro días en el campo de embudos situado a la izquierda de la carretera Dury-Hendecourt; allí realizamos por la noche trabajos de fortificación en la primera línea. Aquella posición, que se encontraba enfrente del montón de ruinas a que había quedado reducida la aldea de Bullecourt, me hizo ver con claridad que en aquel sitio iba a desarrollarse una parte del poderoso ataque del que se hablaba en voz baja, con mucha expectación, en todo el frente occidental.

En todas partes se trabajaba con una prisa febril, en todas partes se excavaban galerías y se trazaban caminos nuevos. El campo de embudos estaba sembrado de carteles que se alzaban en medio del pelado terreno; en ellos había jeroglíficos, que sin duda señalaban el emplazamiento de las baterías y de los puestos de mando. Nuestros aviones realizaban continuos vuelos de obstrucción para impedir que los aviones enemigos observasen nuestro campo. Con objeto de que la tropa supiese exactamente la hora, cada mediodía se dejaba caer, a las doce en punto, una bola negra desde los globos cautivos; aquella bola negra desaparecía a las doce y diez.

A finales de mes regresamos a pie a Gouy, a nuestros viejos acuartelamientos. Tras haber realizado varias maniobras en el escalón del batallón y del regimiento, la totalidad de la división ejecutó por dos veces una maniobra de ruptura del frente enemigo en una gran posición señalada con cintas blancas. Luego el jefe de la división pronunció una arenga; de ella pudimos todos deducir claramente que el ataque se desencadenaría en los próximos días.

Me gusta recordar la última noche. Estuvimos sentados, bebiendo, en torno a una mesa y, con las cabezas ardientes, charlamos de la inminente guerra de movimiento. Llevados por nuestro entusiasmo gastamos en vino hasta la última moneda que nos quedaba, pues ¿para qué necesitábamos ya dinero? Al día siguiente estaríamos, o más allá de las líneas enemigas, o en un Más Allá todavía mejor. El capitán tuvo que recordarnos que también la zona de la retaguardia quería vivir; sólo así pudo quitarnos de la cabeza la idea de estrellar contra las paredes los vasos, las botellas y toda la cristalería.

No nos cabía duda de que el gran plan tendría éxito. Por nosotros no quedaría, en todo caso. También la clase de tropa estaba en buena forma. Cuando uno la oía hablar, a su seca manera —la manera propia de los nativos de la baja Sajonia—, de la inminente «carrera en llano al estilo de Hindenburg», sabía que su actuación sería la de siempre: tenaz, fiable, y sin gritos innecesarios.

El 17 de marzo, después de la puesta del sol, dejamos aquellos alojamientos, a los que habíamos tomado cariño, y marchamos a pie hasta Brunemont. Todas las carreteras estaban abarrotadas de columnas de infantes que avanzaban sin descanso, de innumerables cañones, de convoyes que nunca acababan. El orden que allí reinaba era, no obstante, perfecto, y se guiaba por un plan de movilización cuidadosamente elaborado. Pobre de la tropa que no se atuviese con exactitud a los itinerarios y a los horarios marcados; era expulsada a las cunetas de la carretera y allí tenía que aguardar horas enteras antes de poder encontrar un hueco y meterse en él. También nosotros sufrimos un embotellamiento; en él el caballo del capitán von Brixen quedó ensartado en la vara de un carro, acabando así sus días.

La Gran Batalla

Nuestro batallón quedó acantonado en el castillo de Brunemont. Nos comunicaron que en la noche del 19 de marzo avanzaríamos a pie hasta las primeras líneas y nos instalaríamos en las galerías subterráneas construidas en el campo de embudos, cerca de Cagnicourt; la gran ofensiva comenzaría el 21 de marzo de 1918. A nuestro regimiento se le confió la misión de romper las líneas enemigas entre las aldeas de Ecoust-Saint-Mein y Noreuil y llegar hasta Mory el primer día. Aquella zona había sido nuestro lugar de descanso durante las luchas de posiciones que se desarrollaron delante de Mory; nos era, pues, bien conocida.

Para asegurar el alojamiento de mi compañía envié por delante al alférez Schmidt; era un hombre tan simpático que siempre lo llamábamos «Schmidtito». A la hora fijada emprendimos la marcha a pie desde Brunemont. En un cruce de carreteras, donde nos esperaban las unidades de los guías, se separaron las compañías y continuaron su avance en forma radial. Cuando llegamos a la altura de la segunda línea, que era el lugar en que íbamos a instalarnos aquella noche, se comprobó que nuestros guías se habían extraviado. Comenzó entonces un vagar de un lado para otro en el reblandecido campo de embudos, que estaba muy poco iluminado, y un preguntar a otros guías, cuya ignorancia era igual a la de los nuestros. Para que la tropa no acabase extenuada mandé hacer alto y envié a los guías en diferentes direcciones.

Los pelotones colocaron los fusiles en un montón y se apretujaron dentro de un embudo enorme que había allí; yo y el alférez Sprenger nos sentamos en el borde de un embudo más pequeño. Desde allí veíamos, como desde un balcón, aquel gran cráter que quedaba debajo de nosotros. Hacía ya algún tiempo que venían alzándose, a unos cien pasos por delante de nosotros, llamaradas producidas por explosiones aisladas. Un nuevo proyectil estalló bastante cerca; los cascos de su metralla se estrellaron contra las paredes de barro. Un hombre se puso a gritar diciendo que había sido herido en un pie.

Mientras investigaba con mis manos la enlodada bota del herido buscando el orificio de entrada, grité a los pelotones que se distribuyeran por los embudos de los alrededores.

En aquel momento se oyó, a mucha altura, un nuevo silbido. Todos tuvimos la misma sensación, una sensación que nos estrangulaba; ¡esa granada viene aquí! Luego retumbó un estruendo monstruoso, ensordecedor —la granada había explotado en medio de nosotros.

Me levanté medio aturdido. Incendiadas por la explosión, las cintas de cartuchos irradiaban desde el gran embudo una luz de un crudo color rosa. Aquella luz iluminaba la densa humareda generada por el proyectil, dentro de la cual rotaba una masa de cuerpos negros, e iluminaba también las sombras de los supervivientes, que se desbandaban por todos los lados. Al mismo tiempo resonó un griterío múltiple, espantoso, un griterío de dolor y de peticiones de auxilio. El movimiento rotatorio de la oscura masa en las honduras de aquella olla humeante y ardiente abrió por un segundo, como una visión onírica del infierno, el abismo más profundo del Espanto.

Tras un instante de parálisis, de horror petrificado, me puse en pie de un salto y, como todos los demás, eché a correr a ciegas, hundiéndome en la noche. Caí de cabeza en un agujero, y sólo allí comprendí lo que acababa de suceder. —¡No oír nada más, no ver nada más, alejarse de aquel sitio, desaparecer en la profunda oscuridad!— Pero ¡y mis hombres! Yo era el que tenía que ocuparme de ellos, a mí me habían sido confiados. —Me obligué a mí mismo a regresar a aquel lugar de espanto. Por el camino encontré al fusilero Hailer, el hombre que en Regniéville se había apoderado de la ametralladora enemiga, y me lo llevé conmigo.

Los heridos continuaban lanzando sus gritos terribles. Algunos llegaban hasta mí a rastras y, al reconocer mi voz, me decían entre gemidos:

—¡Mi alférez, mi alférez!

Jasinski, uno de mis reclutas más queridos, al que un casco de metralla le había partido el muslo, se agarró a mis piernas. Maldiciendo mi impotencia, le di unas palmaditas en los hombros, pues no sabía qué otra cosa podía hacer. Instantes como ése se quedan grabados para siempre.

Tuve que dejar a aquel desventurado en manos del único camillero que aún seguía vivo, para conducir fuera de la zona de peligro al puñado de hombres que habían salido ilesos y que se habían congregado a mi alrededor. Media hora antes me hallaba aún a la cabeza de una compañía completa; ahora andaba errante por la maraña de las trincheras con unos pocos hombres enteramente abatidos. Pocos días antes un muchachito se había echado a llorar durante la instrucción porque sus camaradas se burlaban de él; le pesaban demasiado las cajas de munición. Ahora aquel muchachito arrastraba fielmente por nuestros penosos caminos aquella carga, que había conseguido salvar del lugar del horror. La visión de aquello acabó de hundirme. Me arrojé al suelo y prorrumpí en sollozos convulsos, mientras mis hombres, de pie junto a mí, me rodeaban sombríos.

Amenazados a menudo por granadas que explotaban a nuestro lado, anduvimos corriendo durante horas enteras por las trincheras, en las que el cieno y el agua nos llegaban a media pierna. Como no encontramos lo que buscábamos, acabamos metiéndonos, mortalmente agotados, en algunas de las cavidades para la munición abiertas en los taludes. Vinke me cubrió con su manta, pero no pude pegar ojo, y fumando puro tras puro aguardé la llegada del amanecer con una sensación de total indiferencia.

Las primeras luces del día iluminaron una increíble actividad en el campo de embudos. Innumerables unidades de infantería seguían aún buscando sus alojamientos. Los artilleros arrastraban municiones; los encargados de los lanzaminas tiraban de sus vehículos; los telefonistas y los hombres de las señales ópticas tendían sus cables. Aquello era una verdadera feria y se desarrollaba a mil metros del enemigo, que, de manera incomprensible, no parecía notar nada.

Al fin topé con el jefe de la compañía de ametralladoras, el alférez Fallenstein, un viejo oficial del frente, que pudo indicarnos nuestro alojamiento. Sus primeras palabras fueron:

—Pero, hombre, ¿cómo tiene ese aspecto? Su cara está completamente amarilla.

Me señaló con el dedo una gran galería al lado de la cual habíamos pasado corriendo aquella noche seguramente una docena de veces. Dentro de ella encontré a Schmidtito, que nada sabía aún de nuestra desgracia; y también volví a encontrar allí a los hombres que debían habernos conducido a aquel lugar. Desde aquella fecha, siempre que hemos ocupado una posición nueva he elegido yo mismo a los guías, y los he elegido con la máxima prudencia. En la guerra se aprende a fondo, pero las lecciones se pagan caras.

Una vez que dejé allí instalados a los hombres que me acompañaban me encaminé hacia el lugar de los horrores de la noche anterior. Aquel lugar presentaba un aspecto espantoso. Alrededor del calcinado sitio en que había explotado la granada yacían más de veinte cadáveres ennegrecidos; casi todos ellos estaban de tal modo despedazados que resultaban irreconocibles. Más tarde tuvimos que dar por desaparecidos a algunos de los caídos, pues no había quedado el menor rastro de ellos.

Soldados de las trincheras vecinas estaban ocupados en extraer de aquella confusión horrible los ensangrentados objetos propiedad de los muertos y en hacer pillaje de lo que quedaba. Los expulsé de allí y encargué a mi enlace que recogiese las carteras y los objetos de valor, para enviarlos a los familiares. Al día siguiente, sin embargo, al empezar el ataque, hubimos de dejar abandonado todo aquello.

Tuve la alegría de ver que de una galería cercana salía Sprenger con un grupo de hombres que habían pasado allí la noche. Ordené que se me presentaran los jefes de pelotón y supe que aún quedábamos setenta y tres. ¡A la cabeza de más de ciento cincuenta hombres, y con una moral excelente, había partido la noche anterior de Brunemont! Conseguí identificar a más de veinte muertos y a más de sesenta heridos; muchos de éstos sucumbieron más tarde a sus lesiones. Estas investigaciones me obligaron a andar trotando por trincheras y embudos, pero me distraían de las imágenes del horror.

El único, débil consuelo que me quedaba era que las cosas podían haber sido mucho peores. Por ejemplo, el fusilero Rust estaba tan cerca del lugar de la explosión que las correas de sujeción de sus cajas de munición empezaron a arder. El suboficial Peggau, que había de morir, ciertamente, al día siguiente, se hallaba en medio de dos camaradas que quedaron completamente destrozados, pero él ni siquiera recibió un rasguño.

En un estado de total abatimiento pasamos el resto del día, durmiendo casi siempre. Yo tuve que acudir a menudo al puesto de mando del jefe de nuestro batallón, pues una y otra vez había que comentar algún detalle del ataque. El resto del tiempo lo pasé echado en un camastro y conversando con mis dos oficiales acerca de los asuntos más triviales; de este modo procuraba librarme de los pensamientos que me torturaban. El estribillo perpetuo era éste: «Gracias a Dios, lo más que nos puede ocurrir es que nos maten a tiros». Poco efecto parecieron causar algunas palabras con que intenté reanimar a mis hombres, que en silencio permanecían acurrucados en la escalera de la galería. Tampoco yo estaba en condiciones de confortar a los demás.

A las diez de la noche trajo un enlace la orden de que saliéramos hacia la primera línea. Cuando un animal del desierto es arrojado violentamente de su cubil, o un marinero siente hundirse bajo sus pies la tabla salvadora, seguramente experimentan sensaciones parecidas a las que tuvimos nosotros al vernos obligados a separarnos de la segura y tibia galería para salir a la noche inhóspita.

Fuera había ya mucho movimiento. Bajo un intenso fuego de
shrapnels
recorrimos apresuradamente la denominada «Trinchera Félix» y llegamos a la primera línea sin haber sufrido bajas. Mientras íbamos serpenteando por las trincheras, por encima de nuestras cabezas las cruzaba ya, sirviéndose de pasarelas, la artillería, que se dirigía hacia posiciones avanzadas. El sector asignado a nuestro regimiento —los primeros que íbamos a entrar en acción éramos nosotros, su batallón más avanzado— era muy estrecho. En un santiamén se llenaron hasta arriba todas las galerías. Los hombres que quedaron fuera se cavaron agujeros en los taludes, con objeto de tener al menos una pequeña protección mientras durase el fuego de artillería que iba a preceder al ataque. Después de muchas idas y venidas todos encontraron al fin un agujero. El capitán von Brixen reunió una vez más a los jefes de compañía para darles instrucciones. Por última vez comparamos los relojes; luego nos separamos con un apretón de manos.

En la escalera de una galería me senté al lado de mis dos oficiales para aguardar la llegada de las cinco y cinco, hora en que comenzaría la preparación artillera. Nuestra moral había mejorado un poco, pues ya no llovía y la noche estrellada prometía una mañana seca. Pasamos el tiempo fumando y charlando. A las tres desayunamos; la cantimplora pasó de mano en mano. En las primeras horas del día fue tan viva la actividad de la artillería enemiga que temimos que los ingleses se hubieran olido algo. Algunas de las numerosas pilas de munición distribuidas en el terreno volaron por los aires.

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