Tempestades de acero (40 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Desde hacía bastante tiempo se venía observando movimiento en la posición de Vraucourt. En aquel momento vimos, justo delante de nosotros, las trayectorias curvas y las explosiones de las granadas de mango alemanas, que producían un humo blanco. Había llegado el momento.

Di la orden de entrar en acción, o, mejor dicho, me lancé sin más contra la posición alzando el brazo derecho. El enemigo abrió fuego contra nosotros, pero no muy intenso. Llegamos hasta la trinchera enemiga y saltamos dentro; allí nos recibió con alegría una unidad de asalto del 76.º Regimiento. Igual que en Cambrai, la conquista de la posición, que realizamos con un movimiento envolvente, progresó con lentitud. Por desgracia la artillería enemiga no tardó en darse cuenta de que íbamos devorando tenazmente sus líneas. Un intenso ataque artillero por sorpresa, con
shrapnels
y granadas de grueso calibre, apenas alcanzó a los que iban delante; la mayor parte de los proyectiles cayó sobre los refuerzos que, a nuestras espaldas, corrían a campo descubierto hacia las trincheras. Notamos que los artilleros enemigos nos arrojaban sus adoquines sirviéndose de observación directa. Aquello fue para nosotros como un latigazo violento; para escapar de aquel fuego nos esforzamos en acabar lo más pronto posible con nuestro adversario.

Al parecer, la posición de Vraucourt se hallaba aún a medio construir, pues muchos tramos de trincheras estaban señalados únicamente por el levantamiento de la capa herbácea. Cuando cruzábamos de un salto uno de aquellos tramos, el fuego de los alrededores se concentraba sobre nosotros. También, por nuestro lado, batíamos con el fuego a los adversarios que iban corriendo delante de nosotros por aquellos senderos mortales, de manera que las zonas marcadas estuvieron pronto sembradas de heridos. Fue aquella una cacería salvaje, desarrollada bajo nubes de
shrapnels
. Pasábamos presurosos al lado de fornidas figuras aún calientes, bajo cuyas cortas faldas brillaban rodillas vigorosas, o bien nos arrastrábamos por encima de ellas. Eran escoceses, y su modo de resistir indicaba que nos las habíamos con hombres de verdad.

Tras haber ganado unos centenares de metros nos obligaron a detenernos las granadas de mano y las de fusil que nos caían encima con creciente intensidad. Había el peligro de que la tortilla se volviese. La situación comenzó a ponerse crítica; empecé a oír gritos nerviosos:

—¡Los Tommys inician un contraataque!

—¡Quédate donde estás!

—¡Pero si yo sólo quiero tomar contacto!

—¡Granadas de mano hacia delante, granadas de mano, granadas de mano!

—¡Cuidado, mi alférez!

Precisamente en las luchas de trincheras son siempre fatales estos contraataques. Una pequeña unidad de choque avanza en cabeza disparando tiros y lanzando granadas de mano. Cuando los granaderos dan saltos atrás y adelante para esquivar los demoledores proyectiles, tropiezan con los hombres que les van pisando los talones y que llegan en grupos demasiado compactos. Fácilmente se origina entonces un desconcierto. Algunos intentan entonces replegarse saltando a campo descubierto y son víctimas del fuego de tiradores escogidos; esto enardece mucho al adversario.

Conseguí reunir a un puñado de hombres y con ellos organicé un nido de resistencia detrás de un ancho través. La trinchera quedaba franca, a modo de corredor común, para nosotros y para los escoceses. A distancia de pocos metros intercambiamos disparos con un enemigo invisible. Hacía falta valor para mantener alta la cabeza en medio de aquellas detonantes explosiones, mientras la arena del través era lanzada a lo alto como por un latigazo. Un hombre de 76.º Regimiento que estaba a mi lado, un hercúleo cargador del puerto de Hamburgo, estuvo disparando cartucho tras cartucho, sin pensar en cubrirse. Mientras disparaba, mostraba un rostro feroz. Por fin se derrumbó bañado en sangre. Una bala, que produjo un chasquido semejante al de una tabla al rajarse, le había perforado la frente. Dobló las rodillas en un rincón de la trinchera y allí se quedó en cuclillas, con la cabeza apoyada en el talud. Su sangre caía sobre el piso de la trinchera como si la volcasen de un cubo. Sus ronquidos estertóreos se fueron espaciando cada vez más, hasta que finalmente enmudecieron del todo. Empuñé su fusil y seguí disparando. Por fin hubo un momento de calma. Dos de nuestros hombres que habían permanecido tumbados en el suelo delante de nosotros intentaron replegarse a saltos, a campo descubierto. Uno cayó dentro de la trinchera con un balazo en la cabeza, el otro no pudo alcanzarla más que a rastras, pues había recibido un tiro en el vientre.

A la espera de los acontecimientos nos sentamos en el piso de la trinchera y fumamos cigarrillos ingleses. De vez en cuando llegaban como flechas granadas de fusil; las disparaban con mucha puntería. Podíamos verlas aproximarse y las esquivábamos dando saltos. El hombre herido en el vientre, un muchacho jovencísimo, estaba tendido en medio de nosotros y se estiraba casi voluptuosamente, como un gato, a los cálidos rayos del sol poniente. Se durmió para siempre con una sonrisa de niño. Al ver aquello no experimenté ningún sentimiento de pesadumbre, sino sólo un fraterno sentimiento de simpatía por el moribundo. También los gemidos de su camarada enmudecieron poco a poco. Murió en medio de nosotros, entre accesos de escalofríos.

Varias veces intentamos avanzar, caminando muy agachados por las zanjas señaladas para hacer las trincheras y arrastrándonos por encima de los cadáveres de los escoceses, pero una y otra vez nos empujaron hacia atrás los disparos de tiradores enemigos escogidos y las granadas de fusil. Casi todas las balas que dieron en el blanco y que yo vi fueron mortales. La parte delantera de la trinchera se fue llenando poco a poco de heridos y muertos; para sustituirlos llegaban continuamente refuerzos desde atrás. Pronto quedó emplazada detrás de cada través una ametralladora ligera o pesada. Con ellas fuimos sometiendo a una presión cada vez mayor la totalidad de la trinchera ocupada por los ingleses. También yo me aposté detrás de una de aquellas «jeringuillas de balas» y disparé hasta que el dedo índice se me puso negro por el humo. Es posible que fuera allí donde «atrapase» con mis disparos a un escocés que después de la guerra me escribió una simpática carta desde Glasgow; en ella indicaba exactamente el lugar en que había sido herido. Cuando se evaporaba el agua de refrigeración de las ametralladoras, hacíamos pasar de mano en mano el recipiente y lo volvíamos a llenar por un procedimiento natural entre bromas no muy finas. Pronto empezaron las armas a ponerse al rojo vivo.

El sol estaba a muy baja altura sobre el horizonte; la segunda jornada de lucha parecía acabada. Por vez primera examiné con detalle los alrededores y envié un parte y un croquis a la retaguardia. Quinientos pasos más allá cortaba nuestra trinchera la carretera que unía Vraucourt con Mory, camuflada con trozos de tela. Por una pendiente que quedaba detrás, unidades enemigas atravesaban deprisa el campo, sobre el que caían proyectiles de modo disperso. Una escuadrilla de aviones con banderines de color negro-blanco-rojo atravesaba el cielo vespertino, que estaba limpio de nubes. Los últimos rayos del sol, que ya se había hundido en el horizonte, bañaron la escuadrilla en un delicado color rosa y la hicieron parecer una hilera de flamencos. Para señalar hasta dónde llegaba nuestra penetración en el terreno enemigo desdoblamos nuestros mapas y los extendimos en el suelo.

Una fresca brisa anunciaba que la noche iba a ser fría. Envuelto en un tibio capote inglés, me apoyé en el talud de la trinchera y estuve charlando con el pequeño Schultz, mi acompañante de patrulla contra los indios; ateniéndose a los viejos usos vigentes entre camaradas, había aparecido con cuatro ametralladoras pesadas allí donde más intenso era el olor a chamusquina. En los apostaderos había hombres de todas las compañías, hombres de rostros juveniles, enérgicos, bajo el casco de acero, que observaban las posiciones enemigas. Yo los veía emerger, inmóviles, de las tinieblas de la trinchera, como si estuvieran en torretas de combate. Sus jefes habían muerto; por propio impulso estaban en el lugar que les correspondía.

Nos organizamos para pasar la noche de tal manera que también durante ella pudiéramos defendernos. A mi lado coloqué mi pistola y una docena de «huevos de pato» ingleses; con aquel armamento me sentía capaz de hacer frente a cualquier intruso, aunque fuese un escocés de cabeza durísima.

En aquel momento se oyeron de nuevo, por la derecha, estampidos de granadas de mano; por la izquierda se elevaron bengalas alemanas. De las tinieblas nos trajo el viento un ¡hurra! débil, gritado por muchas voces. Aquello actuó como un detonador.

—¡Los tenemos cercados, los tenemos cercados!

En uno de esos instantes de entusiasmo que anteceden a las grandes hazañas, todos los hombres empuñaron sus fusiles y se lanzaron hacia adelante por la trinchera. Tras un breve intercambio de granadas de mano, una unidad de escoceses echó a correr hacia la carretera. Nos era imposible contenernos. Oímos gritos de advertencia:

—¡Cuidado, la ametralladora de la izquierda sigue disparando!

A pesar de ello saltamos fuera de la trinchera y en un santiamén alcanzamos la carretera, que estaba abarrotada de escoceses azorados. Evitaron la terrible colisión, pero, al huir, tropezaron en su propia alambrada. Se pararon desconcertados y luego echaron a correr a lo largo de ella. En medio de un ¡hurra! estruendoso, y batidos por un denso fuego, se vieron forzados a emprender una carrera mortal. En aquel momento llegó también el pequeño Schultz con sus ametralladoras.

La carretera ofrecía un aspecto apocalíptico. La Muerte recogió una cosecha abundante. El grito de guerra, que resonaba desde lejos, el denso fuego de las armas cortas, la sorda violencia de las granadas de mano daban alas a los atacantes y paralizaban a los defensores. Durante aquella larga jornada la lucha había ardido como un fuego sin llamas; ahora el viento la atizaba. Nuestra superioridad aumentaba a cada segundo que pasaba, pues la unidad de choque, que se había estirado a consecuencia de la carrera, iba seguida de una ancha cuña, constituida por los refuerzos.

Al llegar a la carretera miré hacia abajo desde el escarpado talud. La posición escocesa corría por la cuneta del otro lado, que había sido cavada para darle mayor profundidad; quedaba, pues, por debajo de donde estábamos. En estos primeros segundos, sin embargo, nuestra atención fue distraída de ella; la visión de los escoceses que precipitadamente corrían a lo largo de su alambrada borró todos los demás detalles. Nos echamos a tierra en el borde del talud y desde allá arriba abrimos fuego. Fue uno de los raros momentos en que conseguimos tener a nuestro adversario entre la espada y la pared; sentíamos un ardiente deseo de multiplicarnos.

Mientras lanzaba maldiciones, pues se me había encasquillado el arma y no podía disparar, noté que alguien me golpeaba con violencia en los hombros. Me di la vuelta y vi el rostro descompuesto del pequeño Schultz.

—¡Allí siguen disparando todavía esos malditos cerdos!

Seguí el movimiento de su mano y sólo entonces divisé, en la maraña de trincheras de la que nos separaba la carretera, varias figuras humanas entregadas a una actividad febril; unas cargaban los fusiles y otras se los llevaban a la cara. Por la derecha llegaban ya volando nuestras primeras granadas de mano, que lanzaron por los aires el tronco de un escocés.

La razón ordenaba quedarse en el sitio donde estábamos y desde allí poner fuera de combate al adversario. Este ofrecía un blanco fácil. En vez de hacer eso, tiré mi fusil y con los puños cerrados me precipité hacia adelante, quedando en medio de ambos bandos. Por desgracia llevaba puesto todavía el capote inglés y también mi gorra de campaña, con su cinta roja. ¡Me encontraba, pues, en el lado enemigo y llevaba además un atuendo enemigo! En plena borrachera de victoria noté un golpe seco en el lado izquierdo del pecho; todo se oscureció a mi alrededor. ¡Acabado!

Creí que había sido alcanzado en el pecho, pero, mientras aguardaba a la Muerte, no sentía ni dolor ni miedo. Al caer vi los blancos, lisos guijarros en el barro de la carretera; la forma en que se hallaban colocados estaba llena de sentido, era necesaria como la ordenación de los astros y anunciaba grandes misterios. Aquello me resultaba familiar y era más importante que la matanza que me rodeaba. Caí al suelo, pero, con gran asombro mío, volví a levantarme enseguida. Como no descubrí ningún agujero en la guerrera, me volví otra vez hacia el enemigo. Un hombre de mi compañía se me acercó corriendo:

—¡Mi alférez, quítese el capote!

Aquel hombre me arrancó de los hombros la peligrosa vestimenta.

Un nuevo ¡hurra! desgarró el aire. Desde la derecha, donde también se había estado operando con granadas de mano durante toda la tarde, saltaron a la carretera unos cuantos alemanes para acudir en mi auxilio. Al frente de ellos iba un joven oficial vestido con un manchester pardo; era Kius. En el preciso momento en que una ametralladora inglesa hacía fuego por última vez tuvo Kius la fortuna de caer sobre un alambre que allí estaba tendido para que la gente tropezase en él. La ráfaga le pasó por encima —tan cerca, que una de las balas le rajó la cartera que llevaba en el bolsillo del pantalón—. En pocos segundos fueron liquidados los escoceses. Los alrededores de la carretera estaban cubiertos de cadáveres, mientras los pocos supervivientes eran perseguidos a tiros.

Durante los instantes en que estuve desmayado, el Destino arrebató también al pequeño Schultz. Más tarde me enteré de que, llevado de su frenesí, del cual me había contagiado, había saltado dentro de la trinchera enemiga y allí había causado estragos. Cuando un escocés, que ya se había despojado de su correaje, vio a Schultz abalanzarse sobre él en aquel estado, cogió del suelo un fusil abandonado y lo derribó de un disparo mortal.

Yo estaba de pie, charlando con Kius, dentro del tramo de trinchera conquistado; en él flotaban todavía los humos de las granadas de mano. Deliberábamos sobre el modo en que podríamos apoderarnos de los cañones enemigos, que sin duda tenían que encontrarse muy cerca. De pronto me interrumpió Kius:

—¿Pero es que estás herido? ¡Te sale sangre de debajo de la guerrera!

Yo notaba, efectivamente, una extraña ligereza y una sensación de humedad en el pecho. Abrimos, desgarrándola, mi guerrera y vimos que una bala me había traspasado de parte a parte el pecho, precisamente por debajo de la Cruz de Hierro. Era claramente visible en el lado derecho del pecho el orificio de entrada, pequeño y redondo, y otro orificio, un poco mayor, de salida en el lado izquierdo. Como yo había saltado a la carretera en ángulo agudo, de izquierda a derecha, uno de los nuestros me había tomado por un inglés y había disparado contra mí a pocos pasos de distancia. Abrigaba serias sospechas de que quien había hecho aquel disparo había sido el hombre que me arrancó de los hombros el capote; de todas maneras, lo había hecho con buena intención, si así cabe hablar, y la culpa era mía.

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