Tempestades de acero (42 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Como mi abrigo se encontraba situado detrás de un sector que no era el mío, lo primero que hice fue ponerme a buscar un nuevo habitáculo. Una construcción parecida a una choza, que se hallaba en un tramo de trinchera derruido, me pareció apta para vivir en ella, una vez que la puse en condiciones defensivas acarreando hasta ella toda clase de instrumentos de matar. Allí en plena naturaleza llevaba con mis ordenanzas una vida de eremita, sólo perturbada de vez en cuando por los enlaces; hasta aquella remota caverna llevaban éstos las prolijas complejidades de la guerra de papel. Uno movía desaprobadoramente la cabeza cuando, entre las explosiones de dos granadas, tenía que leer, junto a otros importantes asuntos, la novedad de que al comandante de la plaza X se le había escapado un terrier con manchas negras que atendía por el nombre de Zippi, si es que no había dedicado ya su atención a profundizar en la denuncia presentada por la criada Makeben contra el cabo Mayer, al que reclamaba una pensión alimenticia. Los croquis de la posición y los frecuentes partes que había que enviar a horas fijas procuraban la necesaria distracción.

Pero volvamos a mi abrigo, al que puse el nombre de
Haus Wahnfried
[Villa Wahnfried]
[7]
. Lo único que me tenía preocupado era su cubierta; lo más que de ella podía decirse era que su resistencia a las bombas era relativa, esto es, que resistiría con tal de que encima de ella no cayese ningún proyectil. Pero me consolaba pensando que mi situación no era mejor que la de mis hombres. Al mediodía Haller me extendía una manta dentro de un embudo gigantesco; para convertirlo en un solario habíamos abierto desde la choza hasta él un pasadizo. A veces perturbaban mi sesión de bronceado proyectiles que estallaban en las cercanías o cascos de granadas explosivas que caían zumbando de lo alto.

Sobre nosotros descargaban bombardeos con proyectiles de grueso calibre; por las noches se parecían a las tormentas de verano, breves y devastadoras. Mientras aquello ocurría estaba yo tumbado en un camastro relleno de hierba fresca; experimentaba una curiosa e injustificada sensación de seguridad y escuchaba atentamente las explosiones que se producían a mi alrededor; los golpes de las granadas hacían que se desprendiese la arena de las paredes. Otras veces salía afuera y desde el apostadero miraba el melancólico paisaje nocturno; contrastaba fantasmagóricamente con las ígneas apariciones a las que servía de pista de baile.

En aquellos instantes me sentía invadido por un estado de ánimo que hasta entonces me había sido ajeno. En mi interior se anunciaba una transformación profunda, consecuencia de la duración insospechada de una vida vivida con toda tensión al borde del abismo. Las estaciones del año se sucedían unas a otras, llegaba el invierno y más tarde venía otra vez el verano, y yo permanecía siempre sumido en la lucha. Me había cansado ya y estaba habituado al rostro de la Guerra; pero este mismo hábito hacía que viese los acontecimientos a una luz mortecina y distinta. La violencia ya no me deslumbraba tanto como antes. También notaba que el espíritu con que había partido hacia el frente se había gastado y ya no bastaba. La guerra planteaba unos enigmas más profundos. Fue aquélla una época extraña.

El fuego enemigo castigaba relativamente poco la primera línea; de lo contrario, pronto se habría vuelto inhabitable. Los lugares principalmente bombardeados eran la aldea de Puisieux y las hondonadas cercanas a ella; a última hora de la tarde el bombardeo habitual se transformaba en un ataque artillero por sorpresa de una densidad extraordinaria. Esto dificultaba en gran manera el relevo y la traída del rancho. Granadas que hacían blanco por casualidad conseguían hacer saltar unas veces en un sitio y otras veces en otro un eslabón de nuestra cadena.

A las dos de la madrugada del 14 de junio me relevó Kius, que había regresado al frente y mandaba entonces la Segunda Compañía. Nuestro período de descanso lo pasamos junto al terraplén del ferrocarril, cerca de Achiet-le-Grand; el terraplén protegía del fuego nuestros barracones y abrigos. Los ingleses nos bombardearon a menudo con proyectiles de tiro rasante y de grueso calibre; una de sus víctimas fue Rackebrand, sargento de la Tercera Compañía. Lo mató un casco de metralla que atravesó las delgadas tablas con que estaba construida una barraca que había instalado en lo alto del terraplén para que le sirviera de escritorio. Unos días antes había ocurrido una gran desgracia. Un avión había dejado caer una bomba en medio de la banda de música del 76.º Regimiento de Infantería, rodeada en aquel momento por un grupo de oyentes. Entre las víctimas se encontraban también muchos hombres pertenecientes a nuestro regimiento.

Había en las proximidades del terraplén del ferrocarril varios tanques que habían sido destruidos por los proyectiles disparados contra ellos; parecían naves encalladas. En mis paseos los examinaba con atención; también reunía a veces junto a ellos a mi compañía y la instruía en el modo de oponerles resistencia, así como en la táctica a emplear contra ellos y en los puntos vulnerables de aquellos elefantes bélicos de la batalla técnica, que aparecían con una frecuencia cada vez mayor. Algunos de los tanques llevaban nombres, símbolos y pinturas bélicas de tipo sarcástico o amenazador, y también mascotas para propiciar la buena suerte; no faltaban ni la hoja de trébol ni el cerdito de la buena suerte ni la calavera blanca. Uno de los tanques se distinguía por llevar también una horca, de la que pendía una soga con un nudo corredizo; aquel tanque se llamaba «Judge Jeffries». Pero todos estaban en un estado lastimoso. Durante el ataque, cuando aquellos colosos, para escapar a las descargas de la artillería, se movían en líneas sinuosas sobre el campo de batalla como si fueran torpes escarabajos, sin duda debía de ser sumamente incómoda la permanencia dentro de la torreta blindada, con su maraña de tubos, palancas e hilos. Todo aquello me hacía pensar en los hombres arrojados al horno encendido
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. El terreno estaba cubierto asimismo de calcinadas osamentas de numerosos aviones, señal de que en el campo de batalla aparecía de un modo cada vez más poderoso la máquina. Una tarde vino a posarse cerca de nosotros la gigantesca campana blanca del paracaídas con que un aviador había saltado de su incendiado aeroplano.

Dada la inseguridad de la situación, la Séptima Compañía hubo de regresar a Puisieux en la mañana del 18 de junio; allí quedó a disposición del jefe de las tropas combatientes, para transportar materiales y realizar misiones tácticas. Nos alojamos en sótanos y galerías situados en la salida hacia Bucquoy. Precisamente en el momento en que llegábamos cayó en los huertos colindantes una ráfaga de granadas de grueso calibre. Aquello no me hizo desistir, sin embargo, de tomar mi desayuno en un cenador situado delante de la entrada de mi galería. Al poco tiempo llegó rugiendo una nueva ráfaga. Me tiré al suelo. Junto a mí se alzó una llamarada. Un enfermero de mi compañía, llamado Kenziota, que en aquel momento pasaba por allí con unas perolas llenas de agua, se desplomó; había sido alcanzado en el abdomen. Corrí hacia él y con la ayuda de un centinela de bengalas lo arrastré hasta el puesto de socorro; por suerte la entrada de éste quedaba muy cerca del lugar de la explosión.

—Bueno, ¿también usted ha desayunado como es debido? —preguntó, mientras vendaba la gran herida del vientre, el doctor Köppen, un viejo y auténtico médico militar, que también a mí me había tenido varias veces en sus manos.

—Sí, sí, un gran plato de fideos —dijo entre gemidos aquel desventurado, que sin duda creía entrever allí un rayo de esperanza.

—Vaya, vaya —intentó consolarlo Köppen, al tiempo que con la cabeza me hacía un gesto preocupado.

Pero las personas heridas de gravedad poseen una capacidad de percepción muy fina. Aquel hombre empezó de pronto a quejarse, mientras en su frente aparecían grandes gotas de sudor.

—El balazo es mortal, me doy cuenta, estoy seguro.

A pesar de aquella profecía pude estrechar su mano medio año más tarde, cuando hicimos nuestra entrada en Hannover.

Por la tarde di a solas un paseo por Puisieux, que estaba completamente en ruinas. Ya durante las batallas del Somme había sido machacada aquella aldea hasta quedar reducida a un montón de escombros. Los embudos y los restos de paredes estaban cubiertos de un espeso verdor, del que en todas partes destacaban por su brillo los discos blancos del saúco, una planta amiga de las ruinas. Numerosos impactos recientes habían desgarrado aquel revestimiento vegetal, dejando otra vez al descubierto la tierra de los huertos, removida ya en tantas ocasiones.

La calle principal de la aldea estaba orlada de restos de material de guerra procedente del avance que había quedado detenido. Vehículos destrozados por los disparos, munición derramada por los suelos, herrumbrosas armas de infantería y vagos perfiles de caballos a medio pudrir, envueltos en nubes de moscas zumbantes y relucientes, proclamaban la inanidad de todas las cosas en la lucha. La iglesia, situada en el punto más alto de la aldea, no era ya más que un informe montón de piedras. Mientras estaba cortando un ramo de rosas silvestres, unas cuantas granadas que cayeron cerca me advirtieron que tuviese prudencia en aquella pista de baile de la Muerte.

Unos días más tarde relevamos a la Novena Compañía en la finca principal de resistencia, que quedaba a unos quinientos pasos detrás de la primera línea. Mientras procedíamos al relevo fueron heridos tres hombres de mi Séptima Compañía. Al día siguiente un balín de
shrapnel
hirió en el pie, cuando se hallaba cerca de mi abrigo, al capitán von Ledebour. Aunque se encontraba gravemente enfermo de los pulmones, aquel hombre sentía que su destino estaba en la lucha. Y así hubo de sucumbir a aquella herida, que en sí misma no era grave. Murió poco después en el hospital de sangre. El día 28 un casco de metralla de una ganada hirió al sargento Gruner, jefe de los hombres encargados de traer el rancho. Era la novena baja que en el espacio de poco tiempo sufría mi compañía.

Pasamos una semana en la primera línea y luego tuvimos que ocupar de nuevo la línea principal de resistencia, pues la gripe, el denominado «mal español», casi había disuelto el batallón que debía relevarnos. Todos los días enfermaban de aquella dolencia también algunos hombres de mi compañía. La gripe causó tales estragos en la división vecina que un avión enemigo arrojó octaviIlas en las que se decía que los ingleses tomarían el relevo en el caso de que la tropa no fuera retirada pronto. Pero nos enteramos de que aquella epidemia hacía también progresos cada vez mayores en el otro bando; de todos modos, nosotros estábamos más expuestos a contraer la enfermedad, pues nuestra alimentación era muy deficiente. Precisamente los hombres jóvenes morían a menudo de la noche a la mañana. Además, nos encontrábamos en permanente estado de alerta, pues encima del Bosquecillo 125 se cernía siempre una negra nube de humo como la que suele haber sobre un mal estufador. Los bombardeos eran allí tan intensos que una tarde en que no corría el viento los gases provocados por las explosiones intoxicaron a una parte de los hombres de la Sexta Compañía. Como si fuéramos buzos, hubimos de bajar a las galerías provistos de aparatos de oxígeno, para sacar de allí a los hombres que habían quedado inconscientes. Tenían la cara de un color rojo cereza y respiraban con dificultad, como en una pesadilla.

Una tarde, mientras recorría mi sector, encontré varias cajas llenas de munición inglesa, que se hallaban allí enterradas. Quise estudiar la manera en que estaban construidas las granadas de fusil y con este fin desatornillé una y saqué la cápsula explosiva. Dentro quedó algo, que yo creí que era el fulminante. Traté de vaciar la granada con un clavo y resultó que aquello era una segunda cápsula explosiva; estalló, produciendo un gran estrépito, me arrancó la yema del dedo índice de la mano izquierda y me produjo en la cara unas cuantas lesiones, de las que brotaba sangre.

Al atardecer de aquel mismo día estaba de pie con Sprenger encima de la cubierta de mi abrigo, cuando reventó cerca de nosotros una granada de grueso calibre. Discutimos sobre la distancia a que había explotado; Sprenger estimaba que a diez metros, yo opinaba que a treinta. Para comprobar hasta qué punto podía fiarme de mis apreciaciones en estos asuntos, medí la distancia y hallé que el embudo abierto por la granada quedaba a veintidós metros del lugar en que nos encontrábamos. El aspecto que ofrecía el embudo indicaba que aquel proyectil era de una clase bastante perniciosa.

El 20 de junio me hallaba otra vez en Puisieux con mi compañía. Toda la tarde estuve de pie, encima de los restos de una pared, observando el espectáculo del combate; la impresión que producía era inquietante. De vez en cuando anotaba los detalles en mi cuaderno de apuntes.

Enormes ráfagas de fuego envolvían a menudo en una espesa humareda el Bosquecillo 125, al tiempo que subían y bajaban bengalas verdes y rojas. A veces la artillería callaba y entonces se oía el tableteo de algunas ametralladoras y las débiles detonaciones de lejanas granadas de mano. Desde mi puesto de observación aquello parecía un juego gracioso. Faltaba allí la violencia de la gran lucha y, sin embargo, se adivinaba que los combates que en aquel sitio se libraban eran encarnizados.

Aquel bosquecillo era como una herida inflamada y en ella: se concentraba la atención de destacamentos ocultos. Como si fuesen dos animales de rapiña que se disputasen una presa, las artillerías de los dos bandos jugaban con la arboleda, desgarraban los troncos y arrojaban al aire los pedazos. La guarnición que lo ocupaba estaba siempre compuesta de pocos hombres, pero el Bosquecillo 125 llevaba mucho tiempo resistiendo; y de esa manera aquella arboleda, bien visible en el terreno muerto, era un ejemplo de que incluso el más gigantesco enfrentamiento de recursos materiales es tan sólo la balanza en que se pesa, hoy como siempre, al ser humano.

A últimas horas de la tarde fui llamado al puesto de mando del jefe de las tropas de reserva; allí me enteré de que el adversario había penetrado por el ala izquierda en nuestra red de trincheras. Con el fin de volver a crear una tierra de nadie delante de muestra primera línea el mando ordenó que el alférez Petersen limpiase con la compañía de asalto la denominada «Trinchera del Setos» y yo limpiase con mis hombres un ramal de aproximación Que, por una hondonada, corría paralelo a la mencionada trinchera.

Salimos al amanecer, pero el enemigo nos sometió a un intenso fuego de infantería cuando aún nos encontrábamos en nuestra base de partida; tan violento fue aquel fuego que por el momento desistimos de ejecutar la operación. Hice que mis hombres Ocupasen el llamado «Camino de Elbing» y allí recuperé, dentro de una galería gigantesca parecida a una caverna, el sueño que había perdido durante la noche. A las once de la mañana me despertó un estruendo causado por granadas de mano; procedía del ala izquierda, donde ocupábamos una barricada. Me apresuré a acudir allí y encontré el espectáculo habitual de las luchas de barricadas. Junto a nuestra fortificación se agitaban en remolinos las nubes blancas producidas por las granadas de mano; detrás de la barricada, a algunos traveses de distancia de ella, tableteaba una ametralladora, tanto en un bando como en el otro. En medio, hombres que saltaban agachados atrás y adelante. El pequeño golpe de mano de los ingleses había quedado desbaratado, pero nos había costado un hombre; los cascos de metralla de la granada de mano lo habían destrozado y estaba tendido en el suelo detrás de la barricada.

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