Tempestades de acero (41 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Kius me colocó una venda y con gran trabajo logró persuadir me de que abandonara el campo de batalla en aquel momento.

Nos separamos con estas palabras:

—¡Hasta la vista en Hannover!

Elegí a un hombre para que me acompañase y una vez más volví a la carretera, que estaba siendo batida por un fuego violento; quería buscar mi guardamapas, que mi desconocido auxiliador me había tirado al suelo al mismo tiempo que me arrebataba el capote inglés. Dentro de aquel guardamapas estaba mi diario. Luego nos dirigimos hacia la retaguardia, por la trinchera que en nuestro avance habíamos conquistado.

Nuestro grito de guerra había sido tan poderoso que la artillería enemiga se había puesto en marcha de golpe. Sobre el terreno que detrás de la carretera quedaba, y principalmente sobre la trinchera misma, caía un tiro de barrera de rara intensidad. Como tenía ya bastante con mi herida, me replegué a saltos, moviéndome de través en través.

De pronto restalló en el borde de la trinchera un estampido atronador. Recibí un golpe en el cráneo y caí aturdido hacia delante. Cuando volví en mí me encontré tendido sobre el deslizador de una ametralladora pesada, con la cabeza colgando hacia abajo: miraba fijamente en el piso de la trinchera un charco rojo que se iba extendiendo con rapidez angustiante. La sangre caía al suelo a borbotones de una manera tan incontenible que perdí toda esperanza. Pero como mi compañero aseveraba que no veía masa encefálica, recobré ánimos, me puse en pie y seguí corriendo. Aquella era la factura que pagaba por mi imprudencia de acudir al combate sin casco de acero.

A pesar de la doble pérdida de sangre me encontraba enormemente excitado e instaba a todos los hombres con quienes tropezaba en la trinchera a que se apresurasen a ir hacia delante e interviniesen en la lucha. Pronto estuvimos fuera del alcance de la artillería ligera de campaña; moderamos entonces nuestra carrera, pues uno necesitaba ser un hombre de mala suerte para que le alcanzasen las granadas de grueso calibre que aún caían por allí de modo disperso.

En el camino en hondonada de Noreuil pasé al lado del puesto de mando de la brigada, me presenté al general Höbel, al que informé de nuestros éxitos, y le rogué que enviase refuerzos a las tropas de asalto. El general me contó que en los puestos de mando me daban ya por muerto desde la víspera. No era la primera vez que esto ocurría en aquella guerra. Tal vez, cuando nos lanzamos al asalto contra la primera trinchera, alguien me había visto derrumbarme junto al
shrapnel
que hirió a Haake.

Me enteré de que habíamos ganado terreno más lentamente de lo que se había calculado. Era evidente que nos habíamos enfrentado a tropas inglesas escogidas; nuestro asalto había atravesado posiciones centrales del enemigo. El fuego de nuestra artillería pesada había apenas rozado el terraplén del ferrocarril; lo habíamos tomado por asalto contra todas las reglas del arte militar. No habíamos llegado hasta Mory. Tal vez habríamos podido tomar esa aldea la primera tarde si nuestra propia artillería no nos hubiese cerrado el paso. El enemigo se había reforzado durante la noche. En cualquier caso, se había hecho cuanto la voluntad humana es capaz de hacer, e incluso algo más. El general lo reconoció.

En Noreuil estaba ardiendo muy cerca del camino una enorme pila de cajas de munición. Al pasar a su lado apresuramos la marcha, con una sensación de malestar. Detrás de la aldea me recogió en su vehículo el conductor de un carro de municiones que iba vacío; tuve un violento altercado con el jefe del convoy, que quería arrojar del carro a dos ingleses que en la última parte del trayecto me habían ayudado a caminar.

En la carretera Noreuil-Quéant había un tráfico increíble. Quien no haya visto los interminables convoyes de bagajes con que se alimenta una gran ofensiva no puede formarse una idea de lo que esto significa. Detrás de Quéant la barahúnda alcanzaba proporciones fabulosas. El momento en que pasé al lado de la casita de la pequeña Jeanne estuvo impregnado de melancolía; de aquella casita apenas eran reconocibles los cimientos.

Me dirigí a uno de los oficiales que regulaban el tráfico, reconocibles porque llevaban unos brazaletes blancos, y me consiguió una plaza en un automóvil que se dirigía al hospital de sangre de Sauchy-Cauchy. A menudo tuvimos que hacer esperas de treinta minutos, cuando los carros y los automóviles sufrían un embotellamiento y obstruían el camino. Aunque en la sala de operaciones del hospital de sangre los médicos trabajaban febrilmente, el cirujano que me examinó se quedó asombrado de que mis lesiones fueran de un carácter tan benigno. También la herida en la cabeza tenía un orificio de entrada y otro de salida, pero la tapa de los sesos no había sido perforada. Más dolores que las heridas mismas, que había sentido únicamente como unos golpes sordos, me produjo el tratamiento al que me sometió un ayudante sanitario, después de que el médico pasase su sonda, con mucha elegancia y como si estuviera jugando, por los canales abiertos por los dos balazos. Aquel tratamiento consistió en un enérgico afeitado de los alrededores de la herida de la cabeza; el afeitado se realizó sin jabón y con una navaja carente de filo.

Tras haber dormido excelentemente aquella noche, a la mañana siguiente me llevaron al puesto de concentración de heridos establecido en Cantin; allí tuve la alegría de encontrar a Sprenger, al que no había vuelto a ver desde el comienzo del asalto. Tenía en un muslo una herida producida por una bala de fusil. También encontré allí mi equipaje —una prueba más de que Vinke era una persona de fiar—. Tras haberme perdido de vista, Vinke había sido herido junto al terraplén del ferrocarril. Pero antes de dirigirse al hospital, y desde éste a su granja de Westfalia, no descansó hasta saber que habían llegado a mis manos los objetos que le había confiado. En esto reconocí lo que Vinke era realmente: más que mi ordenanza, un camarada de mayor edad. Encima de mi mesa encontraba con mucha frecuencia, cuando el rancho era escaso, un trozo de mantequilla, «de parte de un hombre de la compañía que no quiere que se sepa su nombre»; y, sin embargo, no era difícil adivinarlo. Vinke no poseía espíritu de aventura, como lo poseía Haller, por ejemplo. Pero me seguía en el combate como uno de aquellos viejos vasallos de otros tiempos y consideraba que su oficio consistía en velar por mi persona. Bastante tiempo después de la guerra me pidió una fotografía, «para poder contar a sus nietos cosas de su alférez». A Vinke le debo la oportunidad de haber podido echar una mirada a esas energías tranquilas que el pueblo aporta a la lucha en la persona del reservista.

Tras permanecer una breve temporada en el hospital de sangre bávaro de Montigny, me cargaron en Douai en un tren-hospital, y en él fui hasta Berlín. Mi sexta herida doble, que se curó igual de bien que todas las anteriores, tardó en hacerlo esta vez dos semanas. Lo único desagradable fue un campanilleo estridente e ininterrumpido que parecía resonarme en los oídos. Pero con el paso de las semanas se fue volviendo cada vez más débil y acabó por desaparecer del todo.

Hasta que no llegué a Hannover no me enteré de que, como ya he indicado, también el pequeño Schultz había muerto, entre otros muchos conocidos míos, durante la refriega cuerpo a cuerpo con los escoceses. Kius había salido del trance con una insignificante herida en el vientre. En aquella ocasión había quedado destrozada también su máquina de fotos, que contenía una serie de tomas de nuestro asalto al terraplén del ferrocarril.

Quien observase la fiesta de nuestro reencuentro en un pequeño bar de Hannover, en la cual participaron también mi hermano con su brazo rígido y Bachmann con su rodilla rígida, difícilmente pensaría que nos habíamos separado sólo dos semanas antes, rodeados por una música completamente distinta de la de los alegres estampidos de los taponazos.

Aquellos días quedaron ensombrecidos, sin embargo, por una mala noticia; pronto pudo saberse por nuestros periódicos que la ofensiva había quedado atascada y que desde el punto de vista estratégico había fracasado. Esto lo confirmaban asimismo los periódicos ingleses y franceses que pude hojear en los cafés de Berlín.

La Gran Batalla significó una línea divisoria también en mi interior, y no sólo porque a partir de aquel momento considerase posible que perdiésemos la guerra.

La monstruosa acumulación de fuerzas durante las horas cruciales, en las que se luchaba por un futuro lejano, y el delirio que siguió, de manera tan sorprendente, tan desconcertante, a aquella acumulación, me habían conducido por vez primera a las profundidades de determinados ámbitos sobrepersonales. Aquello era distinto de todo lo que hasta aquel momento había vivido; era una iniciación, una iniciación que no sólo abría las ardientes cámaras del Horror, sino que también conducía a través de ellas.

Avances ingleses

El 4 de junio de 1918 me reincorporé a mi regimiento, que estaba en período de descanso, acantonado muy cerca de la aldea de Vraucourt; por entonces aquella aldea quedaba muy lejos del frente. El nuevo jefe del regimiento, el comandante von Lüttichau, me confió el mando de mi vieja compañía, la séptima.

Cuando me acercaba a los acuartelamientos salieron corriendo a mi encuentro los hombres de mi compañía, me quitaron de las manos los bártulos y me tributaron un recibimiento triunfal. Era como si regresase al seno de una familia.

Ocupábamos allí una especie de poblacho formado por barracones construidos con chapa ondulada, en medio de un paisaje de prados cubiertos de maleza; entre el verdor de los prados resplandecían innumerables florecitas amarillas. Manadas de caballos que allí pastaban contribuían a dar animación a aquel terreno desolado, al que pusimos el nombre de «La Valaquia». Cuando uno salía a la puerta del cobertizo experimentaba esa angustiosa sensación de vacío que en ocasiones se apodera de los
cowboys
, de los beduinos y, en general, de los habitantes de las soledades. Al atardecer dábamos prolongados paseos por los alrededores de los barracones y buscábamos nidos de perdices o bien armas ocultas en la hierba, recuerdos de la Gran Batalla. Una tarde fui a caballo hasta aquel camino en hondonada que quedaba cerca de Vraucourt y por el cual se había combatido tan duramente dos meses antes; sus bordes estaban sembrados de cruces y en ellas encontré varios nombres conocidos.

Poco después recibió nuestro regimiento la orden de trasladarse a la primera línea de la posición que protegía la aldea de Puisieux-au-Mont. Viajamos de noche en camiones hasta Achietle-Grand. Con frecuencia nos vimos forzados a detenernos, cuando los conos luminosos proyectados por las bengalas, suspendidas de paracaídas, que lanzaban los aviones de bombardeo nocturno hacían que de la oscuridad se destacase la cinta blanca de la carretera. Cerca y lejos de nosotros, los golpes resonantes de las explosiones de las granadas engullían los múltiples silbidos producidos por los explosivos de grueso calibre que llegaban como flechas. Los proyectores palpaban entonces el oscuro cielo en busca de aquellos pérfidos pájaros nocturnos; como si fueran graciosos juguetes, los
shrapnels
lanzaban haces de chispas, y los proyectiles luminosos se perseguían unos a otros en una larga cadena, parecidos a lobos de fuego.

Sobre la zona conquistada se había posado un tenaz olor a cadáver; unas veces era más intenso y otras lo era menos, pero siempre excitaba los sentidos, como un mensaje que llegara de un país siniestro.

—Perfume de ofensiva —dijo a mi lado la voz tonante de un viejo guerrero, mientras estábamos cruzando, según parecía, una avenida de fosas comunes, en recorrer la cual tardamos varios minutos.

Desde Achiet-le-Grand continuamos a pie, siguiendo primero el terraplén del ferrocarril que conducía a Bapaume; luego, a campo traviesa, llegamos a la posición. Había un fuego bastante intenso. En un momento en que nos paramos a descansar estallaron cerca de nosotros dos granadas de mediano calibre. El recuerdo de la inolvidable noche de espanto del 19 de marzo nos hizo reemprender la marcha enseguida. Inmediatamente detrás de la primera línea había una compañía; había sido, relevada y metía mucho ruido. El azar quiso que pasásemos a su lado en el preciso instante en que algunas docenas de
shrapnels
le tapaban la boca. Lanzando una granizada de insultos mis hombres se tiraron de cabeza dentro del inmediato ramal de aproximación. Dos de ellos tuvieron que regresar sangrando al puesto de socorro.

A las tres de la madrugada, agotado, llegué a mi abrigo; su opresiva estrechez me presagiaba una serie de días poco agradables.

Envuelta en una espesa nube de humo, allí dentro ardía la luz rojiza de una vela. Tropecé con una maraña de piernas, pero la milagrosa fórmula «¡El relevo!» hizo que se pusiera en movimiento aquel cuchitril. De un agujero que tenía forma de horno salió una sarta de maldiciones; luego aparecieron, por este orden, una cara sin afeitar, un par de hombreras roídas por el cardenillo, un viejo uniforme y, por fin, dos bloques de barro; me imaginé que serían botas. Nos sentamos a una frágil mesa que allí había y liquidamos las formalidades de la entrega del sector; en esta operación intentamos birlarnos mutuamente una docena de «raciones de hierro» y unas cuantas pistolas de señales. Luego mi antecesor se deslizó a rastras, con grandes dificultades, por el estrecho cuello de la galería y salió al aire libre, al tiempo que me pronosticaba que aquel agujero de mierda no resistiría ni siquiera tres días. Dentro de él me quedé, nuevo dueño y señor del Sector A.

A la mañana siguiente inspeccioné la posición, que no ofrecía comodidades de ningún género. Tan pronto salí del abrigo vinieron a mi encuentro dos de los hombres encargados de traer el café; sangraban, pues habían sido alcanzados por una ráfaga de
shrapnels
en el ramal de aproximación. Unos cuantos pasos más allá el fusilero Ahrens me pidió permiso para irse; había sido herido por un tiro de rebote.

Delante de nosotros teníamos la aldea de Bucquoy y a nuestras espaldas, Puisieux-au-Mont. Mi compañía no se hallaba escalonada, sino concentrada toda ella en la primera línea, que era muy estrecha; por la derecha nos separaba del 76.º Regimiento de Infantería una extensa brecha que nadie ocupaba. El ala izquierda del sector encomendado a nuestro regimiento incluía una arboleda despedazada, el Bosquecillo 125. En cumplimiento de las órdenes recibidas no se habían excavado galerías. No debíamos enterrarnos bajo tierra, sino estar preparados en todo momento para acciones ofensivas. Por esta misma razón no teníamos tampoco alambradas delante de las posiciones. Los hombres habitaban, de dos en dos, pequeños agujeros cavados en el suelo y reforzados por lo que se conocía con el nombre de «chapas Sigfrido»; eran unas chapas onduladas, curvadas en forma oval, de aproximadamente un metro de altura, con las que revestíamos aquellos estrechos refugios en forma de horno.

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