Poco antes de que comenzase la ofensiva se difundió el siguiente radiograma: «S. M. el Emperador y Hindenburg se han desplazado al teatro de las operaciones». Recibimos con aplausos aquella noticia.
La manecilla del reloj seguía avanzando, los últimos minutos los contamos uno a uno. La aguja marcó al fin las cinco y cinco. Se desencadenó el huracán.
Se alzó una cortina de llamas que fue seguida de un rugido súbito, nunca antes oído. Un trueno espantoso, que en su retumbar parecía engullir incluso los disparos de las piezas de máximo calibre, hizo temblar la tierra. El gigantesco aullido de exterminio de los innumerables cañones emplazados a nuestra espalda fue tan terrible que, en comparación con él, parecían juegos de niños incluso las más grandes batallas libradas hasta entonces. Lo que ni siquiera nos habíamos atrevido a esperar sucedió: la artillería enemiga permaneció muda; había sido abatida de un solo golpe gigantesco. No soportamos el continuar dentro de las galerías. De pie, al descubierto, contemplamos asombrados el muro de fuego, alto como una torre, que encima de las trincheras inglesas llameaba y que quedaba semioculto tras el velo de unas hirvientes nubes de color rojo sangre.
Las lágrimas que de los ojos nos brotaban y una molesta sensación de quemazón en las mucosas nos estropearon el espectáculo. Los vapores de nuestras granadas de gas, que el viento contrario empujaba hacia nosotros, nos envolvieron en un intenso olor a almendras amargas. Observé, muy preocupado, que algunos de mis hombres comenzaban a toser y a sentir ahogos y finalmente se arrancaban de la cara la máscara antigás. Por ello me esforcé en dominar el primer golpe de tos y en ser parco con la respiración. Poco a poco se fueron disipando los vapores y al cabo de una hora pudimos quitarnos las máscaras.
Ya era de día. Detrás de nosotros seguía creciendo sin cesar aquel estruendo monstruoso, aunque parecía ya imposible aumento ninguno. Un muro de humo, polvo y gas, impenetrable a la mirada, había surgido delante de nosotros. Hombres que pasaban deprisa a nuestro lado nos aullaban al oído gritos de alegría. Infantes y artilleros, zapadores y telefonistas, prusianos y bávaros, oficiales y soldados, todos se hallaban subyugados por la violencia elemental de aquella tormenta de fuego y ardían en ansias de entrar en acción a las nueve y cuarenta. A las ocho y veintiocho iniciaron su intervención nuestros lanzaminas de grueso calibre, emplazados en cantidades masivas detrás de la primera trinchera. Veíamos las enormes minas de cien kilos de peso atravesar volando el aire, con una trayectoria curva, y caer a tierra en el otro lado entre explosiones volcánicas. Sus estallidos se sucedían como una cadena de cráteres en erupción.
Hasta las leyes de la naturaleza parecían haber perdido su vigencia. El aire vibraba, como en los días ardientes del verano, y sus cambios de densidad hacían que objetos inmóviles danzasen de acá para allá. Rayas de sombras se deslizaban con rapidez por las nubes de humo. El estruendo había llegado a ser absoluto, ya no se oía nada, sólo de manera confusa se percibía que millares de ametralladoras emplazadas a nuestra espalda lanzaban al aire sus enjambres de plomo.
Más peligro que las cuatro horas anteriores, durante las cuales pudimos movernos despreocupadamente al descubierto, encerró para nosotros la última hora de la preparación artillera. El enemigo abrió fuego con una batería de grueso calibre que arrojaba proyectil tras proyectil en nuestra abarrotada trinchera. Para esquivarlos me desplacé hacia la izquierda y allí topé con el oficial ayudante del batallón, el alférez Heins, que me preguntó por el alférez von Solemacher:
—Tiene que tomar inmediatamente el mando del batallón. El capitán von Brixen acaba de morir.
Abrumado por aquella noticia espantosa di la vuelta y me senté en un agujero profundo abierto en el suelo. En el corto camino de regreso había vuelto a olvidar aquel suceso. Caminaba a través de la tempestad como si estuviera dormido, como si me hallase sumergido en un sueño profundo.
Delante de mi agujero estaba de pie el suboficial Dujesiefken, uno de mis acompañantes en la acción de Regniéville, y me suplicaba que volviese a la trinchera, pues las masas de tierra se derrumbarían sobre mí en el caso de que estallase allí una granada, aunque fuese muy pequeña. Una explosión le quitó la palabra de la boca: cayó a tierra, una de sus piernas había sido arrancada. Cualquier ayuda era inútil. Salté por encima de su cuerpo y corrí hacia la derecha; allí me metí en una madriguera en la que ya habían buscado refugio dos zapadores. Los proyectiles de grueso calibre seguían causando estragos muy cerca de nosotros. De repente se hacían visibles negras pellas de tierra que salían girando de una nube blanca; el ruido causado por la explosión de la granada había quedado engullido por el estruendo general. Dos hombres de mi compañía fueron despedazados en el pequeño tramo de trinchera que se hallaba cerca de nosotros a la izquierda. Una de las últimas granadas, que no explotó, aplastó al pobre Schmidtito, que seguía sentado en la escalera de la galería.
Me hallaba de pie, junto con Sprenger, delante de mi madriguera; tenía el reloj en la mano y estaba a la espera del gran momento. A nuestro alrededor se habían congregado los restos de la compañía. Logramos distraerlos y hacerlos reír contándoles chistes de una grosería primitiva. El alférez Meyer, que asomó un instante la cabeza por detrás del través, me contó más tarde que le pareció que habíamos perdido el juicio.
Las patrullas de oficiales que debían asegurar nuestra ubicación exacta en el asalto abandonaron la trinchera a las nueve y diez. Dado que las dos posiciones, la inglesa y la alemana, distaban una de otra más de ochocientos metros, teníamos que entrar en acción mientras aún disparaba la artillería y prepararnos en tierra de nadie para el ataque, de manera que a las nueve y cuarenta pudiéramos saltar dentro de la primera línea enemiga. También Sprenger y yo escalamos, pues, los parapetos algunos minutos más tarde, seguidos por la compañía.
—¡Ahora vamos a mostrar de qué es capaz la Séptima! —¡Todo me da igual en este momento!
—¡Venguemos a la Séptima Compañía!
—¡Venguemos al capitán von Brixen!
Desenfundamos las pistolas y atravesamos nuestra alambrada; por ella volvían ya a rastras los primeros heridos.
Miré a mi derecha y a mi izquierda. La línea que separaba los pueblos ofrecía una extraña estampa. En los embudos situados delante de la trinchera enemiga, que había sido removida y zarandeada por la tormenta de fuego, aguardaban impacientes, agrupados por compañías, los batallones de ataque, en un frente que los ojos eran incapaces de abarcar. A la vista de las masas allí acumuladas me pareció que la ruptura del frente enemigo era segura. ¿Pero dispondríamos también de energías suficientes para dispersar las reservas enemigas y para aislarlas y aniquilarlas? Estaba convencido de que así sería. Parecía haber llegado la lucha final, el último asalto. Allí se iba a dirimir el destino de pueblos enteros, allí estaba en juego el porvenir del mundo. Percibí el significado de aquella hora y creo que en aquel momento todos sintieron que su realidad personal se diluía y que el miedo los abandonaba.
La atmósfera era extraña, se hallaba enardecida por una tensión altísima. Los oficiales estaban de pie e intercambiaban bromas nerviosas. Vi a Solemacher en medio de su pequeña plana mayor; llevaba puesto el capote, como un cazador que en una jornada fría aguarda la hora de la batida, y en la mano tenía una pipa semilarga de cazoleta verde. Nos hicimos señas fraternales. A menudo ocurría que una de nuestras minas de grueso calibre venía demasiado corta de tiro; al caer levantaba un surtidor de la altura de un campanario y rociaba de tierra a quienes allí aguardaban impacientes, pero ni uno solo bajaba la cabeza. El estruendo de la batalla se había vuelto tan terrible que nadie permanecía ya en su sano juicio.
Tres minutos antes del ataque me hizo señas Vinke con una cantimplora llena de aguardiente. Eché un trago largo. Era como si ingiriese simplemente agua. Lo único que faltaba era el «puro de la ofensiva»; la presión del aire me apagó tres veces la cerilla.
El gran momento había llegado. La apisonadora de fuego rodaba hacia las primeras trincheras. Iniciamos el ataque.
La rabia estalló como una tempestad. Millares de hombres tenían que haber muerto ya, eso era algo que se presentía. Aunque el cañoneo continuaba, pareció hacerse el silencio, como si el fuego perdiera su energía soberana.
La tierra de nadie estaba abarrotada de atacantes; de uno en uno, o en unidades pequeñas, o en masas compactas, avanzaban hacia el telón de fuego. No corrían, tampoco se ponían a cubierto cuando en medio de ellos se alzaban penachos de humo altos como torres. Se dirigían hacia la trinchera enemiga con pasos torpes, pero incontenibles. Parecía que la vulnerabilidad hubiera quedado en suspenso.
Uno se sentía también solo en medio de aquellas masas que se habían puesto en pie; las distintas unidades estaban entremezcladas. Yo había perdido de vista a mis hombres; se habían disuelto como una ola en la marea. Únicamente Vinke y un voluntario llamado Haake permanecían a mi lado. En mi mano derecha empuñaba la pistola, en la izquierda llevaba una fusta de caña de bambú. Aunque sentía mucho calor, aún llevaba puesto el largo capote y también, como mandaban las ordenanzas, los guantes. Mientras íbamos avanzando se apoderó de nosotros una ira propia de energúmenos. Un poderosísimo deseo de matar daba alas a nuestros pies. La rabia me arrancaba lágrimas amargas.
La monstruosa voluntad de exterminio que sobre el campo de batalla gravitaba se concentraba en los cerebros y los sumergía en una niebla roja. Entre sollozos y tartamudeos nos gritábamos unos a otros frases incompletas, y un observador imparcial habría podido tal vez creer que de nosotros se había apoderado un exceso de felicidad.
Atravesamos sin dificultad una destrozada maraña de alambres y de un salto cruzamos la primera trinchera enemiga, apenas reconocible. Parecida a una hilera de fantasmas, la oleada de asalto iba danzando a través de vapores blancos, hirvientes, y dejó atrás una zanja arrasada. Allí no quedaban ya adversarios.
En contra de todo lo que cabía esperar, desde la segunda línea abrieron fuego de ametralladora contra nosotros. De un salto me metí, junto con mis acompañantes, en un embudo. Un segundo después se oyó un estampido horroroso y caí de bruces. Vinke me agarró por el cuello de la guerrera y me dio la vuelta:
—¿Está herido, mi alférez?
No encontramos nada. El voluntario Haake tenía un agujero en un brazo y aseveraba entre gemidos que le había entrado una bala por la espalda. Le arrancamos del cuerpo el uniforme y lo vendamos. Un surco derecho indicaba que en el borde del embudo había estallado un
shrapnel
a la altura de nuestros rostros. Era un milagro que aún viviésemos. Los del otro lado eran más fuertes de lo que habíamos supuesto.
Entretanto habían pasado a nuestro lado los demás. Nos lanzamos tras ellos, dejando al herido abandonado a su propia suerte; antes clavamos en el suelo, a su lado, un palo con un trozo de muselina blanca, para que sirviera de señal a la oleada de camilleros que seguía a la oleada de asaltantes. Delante de nosotros, a la izquierda, surgió de la humareda el enorme terraplén del ferrocarril que unía Ecoust con Croisilles. Teníamos que cruzar aquel terraplén. De las aspilleras abiertas en él y de las ventanas de las galerías que allí habían sido excavadas salían disparos de fusil y de ametralladora; tan denso era aquel fuego que parecía que alguien estuviese vaciando un saco lleno de guisantes. Disparaban con tiro preciso.
También Vinke había desaparecido. Yo seguí un camino en hondonada, en cuyo talud se abrían las bocas de abrigos hundidos. Avancé furioso por un suelo negro, desgarrado, del que se alzaban todavía los gases asfixiantes de nuestras granadas. Me encontraba completamente solo.
Entonces fue cuando divisé al primer enemigo. Una figura humana vestida con un uniforme pardo y que al parecer se encontraba herida, estaba acurrucada, a veinte pasos delante de mí, en el centro de aquella hondonada aplanada por el fuego de tambor; se apoyaba con las manos en el suelo. Nos vimos al doblar yo un recodo. Vi cómo aquella figura se estremecía cuando aparecí y cómo me miraba fijamente, con ojos muy abiertos, mientras lentamente, pérfidamente, me iba acercando hacia ella con el rostro oculto detrás de mi pistola. Se estaba preparando un espectáculo sangriento, sin testigos. Era un alivio el tener por fin al alcance de la mano al antagonista. Apoyé el cañón de mi pistola en la sien de aquel hombre, que estaba paralizado por la angustia, y con la otra mano aferré crispadamente la guerrera de su uniforme. En ella había condecoraciones y distintivos de grado; era un oficial y seguramente había tenido el mando en aquella trinchera. Con un quejido metió una mano en un bolsillo, pero lo que de él sacó no fue un arma, sino una fotografía; me la puso delante de los ojos. Miré la fotografía y en ella vi a aquel hombre de pie en una terraza, rodeado de una numerosa familia.
Aquello era un conjuro que llegaba desde un mundo sumergido, increíblemente remoto. Más tarde he considerado que fue una gran ventura lo que hice: solté a aquel hombre y seguí con precipitación hacia delante. Precisamente ese hombre se me sigue apareciendo en mis sueños con frecuencia. Esto me permite abrigar la esperanza de que haya vuelto a ver su patria.
Desde la parte de arriba bajaron de un salto al camino en hondonada algunos hombres de mi compañía. Yo sentía un calor enorme. Me quité el capote y lo arrojé lejos. Recuerdo que grité varias veces con mucha energía estas palabras:
—¡Ahora el alférez Jünger se quita su capote!
Los fusileros se reían al oírme decir aquello, como si les estuviera contando un chiste divertidísimo. Por la parte de arriba todo el mundo iba corriendo al descubierto; no prestaban atención a las ametralladoras enemigas, que estarían a lo sumo a cuatrocientos pasos de distancia. También yo eché a correr a ciegas hacia aquel terraplén que escupía fuego. De un salto me metí en un embudo y al caer fui a parar encima de una figura, vestida con un Manchester pardo, que estaba disparando con su pistola. Era Kius, y se encontraba en un estado de ánimo similar al mío; a guisa de saludo me metió en el bolsillo un puñado de munición.
De este hecho deduzco que nuestra penetración en el borde del campo de embudos había tropezado con resistencia, pues antes del asalto me había metido en los bolsillos una considerable provisión de cartuchos de pistola. Es probable que allí se hubieran instalado los restos de la guarnición enemiga expulsada de las primeras trincheras; aquellos restos aparecían unas veces en un lado y otras veces en otro entre los atacantes. Pero en lo que se refiere a aquel sector carezco de recuerdos personales. En todo caso lo atravesé sin ser herido, aunque no sólo se entrecruzaban en él los tiros que se hacían desde los embudos, sino que, además, del terraplén del ferrocarril salían disparos que caían como un enjambre de abejas sobre amigos y enemigos. En aquel sitio disponían sin duda de reservas de munición casi inagotables.