Tempestades de acero (34 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Aquellas horas interminablemente largas las pasé acurrucado en un agujero, pegado al alférez Hopf. A las seis de la mañana me puse en pie y di las últimas instrucciones. Me encontraba en ese estado de ánimo peculiar que precede siempre a los ataques. Uno tiene una sensación de vacío en el estómago, charla con los jefes de pelotón, procura hacer chistes, corretea de un lado para otro como antes de un desfile ante el mando supremo; en suma, intenta estar ocupado lo máximo posible para escapar del pensamiento taladrante. Un hombre me ofreció un vaso de café que había calentado con un poco de alcohol sólido; como por arte de magia, aquel café me llenó de vida y confianza.

A las siete en punto iniciamos la marcha en el orden preestablecido; parecíamos una larga serpiente. Encontramos desocupado el Camino del Dragón; un gran número de cargadores vacíos detrás de una barricada revelaba que el enemigo había retirado de allí aquella ametralladora tristemente famosa. Esto nos animó. Por medio de un piquete de seguridad echamos un cerrojo a una trinchera que se desviaba hacia la derecha y que estaba muy bien organizada y luego nos metimos por un camino en hondonada. Su profundidad iba haciéndose cada vez menor y al final, en el momento en que comenzaba a amanecer, nos encontramos en campo abierto. Dimos media vuelta y penetramos en la trinchera de la derecha. El ataque fracasado había dejado sus huellas allí. El suelo estaba cubierto de material bélico y cadáveres ingleses. Aquélla era la Posición Sigfrido. De repente el alférez Hoppenrath, jefe de las tropas de choque, le quitó de las manos el fusil a un soldado y disparó. Había topado con un centinela inglés; éste emprendió la huida después de haber lanzado contra nosotros unas cuantas granadas de mano. Seguimos avanzando, pero, un poco más adelante, volvimos a encontrar resistencia. Desde ambos lados volaron por el aire las granadas de mano, que reventaban con explosiones múltiples. Las unidades de choque iniciaron el ataque. A través de una cadena de manos pasaban de hombre a hombre los proyectiles; tiradores escogidos se apostaron detrás de los traveses para disparar certeramente contra los granaderos enemigos; los jefes de sección avizoraban el terreno a cuerpo descubierto para descubrir a tiempo un contraataque y los sirvientes de las ametralladoras ligeras emplazaron sus armas en los sitios más favorables. Nos abrimos paso, trinchera adelante, con granadas de mano y la barrimos a lo largo con disparos de fusil. Toda una amplia zona a nuestro alrededor comenzó a agitarse; por encima del lugar en que estábamos se cruzaban enjambres de proyectiles.

Tras una lucha de corta duración se oyeron en el otro lado unas voces nerviosas, y antes de que pudiéramos comprender bien lo que sucedía empezaron a venir hacia nosotros con las manos en alto los primeros ingleses. Iban apareciendo uno a uno por detrás de los traveses y se quitaban el correaje; entretanto nuestros fusiles y pistolas los apuntaban amenazadores. Todos aquellos ingleses eran hombres jóvenes, fornidos, y llevaban uniformes nuevos. Los hacía desfilar delante de mí mientras los conminaba con estas palabras:


Hands down!

Luego encargaba a un pelotón de hombres nuestros que se los llevase de allí.

La sonrisa confiada que se veía en la mayor parte de aquellos rostros revelaba que no nos consideraban capaces de cometer atrocidades inhumanas. Algunos intentaban inclinarnos a la clemencia tendiéndonos paquetes de cigarrillos y tabletas de chocolate. Con la alegría creciente propia de un cazador vi que habíamos realizado unas capturas inmensas; aquella comitiva de hombres parecía no tener fin. Habíamos contado ya ciento cincuenta y aún seguían apareciendo más hombres con las manos en alto. Paré a un oficial y le pregunté por el trazado de la posición y por las tropas que la defendían. Me contestó muy cortésmente; era innecesario que, mientras lo hacía, se cuadrase. Luego me condujo hasta el jefe de la compañía, un
captain
; estaba herido y se encontraba en un abrigo cercano. Era un hombre joven, que tendría unos veintiséis años; los rasgos de su rostro eran delicados. Estaba apoyado en el marco de una galería y tenía atravesada por una bala una de sus pantorrillas. Cuando me presenté se llevó a la gorra la mano, en la que refulgía una cadena de oro, me dijo su nombre y me hizo entrega de su pistola. Sus primeras palabras mostraron que tenía delante de mí a todo un hombre.


We were surrounded about!

Le urgía explicar a su adversario la razón por la que su compañía se había rendido tan pronto. Estuvimos conversando en francés sobre varios asuntos. Me contó que en un abrigo cercano había un grupo de soldados alemanes heridos; sus hombres los habían vendado y curado. Cuando le pregunté por el número de tropas que ocupaban la parte ulterior de la Posición Sigfrido se negó a contestarme. Le prometí que lo haría evacuar, a él y a los demás heridos, hacia la retaguardia; luego nos despedimos con un apretón de manos.

Delante de la galería estaba Hoppenrath y me comunicó que habíamos hecho cerca de doscientos prisioneros. Para una compañía como la nuestra, que contaba con ochenta hombres, no estaba nada mal. Aposté centinelas y luego exploramos la trinchera conquistada; se hallaba abarrotada de armas y de piezas de equipo. En los apostaderos había ametralladoras, lanzaminas, granadas de mano y de fusil, cantimploras, chalecos con forro de piel, impermeables, lonas de tienda de campaña, latas llenas de carne, de mermelada, de té, de café, de cacao y de tabaco, botellas de coñac, herramientas, pistolas de combate y de señales, ropa blanca, guantes; en suma, todo lo que uno pueda imaginar. Como si fuera un viejo jefe de lansquenetes concedí un breve espacio de tiempo para que los hombres se dedicasen al pillaje y pudieran examinar con más detalle las muchas cosas buenas que allí había. Tampoco yo pude resistir la tentación de prepararme en la entrada de una galería un pequeño desayuno y de llenarme la pipa con el magnífico Navy Cut, mientras garabateaba mi informe para el jefe de las tropas combatientes. Como hombre precavido envié una copia al jefe de nuestro batallón.

Media hora después reiniciamos la marcha; caminábamos muy eufóricos —no negaré que a ello contribuyó un poco el coñac inglés— y nos fuimos deslizando de través en través a lo largo de la Posición Sigfrido.

Desde un fortín de madera, un blocao empotrado en el talud de la trinchera, abrieron fuego contra nosotros. Quisimos echar un vistazo alrededor y nos subimos a los apostaderos más próximos. Mientras intercambiábamos algunos disparos con los ocupantes del mencionado blocao, uno de nuestros hombres cayó al suelo como empujado por un puño invisible. Una bala había perforado la parte superior de su casco de acero y le había abierto una larga ranura en la tapa de los sesos. A cada latido de la sangre el cerebro subía y bajaba en la herida; a pesar de ello pudo retirarse por sus propios pies. Tuve que ordenarle que dejase su mochila, pues se empeñaba en llevársela, y recomendarle que caminase muy despacio y con mucha prudencia.

Pedí voluntarios para hacer saltar aquella resistencia mediante un ataque realizado a campo descubierto. Los hombres se miraron unos a otros titubeando; sólo un polaco muy duro de mollera, al que siempre había tenido por débil mental, trepó fuera de la trinchera y se encaminó con pasos torpes hacia el fortín de madera. Desgraciadamente he olvidado el nombre de aquel hombre sencillo; él me enseñó que no se ha conocido de veras a una persona si no se la ha visto enfrentada al peligro. Al ver al polaco, también el sargento aspirante a oficial Neupert y los hombres de su pelotón saltaron fuera del parapeto, mientras los demás seguimos avanzando al mismo tiempo por dentro de la trinchera. Los ingleses hicieron algunos disparos y luego escaparon a toda prisa, abandonando el blocao. Uno de los hombres que se lanzaron al asalto por fuera de la trinchera se desplomó mientras iba corriendo y quedó tendido de bruces en el suelo, a pocos metros de su objetivo. Había recibido en el corazón uno de esos disparos que hacen que la gente quede tumbada en una postura que se asemeja a la del sueño.

Proseguimos nuestro avance y tropezamos con la encarnizada resistencia que nos oponían unos granaderos invisibles; en el transcurso de una refriega bastante prolongada nos hicieron retroceder hasta el blocao. Allí nos parapetamos. Tanto nosotros como los ingleses habíamos dejado un buen número de muertos en el tramo de trinchera disputado. También se hallaba entre ellos, por desgracia, el suboficial Mevius, al que en la noche de Regniéville aprendí a estimar como combatiente valeroso. Estaba tendido boca abajo en el suelo, con el rostro en un charco de sangre. Cuando le di la vuelta, un gran agujero que se abría en su frente me convenció de que era inútil toda ayuda. Estábamos hablando y de repente noté que no contestaba a una pregunta mía. Cuando, segundos después, rodeé el través detrás del cual había desaparecido Mevius, estaba ya muerto en el suelo. Aquello tenía algo de fantasmal.

También nuestro adversario se replegó un poco. Luego comenzó un terco combate de disparos; en su transcurso un fusil Lewis del enemigo, emplazado a cincuenta metros de donde estábamos, nos obligó a bajar la cabeza. Una de nuestras ametralladoras ligeras aceptó el desafío. Durante medio minuto estuvieron disparando una contra otra aquellas dos armas, alrededor de las cuales saltaban los proyectiles. Al cabo de ese tiempo se desplomó nuestro apuntador, el cabo Motullo; tenía un balazo en la cabeza. Aunque la masa cerebral le caía por la cara hasta llegarle a la barbilla, aún seguía consciente cuando lo llevamos a la galería más próxima. Motullo, una persona algo mayor, jamás se habría presentado voluntario para una acción, pero cuando se encontraba detrás de su ametralladora, yo observaba, con los ojos fijos en su rostro, que no bajaba la cabeza ni una pulgada, a pesar de las ráfagas de proyectiles que lo envolvían. Cuando le pregunté cómo se encontraba fue capaz de responderme con frases coherentes. Tuve la impresión de que aquella herida mortal no le causó dolores a Motullo, más aún, que ni siquiera llegó a ser consciente de ella.

La calma fue volviendo poco a poco, pues también los ingleses trabajaban en la construcción de una barricada. A las doce aparecieron el capitán von Brixen, el alférez Tebbe y el alférez Voigt, que me felicitaron por los éxitos de mi compañía. Nos sentamos dentro del fortín de madera, desayunamos de las provisiones inglesas y comentamos la situación. Entretanto estuve negociando a gritos con unos veinticinco ingleses cuyas cabezas sobresalían de la trinchera a cien metros de nosotros y que, al parecer, deseaban rendirse. Pero tan pronto como yo asomaba la cabeza y la dejaba al descubierto, abrían fuego contra ella desde otros lugares que quedaban más lejos.

De repente se notó agitación en nuestra barricada. Volaban las granadas, crepitaban los fusiles, tableteaban las ametralladoras.

—¡Qué vienen, que vienen!

De un salto nos parapetamos detrás de los sacos terreros y abrimos fuego. En el ardor de la lucha uno de mis hombres, el cabo Kimpenhaus, subió de un salto a lo alto de la barricada y desde allí estuvo barriendo con sus disparos la trinchera hasta que fue derribado por dos tiros que le hirieron gravemente en los brazos. Tomé buena nota de este héroe del instante y dos semanas más tarde tuve la satisfacción de poder felicitarle por la concesión de la Cruz de Hierro de primera clase.

Acabábamos de volver a nuestro desayuno, tras aquel entreacto, cuando de nuevo oímos un estruendo de mil diablos. Prodújose entonces uno de esos incidentes extraños que de repente modifican de modo imprevisible una situación. Aquel griterío provenía de un oficial ayudante del regimiento vecino situado a nuestra izquierda; quería establecer contacto con nosotros y estaba poseído de una enorme acometividad. La borrachera parecía haber desatado hasta el frenesí su innata valentía.

—¿Dónde están los Tommys? ¡A por esos perros! Vamos, ¿quién me acompaña?

En su furia derribó nuestra bonita barricada y se lanzó hacia adelante, abriéndose camino con retumbantes granadas de mano. Delante de él se deslizaba por la trinchera su ordenanza e iba derribando con los disparos de su fusil a quienes se habían librado de los explosivos.

El coraje, la loca audacia con que algunos arriesgan su propio pellejo, tiene siempre un efecto entusiástico. También nosotros fuimos arrebatados por el furor y, recogiendo unas cuantas granadas de mano, iniciamos una competición en aquella marcha de guerreros furibundos. Pronto me encontré junto a quienes iban recorriendo la posición; tampoco se hicieron de rogar mucho tiempo los otros oficiales, que fueron seguidos por los fusileros de mi compañía. Hasta el capitán von Brixen, jefe del batallón, se encontró pronto, con un fusil en la mano, entre los primeros de aquella comitiva; disparando por encima de nuestras cabezas, derribó a varios granaderos enemigos.

Los ingleses se defendieron con gallardía. Cada uno de los traveses fue disputado. Las bolas negras de sus granadas de mano Mill se cruzaban en el aire con nuestras granadas de mango. Detrás de cada uno de los traveses que conquistábamos encontrábamos cuerpos aún palpitantes o cadáveres. La gente se mataba sin verse. También nosotros tuvimos bajas. Un trozo de hierro cayó al lado de mi ordenanza, que no pudo esquivarlo; se derrumbó mientras de sus numerosas heridas caía al suelo la sangre.

Saltamos por encima de su cuerpo y seguimos avanzando. Estampidos atronadores señalaban el camino que seguíamos. En aquel terreno muerto había centenares de ojos que, detrás de fusiles y ametralladoras, estaban al acecho de un blanco. Ya nos habíamos alejado bastante de nuestras líneas. De todos lados llegaban proyectiles que silbaban alrededor de nuestros cascos de acero e iban a estrellarse con una detonación seca contra el borde de la trinchera. Cada vez que en la línea del horizonte se alzaba una de aquellas masas de hierro en forma de huevo los ojos la captaban con esa clarividencia de la que el ser humano es capaz únicamente cuando está enfrentado a una decisión a vida o muerte. Durante aquellos momentos expectantes era preciso intentar colocarse en un sitio desde el que pudiera divisarse el mayor espacio posible de cielo, ya que sólo contra su fondo pálido se dibujaba con nitidez suficiente el negro hierro acanalado de aquellas bolas mortales. Después lanzaba uno su propia granada y daba un salto hacia adelante. Apenas rozaba con una mirada el desplomado cuerpo del adversario; había quedado fuera de combate y ahora se iniciaba un nuevo duelo. La lucha con granadas de mano se parece a la esgrima de florete; es preciso dar saltos como en el ballet. De los combates entre dos personas es éste el más mortífero de todos, pues sólo termina cuando uno de los dos adversarios vuela por los aires. También puede ocurrir que ambos caigan muertos.

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