Tempestades de acero (30 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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El 24 de agosto un casco de metralla de una granada hirió al valiente capitán de caballería Bóckelmann —era el tercer jefe de batallón que mi regimiento perdía en poco tiempo.

Durante el servicio de trincheras hice amistad con el suboficial Kloppmann; era un hombre ya algo mayor, casado, y se distinguía por su gran acometividad. Kloppmann era uno de esos hombres en los que no es posible descubrir el menor punto flaco en lo que toca al valor; entre un centenar no se encuentra más que uno como él. Nos pusimos de acuerdo para ir a echar un vistazo a las trincheras de los franceses y el 29 de agosto les hicimos la primera visita.

Avanzamos a rastras hasta una brecha que Kloppmann mismo había abierto con sus tijeras la noche anterior en la alambrada enemiga. Nos encontramos con la desagradable sorpresa de que los alambres estaban otra vez empalmados. A pesar de ello volvimos a cortarlos, haciendo mucho ruido, y penetramos en la trinchera francesa. Largo tiempo estuvimos acechando detrás del primer través que encontramos. Luego avanzamos sigilosamente; fuimos siguiendo un hilo telefónico que terminaba en una bayoneta clavada en la tierra. En muchos lugares había alambres que bloqueaban la posición, incluso había en un sitio una puerta de rejas; pero la posición misma no se hallaba ocupada. Estuvimos mirando todo aquello con mucho detenimiento; luego regresamos por el mismo camino y volvimos a cerrar cuidadosamente la brecha, para disimular nuestra visita.

A la noche siguiente Kloppmann tornó a merodear por aquel mismo lugar. Pero el recibimiento que le hicieron consistió en abrir fuego de fusil contra él y en arrojarle granadas de mano en forma de limón, a las que dábamos el nombre de «huevos de pato»; una de ellas cayó junto a su cabeza, que tenía pegada al suelo, pero no estalló. A toda prisa hubo de poner pies en polvorosa. A la noche siguiente estábamos los dos otra vez en camino hacia el enemigo; en esta ocasión encontramos ocupada la primera línea de trincheras. Espiamos a los centinelas y comprobamos los sitios en que estaban apostados. Uno de ellos silbaba suavemente una bonita melodía. Finalmente abrieron fuego contra nosotros y nos retiramos con sigilo.

Cuando ya había vuelto a nuestra trinchera aparecieron en ella de pronto mis camaradas Voigt y Haverkamp. Era evidente que habían estado bebiendo, y se les había ocurrido la extravagante idea de ir en peregrinación desde el cómodo Campamento del Tocón hasta la primera línea, para lo cual tuvieron que cruzar el oscurísimo bosque; querían «ir de patrulla», según decían. Siempre me he atenido a la norma de que cada cual es libre de arriesgar su pellejo donde quiera, así es que dejé que treparan fuera de la trinchera, aunque el enemigo seguía nervioso. La «patrulla» de aquellos hombres consistía únicamente en ir a buscar paracaídas de seda de los cohetes franceses y en perseguirse mutuamente delante de la alambrada enemiga agitando aquellas telas blancas. Como es natural, los franceses abrieron fuego contra ellos, pero, pasado algún tiempo, regresaron sanos y salvos. Baco les otorgó su acreditada protección.

El 10 de septiembre me encaminé desde el Campamento del Tocón hasta el puesto de mando de mi regimiento, donde solicité que me dieran un permiso.

—Ya he estado pensando en concedérselo —me replicó el coronel—. Pero el regimiento ha de llevar a cabo por la fuerza un reconocimiento del territorio enemigo y deseo confiarle a usted esa operación. Escoja a los hombres aptos y entrénese con ellos en el Campamento de Sousloeuvre. La operación consistía en infiltrarnos en la frontera enemiga por dos sitios distintos e intentar capturar algunos prisioneros. La patrulla estaba subdividida en tres grupos: dos unidades de choque y un destacamento cuya misión consistía en ocupar la primera línea enemiga y cubrirnos la espalda a los integrantes de las unidades de choque. Además de la dirección del conjunto tomé el mando de la unidad de la izquierda; el de la derecha se lo confié al alférez von Kienitz.

Cuando pedí voluntarios me llevé la sorpresa —no se olvide que estábamos ya a finales del año 1917— de que se presentaran casi las tres cuartas partes de la tropa de todas las compañías del batallón. A los que iban a constituir la patrulla los elegí, según mi costumbre, recorriendo las filas y seleccionando a quienes tenían «buena cara». Algunos de los que sobraron estuvieron a punto de echarse a llorar cuando los rechacé.

Incluyéndome a mí, mi unidad se componía de catorce hombres; entre ellos estaban el sargento aspirante a oficial von Zglinitzky, los suboficiales Kloppmann, Mevius, Dujesiefken, y dos zapadores. Se había congregado allí la gente más loca y osada del Segundo Batallón.

Diez días estuvimos entrenándonos en el lanzamiento de granadas de mano, y en unas trincheras que eran réplica exacta de las reales ejecutamos asimismo un simulacro de la operación. Dado el celo exagerado con que actuábamos fue un milagro que antes de la operación tuviéramos únicamente tres heridos por cascos de metralla. Como, por otro lado, estuvimos libres de cualquier otro servicio, en la tarde del 22 de septiembre pude dirigirme a la segunda posición, en la que íbamos a pernoctar aquella noche, como jefe de una banda salvaje, pero manejable.

A última hora de la tarde, atravesando el oscuro bosque, acudimos Kienitz y yo al puesto de mando del batallón; el capitán de caballería Schumacher nos había invitado a una cena de despedida, o más bien a una última comida de reos condenados a muerte. Después de cenar nos tumbamos dentro de nuestra galería para descansar aún unas cuantas horas. El saber que a la mañana siguiente ha de emprender uno una caminata a vida o muerte provoca sensaciones extrañas; antes de dormirse escudriña uno durante algún tiempo en su interior y pone en regla sus asuntos.

A las tres de la madrugada nos despertaron; nos levantamos, nos lavamos y ordenamos que nos preparasen el desayuno. Enseguida tuve un serio disgusto, que me encolerizó; mi ordenanza había puesto una exageradísima cantidad de sal en los huevos fritos, que yo deseaba tomar para cobrar fuerzas y para festejar aquella jornada.

Apartamos a un lado los platos y por centésima vez repasamos todos los pormenores que podían salirnos al paso. Mientras lo hacíamos nos alargábamos mutuamente vasos llenos de Cherry-Brandy y Kienitz contaba algunos chistes viejísimos. A las cinco menos veinte reunimos a los hombres y los condujimos hasta los fortines construidos en la primera línea. Ya se habían abierto, con tijeras, brechas en las alambradas, y unas flechas largas, espolvoreadas de cal, apuntaban como las manecillas de un reloj hacia los puntos que íbamos a atacar. Nos separamos con un apretón de manos y nos dispusimos a esperar lo que viniera.

Me había puesto encima una indumentaria de trabajo en consonancia con la tarea que íbamos a ejecutar; en el pecho, dos sacos terreros, cada uno de los cuales contenía cuatro granadas de mango, las de la izquierda con espoleta de percusión y las de la derecha con espoleta de mecha; en el bolsillo derecho de la guerrera, una pistola del 09 sujeta a un largo cordón; en el bolsillo derecho del pantalón, una pequeña pistola Mauser; en el bolsillo izquierdo de la guerrera, cinco granadas de mano ovoides; en el bolsillo izquierdo del pantalón, una brújula luminosa y un silbato; en el cinturón, un portacarabina para cebar las granadas de mano, un puñal y una cizalla. En el bolsillo interior de la guerrera metí una cartera llena de papeles y la dirección de mi familia; en el bolsillo trasero del pantalón, una botella plana de Cherry-Brandy. Nos habíamos despojado de las hombreras, así como del brazalete con la inscripción «Gibraltar», para no proporcionar al adversario ninguna información sobre la unidad a la que pertenecíamos. Para reconocernos llevábamos brazaletes blancos en las mangas de la guerrera.

A las cinco menos cuatro minutos se inició un fuego de diversión en la división que quedaba a nuestra izquierda. A las cinco en punto se inflamó el cielo a nuestras espaldas y con gran estruendo empezaron los proyectiles a trazar sus curvas trayectorias por encima de nuestras cabezas. Yo estaba con Kloppmann delante de una galería y fumaba un último puro; pero pronto nos vimos obligados a ponernos a cubierto, pues numerosos disparos se quedaban demasiado cortos. Teníamos el reloj en la mano y contábamos uno a uno los minutos.

A las cinco y cinco en punto salimos de la galería y atravesamos nuestras propias alambradas por los pasillos preparados de antemano. Yo iba corriendo delante; en la mano alzada llevaba una granada de mano. Vi cómo también la patrulla de la derecha se lanzaba al asalto con las primeras luces del amanecer. La alambrada enemiga era débil; de dos zancadas la crucé, pero tropecé en un alambre que estaba tendido detrás y caí en un embudo; de él me sacaron Kloppmann y Mevius.

—¡Adentro!

Saltamos al interior de la primera trinchera enemiga, pero no topamos con ninguna resistencia; a nuestra derecha se iniciaba entretanto una ruidosa pelea con granadas de mano. No nos preocupamos de aquello y saltamos una barrera de sacos terreros; luego nos agachamos y desaparecimos en los embudos, para reaparecer junto a una serie de caballos de Frisia colocados delante de la segunda línea. También ésta se encontraba vacía; como no había ninguna esperanza de hacer allí prisioneros, seguimos avanzando deprisa, sin detenernos, por un ramal de aproximación lleno de obstáculos. Envié por delante a los zapadores para que limpiasen aquello; el ritmo con que trabajaban no me bastaba, así es que yo mismo me puse a la cabeza. No teníamos tiempo que perder en fuegos artificiales.

Al desembocar en la tercera línea hicimos un descubrimiento que nos dejó sin aliento: una colilla encendida tirada en el suelo nos indicó que el enemigo tenía que hallarse muy cerca. Hice una señal a mis hombres, agarré fuertemente la granada que llevaba en la mano y avancé con sigilo por la trinchera, que estaba muy bien construida; en los taludes se apoyaban numerosos fusiles abandonados. En situaciones cómo éstas la memoria retiene los detalles más nimios. Así, en aquel lugar se me quedó grabada, como en un sueño, la imagen de un plato dentro del cual había una cuchara. Esta observación iba a salvarme la vida veinte minutos más tarde.

De repente se esfumaron delante de nosotros unas figuras que parecían sombras. Echamos a correr tras ellas y fuimos a parar a una zanja sin salida; en el talud de aquella zanja se abría la entrada de una galería.

Me aposté delante de ella y grité:


Montex
!

La respuesta que recibí fue una granada de mano que alguien arrojó desde el interior. Era evidentemente un proyectil con mecha de retardo, pues oí el pequeño chasquido del encendido y tuve tiempo de saltar hacia atrás. Aquella granada reventó contra el talud de enfrente, a la altura de mi cabeza; me desgarró mi gorra de seda, me causó varias heridas en la mano izquierda y me arrancó la yema del dedo meñique. Al suboficial de zapadores que estaba a mi lado un casco de metralla le perforó la nariz. Retrocedimos algunos pasos y bombardeamos con granadas de mano aquel peligroso lugar. Llevado por la precipitación, uno de mis hombres arrojó en la entrada un tubo incendiario e imposibilitó con ello la continuación de nuestro ataque. Dimos media vuelta y recorrimos la tercera línea en dirección opuesta a la de antes; lo que deseábamos era hacer prisionero a un adversario. Por todas partes había, tiradas en el suelo, piezas de equipo y armas. Cada vez más preocupados nos hacíamos en silencio esta pregunta: «¿Dónde podrán hallarse los hombres que han dejado allí esos fusiles? ¿Dónde nos estarán acechando?». Sin embargo, nos fuimos adentrando resueltamente en las trincheras desiertas, veladas por los vapores de la pólvora; en una mano llevábamos preparada una granada y en la otra la pistola montada.

Sólo más tarde, reflexionando sobre ello, he logrado hacerme una idea clara del camino que seguimos a partir de aquel instante. Sin darnos cuenta torcimos por un tercer ramal de aproximación y nos acercamos hacia la cuarta línea; estábamos ya metidos en el fuego de obstrucción de nuestra propia artillería. De vez en cuando abríamos con violencia una de las cajas empotradas en los taludes de la trinchera y nos metíamos, como recuerdo, una granada de mano en el bolsillo.

Tras haber recorrido varias veces en todas las direcciones las trincheras nadie sabía ya ni en dónde nos encontrábamos ni en qué dirección quedaba la posición alemana. Poco a poco los hombres se fueron poniendo nerviosos. Las agujas de la brújula luminosa temblaban en nuestras manos trémulas; con el nerviosismo, nos olvidamos de todos los conocimientos adquiridos en la escuela. La algarabía de voces extranjeras que en las trincheras cercanas se oía indicaba que el adversario se había recuperado de la primera sorpresa. Era inevitable que adivinase pronto el lugar en que nos hallábamos.

Una vez más dimos media vuelta; yo iba caminando a la cola de mis hombres cuando vi de repente cómo se balanceaba delante de mí, sobre un través de sacos terreros, el cañón de una ametralladora. Tropezando con un cadáver francés di un salto hacia allí y divisé al suboficial Kloppmann y al sargento aspirante a oficial von Zglinitzky, que se ocupaban de aquel arma, mientras el fusilero Hailer hurgaba en un despedazado cadáver en busca de papeles. Sin preocuparnos de lo que nos rodeaba nos pusimos a manipular con prisa febril en la ametralladora, pues queríamos llevarnos cuando menos algún botín. Intenté aflojar los tornillos de sujeción, otro hombre cortó con la cizaya la banda de cartuchos; finalmente nos echamos al hombro aquella máquina, que estaba colocada sobre un trípode, y nos la llevamos sin desmontar. En aquel instante resonó en la trinchera paralela a la dirección en que presumíamos que quedaba la línea alemana una voz enemiga; era una voz nerviosa, pero amenazante:


Qu'est-ce qu'il y a?

Hacia nosotros vino volando, con una trayectoria curva, una bola negra; se distinguía confusamente del cielo, que ya empezaba a clarear.

—¡Cuidado!

Brilló un relámpago entre mí y Mevius; un casco de metralla se incrustó en su mano. Nos dispersamos por todos los lados y nos fuimos enredando cada vez más en aquella maraña de trincheras. Los únicos hombres que en aquel momento se encontraban junto a mí eran el suboficial de zapadores, cuya nariz sangraba, y Mevius, que tenía herida la mano. Sólo el desconcierto de los franceses, que aún no osaban salir de sus agujeros, retrasaba nuestra ruina. Pero dentro de pocos minutos tropezaríamos necesariamente con un destacamento francés más fuerte, que nos remataría de muy buena gana. En el aire no flotaba precisamente una atmósfera de perdón.

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