Tempestades de acero (43 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Al atardecer recibí la orden de regresar con mi compañía a Puisieux; cuando llegamos encontré una comunicación en la que se me indicaba que a la mañana siguiente interviniese con dos de mis pelotones en una pequeña operación. Se trataba de limpiar la denominada «Trinchera de la Hondonada» desde el punto rojo K hasta el punto rojo Z; la operación comenzaría a las tres y cuarenta de la madrugada y la artillería y los lanzaminas la prepararían con un fuego de cinco minutos de duración. El adversario se había infiltrado en la Trinchera de la Hondonada, así como en otros muchos ramales de aproximación, y se había hecho fuerte detrás de unas barricadas. Por desgracia aquella operación, en la que el alférez Voigt, de la compañía de asalto, intervendría con una unidad de choque mientras yo lo haría con dos de mis pelotones, había sido planificada evidentemente guiándose por el mapa; pues la Trinchera de la Hondonada, que serpenteaba a lo largo de un barranco, resultaba visible desde muchos sitios. Yo no estaba de acuerdo con nada de aquello; al menos encuentro en mi diario, debajo de la copia de la orden, estas frases: «Bueno, esperamos que mañana por la mañana sea posible describir lo ocurrido. Un comentario crítico de esta orden me lo reservo para más adelante, por falta de tiempo —ahora estoy sentado dentro del abrigo en el Sector F, son las doce de la noche y a las tres de la madrugada vendrán a despertarme».

Una orden es, en todo caso, una orden; por ello, a las tres y cuarenta nos encontrábamos Voígt y yo con nuestros hombres en las proximidades del Camino de Elbing, dispuestos a entrar en acción. En aquel momento empezaba a clarear el día. Ocupamos una trinchera cuya hondura era tan pequeña que sólo nos llegaba a las rodillas; desde allí podíamos ver, como desde un estrecho balcón, la hondonada, que a la hora fijada empezó a llenarse de humo y de fuego. Uno de los grandes cascos de metralla que desde aquel caldero hirviente subían hasta donde estábamos apostados hirió en una mano al fusilero Klaves. Una vez más pude contemplar aquí el mismo espectáculo que en tantas otras ocasiones había visto antes de los ataques: la imagen de un grupo que, entre dos luces, aguarda impaciente el momento de atacar y que, cuando algunos de los disparos de nuestra artillería quedan cortos, ejecuta una reverencia profunda y unánime, o bien se tira al suelo, mientras va acrecentándose la excitación —una imagen que cautiva el espíritu como un silencioso y terrible ceremonial mediante el que se anuncia el sacrificio de seres humanos.

Iniciamos puntualmente la operación, que se vio favorecida por la circunstancia de que nuestra preparación artillera había envuelto en un espeso velo de humo la Trinchera de la Hondonada. Poco antes de llegar al punto Z topamos con resistencia, pero la rompimos haciendo uso de granadas de mano. Como habíamos alcanzado nuestro objetivo y no teníamos demasiadas ganas de seguir luchando, levantamos una barricada y dejamos tras ella un pelotón armado con una ametralladora.

El único placer que aquella acción me proporcionó fue ver el comportamiento de los hombres de la unidad de asalto, los cuales me recordaron vivamente al viejo Simplicissimus. Allí conocí por vez primera un nuevo linaje de combatientes —el voluntario de 1918—, un hombre que, por lo que se veía, aún no había recibido un barniz de disciplina, pero que era valiente por instinto. Aquellos jóvenes bravucones, que llevaban polainas de vendas y pelambreras enormes, se enzarzaron en una violenta discusión, a veinte metros del enemigo, porque uno había insultado a otro llamándole «miedica». Además juraban como lansquenetes y se mostraban enormemente jactanciosos.

—Mira, muchacho, no todos se cagan de miedo como haces tú —acabó gritando uno de ellos, y él solo limpió todavía cincuenta metros de trinchera.

Los miembros del pelotón que habíamos dejado detrás de la barricada regresaron aquella misma tarde. Habían sufrido bajas, según contaron, y no les era posible mantenerse allí por más tiempo. Yo había dado ya por perdidos a aquellos hombres y me quedé asombrado de que hubieran podido atravesar vivos, a la luz del día, aquel largo tubo en que consistía la Trinchera de la Hondonada.

A pesar de éste y de otros varios contraataques que realizamos, el enemigo seguía firmemente asentado en el ala izquierda de nuestra primera línea y también en los caminos de enlace, en los que había levantado barricadas; desde allí amenazaba nuestra línea principal de resistencia. Esta vecindad con el enemigo, del cual no nos separaba ya la tierra de nadie, resultaba a la larga muy incómoda; uno presentía con claridad que ni siquiera dentro de las propias trincheras estaba seguro.

El día 24 de julio me dirigí, con el fin de realizar un reconocimiento, al nuevo Sector C de la línea principal de resistencia, pues iba a hacerme cargo de él al día siguiente. Pedí al jefe de la compañía, el alférez Gipkens, que me enseñase la barricada levantada por el enemigo en la Trinchera del Seto; era una barricada notable, pues consistía en un tanque que había quedado allí inmovilizado por el fuego y que estaba metido en la posición como un fortín de acero. Para poder observar los detalles nos sentamos en una pequeña banqueta excavada en el través. Cuando nos hallábamos en plena conversación noté que alguien me agarraba de pronto y me empujaba violentamente hacia un lado. Un instante después se estrelló un proyectil contra la arena del sitio en que yo había estado sentado. Un azar feliz había hecho que Gipkens observase cómo alguien sacaba lentamente un fusil por una aspillera de la barricada enemiga, que quedaba a unos cuarenta pasos de nosotros; sus penetrantes ojos de pintor me habían salvado la vida, pues a aquella distancia habría hecho blanco en mí incluso un asno. Sin darnos bien cuenta de lo que hacíamos nos habíamos sentado en el espacio muerto situado entre las dos barricadas; ello permitía que el centinela inglés pudiera vernos igual que si nos hubiéramos sentado a una mesa enfrente de él. Gipkens había actuado con rapidez y eficacia. Más tarde, cuando volví a pensar en aquello, me pregunté si yo no habría quedado acaso paralizado un instante por la visión del fusil. Me contaron que en aquel mismo lugar de apariencia tan inocente habían muerto ya tres hombres de la Novena Compañía, todos ellos de un tiro en la cabeza; aquel sitio era ciertamente funesto.

Aquella tarde me encontraba dentro de mi abrigo sentado cómodamente a mi mesa, leyendo y tomando café, cuando me empujó a salir de él un tiroteo no especialmente violento. Vi que de la parte de delante iba ascendiendo en sucesión monótona, como las perlas de un collar, señales de petición de fuego de barrera. Algunos heridos que volvían renqueando contaban que en los Sectores B y C los ingleses habían penetrado en la línea principal de resistencia y que en el Sector A lo habían hecho en el terreno situado delante de nuestra primera línea. Inmediatamente después llegó la funesta noticia de la muerte de los alféreces Vorbeck y Grieshaber; habían caído defendiendo sus sectores. El alférez Kastner, por su parte, estaba herido de gravedad. Pocos días antes le había rozado un tiro extraño, que no le produjo ninguna otra herida, pero sí le rebanó una tetilla; parecía cortada con un cuchillo afilado. A las ocho también llegó a mi abrigo Sprenger, que mandaba interinamente la Quinta Compañía; tenía clavado en la espalda un casco de metralla. Allí recobró fuerzas echando una «mirada a los tubos» o al «telescopio», es decir, bebiendo un largo trago de una botella; luego se encaminó hacia el puesto de socorro al tiempo que pronunciaba esta cita:

—¡Atrás, atrás, don Rodrigo!

Le seguía su amigo Domeyer, que sangraba de una mano. Este se despidió soltando una cita bastante más breve
[9]
.

A la mañana siguiente ocupamos el Sector C, que había sido entretanto limpiado de enemigos. Allí encontré a unos cuantos zapadores, y también a Boje y a Kius con una parte de la Segunda Compañía, y a Gipkens con lo que quedaba de la novena. Dentro de la trinchera yacían muertos en el suelo ocho alemanes y dos ingleses; en el escudo que éstos llevaban en la gorra ponía «SouthAfrica-Otago-Rifles». Las granadas de mano habían dejado a todos ellos en un estado lastimoso. Sus rostros desfigurados mostraban lesiones atroces.

Ordené ocupar la barricada y limpiar la trinchera. A las once y cuarenta y cinco inició nuestra artillería un fuego salvaje contra las posiciones enemigas situadas delante de nosotros; recibimos, sin embargo, más granadas que los propios ingleses. La desgracia no se hizo esperar mucho tiempo. El grito de «¡Camilleros!» llegó volando de la izquierda a través de la trinchera. Me apresuré a acudir a aquel lugar y encontré delante de la barricada de la Trinchera del Seto los restos informes de mi mejor jefe de sección. Un proyectil disparado por nuestra propia artillería le había dado de lleno en los riñones. Por encima de aquel hombre colgaban de las destrozadas ramas del seto de majuelo que daba su nombre a la trinchera girones de su uniforme y de su ropa interior, que le habían sido arrancados del cuerpo por la presión del aire generada por la explosión. Para ahorrarnos aquella visión ordené que lo cubrieran con una lona de tienda de campaña. Inmediatamente después fueron heridos en aquel sitio otros tres hombres. Aturdido por la onda expansiva, el cabo Ehlers se revolcaba por el suelo. A otro hombre el proyectil le arrancó ambas manos a la altura de las muñecas. Cubierto de sangre, volvía hacia atrás tambaleándose; llevaba apoyados los brazos en los hombros de un camillero. Aquel pequeño cortejo tenía algo de un bajorrelieve heroico, pues el ayudante caminaba agachado, en tanto que el herido se mantenía erguido con mucho esfuerzo —era un hombre joven, de cabellos negros y rostro hermoso y decidido, que en aquel momento estaba blanco como el mármol.

Envié a un enlace tras otro a los puestos de mando y exigí insistentemente que cesase el fuego, o bien que hiciesen acto de presencia en la trinchera oficiales de artillería. Por toda respuesta entró en funcionamiento uno de nuestros lanzaminas de grueso calibre y transformó nuestra trinchera en un auténtico matadero.

A las siete y quince me llegó con mucho retraso una orden; de ella saqué en limpio que a las siete y treinta comenzaría un violento fuego de nuestra artillería y que a las ocho dos pelotones de la compañía de asalto, al mando del alférez Voigt, debían forzar la barricada de la Trinchera del Seto. Habían de limpiar esta trinchera hasta el punto rojo A y luego establecer contacto por la derecha con un pelotón de choque que realizaría un avance paralelo. Dos pelotones de mi compañía tenían la misión de ocupar el tramo de trinchera conquistado.

A toda prisa tomé las disposiciones necesarias, mientras comenzaba ya el fuego de artillería. Seleccioné a mis dos pelotones y hablé brevemente con Voigt, quien, en cumplimiento de la orden, inició pocos minutos después el avance. Pensé que todo aquello iba a ser poco más que un paseo que no llevaría demasiado lejos, y por ello iba andando despreocupadamente, con mi gorra en la cabeza y una sola granada de mango bajo el brazo, detrás de mis dos pelotones. En el instante del ataque, que fue anunciado por las nubes de humo causadas por los explosivos, los fusiles de toda la zona se concentraron sobre la Trinchera del Seto. Fuimos saltando, agachados, de través en través. Nuestro avance marchó bien; los ingleses huyeron a una línea situada más atrás y dejaron un muerto.

Para explicar el incidente que luego siguió es preciso recordar que no íbamos avanzando por dentro de una posición, sino por dentro de uno de los numerosos caminos de acceso en que se habían infiltrado los ingleses, o, mejor dicho, los neozelandeses —pues hasta después de la guerra no supe, por cartas que me llegaron de los países de las antípodas, que allí combatimos contra un contingente neozelandés—. Aquel camino de acceso, que era precisamente lo que llamábamos Trinchera del Seto, corría a lo largo de la cresta de una loma; a su izquierda corría, en la parte baja, la denominada «Trinchera de la Hondonada». Esta trinchera, que yo había limpiado con Voigt el 22 de julio, había sido evacuada, como ya he contado, por el pelotón que allí dejamos; estaba, pues, ocupada entonces, o al menos controlada, por los neozelandeses. Ambos caminos se hallaban unidos por zanjas transversales, pero desde dentro de la Trinchera del Seto no se divisaba la hondonada.

Yo marchaba el último, detrás del destacamento, que se iba abriendo camino; estaba de buen humor, pues lo único que hasta aquel momento había visto del enemigo habían sido algunas siluetas humanas que huían a campo raso. Delante de mí caminaba el suboficial Meier, que cerraba su pelotón, y delante de él veía de vez en cuando, en los recodos de la trinchera, al pequeño Wilzek, un hombre de mi compañía. En este orden pasamos por delante de un estrecho ramal que subía de la hondonada; aquel ramal formaba una horquilla en el sitio donde desembocaba en la trinchera. Entre sus dos desembocaduras quedaba un bloque de tierra, en forma de delta, que tendría unos cinco pasos de ancho. Yo acababa de pasar por delante de la primera desembocadura, mientras Meier se encontraba ya delante de la segunda.

En las luchas de trincheras, cuando aparecen bifurcaciones de ese género se suele mandar por ellas un par de centinelas, que se hacen responsables de la seguridad. En este caso, o bien Voigt había omitido hacerlo, o bien, con las prisas, no se había fijado en la existencia de aquel ramal. Sea como fuere, lo cierto es que de repente oí, inmediatamente delante de mí, que el suboficial Meier lanzaba un grito en el que se reflejaba una gran excitación; vi también cómo levantaba apresuradamente su fusil y hacía un disparo contra la segunda desembocadura de la zanja; aquel tiro me pasó rozando la cabeza.

Como el bloque de tierra me impedía ver nada, me resultaba completamente inexplicable lo ocurrido; pero me bastó dar un paso atrás y echar una mirada por la primera desembocadura para comprender todo. Lo que contemplé me dejó ciertamente petrificado, pues junto a mí se hallaba de pie, tan cerca que casi podía agarrarlo con la mano, un neozelandés de complexión atlética. Simultáneamente resonaron en la parte baja gritos de atacantes, todavía invisibles, que se acercaban apresuradamente a campo descubierto para cortarnos la retirada. Aquel neozelandés que había aparecido como por arte de magia a nuestra espalda, y frente al cual me hallaba como hechizado, era ciego para mi presencia, y en eso estuvo su ruina. Toda su atención se concentraba en el suboficial Meier, a cuyo disparo replicó con el lanzamiento de una granada de mano. Vi cómo se arrancaba del pecho una de aquellas granadas que tenían forma de limón y cómo la lanzaba detrás de Meier, quien intentaba escapar a la muerte corriendo hacia adelante. Al mismo tiempo preparé yo mi granada de mango, única arma que llevaba conmigo, y, más que arrojarla, la dejé caer con un leve impulso casi a los pies mismos del neozelandés. No tuve tiempo de contemplar su ascensión a los cielos, pues aquél era el último instante en que aún podía esperar alcanzar de nuevo nuestra posición de partida. A toda prisa empecé a dar saltos hacia atrás; todavía vi aparecer detrás de mí al pequeño Wilzek, que había tenido la buena idea de pasar por debajo de la granada del neozelandés, saltando al lado de Meier en dirección hacia donde yo me encontraba. Un huevo de hierro que todavía nos arrojaron le desgarró el cinto y los fondillos del pantalón, pero no le causó ninguna herida. Tan denso era el cerrojo que el enemigo había instalado detrás de nosotros, mientras Voigt y los otros cuarenta atacantes se encontraban cercados y perdidos. Sin sospechar nada del extraño incidente del que yo había sido testigo, se sintieron empujados desde atrás hacia la muerte. Gritos de combate y numerosas explosiones indicaron que vendieron caras sus vidas.

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