Tempestades de acero (47 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Tal es el ambiente en que vivo. La posición que hoy vamos a ocupar parece tranquila, si nos guiamos por nuestras exigencias, que son muy modestas. Tal vez en este paisaje remoto nos conceda el Dios de las Batallas una época veraniega sosegada y alegre.

Anteayer me sentía todavía como un hombre de gran ciudad; hoy vuelvo a habitar una madriguera y tengo encima de mi cabeza medio metro de barro. Cuando ayer regresé de permiso encontré a mi batallón en uno de esos villorrios del norte de Francia dejados de la mano de Dios, uno de esos villorrios de los cuales se ha adueñado la desolación desde hace cuatro años y cuyos nombres nos persiguen desde hace ese mismo lapso de tiempo, ya sea porque nos vemos obligados a vivir en ellos, ya sea porque tenemos que combatir por ellos. En ninguna otra zona del mundo ha corrido tanta sangre como entre Arras, Bapaume y Cambrai. Cuando llegué, mi batallón estaba aguardando a que lo cargasen en camiones. Dos horas me bastaron para presentarme al mando, hacerme cargo de mi compañía y cambiarme de ropa. Tan pronto sentí en mi cuerpo la vieja y cómoda guerrera de campaña, cien veces remendada a pesar de su revestimiento de cuero, olvidé casi del todo la añoranza de ese país legendario donde las camas tienen sábanas blancas. Pronto estuvo también preparado mi equipaje; mi ordenanza, August Schüddekopf, un hombre a carta cabal, de pocas palabras, nacido en los páramos de Luneburgo, y al que el Destino me ha respetado más tiempo que a sus predecesores, se ha adaptado por completo a mis hábitos. Sabe cuáles son los objetos que ha de meter ahora en la mochila y cuáles otros ha brán de ser llevados mañana hasta la primera línea por los hombres encargados del rancho; me prepara la pistola, el casco de acero, el bastón, la máscara antigás, y al final me hace esta única pregunta:

—¿Qué libros hay que llevarse esta vez?

La guerra de posiciones es ciertamente la modalidad más aburrida y penosa de la lucha, pero uno puede permitirse, al menos, algunos lujos en lo que respecta al equipaje.

Estoy contento con mi ordenanza actual; su predecesor era un charlatán que antes de la guerra había sido camarero y que casi lograba desesperarme; cuando quería comer algo, era capaz de recitarme primero toda una lista de platos, aunque sabía muy bien que lo único que había era pan y mermelada. Si dos hombres han de convivir por largo tiempo en la estrechez de un abrigo, es preciso que haya entre ellos un buen entendimiento. La constante proximidad de un ser humano al que detestamos en secreto puede llegar a resultar insoportable, aun cuando apenas crucemos una palabra con él.

Los camiones llegaron a primera hora de la noche. Una vez que la tropa quedó repartida y fue cargada en ellos como arenques, me senté al lado del conductor del último camión y emprendimos la marcha; con breves intervalos fueron arrancando uno tras otro los vehículos.

Cuando el motor se puso en marcha, pensé para mí: «Bien, ahora puede comenzar otra vez el alboroto». En el fondo me hallaba muy contento, pues jamás he vivido tan despreocupado como aquí, aunque bien es verdad que nunca he tenido grandes preocupaciones. Pero aquí, en el campo de batalla, todo es claro y sencillo; mis derechos y deberes están fijados en el reglamento; no necesito ganar dinero; el rancho nos lo reparten gratis; si me van mal las cosas, tengo mil compañeros de infortunio; y, sobre todo, cualquier problema se diluye y queda reducido a una agradable insignificancia cuando se vive a la sombra de la Muerte. Si padeciera cáncer o estuviera tuberculoso, aquí conocería el medicamento adecuado. La proximidad de la Muerte tiene efectos curativos, como una luz desconocida. El ambiente que me rodea es un ambiente masculino, en el que la gente no se anda con cumplidos; lo que se juega es la puesta más alta; aquí es donde se da uno cuenta de que tiene tuétano en los huesos y sangre en las venas.

Es una noche magnífica del mes de junio; el cielo, sembrado de millares de estrellas, es de una claridad oscura. Viajamos con los faros apagados, pero tampoco necesitamos luz; el polvoriento camino se destaca nítidamente de los campos de labor. En el estrecho furgón donde va el material chirrían los fusiles y los cascos al chocar; los motores entonan su canto salvaje, y ese canto se apodera de nuestros sentidos con mayor fuerza que ninguna marcha militar; parece el latido de un corazón de acero que nos conduce hacia el Peligro. Tal vez los motores quieran decirnos lo siguiente:

«Nunca, en ninguna época, han partido hacia la batalla los seres humanos como lo hacéis vosotros, que vais montados en máquinas extrañas y en pájaros de acero y que avanzáis ocultos detrás de muros de fuego y nubes de gas letal. La Tierra ha engendrado animales terribles, provistos de fuertes defensas; pero ninguno ha sido tan peligroso como lo sois vosotros ni ha llevado armas tan terribles como las que vosotros portáis. Ningún escuadrón de caballería, ninguna nave vikinga se ha lanzado a un viaje tan audaz como el vuestro. La Tierra se abre ante vuestro ataque; os preceden el fuego, el veneno y unos colosos de hierro. Adelante, adelante, sin compasión ni miedo, ¡está en juego la posesión del mundo!».

Como para hacer compañía a esta canción monótona y terrible pasan volando al lado de la carretera las ruinas de las granjas y de las aldeas, los devastados edificios de ladrillo blanco que las garras despiadadas de la Guerra han destrozado y despojado de lo que dentro tenían. Callada y metálica, la luz de la luna reposa sobre todos estos lugares, que parecen jardines encantados del Mal; las crecidas malezas de los jardines descuidados se alzan fantasmales, como en un gran cementerio; permanecen silenciosas, ningún soplo de aire las mueve. Un pesado y denso olor a cadáver gravita sobre este legendario paisaje de la Muerte. Por todas partes, tanto en los campos como en las entradas de las aldeas, hay cruces diminutas clavadas en el suelo, y los pequeños montículos que ante esas cruces se alzan están cubiertos de cascos agujereados, fusiles rotos y jirones de uniformes. Todos nosotros conocemos bien este paisaje por el que ahora viajamos ruidosamente, y casi todos tenemos enterrado en él algún amigo que, hace sólo unas semanas, durante el gran asalto, cayó de bruces sobre la tierra y allí quedó tendido para siempre.

Ahora estamos entrando en el bien conocido juego de fuerzas del frente, cuya amplia red cubre el campo. En un determinado momento tenemos que pararnos, para no delatarnos con nuestro movimiento, pues un avión invisible arroja desde las nocturnas alturas del cielo unos cohetes de combustión lenta provistos de paracaídas; parecen artificiales globos de fuego que se balancean por encima de la carretera. Los temblorosos rayos de luz de los proyectores palpan continuamente la oscura bóveda; finalmente uno de ellos se adhiere al intruso y pincha con su luz blanca a la pequeña y brillante libélula; también los demás proyectores se precipitan ahora hacia allí, como los tentáculos de un pulpo monstruoso, y obligan al aeroplano a emprender la huida. Los cañones antiaéreos intentan en este momento atraparlo con su tenedor; la móvil situación de los puntos llameantes de sus
shrapnels
permite adivinar el trabajo febril que se realiza con el arma. Los cañones-revólveres arrojan a lo alto sus ráfagas luminosas, y hasta las ametralladoras envían enjambres de letales gusanitos de luz; pues es posible que uno de ellos, uno solo, consiga perforar una célula vital de esa criatura provista de alas y hacer que se estrelle contra el suelo. Ay, si uno solo de esos pequeños proyectiles de seis milímetros de diámetro, llenos de fósforo incandescente, diese en el blanco, os diría lo siguiente a vosotros, los aviones enemigos: «Tenemos prismáticos dotados de una fuerza prodigiosa, tenemos tablas de tiro calculadas mediante una matemática fría y malvada, tenemos apuntadores con vista de águila. Estamos bien armados; ¡no oséis acercaros demasiado a nosotros!».

Pero el avión, que revolotea como una grácil mariposa entre las flores de fuego, gira de repente, coloca las alas casi perpendiculares al suelo y desaparece en la oscuridad del espacio. Podemos continuar nuestro viaje.

El camino es cada vez peor; junto a la carretera yacen carros arrojados a la cuneta, osamentas de caballos espolvoreadas con clorato de cal, armones despedazados y grandes montones de vacías cajas de proyectiles. A veces avanzamos serpenteando por entre hondos embudos abiertos por las granadas o por entre los escombros de paredes caídas sobre las calles. Todas las cosas parecen estar ahí arrojadas de cualquier manera, abandonadas a su propia suerte; el único trabajo que en esta zona se realiza es el que viene imperiosamente exigido por la lucha. Los árboles están pelados, rotos por la mitad, despojados de su follaje. En un determinado momento pasamos al lado de uno de esos cañones gigantescos que han sido emplazados para ser utilizados únicamente en las horas decisivas y que permanecen ocultos y silenciosos. Parece un animal peligroso, escondido dentro de un nido construido con ramas y trapos multicolores; sólo su poderoso tubo se alza amenazador en el aire. Para camuflarlo lo han pintado con manchas de varios colores y han plantado a su alrededor un bosque artificial.

Los camiones se detienen por fin. Hemos llegado a la zona en que reina el tiro rasante de las armas de pequeño calibre; aquí es preciso reducir al mínimo los blancos. No hay caminos que puedan ser transitados con vehículos. Los guías nos aguardan junto al terraplén del ferrocarril; en él se encuentran encajonadas las tropas de este sector de la posición que se hallan en período de descanso. Los hombres se apean de los camiones por secciones y forman largas colas. Tiran al suelo los cigarrillos; comienza la marcha por el páramo.

Vamos caminando por un terreno ondulado cubierto de hierba seca. En muchos sitios la tierra está levantada, removida por los embudos; muchos parecen ser de ayer o de hoy. Yo marcho junto a uno de los guías, un viejo guerrero —esto no lo adivino, claro está, por su Cruz de Hierro, sino por el tono con que hace sus observaciones, unas observaciones secas, que deja caer como al azar.

Según él, la posición no es muy fiable: los abrigos son malos; las trincheras, viejísimas; la actividad de las patrullas, muy intensa; en poco tiempo hemos sufrido numerosas bajas. Mas por el momento no tengo la impresión que produce siempre en mí un lugar agitado. Los relámpagos que en el horizonte brillan no son nada especial; las bengalas se elevan a intervalos moderados. Hemos realizado antes de ahora relevos muy diferentes de éste. Lejos, a la derecha, parece haber un punto que es como una herida que supura; allí caen ininterrumpidamente y explotan con un ruido atronador proyectiles de grueso calibre. Las explosiones son tan seguidas que apenas podemos distinguir una de otra; llamas de color rojo sangre incendian el cielo. También deben de correr malos vientos hacia la izquierda, allá lejos, donde el frente describe una curva tan cerrada que casi parece quedar a nuestra espalda. Tal vez mañana el comunicado oficial del ejército —el periódico más grande y lacónico del mundo— vuelva a traer una breve noticia acerca de un aumento de la actividad de tiro en algunos sectores del frente.

Pese a lo dicho, apremio a los hombres a que se den prisa; cuando se camina por un terreno desconocido hay que estar siempre preparado para las sorpresas. Puede ocurrir que de repente se desencadene un ataque artillero imprevisto. Cuando eso sucede, los guías se desorientan y hay que andar luego vagando toda la noche de un lado para otro, y a veces, como ha ocurrido a menudo, acaba uno metiéndose directamente en las trincheras enemigas. El rostro fiero del paisaje sugiere también a la imaginación una serie de imágenes terribles que el cerebro se afana de continuo en rechazar, pues no las considera creíbles. Esto resulta, a la larga, más fatigante de lo que se piensa.

Por ello nos sentimos contentos cuando llegamos a la entrada de una arrasada aldea situada, según parece, inmediatamente detrás de la primera línea. Un sendero estrecho y batido serpentea por entre los restos de las casas de labor, los jardines, los setos. Las alucinaciones visuales son aquí especialmente intensas. La visión de este mundo de ruinas agobia el ánimo; éste intenta completar lo que falta, reconstruirlo, y llena el espacio con apariciones singulares. Y así se alzan palacios resplandecientes, edificios claros, simétricos, o bien casas sombrías, bajas, que acechan en la oscuridad como tabernas de mala fama o molinos derruidos; las formas fluyen, ondulan, se hunden, se transforman en otras diferentes. La pálida luz de la luna es la que, al parecer, hace surgir esa transparente música arquitectónica que envuelve los pensamientos y los atormenta. De las abandonadas moradas brota un hálito triste y fantasmal; un gran lamento parece haberse quedado rezagado entre las ruinas.

Delante de la aldea se extiende un enorme campo de cráteres en el que los embudos se suceden sin solución de continuidad. Desaparecemos en un ramal de aproximación poco profundo, que a menudo se interrumpe; en él nos cruzamos con algunos pelotones que han sido relevados. Todos llevamos prisa y, al pasar, nos apretamos unos contra otros sin intercambiar una palabra. El tejido de las trincheras se vuelve cada vez más denso y enmarañado; de vez en cuando pasamos junto a abrigos de cuyas bocas sale una humareda producida por las fogatas encendidas en su interior. Atravesamos una trinchera enorme y bien construida, en la que se hallan de pie centinelas inmóviles —es la línea principal de resistencia—. Luego viene la zona avanzada y ya hemos alcanzado nuestra meta.

¡Ahí llega! ¡Nuestro gozo ha sido prematuro, todo marchaba bien hasta este momento! Y de repente me veo en cuclillas en un rincón de la trinchera, al lado del guía, y no sé bien cómo he llegado hasta aquí. ¡Otra vez! Una ráfaga de
shrapnels
cuya presión desgarra el aire con un chirrido; llamaradas deslumbrantes a muy poca altura del suelo; explosiones, enjambres de balines silbantes; objetos que se estrellan contra el barro: y todo ello al mismo tiempo. Una humareda penetrante, que huele a quemado, recorre la trinchera. A nuestras espaldas, gritos, insultos. Una figura humana que porta todo su armamento tropieza en mi cuerpo, se levanta, sigue corriendo. De lo oscuro surge Schüddekopf y recoge del suelo mi casco de acero. Parece que también esta vez hemos salido bien librados. Al pasar examino de nuevo el rincón protector y compruebo que los pocos segundos de que dispusimos nos bastaron para descubrir el lugar más seguro y sacar provecho de ese descubrimiento.

Ya no faltan más que unos pocos pasos para alcanzar la meta. Mi acompañante se para delante de un agujero abierto en la tierra; una lona de tienda de campaña, desgarrada y agujereada por los cascos de metralla, hace las veces de cortina. En el primer marco de madera de la galería está clavada una delgada tablilla: «Jefe de la compañía». Abajo se distingue un débil resplandor.

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