Tempestades de acero (46 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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La animación era cada vez mayor. Estábamos rodeados por un círculo de alemanes e ingleses que nos conminaban a que arrojásemos las armas. La confusión que allí reinaba se parecía a la de un barco en el momento del naufragio. A los hombres que estaban más cerca de mí los animé con voz débil a que siguieran luchando. Abrieron fuego contra amigos y enemigos. Nuestro pequeño grupo estaba rodeado de hombres que en parte permanecían mudos y en parte lanzaban gritos. Por el lado izquierdo dos ingleses gigantescos hundían sus bayonetas en un tramo de trinchera del que se alzaban manos suplicantes.

También algunos de los nuestros gritaron con voz chillona:

—¡No sirve de nada! ¡Tirad los fusiles! ¡No disparéis, camaradas!

Miré a los oficiales que estaban conmigo en la trinchera. Respondieron a mi mirada con una sonrisa y se encogieron de hombros; luego dejaron caer al suelo sus cinturones.

No quedaban más que dos opciones: o el cautiverio o una bala. Me arrastré fuera de la trinchera y con pasos tambaleantes eché a andar hacia Favreuil. Era como si estuviese soñando uno de esos aciagos sueños en los que uno siente cómo los pies se quedan pegados al suelo. Tal vez la única circunstancia que me favoreció fue la confusión que allí reinaba; mientras unos hombres empezaban a intercambiar cigarrillos, otros seguían acuchillándose. Dos ingleses que conducían hacia sus líneas a un grupo de prisioneros pertenecientes a nuestro 99.º Regimiento me salieron al encuentro. Apoyé mi pistola en el cuerpo del más próximo y apreté el gatillo. El otro descargó sobre mí todas las balas de su fusil, pero no dio en el blanco. Mis rápidos movimientos hacían que la sangre me saliese de los pulmones a borbotones. Podía respirar mejor y empecé a correr a lo largo de la trinchera. El alférez Schläger se encontraba detrás de un través; estaba en cuclillas en medio de un pelotón de hombres que disparaban. Se me unieron. Algunos ingleses que cruzaban el terreno se pararon, emplazaron en el suelo un fusil Lewis y abrieron fuego contra nosotros. Todos fueron alcanzados, excepto yo, Schläger y otros dos de los hombres que me acompañaban. Schläger, que era muy miope y había perdido sus gafas, me contó más tarde que lo único que veía era mi guardamapas, el cual subía y bajaba. Aquel guardamapas le servía de guía. La gran pérdida de sangre me daba una libertad y una ligereza como las que uno siente cuando está embriagado; un solo pensamiento me inquietaba, y era que pudiera desplomarme demasiado pronto.

Por fin llegamos a un pequeño pliegue del terreno; tenía forma de media luna y quedaba a la derecha de Favreuil. Media docena de ametralladoras pesadas escupían desde allí fuego sobre amigos y enemigos. En aquel lugar había, por tanto, una brecha o cuando menos una isla libre en el cerco; nuestra buena fortuna nos había guiado. Los proyectiles enemigos se estrellaban contra la arena de aquella especie de trinchera, los oficiales daban gritos, los soldados, nerviosos, danzaban de un lado para otro. Un suboficial médico de la Sexta Compañía me arrancó la guerrera y me aconsejó que me tendiera en el suelo, pues corría peligro de de sangrarme en pocos minutos.

Me enrollaron en una lona de tienda de campaña y me llevaron a rastras por las afueras de Favreuil. Algunos hombres de mi compañía y de la sexta me acompañaban. La aldea estaba ya abarrotada de ingleses y en consecuencia fue inevitable que pronto disparasen contra nosotros a quemarropa. Los proyectiles se estrellaban con estruendo contra los cuerpos. Un balazo en la cabeza tiró al suelo al enfermero de la Sexta Compañía que agarraba la extremidad posterior de la lona de tienda de campaña en que yo iba envuelto; caí al suelo con él.

El pequeño grupo se tiró a tierra, aplastándose contra el terreno; luego se arrastró hasta la próxima depresión, mientras a su alrededor explotaban como latigazos los proyectiles.

Envuelto en la lona, quedé solo en el campo; casi con indiferencia aguardaba la bala certera que tendría que poner fin a aquella odisea.

Mas ni siquiera en aquella ocasión desesperada quedé abandonado; era observado por mis acompañantes, quienes pronto realizaron nuevos esfuerzos para salvarme. Junto a mí resonó la voz del cabo Hengstmann, un hombre alto y rubio, oriundo de la baja Sajonia.

—Mi alférez, voy a cargarlo sobre mis espaldas; ¡o nos abrimos paso, o quedaremos aquí tendidos!

Por desgracia no conseguimos abrirnos paso; eran demasiados los fusiles que estaban al acecho en las afueras de la aldea. Hengstmann comenzó su carrera; yo rodeaba su cuello con mis brazos. Enseguida se inició un tiroteo; las detonaciones sonaban como en un polígono de tiro cuando se dispara contra un blanco situado a cien metros de distancia. A los pocos pasos un fino gorjeo metálico anunció una bala certera; Hengstmann cayó suavemente a tierra debajo de mí. Se derrumbó en silencio, pero sentí que la Muerte se apoderaba de él antes de que hubiese tocado el suelo. Me desasí de sus brazos, que aún me agarraban con fuerza, y vi que una bala le había atravesado el casco de acero y las sienes. Aquel valiente era hijo de un maestro de escuela y había nacido en Letter, cerca de Hannover. Tan pronto como me fue posible caminar busqué a sus padres y les conté lo ocurrido.

Aquel ejemplo funesto no desalentó a otro de nuestros hombres que vino en mi ayuda e intentó de nuevo salvarme. Era el sargento médico Strichalsky. Me colocó sobre sus hombros y me llevó sano y salvo hasta el ángulo muerto de la próxima elevación del terreno, mientras una violenta lluvia de disparos nos rodeaba con sus silbidos.

Estaba oscureciendo. Mis camaradas buscaron la lona de tienda de campaña de un muerto y me llevaron a través del solitario terreno; sobre él se alzaban, cerca y lejos de nosotros, las llamaradas producidas por unas estrellas de rayos puntiagudos. Entonces conocí la horrible sensación que se experimenta cuando hay que luchar para intentar inspirar aire. El humo del cigarrillo que cerca de mí fumaba un soldado estuvo a punto de asfixiarme.

Llegamos finalmente a un puesto de socorro; en él ejecutaba sus tareas el doctor Key, amigo mío. Me preparó una deliciosa agua de limón y me puso una inyección de morfina; con ella me sumió en un sueño reparador.

Al día siguiente el salvaje viaje en automóvil hasta el hospital de sangre supuso una última y dura prueba para mi capacidad vital. Luego pasé a manos de las enfermeras y proseguí la lectura del
Tristram Shandy
en la misma página en que la había interrumpido la orden de ataque.

El cariño de los amigos me hizo más llevaderas esas recaídas que son típicas de las heridas de bala en el pulmón. Vinieron a visitarme soldados y oficiales de la división. Cuantos participaron en el asalto a Sapignies, o bien habían muerto, o bien estaban prisioneros de los ingleses, como Kius. Cuando ya caían sobre Cambrai las primeras granadas del adversario, que iba ganando terreno lentamente, recibí una amable carta del matrimonio Plancot; también me enviaron un envase de leche, que se quitaron de la boca, y el único melón producido por su huerto. Les aguardaban días amargos. Tampoco mi ordenanza fue una excepción en la larga lista de sus predecesores; permaneció a mi lado, aunque no tenía plaza de rancho en el hospital y se veía obligado a mendigar la comida en la cocina.

Cuando uno se aburre en la cama procura distraerse de múltiples maneras. Así, en una ocasión pasé el tiempo haciendo un recuento de mis heridas. Prescindiendo de pequeñeces como los rasguños y las contusiones producidas por balas de rebote, mi cuerpo había retenido al menos catorce proyectiles que dieron en el blanco, a saber: cinco balas de fusil, dos cascos de metralla de granadas de artillería, un balín de
shrapnel
, cuatro cascos de metralla de granadas de mano y dos cascos de granadas de fusil; contando las entradas y salidas me habían dejado veinte cicatrices. En aquella guerra en la que ya se disparaba más a los espacios que a los individuos había conseguido que once de aquellos proyectiles dieran en mi cuerpo. Por ello tenía derecho a prender en mi pecho el Distintivo de Oro de los heridos que por aquellos días me fue concedido.

Dos semanas más tarde me encontraba tendido en una blanda cama de un tren-hospital. El paisaje alemán estaba ya sumergido en los primeros brillos otoñales. Tuve la suerte de que me descargasen en Hannover; allí me hospitalizaron en la fundación Clementina. Pronto empezaron a llegar las visitas; a quien más me gustaba ver era a mi hermano, que, desde que fue herido, había crecido, aunque no en el lado derecho del cuerpo, que había sufrido graves heridas.

Un joven aviador de la escuadrilla Richthofen compartía mi habitación; se llamaba Wenzel y era una de esas figuras alargadas y audaces que aún sigue engendrando nuestro país. Hacía honor a la divisa de su escuadrilla: «¡De hierro, pero alocados!». Aquel hombre había derribado en combate a doce adversarios; el último, antes de caer al suelo, le destrozó de un disparo el húmero.

Con él, mi hermano y algunos otros camaradas que aguardaban el tren que los llevase a sus lugares de destino celebramos mi primera salida con una fiesta en los salones del viejo Regimiento «Gibraltar» de Hannover. Como alguien pusiera en duda nuestra aptitud para la guerra sentimos una necesidad apremiante de escalar de diversas maneras un gigantesco sillón que allí había. Nos fue mal; Wenzel volvió a romperse el brazo y yo yacía en cama a la mañana siguiente con cuarenta grados de fiebre; mi curva de temperatura realizó algunos inquietantes avances hacia aquella línea roja pasada la cual fracasa el arte de los médicos. Cuando uno alcanza esas temperaturas pierde el sentido del tiempo; mientras las enfermeras luchaban por salvarme, yo permanecía acostado y soñaba esos sueños que la fiebre produce y que a veces son muy divertidos.

Uno de aquellos días, el 22 de septiembre de 1918, recibí del general von Busse el siguiente telegrama:

«Su Majestad el Emperador le ha concedido la Orden pour le Mérite. Le felicito en nombre de toda la división».

El Bosquecillo 125

Una crónica de las luchas de trincheras en 1918

Primera línea

Siempre que me dispongo a escribir las primeras palabras en otro de estos delgados cuadernos tan cómodos de llevar en el guardamapas se me ocurre pensar si llegaré a deslizar mi lápiz también por la última página. Tengo ya depositado en mi casa un buen número de ellos, llenos de apuntes sobre lo ocurrido en cada jornada, así como de breves consideraciones y croquis trazados con rapidez; me ilusiona pensar que más adelante, en tiempos de paz, podré hojearlos con calma y, al hacerlo, recordar: así fue como pasaste tus días durante aquellos años tan especiales.

Hay páginas en que la letra es calmosa, cuidada y está escrita con tinta; enseguida sé: en ese momento te hallabas cómodamente sentado dentro de una de aquellas pequeñas casas de campesino, de Flandes o del norte de Francia, o bien te encontrabas en una posición completamente tranquila, delante de tu abrigo, fumando la pipa, y lo único que molestaba era, a lo sumo, el zumbido lejano del último avión que realizaba su ronda vespertina. Pero luego aparecen, en otras páginas, trazos torpes, desmañados, escritos a lápiz; sin duda fueron garrapateados, a la luz temblorosa de una vela, dentro de la abarrotada estrechez de quién sabe qué agujero infernal, en los momentos previos a un ataque o durante las horas interminables de un intenso bombardeo enemigo. Hay, en fin, frases breves, formadas con nerviosas palabras sueltas, ilegibles cual las oscilaciones de un sismógrafo que registra un terremoto; una mano apresurada ha alargado los finales de las palabras —esto fue anotado con rapidez después de un ataque, mientras te hallabas dentro de un embudo o de un tramo de trinchera sobre los que continuaba pasando con vuelo rasante el enjambre de avispones mortales que eran las ráfagas de tiro preciso—. Habrá de ser hermoso, sin duda, hojear estos recuerdos en una hora tranquila —una de esas horas que en este momento soy incapaz de imaginar siquiera—, cuando la única preocupación que me agobie sea la de cómo pasar las últimas horas del día, tras haber estado hojeando estos cuadernos. Aunque no sea más que por esta razón, deseo seguir viviendo. La gente que permanece allá en la patria nos mira a veces como si fuéramos unos tipos tan valerosos que considerásemos que nuestra vida no vale un comino; pero he vivido entre guerreros el tiempo suficiente para saber que el hombre sin miedo no existe. Además, si el miedo no existiera, carecería de sentido el valor; el miedo es la sombra oscura contra cuyo trasfondo aparece más multicolor y atrayente el riesgo.

Pero hay todavía otra razón que hace que me cause pavor la sola idea de que una bala mortal vaya a hacer blanco en mi cuerpo —y esa idea nos asalta aquí con frecuencia en las horas dedicadas a la reflexión—. Vivimos tan hondamente sumidos en la guerra que se nos ha vuelto del todo inimaginable la paz. Esta guerra es como una selva virgen que desde hace años nos tiene sometidos, cada vez con mayor fuerza, a su oscuro hechizo, de manera que empezamos a dudar que más allá de sus lindes exista algo. Si en este momento muriese, sería como si me arrancasen de una partida emocionante en la que se juegan apuestas enormes.

Precisamente ahora parece que hemos entrado en una nueva y curiosa fase de la guerra. A nuestras espaldas quedan las luchas formidables de la primavera pasada; la batalla de material alcanzó entonces una cima que muy difícilmente será superada. A aquellas fatigas ha seguido una extenuación que contrasta de un modo extraño con las masas enormes de material que se utilizan, cuyos horrores dominan el campo de batalla con una monotonía cada vez mayor. Se dice que han aparecido síntomas de descomposición en los lugares de descanso de los soldados y también entre las tropas que vuelven de la patria o del frente oriental; eso es algo que no puede extrañar a quien conozca por experiencia propia la conexión existente entre la voluntad de atacar y la salud, entre la agilidad corporal y la perspectiva de un desenlace feliz.

El regimiento al que pertenezco está compuesto casi exclusivamente de hombres jóvenes, miembros todos ellos de una misma etnia de nuestro pueblo; la tenaz pesadez de sus movimientos parece hecha a propósito para resistir hasta el último momento en la batalla de material. La descomposición se manifiesta aquí de otra forma. Los hombres siguen luchando con la misma fiabilidad de antes, pero ya no aguardan nada, incluso diría que carecen de esperanzas, y si luchan es por puro deber. Lo que principalmente resalta es aquello que la guerra tiene de oficio. Cabe observar una cierta laxitud en el modo de hablar y de comportarse de los hombres, una laxitud que se extiende incluso al estilo con que mueren. Un grupo de viejos guerreros de las trincheras acurrucado junto a un través soleado, charlando con frases breves en las que se resumen las vivencias comunes tenidas durante largos años, un grupo como ése forma una unidad tan prieta que más tarde será difícil formarse una idea del espíritu que la animaba.

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