Inmediatamente después bajé la cabeza, que sobresalía por encima del borde del embudo, y empujé hacia atrás la carabina, que me fue arrebatada de las manos por Otto. Ahora podía correr peligro nuestro propio pellejo. Por ello, sin volvernos a mirar, intentamos desandar a rastras el camino de antes, utilizando el mismo surco por el que habíamos venido. Alguien en el otro lado sopló repetidas veces un silbato; luego se oyó un ruido especial, como de hojalata, al que siguió una explosión. Por encima de nuestras cabezas se elevaba, en volutas ensortijadas, la nube de humo producida por la explosión, mientras que a nuestro alrededor se alzaba del suelo una polvareda. Era una granada de fusil; la habían disparado con una trayectoria tan elevada que su tiempo de combustión había terminado mientras aún se encontraba en vuelo. Las balas de una ametralladora emplazada mucho más atrás pasaron en aquel momento como un látigo por entre las altas hierbas. Pero nosotros habíamos ganado ya la pendiente del otro lado y nos bastaron unos pocos saltos para llegar al lugar seguro representado por nuestra trinchera.
Sin volver la vista atrás me dirigí a mi abrigo, penetré en él y me arrojé sobre el banco; quería descansar hasta el atardecer. Allí estuve fumando cigarrillo tras cigarrillo y viendo en la penumbra cómo el hilo del humo ascendía recto, se expandía luego al llegar al techo y empujaba hacia sus rincones a las arañas de largas patas.
Durante la noche fui perseguido por un sueño que me ha atormentado con bastante frecuencia en los abrigos. Un ser humano avanza amenazador hacia mí; yo tengo encarada mi arma hacia él e intento disparar. Lo veo aproximarse cada vez más y me esfuerzo en tirar, pero mi voluntad no se transmite al arma. Con terror acabo descubriendo que ésta no se encuentra cargada o que se ha transformado en un instrumento completamente inadecuado, como, por ejemplo, una pala o una pipa.
Primera línea
Durante la noche estuvimos oyendo cómo bombardeaban el Bosquecillo 125 con granadas de grueso calibre. El tiro se concentraba en ráfagas cortas y con ello adquiría la violencia propia de los elementos de la Naturaleza. Era como si el ruido fuera causado por unos puñetazos muy fuertes —demasiado fuertes como para lanzarlos contra seres humanos—. Hacia el amanecer se desencadenó una tempestad; una acumulación de nubes pesadas la había anunciado ya el día anterior. En aquel momento parecía que nos encontrásemos dentro de una caldera enorme contra la cual cayesen martillazos a la vez por arriba y por abajo. Esto me trajo a la memoria aquella inolvidable noche de la Batalla del Somme en que la Guardia tomó al asalto Maurepas, también durante una tempestad, mientras nosotros, que nos encontrábamos entre las ruinas de Combles, pensábamos que iba a hundirse el mundo.
Echado en mi camastro, me hallaba en un estado de duermevela y esto hacía que el estruendo adquiriese un matiz onírico y siniestro. Una batería enemiga desplazó su tiro hacia la izquierda; en las cercanías de mi abrigo empezaron a caer y explotar proyectiles, provocando un balanceo del húmedo suelo y haciendo que de las paredes de mi estrecho agujero se desprendiese la arena. Dado el estado de agotamiento en que me encontraba, sólo por breves instantes conseguía desvelarme y entonces me parecía que un animal terrible caminaba fuera por el campo, en medio de la tempestad, y buscaba a tientas mi cueva para desgarrarla como si fuese un indefenso nido de pájaros. Luego se me cerraban otra vez los ojos, pero en sueños continuaba teniendo la misma sensación y mi oído percibía todo lo que ocurría. En una ocasión entró precipitadamente en mi abrigo el centinela, que estaba calado hasta los huesos, y me informó de que había visto ascender un cohete rojo; pero yo seguí echado, contento de no ser el jefe de la compañía de reserva, que ahora, en medio de aquel temporal, se vería obligado a tomar una decisión. Inmediatamente después oí una tormenta de fuego desencadenada por nuestra artillería; poco después se calmó, sin embargo —aquello no había tenido, sin duda, ninguna significación especial.
Por la mañana el paisaje ofrecía un aspecto gris e inhóspito; la tempestad había traído consigo un considerable descenso de la temperatura. Continuaron cayendo de manera intermitente fuertes chaparrones, que no permitían ver nada. Cuando Otto me traía el café, oí cómo se abría paso chapoteando en charcos de un pie de profundidad; de la cortina hecha de plantas que cierra la entrada de mi abrigo caía a chorros el agua al suelo de la trinchera. En el lugar en que el borde de ésta cortaba el cielo gris, lo único que los ojos veían eran nieblas y lloviznas; se oía un gorgoteo monótono, interrumpido a veces por el ruido causado por las pellas de barro al caer arrastradas por la lluvia; bandadas de insectos medio ahogados invadían mi habitáculo. Todas mis viejas heridas me dolían, y por ello no tenía ningunas ganas de salir fuera a mojarme; torné, pues, a envolver mis piernas en la manta y así permanecí hasta que terminé de redactar el llamado «Parte matutino». Me documenté principalmente en mi fantasía, ya que la libreta de partes del oficial de servicio en la trinchera parecía haber caído varias veces al agua y resultaba imposible descifrar lo allí anotado, aunque uno pusiera en ello su mejor voluntad.
Luego tiré el café que me había traído Otto, pues tenía sabor a barro, y me preparé una taza de té; para ello recurrí a las reservas de una lata que arrebaté al enemigo durante la Gran Batalla y que suelo utilizar con mucha parsimonia. Aquella era una mañana apropiada para dedicarme a repasar la «esponja» —así llamamos aquí a las extensas circulares, de contenido casi siempre técnico, en cuyo encabezamiento se encuentran las palabras «Muy urgente» y que solemos dejar en un rincón cualquiera del abrigo, donde acaban formando un montón. El trato que damos a esos papeles se rige, pues, por la regla que dice que no existe ningún asunto urgente que no se vuelva más urgente todavía cuando se lo deja reposar. Uno acaba echando su firma en aquellos papeles y remitiéndolos a otro sector de la compañía, donde sufren la misma suerte. Es la guerra de documentos, que durante los combates de posiciones ha alcanzado unas proporciones desmesuradas; el soldado del frente no suele hablar especialmente bien de ella.
Tampoco hoy he podido por menos que mover desaprobadoramente la cabeza al ponerme a estudiar a fondo, dentro de este mísero habitáculo en que vivo, en cuyo techo comenzaban ya a acumularse las gotas de agua, los mencionados papeles, que no ofrecían muchas novedades. Cuando uno lee estas instrucciones que descienden hasta los últimos detalles y se extienden a la construcción de las letrinas, a la recogida de las vainas de los cartuchos y los tapones de corcho, a las fechas en que hay que arreglar la cola a los caballos, cuando uno lee estas diez mil reglas y prescripciones, no puede dejar de sentirse asombrado de la enorme cantidad de energía que aquí se despilfarra. Las innumerables demandas que nos llegan de los electricistas, de los mecanógrafos, de los encargados de las palomas mensajeras, de los artistas de variedades, de los operadores de cine, de los sepultureros, de los responsables de las instalaciones de baño, de los mozos de las cantinas, de los cartógrafos, de los bibliotecarios de campaña y sabe el cielo de cuánta gente más, todas esas demandas nos permiten adivinar la gran cantidad de peso muerto que gravita sobre esta forma de hacer la guerra. El número de los soldados combatientes disminuye día a día, mientras aumenta cada vez más el número de esa gente —parece ser algo inevitable.
Quién sabe cómo acabará todo esto. Nos internamos cada vez más en las profundidades de la guerra; se ha llegado a un estado de equilibrio en el que está excluida una decisión rápida e inequívoca. A veces pienso que con nuestra partida para el frente comenzó una guerra de cien años; la imagen de la paz parece lejana e irreal, como un sueño o un país situado en el Más Allá.
Primera línea
El tiempo ha mejorado. Sigue habiendo mucha agua dentro de las trincheras, pero la lluvia las ha liberado del calor bochornoso que en ellas se acumulaba. El enemigo ha dejado de bombardear con granadas de fusil al pelotón que ocupa nuestro flanco derecho. Parece qué los ingleses han retirado su centinela avanzado.
Una vez más hoy hemos experimentado que es preciso observar con todo cuidado cualquier cambio que se produzca en la posición. Un enlace que regresaba hacia la retaguardia ha recibido un balazo en la parte posterior de la cabeza; el percance ha ocurrido en la trinchera que une mi abrigo con la primera línea y en la que hasta ahora no habíamos sufrido ninguna desgracia. La única explicación de este hecho es la siguiente: la lluvia ha arrastrado el reborde de esa trinchera y esto le ha permitido al enemigo divisar su interior; esa trinchera sigue ligeramente la pendiente inclinada que conduce al valle. Nos habituamos al peligro igual que se habitúan a él los obreros que trabajan en las fábricas de pólvora y olvidamos con mucha facilidad las precauciones que es preciso tomar. Para tratar de impedir esas vistas al enemigo y camuflar el movimiento del personal hemos colocado encima de las trincheras numerosas estacas de las que cuelgan alambradas entretejidas de hierbas.
Durante la última noche ha sido alcanzado por un disparo en el Camino de Puisieux un caballo que arrastraba un carro cargado de minas. El carro debía llegar hasta la Trinchera del Seto, donde está escondido un lanzaminas de grueso calibre destinado a proteger el Bosquecillo.
Antes, cuando un disparo mataba un caballo, éste quedaba allí tirado, se hinchaba y apestaba la zona, hasta que se lo recubría con clorato de cal. Hoy, por el contrario, es como si viviéramos en un país habitado por buitres. Primero desaparecen grandes trozos de los lomos y de los cuartos traseros, y en el transcurso de un solo día queda separada de los huesos la casi totalidad de la carne. Esta va a parar a las cazuelas; proporciona un caldo muy consistente. También hoy ha ocurrido lo mismo. Otto, que es un auténtico lansquenete, se enteró enseguida, como es natural, del feliz suceso y se trajo la lengua del caballo; nos la hemos comido chupándonos los dedos.
Vivimos como en una fortaleza sitiada en la que hay que echar mano de los últimos recursos.
Línea principal de resistencia
Ya han transcurrido los dos días que nos toca pasar en la línea principal de resistencia. El comienzo fue alegre, pero el final ha sido triste.
La cocina nos trajo el primer día una gran cantidad de vino caliente; en una aldea de la retaguardia habían descubierto, dentro de un sótano inundado artificialmente, un gran depósito de vino y lo habían repartido entre la tropa. Lo habían preparado ateniéndose a la regla que dice: «raro, pero copioso»; pude, pues, enviar al Bosquecillo a un hombre armado con una cacerola llena de vino caliente; quería proporcionarle a Vorbeck un buen trago. Sabía que el vino sería bien recibido allí, pues por la tarde habíamos observado que entre los pelados troncos del Bosquecillo estallaban sin interrupción las granadas —todos los demás lugares de la zona permanecían en calma—, y que, cuando nuestra artillería contestó, empezaron a subir por los aires, trazando espirales, numerosas bengalas que luego caían formando estrellas dobles de color verde. De vez en cuando habían cruzado nuestra trinchera un enlace o una angarilla transportada por camilleros; y aunque nosotros estábamos tranquilamente sentados al sol de la tarde, teníamos la impresión de que las cosas no marchaban bien del todo. Sin embargo, el fuego decreció al atardecer, y pudimos disfrutar de nuestro vino caliente. Parecía estar preparado con un blanco de Burdeos de óptima calidad; además, un cocinero lleno de buenas intenciones, y más preocupado de la eficacia que del sabor, lo había reforzado añadiéndole aguardiente de ciruelas. Esto nos trajo a la memoria los pródigos tiempos que pasamos en Champaña, cuando disponíamos de bodegas intactas y llegamos a adquirir, a la edad de veinte años, unos conocimientos tan extensos de los vinos, que nuestros abuelos nos los habrían envidiado. La velada fue muy agradable en todo caso; habían aparecido Sprenger y Domeyer y, con las guerreras desabrochadas, chupaban como abejorros.
Hacia el amanecer ocurrió algo muy divertido; unas cuantas granadas que desprendían una humareda poco corriente provocaron una falsa alarma; de repente, tras habernos colocado las máscaras antigás, nos encontramos acurrucados alrededor de la mesa; parecíamos un corro de fantasmas marinos borrachos, provistos de unos enormes ojos saltones y unos picos fantásticos.
Der Stollen ist gemütlich wie ein Sarg.
Verwegne Brut drdngt sich im Neste.
Wir jagen Welt durchs Hirn, die Zeit ist karg,
Ein andrer sduft vielleicht die Reste.
Grobrindiges Gebdlk, Qualm, Schreie, Stahl;
Der Schnaps macht wie ein Axthieb trunken,
Berauscht wie Explosion, kurz und brutal;
Wir leben dreifach, Blut spritzt Funken.
An scharfen Köpfen meisselt Kerzenlicht.
Wir sind die Könige der Stunde,
Markante Rasse, Sprung steckt im Gesicht;
Tod steht, Lakai, in unsrer Runde.
[La galería subterránea tiene las mismas comodidades que un ataúd.
En el nido se apretuja una pollada temeraria.
Hacemos correr velozmente al mundo por nuestro cerebro, el tiempo es escaso.
Tal vez otro se emborrache con los restos.
Toscos maderos, humos, gritos, acero;
El aguardiente nos emborracha como un hachazo,
Nos embriaga como una explosión, breve y brutal;
Vivimos por triplicado, nuestra sangre echa chispas.
La luz de las velas esculpe cabezas afiladas.
Somos los reyes del momento,
Una raza señalada; en nuestro rostro se esconde el salto;
La Muerte, como un lacayo, nos rodea.]
Nadie tomará a mal que aquí, sumidos en la concavidad de la ola, entre peligro y peligro, agarremos por los pelos la Vida, en la medida en que nos es posible. Son pocas nuestras alegrías. En realidad sólo tenemos una: beber y divertirnos en compañía de los camaradas. Cada vez puede ser la última vez; por ello disfrutamos con una fruición salvaje, como si fuera la única vez. Aquí alargamos nuestras manos hacia todos los frutos que se nos ofrecen, para volver a extraerles todo su jugo, y sentimos con un placer muy especial la acelerada circulación de la sangre en nuestras venas. La embriaguez es para nosotros una pregunta que hacemos a la Vida; cuando a esa pregunta se le da, de una manera desenfrenada, una respuesta afirmativa, nos sentimos reconfortados. En comparación con los guerreros de otros tiempos, hoy morimos de un modo muy amorfo, muy solitario —por ello sentimos tanto más intensamente el afán de demostrarnos a nosotros mismos, en una hora de euforia, que aún queda en nosotros, frente a la Muerte, algo de aquella polícroma magnificencia que el hombre valiente tiene el don de revelar ante el cuadrilátero cerrado.