Una vez que terminó la instrucción, Otto y yo marchamos a solas detrás de la columna; mientras caminábamos conseguí arrancarle la confesión de que la causa de su desaparición había sido un lío de faldas que se traía con una chica y, además, una creciente hartura de las penalidades de la vida de soldado. Todo aquello era sin duda algo muy poco pertinente, pero ¡al diablo con todo! Resolví no dejarlo en la estacada y logré arrancarlo de las garras de un consejo de guerra; gracias a mi intervención, el jefe de nuestro batallón echó tierra al asunto y liquidó bajo mano el problema con unos cuantos días de arresto. Pero los incordios causados por Otto recomenzaron inmediatamente.
Si ahora lo he tomado de asistente, ha sido también sobre todo para alejarlo durante una temporada de las miradas del sargento. Lo necesito, además, para una pequeña operación que tengo pensado realizar pasado mañana. Pero presiento oscuramente que mis asuntos personales van a estar muy mal atendidos durante los próximos días.
Primera línea
A última hora de la tarde vino a visitarme el jefe de la compañía situada directamente a nuestra derecha, la cual pertenece a un batallón diferente del nuestro; es un alférez y quería hablar conmigo acerca del modo de defender el tramo de trinchera que separa nuestros dos sectores y que carece de guarnición.
Otto tuvo que mostrar enseguida sus habilidades y prepararnos un cazo de ponche caliente, utilizando para ello un cartucho de alcohol sólido. Mi visitante y yo nos sentamos en mi banco de verano y allí estuvimos bebiendo y fumando; como el bochorno del día continuaba aferrado a la trinchera, pronto se apoderó de nosotros esa agradable sensación de aniquilamiento que los rusos llaman, según he oído decir, «el tercer sudor». Los grillos se pusieron a cantar; mi visitante se había despojado de su guerrera y había colocado su pistola encima de la mesa. Nos sentíamos tan desfallecidos y cómodos como si estuviéramos sentados delante de una casa forestal en medio del bosque.
Me contó que en el momento de partir para la guerra pertenecía al cuerpo de zapadores y que luego se mudó a la infantería. Al comienzo de la guerra los zapadores nos llevaban mucha ventaja a los infantes en lo referente a la lucha de posiciones, una modalidad de combate que pronto iba a desempeñar un papel tan importante e inesperado. Ya en tiempos de paz habían recibido una buena instrucción acerca del modo de atacar las grandes fortificaciones y se habían familiarizado con las armas que resultan indispensables en esas tareas. Ellos fueron los primeros que trabajaron con granadas de mano y con minas, y de sus pequeños destacamentos de asalto, enviados por delante de las oleadas de atacantes, fue de donde salió luego la unidad de choque, ese puñado de hombres decididos que, cuando combaten, se atienen a una ordenadísima y rigurosísima división del trabajo y que están destinados a abrir una brecha por la cual puedan pasar luego las masas de soldados. Esta misión de los zapadores fue traspasada luego a la infantería; con ello, las dos grandes formas de combate de ésta, el fuego y el movimiento, adquirieron una complicación mucho mayor de la sospechada.
Desde el instante en que se inició la guerra de posiciones tenía que llegar para el guerrero un momento en que iba a parecerle más atractiva la actividad de los infantes que la de los zapadores; a éstos se los empleaba más en tareas de construcción que de lucha. Por ello comprendí muy bien a mi visitante cuando me contó su cambio de arma; dijo que prefería oír cómo silbaban a su alrededor las balas que no estar encargado de un parque de zapadores en la retaguardia.
Era un bello atardecer y yo estaba feliz de tener allí a aquel inesperado visitante. Pronto se le destrabó la lengua y se puso a contarme sus aventuras bélicas; lo hacía con ese tono de indiferencia que otorga una fuerza tan especial a las cosas terribles. Aquel alférez conocía la totalidad del frente, desde los Alpes hasta el mar; descubrimos que nos habíamos hallado en la misma posición ante muchas de aquellas poblaciones famosas que habían sido ardientemente disputadas. Me interesó de un modo especial el período en que había trabajado como zapador, pues sabía contar muchas cosas que hasta aquel momento me eran desconocidas. Transcribo aquí con sus propias palabras una pequeña parte de su relato:
«En Lens fue donde conocí realmente por vez primera la guerra de minas; estábamos día y noche encima de una galería subterránea cargada de explosivos, era como si nos hallásemos sobre un volcán.
»Por debajo del terreno se extendía una densa red de galerías pertenecientes a una explotación de carbón; tenían varios kilómetros de longitud y ponían en comunicación los dos frentes a mucha profundidad por debajo de la superficie del terreno. Para nosotros esto era muy desagradable, pues los franceses disponían de la totalidad de los planos de las galerías de la explotación; en todo momento teníamos que estar prevenidos para enfrentarnos a patrullas enemigas que podían aparecer en nuestra retaguardia utilizando bocas desconocidas, para nosotros.
»Por debajo de las trincheras de lucha ambos bandos excavaban, partiendo de las galerías de la explotación de carbón, un denso tejido de galerías minadas. Casi a diario saltaba por los aires un tramo de trinchera; entonces había que lanzarse al asalto del embudo aún caliente, mientras de lo alto seguía cayendo una granizada de maderos y escombros. El primero que ocupaba el embudo había ganado la partida. En aquella época nos era preciso tener siempre encendido un cigarrillo; aún no poseíamos granadas de mano provistas de una espoleta de frotamiento, como ahora, sino que las granadas nos las fabricábamos nosotros mismos; de ellas pendía un pedazo de mecha al que aplicábamos el pitillo antes de lanzarlas. Tal vez usted haya llegado todavía a conocerlas, eran unas latas provistas de un mango y llenas de una carga explosiva, así como de clavos viejos y trozos de plomo. Resultaban pesadas y poco manejables, pero la persona alcanzaba por ellas quedaba hecha trizas.
»Día y noche permanecíamos abajo en las galerías, por turnos, siempre con las cargas explosivas a punto. A veces hacíamos pausas para escuchar y entonces oíamos un suave martillear, cavar y picar en todos aquellos lugares subterráneos; se parecía al ruido de la carcoma en la madera. Aquel ruido tenue y continuo nos ponía más nerviosos que el aullido de las granadas al acercarse volando durante el día. Con frecuencia el ruido sonaba muy próximo y muy claro; entonces sabíamos que un adversario invisible y medio desnudo estaba realizando muy cerca de nosotros un trabajo en el que se jugaba la vida. Quién aplastaba a quién y lo dejaba para siempre enterrado en aquellas profundidades era cosa que a menudo se decidía en cuestión de segundos. Muchas veces he estado acurrucado en el agujero, con el micrófono al oído, intentando espiar el instante en que los del otro lado interrumpían su trabajo con el fin de acercar a rastras las cajas de dinamita. Con el paso del tiempo se fueron volviendo cada vez más cautos y hacían que algunos de sus hombres siguieran trabajando hasta el último segundo para así tapar el ruido causado por el arrastre y colocación de las pesadas cargas explosivas. Vivíamos como sobre un barril de pólvora encendido, tendría usted que haber estado allí. En una ocasión apenas tuvimos tiempo de encender la mecha y echar a correr. La explosión fue tan fuerte que la onda expansiva mató a dos hombres que estaban trabajando en un pasillo transversal a trescientos metros de distancia.
»Al día siguiente, mientras estábamos trabajando en un sitio distinto, nos ocurrió algo demencial. De repente la tierra desapareció delante de nuestras azadas, la lámpara de acetileno quedó sepultada y ante nosotros se abrió un gran agujero. Antes de que nos diéramos realmente cuenta de lo sucedido, oímos a muy corta distancia unas voces nerviosas —habíamos topado con unos zapadores franceses—. Como es natural, nos tiramos inmediatamente al suelo. Éramos tres; yo, que entonces era sargento aspirante a oficial, y dos zapadores; la única prenda de vestir que éstos llevaban encima eran los pantalones y se encontraban completamente desarmados. La situación era muy desagradable; olía a humo de cigarrillos y a sudor y se sentía casi corporalmente que allí muy cerca se hallaban al acecho seres humanos. Usted conoce esos instantes que preceden al combate cuerpo a cuerpo; uno jadea, pero maldice, por otro lado, la necesidad de inspirar aire. Estábamos completamente a oscuras; en medio de aquellas enormes masas de tierra se me ocurrió pensar que estaba dentro del hoyo ya excavado de mi sepultura.
»Así permanecimos a la expectativa una hora por lo menos, sin hacer el menor movimiento. Uno de los del otro lado cometió por fin la estupidez de disparar. Ahora yo tenía un blanco y vacié el cargador de mi pistola. Simultáneamente saltó hacia adelante uno de nuestros zapadores, un minero de Westfalia, y golpeó con su azada. Encendí la linterna de bolsillo y miramos a nuestro alrededor. Eran dos los franceses que allí había y los dos habían sido alcanzados por mis disparos. Dada la angostura del pasillo era casi imposible, por otro lado, no acertar. Los dos estaban muertos; a uno lo había rematado el golpe de la azada.
»Aquel desenlace feliz hizo que recobrásemos el ánimo y, como nos sentíamos picados por la curiosidad, decidimos inspeccionar un poco, en dirección al enemigo, aquel pasillo que tan de repente se había abierto delante de nosotros. Hay situaciones en que el miedo casi nos derrite; cuando estamos metidos en ellas deseamos no volver a incurrir jamás en ninguna ligereza. Pero apenas hemos escapado sanos y salvos, tornamos enseguida a sentirnos eufóricos y, más tarde, hasta las encontramos divertidas. Avanzamos, pues, con grandes precauciones por aquel pasillo y pronto notamos una corriente de aire y oímos un ruido lejano que era como un zumbido.
»Él azar nos había regalado un descubrimiento importante. Hacía ya tiempo, en efecto, que sospechábamos la existencia de una central eléctrica subterránea, la cual, alimentada con el carbón que allí quedaba tan a mano, proporcionaba luz a las posiciones francesas y también la corriente necesaria para explosionar las malditas minas. El ruido que nosotros oíamos era sin duda el de aquella central. La corriente de aire se debía probablemente a un ventilador destinado a extraer el aire viciado de aquellos lugares subterráneos en que se trabajaba y se habitaba y que estaban bien protegidos contra cualquier clase de proyectiles.
»A la luz de la linterna de bolsillo dibujé en mi libreta de partes un croquis y emprendimos el camino de vuelta. Arrastramos los dos cadáveres hasta nuestro lado y luego camuflamos con tierra el agujero, de modo que pareciese que allí había habido un derrumbamiento. Informé de todo aquello a mi capitán, al cual se le ocurrió una buena idea. Solicitó del parque de zapadores el envío de un buen número de bombonas de acero llenas de gas comprimido; aquella misma noche llevamos las bombonas al sitio en que habíamos topado con los franceses. A la mañana siguiente, provistos de aparatos de escucha, volvimos al mismo lugar. Habíamos pedido a nuestra artillería que a partir de una determinada hora bombardease las salidas de la mina de carbón. Una vez abajo, dejamos expedito otra vez el agujero, introdujimos por él las bombonas de gas y las abrimos. Por el momento no corríamos ningún peligro, pues el ventilador aspiraba el gas con mucha rapidez; con nuestros aparatos de escucha podíamos percibir claramente su zumbido.
»Al cabo de un rato sucedió lo que habíamos previsto. Durante unos breves momentos dejó de oírse el ruido; luego recomenzó. Una vez pasado el primer instante de sorpresa, los franceses habían invertido la marcha del ventilador; intentaban empujar hacia nosotros el gas para que nos asfixiase. Cerramos entonces el agujero con todo cuidado y nos pusimos tranquilamente a desayunar, sin quitarnos los cascos de escucha. Un cuarto de hora, más o menos, estuvimos oyendo el zumbido del ventilador; es probable que el motor siguiera funcionando sin que nadie lo vigilase. Luego el zumbido se hizo más débil y al final enmudeció. Más tarde nos enteramos, por boca de prisioneros franceses, de que la guarnición había quedado totalmente liquidada, como si se tratara de una bandada de ratas, y que durante meses permanecieron apestadas todas las instalaciones de la mina de carbón. El fuego de nuestro artillería ocasionó también bajas entre el personal que afluía en masa por las bocas de las galerías».
Así estuvimos charlando hasta que se hizo tarde. Acompañé a aquel zapador en el camino de vuelta a su sector y de ese modo pude realizar acto seguido mi ronda nocturna por la posición.
Cuando regresé, las trincheras seguían llenas del bochorno del día, que pesaba como plomo. Largo tiempo estuve despierto en mi camastro, dando vueltas en la cabeza a las cosas que el zapador me había contado. Me habían hecho percatarme de que, en nuestros días, la voluntad de lucha lanza a los seres humanos unos contra otros no sólo encima de la tierra y debajo del mar y allá arriba en el aire; esa voluntad de lucha llega también hasta los abismos de la tierra. ¿Es que acaso no somos una generación plutónica que, cerrada a todos los goces del ser, está trabajando en una subterránea fragua del futuro? Eso que nosotros creamos, y eso para lo que nosotros mismos somos creados, sin duda se revelará mucho más tarde de lo que ahora podemos sospechar. Y tal vez seamos nosotros mismos los que más asombrados nos quedemos cuando lo veamos.
Primera línea
Al salir esta mañana de mi abrigo exploré el tiempo que hacía con el mismo cuidado con que lo examina el cazador que se propone salir a batir una pieza de caza mayor. Cuando uno ha estado cuatro años en el campo de batalla, lleva el tiempo atmosférico en la sangre; pero hoy, hasta el habitante de una gran ciudad le habría notado al sol —se deslizaba liso y claro, como un disco de latón, por el borde de la trinchera— que se disponía a dar vida a una jornada calurosa y sin nubes. Esto me puso de buen humor, pues proyectaba realizar una patrulla para la que necesitaba una visibilidad total y un bochorno que aplastase bajo su peso la capacidad de vigilancia de los centinelas. Para permanecer alerta yo mismo, no recorrí la trinchera de lucha, como solía hacer, sino que me metí otra vez en mi abrigo, cuyas húmedas paredes exhalaban el frescor de un sótano.
Allí estuve mirando con suma atención un pequeño mapa trazado desde un determinado lugar del terreno por el jefe de uno de nuestros pelotones. En aquel mapa estaba dibujado el pequeño tramo de trinchera lindante con el sector muerto acerca del cual estuve charlando anteayer con el zapador. La trinchera se abomba allí, formando un embudo enorme; sus paredes han sido talladas para dejarlas perpendiculares. De esta manera se ha logrado un espacio redondo en cuyas paredes se han construido, excavando en la tierra, pequeños búnkeres Sigfrido. En ese agujero se aloja el pelotón del flanco derecho de nuestra compañía, el cual mantiene allí apostado día y noche un centinela, siempre con el fusil en la mano, y envía cada hora una patrulla a recorrer el tramo de trinchera en que no hay guarnición. El pelotón vivía muy tranquilo hasta hace pocos días; sólo de vez en cuando caía cerca de aquel lugar un disparo de
shrapnel
. Pero una mañana el centinela oyó un silbido lento e inusual y apenas tuvo tiempo de ver, antes de tirarse al suelo, una bola negra cuya forma y dimensión correspondían aproximadamente a las de una pieza de una libra de peso; aquella bola cayó al suelo en un lugar situado a sus espaldas y enseguida reventó, produciendo una especie de relámpago.