Tempestades de acero (65 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Nos vemos forzados a saludarnos en voz baja; aunque, realmente, en este paisaje se extingue por sí misma cualquier palabra despreocupada dicha en voz alta. Una segunda barricada cierra la trinchera a pocos pasos de donde nos encontramos; también detrás de ella hay al acecho hombres armados. Tan cerca se hallan unos de otros los combatientes de ambos bandos que cualquier descuido puede tener consecuencias fatales. El sargento y yo regresamos hasta el cruce, donde están parados los portadores de las cajas de munición, y les indicamos el sitio en que han de descargarlas.

Me entero de que Vorbeck y Kastner cayeron ya en el lugar donde el Camino de Puisieux deja el Bosquecillo; ambos murieron de un tiro en la cabeza disparado por un fusil de infantería. Me viene a la memoria el «¡Hasta la vista! » que hoy por la mañana me gritaron en el Bosquecillo cuando me iba; pregunto dónde están los cadáveres y me dicen que han quedado en manos del enemigo. Uno se ve invadido y atormentado por un sentimiento de extrañeza al tener que imaginarse borrado y extinguido a un ser humano al que muy poco tiempo antes ha conocido en plena posesión de sus fuerzas. Resulta imposible creerlo, y una y otra vez se sorprende uno a sí mismo imaginándoselo vivo todavía. Uno tiene la sensación de que falta algo, de que se ha perdido alguna cosa que forma parte de la personalidad propia. Las palabras «como si fuera un trozo de mí mismo» son las que mejor expresan ese sentimiento.

—¿Cree usted —pregunto al sargento— que podrá seguir resistiendo aquí?

—Mi alférez —me responde—, no dispongo más que de doce hombres, pero puedo confiar en ellos; son excelentes soldados. Hoy por la noche se podrá resistir, ya que los Tommys no están aún bien orientados en este terreno, pero mañana por la mañana…

Sí, mañana por la mañana, si no llegan refuerzos, la situación puede llegar a ser crítica. Y, por lo que parece, estamos enteramente solos dentro de esta oscura ratonera. Nos invade una angustiosa sensación de abandono, que nos sube cuerpo arriba hasta llegar al cuello y estrangularnos. Como si no quisiera que nos oyese el oficial inglés que está tendido a nuestros pies, le susurro a mi interlocutor:

—¿Ha establecido contacto con los flancos? ¿En qué situación se hallan esos contactos?

Me responde, también con un susurro:

—En el Camino de Puisieux queda todavía un pelotón de nuestra compañía. Pero entre él y nosotros hay por lo menos quinientos pasos de terreno que no están defendidos por nadie. Hacia la izquierda he enviado hace una hora a un hombre, que no ha regresado. Creo que en ese flanco no queda ya nadie.

¿Hacia la izquierda? ¡Pero si en ese lado está precisamente el Camino de Elbing! ¡Buena puede armarse esta noche! Un confuso sentimiento de esperanza me hace preguntar todavía:

—¿Qué no ha regresado? ¿Es que acaso habrá seguido caminando hasta llegar a la cocina de campaña?

—No, no, eso está excluido. Era el enlace de combate del jefe de las tropas combatientes. Uno de nuestros mejores hombres.

Vaya, vaya. Uno de nuestros mejores hombres. ¿Muy cerca de aquí, en el Camino de Elbing, que forma el cuarto brazo de este cruce y que se abre como un portal oscuro y amenazador? ¿No ha regresado? Todo esto sugiere, desde luego, que no necesariamente regresan todos los que ahí dentro se pierden. Ya ha oscurecido del todo. ¿Qué dice la orden que nos dieron? Dirigirse hasta el Camino de Elbing para instalar un cerrojo en la izquierda de la posición. En ese lugar los ingleses tendrán algo importante que decir, indudablemente.

Ya ha sido entregada la munición y con ello está cumplida la primera parte de la misión que se nos ha encomendado. El sargento y yo nos ponemos de acuerdo en permanecer en contacto toda la noche; si las cosas empeoran mucho nos reagruparemos en este cruce. Una bengala sube por los aires. Sale de la barricada enemiga, pero produce la impresión de haber sido disparada desde en medio de nosotros mismos. Cae chisporroteando encima del empinado parapeto y colorea con una luz cruda la humareda dentro de la que se extingue con un siseo; su rojizo resplandor se refleja en los cascos de acero de los hombres, que están con una rodilla en tierra unos al lado de otros. Este nocturno y unitario brillo súbito de los cascos ejerce siempre una acción tranquilizadora, produce la impresión de una guardia férrea, silenciosa. Los ojos creen ver por un instante las cúpulas de acero que soportan la carga del combate.

Ahora llega el momento de ejercer nuestro oficio. Es preciso distribuir la tropa de tal manera que entre un hombre y el siguiente quede un amplio espacio; de esta manera, si se llega al combate cuerpo a cuerpo, habrá un tramo despejado en donde podrá cada uno moverse libremente y no se producirá enseguida un desconcierto a causa de la aglomeración del primer atasco; dadas la oscuridad y la estrechez de las trincheras, eso tendría, si ocurriera, consecuencias funestas. Para que ocupen los primeros puestos y actúen como granaderos es preciso seleccionar a hombres ágiles y dotados de un coraje innato; también en la cola hay que colocar a un suboficial decidido, que cuide de que nadie se retrase, de que el movimiento no se detenga y de que a través de la cadena formada por los hombres sean enviadas hacia adelante, con una cadencia regular, las granadas de mano. Hay que situar en el sitio apropiado a los hombres armados con fusiles dotados de bocachas para disparar granadas, de modo que puedan lanzarlas contra el adversario por encima de las cabezas de quienes los preceden; también es preciso colocar en su lugar a los tiradores de ametralladoras y de pistolas ametralladoras; en la oscuridad, sólo pueden disparar hacia lo alto. Hay que pensar asimismo en los enlaces, en los hombres responsables de las cargas explosivas, en los que llevan las cizayas, en los que llevan las pistolas de señales, en los que llevan las cajas de munición, en los que llevan los morrales llenos de granadas de mano y, en fin, en los que llevan los zapapicos. Acá y allá los hombres se intercambian cosas, mudan de lugar —uno ha de hacerse el distraído y dejar que permanezcan juntos quienes deseen hacerlo, aunque ello perturbe el orden; es más importante que hagan una buena pareja las personas que van juntas que no las armas que portan.

Cuento los hombres que están a la entrada de la trinchera y me salen poco más de cincuenta; pero han sido cribados por docenas de batallas y en varios años de práctica se han familiarizado con todas las modalidades de combate. No poseen ya la ciega furia de los primeros tiempos; el lugar de esa furia han venido a ocuparlo una experiencia y una sangre fría que los hacen no menos terribles. Este período tardío, y acaso último, de la guerra se ha encarnado en la figura de un combatiente purificado por el fuego; esa figura será sin duda la que quedará fundida con la imagen de la Gran Guerra. Con una unidad de choque compuesta de tales hombres y armada con las armas con que ellos lo están se puede plantar cara a cualquier adversario. Es ésta una sensación tranquilizadora.

¡Adelante, pues! Nos acoge el tenebroso portal del Camino de Elbing y nos hundimos en las sombras de la trinchera; está tan oscura que casi no podemos ver la propia mano, aunque nos la pongamos delante de los ojos. Nos presta apoyo el sargento al que hube de dejar atrás en su barricada; con intervalos breves va disparando casi a ras de la trinchera bengalas blancas en la dirección que llevamos; su resplandor ilumina el camino. El avance es lento. Todos ponen mucho cuidado en no rozar con su cuerpo los taludes de la trinchera y en evitar los chirridos del hierro. También nos auxilia la guarnición de la barricada; con un continuo fuego de ametralladora intenta tapar los ruidos que nosotros podamos producir. El enemigo no tarda en replicar; atraídas por los disparos de nuestra ametralladora, pronto se oyen las sordas explosiones de las granadas de mano. A los pocos pasos hay un muerto que obstruye el camino. Si es el enlace que antes envió el sargento, pronto lo alcanzó su sino. Un delgado tejido de alambre está colocado en la trinchera inmediatamente detrás del lugar en que yace el muerto; ahora es preciso redoblar la cautela. Otto, que va el segundo en la fila como granadero, corta cuidadosamente con su cizaya el tejido y dobla hacia atrás las puntas de los alambres.

¡Adelante! Otro cadáver; luego, un pequeño montón de tierra, que bloquea la trinchera.

—¡Alto!

Los hombres se van pasando en voz baja la orden, mientras un gélido escalofrío recorre las espaldas. No es agradable la atmósfera que aquí reina. Detrás de mí oigo una respiración jadeante; dos granadas de mano que alguien lleva en el cinturón chocan entre sí y, al chocar, producen un suave tintineo.

Los sucesos que luego vienen se desarrollan con gran celeridad. Inmediatamente delante de nosotros se oye una tenue llamada; un sofocado tintineo metálico la sigue de inmediato. Sobre el montón de tierra cae un objeto —es como si alguien hubiera lanzado un pedazo de madera— y explota casi en el mismo momento de caer. Simultáneamente se alza un confuso griterío compuesto de muchas voces; se alza tanto en nuestro lado como en el lado enemigo, de manera que parece brotar de una única masa compacta. Con un silbido se eleva por los aires un enjambre de bengalas de encendido color rojo; luego se despliega radiante por encima de nosotros. Un cielo bajo, sembrado de centelleantes estrellas, nos rodea. Tiramos de las mechas rápidas de las granadas de mano y las arrojamos al azar hacia adelante; las diferentes detonaciones se unen formando una única explosión prolongada, que hace que la trinchera tiemble y quede cubierta por una blanquísima nube de vapor. Girando en espiral asciende a las alturas una señal amarilla, que luego deja caer escamas incandescentes; sin duda es la señal de tiro de barrera para la artillería inglesa; los truenos de ésta quedan tapados por el estruendo que nosotros producimos. Se desencadena una tormenta de fuego por delante y por detrás de donde nos encontramos; son ametralladoras y nos envuelven en un rugiente manto de disparos. En medio de todo ese estruendo se desliza el chirrido de los disparos de los fusiles que lanzan granadas; como un golpe en la espalda sentimos cada uno de esos chirridos; parecidas a piezas de una libra de peso, las granadas de fusil silban junto a los cascos. Sacos llenos de granadas de mano van pasando de hombre en hombre hacia adelante; un número cada vez mayor de proyectiles penetra dando vueltas en la plateada nube, para romperse luego entre fulgores rojos.

Es
imposible
que no quede aniquilado todo en este vendaval. Vamos dando saltos detrás de las explosiones, nos introducimos en la humeante brecha que ellas abren. Nos bastan unas pocas zancadas para salvar la barricada enemiga; detrás de ella yacen dos muertos ingleses; están rodeados de granadas de mano no utilizadas y de fusiles tirados. Murieron en el acto. Sus miembros están aún flexibles, no se han puesto rígidos todavía; es como si se hubieran echado a dormir. La visión de estos cuerpos provoca en nosotros una alegría salvaje, nos enardece. Así, pues, también quienes se enfrentan a nosotros son únicamente carne y sangre. Tan alta es nuestra moral que estaríamos dispuestos a plantar cara al diablo mismo. ¡Adelante, pues!

Una vez derribada la entrada nos resulta posible recorrer deprisa la posición como si caminásemos por un pasillo oscuro. Hemos ido a parar a un sector cuyo trazado es regular y esto facilita nuestra labor de limpieza. Numerosos y recios traveses, que forman meandros, quiebran el trazado recto de la trinchera; entre un recodo y el siguiente hay siempre, por tanto, un tramo recto de unos ocho pasos de largo. Ese tramo es el que hay que batir con granadas de mano; una sola basta para derribar a quienes no han quedado ya desgarrados por los cascos de la metralla. El asalto se articula en golpes de breve duración: primero damos un salto hacia adelante y nos quedamos agazapados detrás de uno de los enormes bloques de los traveses y, mientras realizamos esas operaciones, intentamos batir el recorrido ulterior de la trinchera; luego volvemos a dar otro salto hacia adelante, que coincide con el trueno de los proyectiles que arrojamos. Con el sentimiento sabemos perfectamente, gracias a nuestra múltiple práctica, cuál es el tiempo de combustión de esos proyectiles. Como con la llama de un soplete vamos adentrándonos en el oscuro espacio; este trabajo, que se desarrolla en silencio, lo realizamos por fases y su única regulación consiste en exclamaciones como: «salto», «lanzamiento», «granadas de mano», «atención», «fuera la cabeza», «otra vez», «atrás», «tocado». A veces vemos elevarse unas bolas negras desde lugares que se hallan a la distancia de dos o tres traveses de aquel junto al cual nos encontramos; son claramente visibles dentro del plateado vapor y es preciso fijarse bien en ellas para poder esquivarlas con ágiles saltos. Este juego consistente en lanzar proyectiles es un juego a vida o muerte. Mientras uno se entrega a él no ve al adversario, el cual nunca está, sin embargo, a más de diez o doce pasos de distancia; lo más que uno distingue son dos o tres sombras fugitivas que se pierden detrás de un recodo; entonces intenta lanzar por encima de ellas unas cuantas granadas de mano, para cortarles la retirada o empujarlas hacia su propia perdición. El tiempo de combustión de las granadas inglesas es muy corto; por ello no pueden dejarlas caer al suelo mientras van corriendo y cubrirse de ese modo las espaldas; si lo hicieran, se expondrían a sí mismos a un peligro. Esto es una ventaja para nosotros, que nos vemos obligados, en cambio, a retener en la mano durante algunos segundos nuestras armas arrojadizas después de haberlas cebado, con el fin de que el impacto coincida con la explosión y no le quede al adversario tiempo de esquivarla. El lanzamiento de más peligro es aquel en que el proyectil explota mientras aún va volando y lo hace por encima del suelo a la altura de un hombre. A eso lo llamamos «lanzar
shrapnels
»; es un extraño espectáculo ver cómo, en medio de la excitación del combate, balancea un hombre su granada de mano como si fuera una batuta y calcula con precisión el tiempo necesario para que su eficacia sea completa y mortal.

Detrás de casi todos los traveses junto a los que pasamos dando saltos, nuestros ojos —que están más atentos al aire que al suelo— ven de refilón un muerto cuya sangre brota de numerosas heridas abiertas por los delgados y agudos cascos de metralla. No es una muerte dolorosa; es un choque violento que arrebata a la vez la consciencia y la vida. Al saltar por encima de un muerto al que uno jamás ha visto vivo nota una sensación especial; es como si tuviera ante sus ojos el esperado resultado de un cálculo inteligente y le diese su última aprobación. Uno no ha arrojado en vano la muerte en la oscuridad como si arrojase un afilado anzuelo.

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