Pero esta vez sí hemos sido relevados. En Achiet, donde nos apeamos de los vehículos la primera vez que llegamos a esta zona, nos estaban ya aguardando los camiones. Pronto nos vimos recorriendo el mismo trayecto de entonces, un trayecto que atraviesa desolados campos de batalla y pasa junto a aldeas destruidas y cruces plantadas en tumbas solitarias. Nos espera un futuro incierto, pues numerosas experiencias nos han enseñado que cuando nos destinan a la reserva es que nos enfrentamos a una gran batalla. Y cuanto más poderosa es la unidad a la que nos adscriben como reserva, tanto más breve suele ser el período de descanso, ya que al aumentar la amplitud del frente aumenta también el número de los puntos críticos. Tampoco es ésta una época tranquila; lo atestiguan los truenos de la ofensiva enemiga que se nos viene encima y cuyos ecos resuenan a nuestras espaldas.
Allí detrás, donde los relámpagos cruzan incesantemente el aire, dejamos también el Bosquecillo 125; sus últimos restos son machacados ahora por el fuego de nuestra propia artillería. El recuerdo de las pocas semanas que allí hemos pasado se fundirá muy pronto con las impresiones de nuevas vivencias sangrientas que van yuxtaponiéndose a intervalos cada vez más breves, como las imágenes de un sueño de fuego.
Lo que allí ha sucedido carece de importancia si se lo compara con los grandes acontecimientos de esta época, mas para nosotros y para nuestro destino ha tenido un peso enorme. Incluso hemos perdido esa posición; sin embargo, en este aspecto nadie puede dirigirnos el menor reproche. Lo que se podía hacer se hizo.
El horizonte de los embudos y de las trincheras es un horizonte estrecho. Su alcance no es mayor que el de una granada de mano; lo que uno ve allí se le queda bien grabado. Contra ese fondo horrible se yergue el combatiente, el hombre sencillo, anónimo, sobre el cual gravitan el peso y el destino del mundo.
En los bordes de fuego situados más allá de todo límite procrea ese hombre. En la noche solitaria procrean el Hombre y la Tierra. Yo he visto su rostro bajo el brillante borde del casco cuando la Muerte se alzaba amenazadora ante él. Lo he visto caer muerto; su imagen y su legado permanecen en mi corazón.
Me gusta recordar las semanas anteriores a la guerra; se caracterizaron por una atmósfera de euforia y laxitud como la que suele preceder a las tormentas de verano. La actitud de la gente era más franca y despreocupada de lo normal, pero sus ocupaciones seguían discurriendo por los cauces habituales. Por eso, y no obstante lo que estaba ocurriendo, tampoco mi familia dejó de emprender, como todos los años, el habitual viaje de veraneo hacia la isla de Juist.
Esta vez no había acompañado yo a mis padres y hermanos; me había quedado en nuestra solitaria casa a fin de preparar con calma el examen final de bachillerato. Sentía deseos de librarme pronto de los bancos escolares, que me resultaban cada vez más agobiantes. Por mi modo de ser tendía hacia una amplitud y libertad vitales que presumía, sin duda con razón, que eran irrealizables en la aburguesada Alemania. Un año antes había intentado ya un golpe de fuerza; me había escapado de casa al amparo de la noche, para correr aventuras por el mundo. Como les suele suceder a los fugitivos adolescentes, muy pronto fui devuelto a casa. Mi padre, hombre de sentido práctico, había cerrado un pacto conmigo; primero haría el examen final de bachillerato y luego me dedicaría a recorrer el mundo a mi gusto y capricho. Esta agradable perspectiva espoleaba considerablemente mi diligencia.
Había realizado ya grandes progresos en mis estudios cuando, hacia el final de las vacaciones escolares, en aquel día de agosto tan henchido de significado, subí al tejado de nuestra granja; aquel edificio había sido pasto de las llamas el año anterior y ahora estaban reparándolo. Allí se encontraba trabajando Robert Meier, nuestro jardinero, acompañado de un obrero desconocido para mí, que nos había enviado por algunos días una empresa fabricante de cubiertas de tejado a prueba de fuego. Mientras aquellos dos hombres clavaban en los cabrios los tableros de la cubierta, yo les hacía compañía y charlaba con ellos.
Desde aquel tejado se podía divisar en toda su amplitud el antiquísimo paisaje de llanuras en que estaba situada nuestra casa. Hacia el este, cerraba el horizonte un lago de grandes dimensiones llamado el Mar de Steinhude; hacia el oeste, la mirada se perdía en una extensa zona pantanosa en la cual, según contaban viejas tradiciones, un ejército de Germánico había sufrido un descalabro. Por el sur penetraban en la llanura las últimas estribaciones de los montes del Weser; y hacia el norte se extendía la planicie por los páramos de Nienburg, sembrados de oscuros bosques de pinos. El campo de visión abarcaba, pues, todos los elementos de este paisaje que yo sentía como mi verdadera patria.
Sentados en el tejado, que los rayos del sol habían recalentado, nos hallábamos entregados a nuestra charla, cuando pasó por la parte de abajo, montado en su bicicleta, el cartero, tal como solía hacer siempre a aquella hora. Sin bajarse, nos gritó estas tres palabras: «¡Orden de movilización!». Sin duda hacía ya horas que el telégrafo estaba difundiendo incesantemente esas mismas palabras por todos los rincones del país.
El tejador acababa de alzar el martillo para dar un golpe. Detuvo su movimiento y con toda suavidad depositó la herramienta sobre el tejado. En ese instante entraba en vigor para él un calendario diferente. Había cumplido ya el servicio militar y en los próximos días tendría que presentarse a su regimiento. Meier pertenecía a la reserva de reemplazo y también para él era inminente el llamamiento a filas. Yo tomé la resolución de participar en la guerra como voluntario, decisión que adoptaban a aquella misma hora centenares de miles de hombres.
Nuestro pequeño y pacífico grupo se había convertido de golpe en un grupo de soldados, y eso mismo ocurría en todos los sitios de Alemania en que estuviesen reunidos unos cuantos hombres. Recogimos las herramientas y acordamos tomar un trago en la aldea. Cuando llegamos ante el ayuntamiento vimos que ya estaba expuesta en el tablón de anuncios la orden de movilización. En la taberna no se notaba ninguna excitación especial —al campesino de la baja Sajonia le es ajena la exaltación, su elemento propio es la tenaz fuerza de la tierra—. No regresamos a casa hasta bastante tiempo después; mientras caminábamos por la solitaria carretera íbamos cantando la hermosa canción que dice:
Auf auf Kameraden von der Infanterie
,es gilt für unser Leben
…[Arriba, arriba, camaradas de la infantería,
hemos de luchar por nuestra vida… ]
Mis padres regresaron al día siguiente; todos los lugares de veraneo se habían quedado vacíos de repente. Por la tarde fui en tren a Hannover para inscribirme en un regimiento. De vez en cuando veía junto a los raíles unos peleles rellenos de paja que se bamboleaban al viento. Los guardavías habían colgado al zar Nicolás.
Por la Plaza de Ernesto-Augusto pasaba desfilando un regimiento que marchaba al frente. Los soldados cantaban, entre sus filas se habían introducido señoras y muchachas y los adornaban con flores. Desde entonces he visto muchas multitudes arrebatadas de entusiasmo; ningún otro ha sido tan hondo y poderoso como el de aquel día.
A la mañana siguiente me dirigí al cuartel del 74.º Regimiento de Infantería, que encontré sitiado por millares de voluntarios. Era completamente imposible avanzar dentro de aquella muchedumbre. Por fin al tercer día conseguí llegar hasta el 73.º Regimiento de Fusileros; allí me declararon apto y me apuntaron en las listas. Una vez resuelto el problema de mi inscripción, un escribiente me gritó, cuando ya me marchaba:
—¿Y usted qué es? ¿Está en el último curso de la enseñanza media? ¿Quiere hacer también el bachillerato?
En medio de la agitación en que me encontraba se me había olvidado del todo aquella cuestión, que tampoco me parecía ya tan importante. De todos modo hice que me extendieran un certificado, y así fue cómo durante cinco días sufrí, junto con otros compañeros de infortunio, una serie de exámenes escritos y orales. Como es natural, las pruebas fueron fáciles; en realidad resultaba menos difícil aprobar que suspender. Aun así, hubo entre nosotros un ave de mal agüero que logró realmente esto último. Una vez que me matriculé en la universidad de Heidelberg, quedé libre de toda clase de preocupaciones.
Durante las semanas siguientes me despertaba de muy buen humor por las mañanas —en especial cuando la noche anterior había estado soñando que aún no tenía aprobado el examen final de bachillerato—. En realidad sólo había una cosa que me desazonaba; me llenaban de angustia las noticias que los periódicos traían acerca de nuestras victorias. Según ellos, algunas patrullas de la caballería alemana habían divisado ya las torres de París; si las cosas continuaban progresando de ese modo, ¿qué iba a quedar para nosotros? Pues también nosotros queríamos oír el silbido de las balas y vivir esos instantes que cabe calificar como el bautismo propiamente dicho del varón.
La ansiada orden llegó por fin; el 6 de octubre debía presentarme en el cuartel. Las semanas de instrucción transcurrieron con rapidez; pasaba los días en el páramo de Vahrenwald o en la Plaza de Waterloo; las noches, como es natural, con buenos camaradas o con una chica. Aprendí a disparar y desfilar y entablé también conocimiento con la disciplina prusiana. Y si bien es cierto que al principio choqué violentamente con ella, con todas y cada una de sus normas, le debo más que a todos los maestros de escuela y a todos los libros del mundo.
De repente, el 27 de diciembre nos pusieron en estado de alerta; el frente nos estaba aguardando. Cargados con un pesado equipaje y, sin embargo, eufóricos como en un día de fiesta, desfilamos hacia la estación del ferrocarril. En el bolsillo de mi guerrera había guardado una libreta delgada; estaba destinada a mis anotaciones diarias. Sabía que nunca más volverían las cosas que nos aguardaban y me encaminaba hacia ellas con suma curiosidad. También tendía, por mi propia manera de ser, a observar las cosas; desde muy pronto sentí predilección por los telescopios y los microscopios, instrumentos con que se ve lo grande y lo pequeño. Y entre los escritores admiraba desde siempre a los que, además de poseer unos ojos agudos para todo lo visible, se hallaban dotados también de un instinto para lo invisible.
Cuando llegó el tren comenzaba a oscurecer. Entre cánticos nos sumergimos en la noche. Cuando con luces y ruidos pasábamos rodando junto a las aldeas y las solitarias casas de labor, sin duda los padres que allí estaban sentados a las mesas con sus hijos decían:
—Son soldados. Marchan a la guerra.
Y tal vez los niños preguntaban:
—¿La guerra…? ¿Qué es eso?
Ernst Jünger
(Heidelberg, 29 de marzo de 1895 – Riedlingen, 17 de febrero de 1998) fue un escritor, filósofo, novelista e historiador alemán. Era hijo del doctor Ernst George Jünger, profesor de química, y Lily Karoline.
Se une a los
Wandervögel
en 1911, un movimiento juvenil que sostenía principios radicales posteriormente adoptados por el movimiento hippie, extremaba el espíritu de la naturaleza y la búsqueda de los bosques así como el respeto absoluto por la vida animal. Además, a diferencia de estos últimos teñía su ideario de una glorificación de la nación alemana.
En 1913, a los 18 años, se alistó en la Legión Extranjera francesa, viajando a África a comienzos de siglo. Esa experiencia le marcó para siempre, despertando en él una gran pasión por la guerra. Así, cuando estalló la I Guerra mundial, Jünger fue uno de los primeros en alistarse, obteniendo en 1918, pocas semanas antes del fin de la guerra, la condecoración
Pour le Mérite
, también conocida como «Blauer Max» al mérito militar.
Fruto de esta experiencia, fue la publicación —con tan sólo 25 años— de sus recuerdos de la guerra en el libro
Tempestades de acero
, una alabanza a la guerra en cuanto experiencia interior, que catapultó al joven escritor a la fama.
Fue el último ganador de la medalla
Pour le Mérite
, la última persona condecorada en morir, y la persona más joven en recibir la preciada condecoración, con sólo 23 años.
Entre la guerra y la subida de Hitler al poder en Alemania, Jünger formó parte de la órbita de una compleja corriente político-cultural llamada
Konservative Revolution
, de la que formaron parte, además de diversos grupos, autores como Ernst Von Salomon, Werner Sombart, Carl Schmitt o Oswald Spengler. Algunas de las características más importantes que definieron a la Konservative Revolution fue su nacionalismo radical, su rechazo al liberalismo decimonónico, o a la Revolución francesa. Dentro de esta corriente, Jünger publicó libros como
La guerra como experiencia interior, La movilización general
o
El trabajador
.
A pesar del marcado tono de la obra de Jünger durante esta época, el matiz «elitista» de su obra, además de la ausencia de antisemitismo, llevó a Jünger a rechazar ya en 1933 al nacionalsocialismo, al no aceptar el ingreso en la
Academia de Poesía Alemana
, purgada hacía poco tiempo por la Gestapo, y se marchó a una aldea, Goslar, en las montañas Harz; después se radicó en Ueberlingen.
En 1934 prohíbe al periódico del partido nazi que siga utilizando y manipulando sus escritos, rechazando también ocupar un asiento en el
Reichstag
, al tiempo que publica
Blaetter und Steine
(
Hojas y piedras
), su primera crítica al racismo fascista.