Pero estaba hablando del servicio de trincheras. A uno le gustan estas digresiones; para llenar con algo la noche oscura y el tiempo interminable, uno se vuelve locuaz con mucha facilidad. Por eso me he parado junto a un guerrero que me es conocido, o junto a otro suboficial, y escucho con gran atención las mil naderías que cuenta. Como soy un sargento aspirante a oficial, también me enreda con mucha frecuencia en una benévola charla el oficial que está de guardia; su estado de ánimo es igual de desapacible que el nuestro. El oficial llega incluso a comportarse con mucha camaradería, habla en voz baja y apasionada, cuenta chismes, descubre secretos, manifiesta deseos. De buena gana accedo a esas charlas, pues también a mí me agobian los taludes pesados y negros de la trinchera, también yo anhelo un poco de calor, algo que sea humano en esta soledad inhóspita. De noche el paisaje irradia una frialdad peculiar; es una frialdad de índole espiritual. Y así ocurre que uno comienza a tiritar cuando atraviesa alguno de los sectores de la trinchera en que no hay nadie apostado y que sólo son recorridos por patrullas; y cuando uno penetra en la tierra de nadie situada más allá de las alambradas, ese tiritar se intensifica hasta llegar a transformarse en un ligero malestar que hace castañetear los dientes. La manera en que los escritores de novelas emplean esta expresión, «castañeteo de dientes», es casi siempre errónea; nada violento hay en ello, se asemeja más bien a una débil corriente eléctrica. Muchas veces uno no nota su propio castañeteo, como tampoco se da cuenta de que habla cuando está dormido. Por lo demás, desaparece tan pronto como ocurre realmente algo.
La charla languidece. Estamos agotados. Soñolientos, nos apoyamos en un través y miramos fijamente el cigarrillo que brilla en la oscuridad.
Cuando hay helada, pateamos ateridos el suelo, alzando y bajando los pies; la dura tierra resuena entonces, sacudida por múltiples pisadas. En las noches frías se oye un toser incesante, cuyo sonido llega lejos. Cuando uno va avanzando a rastras por la tierra de nadie, esas toses son a menudo el primer indicio de la línea enemiga. A veces un centinela silba o tararea en voz baja una canción; si uno está aproximándose sigilosamente a él con intenciones homicidas, eso constituye un contraste odioso. Con frecuencia llueve, y entonces uno, triste, permanece de pie, con el cuello del capote subido, bajo los voladizos contra la lluvia colocados en las entradas de las galerías, y escucha absorto el uniforme caer de las gotas.
Está prohibido pararse en la boca de las galerías; por ello, si se oyen las pisadas de un superior en el húmedo suelo de la trinchera, uno sale rápidamente de donde está, avanza unos pasos, da de repente media vuelta, da un taconazo y se presenta:
—Suboficial de servicio en la trinchera. ¡Sin novedad en el sector!
Uno piensa en otras cosas. Mira a la luna y recuerda días bellos y agradables pasados en casa, o se imagina la gran ciudad que queda allá, muy lejos, por la parte de atrás, y en la cual la gente sale de los cafés precisamente a esta hora y muchos faroles iluminan el intenso trajín nocturno del centro. Parece como si esas cosas las hubiera soñado —quedan increíblemente lejos.
De repente se ha movido algo delante de la trinchera, produciendo un murmullo. Los sueños se esfuman en un momento, todos los sentidos se aguzan hasta tal punto que llega a resultar doloroso. Uno trepa hasta el apostadero y dispara a lo alto una bengala luminosa; nada se mueve. Seguramente habrá sido una liebre o una perdiz.
A menudo se oye trabajar al enemigo en sus alambradas. Entonces uno dispara rápidamente varios tiros seguidos en esa dirección, hasta vaciar el cargador del fusil. Y hace eso no sólo porque así está mandado, sino también porque encuentra en ello cierta satisfacción. Piensa lo siguiente: «Ahora ellos estarán allí, aplastados contra la tierra al otro lado. Incluso es probable que hayas dado a alguien». También nosotros tendemos alambradas todas las noches y con frecuencia tenemos heridos. Entonces lanzamos maldiciones contra aquellos ingleses, que son unos cerdos miserables.
En muchos sitios de la posición, por ejemplo en los extremos delanteros de las denominadas «zapas», es decir, los ramales ciegos que avanzan hacia el enemigo, los centinelas de ambos bandos no están a más de treinta pasos de distancia. Allí llegan a establecerse a veces relaciones personales, como las que se dan entre conocidos; por su manera de toser, silbar o cantar reconoce uno a Fritz, a Wilhelm o a Tommy. De un lado al otro van y vienen cortas frases que no carecen de un humor tosco.
—Eh, Tommy, ¿sigues ahí?
—¡Sí!
—¡Pues agacha la cabeza, que voy a disparar!
A veces se oye también, tras un disparo sordo, algo que llega silbando y aleteando.
—¡Atención! ¡Una mina!
Uno se precipita hacia la entrada de la galería que le queda más cerca y contiene la respiración. Las minas explotan de una manera por completo distinta a las granadas, su estallido nos pone mucho más nerviosos; tienen en sí algo de desgarrador, de pérfido, algo que es como una animosidad personal. Las granadas de fusil son ediciones en miniatura de las minas. Ascienden como flechas desde la trinchera enemiga; sus cabezas están hechas de un metal de color marrón rojizo y, para que puedan fragmentarse con mayor facilidad, su superficie está cuadriculada a la manera de las tabletas de chocolate. Cuando el horizonte nocturno se ilumina en determinados sitios, todos los centinelas bajan de un salto de su apostadero y desaparecen. Saben por larga experiencia dónde están emplazados los cañones que apuntan contra el Sector C.
Por fin la esfera del reloj luminoso anuncia que han pasado dos horas. Ahora, a despertar rápidamente a los hombres del relevo y a meterse en el abrigo. Tal vez los soldados encargados de transportar el rancho a las trincheras han traído cartas, paquetes o un periódico. Uno experimenta una sensación extraña al leer las noticias que hablan de la patria y de sus pacíficas preocupaciones, mientras las sombras proyectadas por la luz temblorosa de una vela se deslizan rápidas por los toscos maderos situados a poca altura por encima de la propia cabeza. Tras haberme raspado con una astilla lo peor de la suciedad adherida a las botas y haber restregado éstas contra la pata de una mesa toscamente labrada, me tumbo en el camastro y me cubro la cabeza con una manta para dedicarme durante cuatro horas a «roncar»; ésa es la expresión técnica con que denominamos tal forma de dormir. Afuera los proyectiles continúan cayendo ruidosamente, con monótona repetición, sobre la capa de tierra que queda encima del abrigo. Por mi cara y mis manos se desliza en silencio un ratón, pero no perturba mi sueño. También me dejan tranquilo los otros bichos pequeños; hace pocos días hemos desinfectado a fondo el abrigo.
Dos veces más todavía me sacan del sueño para que me dedique a ejecutar la misión que tengo encomendada. Durante la última guardia, una franja de claridad que aparece en el cielo a nuestras espaldas, hacia el este, anuncia un nuevo día. Van adquiriendo mayor nitidez los perfiles de la trinchera; a la luz gris de la amanecida, ésta produce una impresión de indecible abandono. Una alondra se eleva; sus trinos me resultan molestos. Apoyado en un través, observo, con una sensación de gran lucidez, el terreno muerto que se extiende ante nosotros y que está cercado de alambradas. ¡Los últimos veinte minutos no acaban nunca! Al fin se oye en el ramal de aproximación el tintineo de las perolas de quienes han ido a buscar el café y ahora retornan: son las siete. La guardia nocturna ha llegado a su final.
Me meto en el abrigo, bebo café y me lavo en una lata de arenques. Esto me despabila; se me han ido las ganas de echarme a dormir. Por otro lado, a las nueve he de organizar los trabajos y distribuirlos entre los hombres de mi pelotón. Somos en verdad una gente que puede hacer de todo, la trinchera nos plantea a diario sus mil exigencias. Excavamos profundas galerías, construimos abrigos y fortines de hormigón, preparamos obstáculos con alambre de espinos, instalamos desagües, revestimos los taludes con tablas, apuntalamos, nivelamos, alzamos y rebajamos el terreno, cegamos letrinas; en suma, con nuestros propios hombres ejercemos todos los oficios. ¿Y por qué no, si se nos han enviado aquí representantes de todos los estamentos y de todas las profesiones? Lo que uno no sabe hacer, lo sabe hacer el otro. Hace poco estaba yo cavando dentro de la galería de nuestro pelotón cuando un minero me quitó el pico de las manos y me dijo:
—Cavar siempre abajo, mi sargento, ¡la tierra de arriba cae por sí sola!
Es curioso que hasta ese momento no supiera uno una cosa tan sencilla como ésa. Pero aquí, instalados en pleno campo, forzados a protegernos de repente de los disparos, a guarecernos del viento y de la intemperie, a fabricarnos la mesa y la cama, a construirnos hornillos y escaleras, aquí se aprende muy pronto a hacer uso de las manos. Uno descubre el valor del trabajo manual.
A la una traen el rancho del mediodía; lo acarrean en grandes recipientes que en otro tiempo fueron vasijas de leche o latas de mermelada; la cocina está instalada en un sótano de Monchy. El rancho es de una monotonía militar, pero continúa siendo abundante; eso, claro está, en el supuesto de que quienes lo traen no hayan recibido «vapor» durante el camino y hayan derramado la mitad. Después de comer, los hombres duermen un rato o leen. Poco a poco se van acercando las dos horas que están previstas para hacer guardia en la trinchera; pasan mucho más deprisa que las de la noche. Uno observa con prismáticos o con anteojos goniométricos la posición enemiga, que le es bien conocida; con bastante frecuencia se le presenta asimismo la ocasión de disparar a la cabeza del enemigo con un fusil provisto de mira telescópica. Pero, cuidado, también los ingleses tienen buena vista y buenos prismáticos.
De repente se desploma un centinela; está cubierto de sangre. Un tiro en la cabeza. Los camaradas le arrancan de la guerrera los paquetes sanitarios y lo vendan.
—No vale la pena, Wilhelm.
—Pero, hombre, si todavía respira.
Luego llegan los camilleros para llevárselo al puesto de socorro. La angarilla va chocando con dureza contra los esquinados traveses. Alguien echa una palada de tierra sobre el rojo charco y cada cual sigue realizando la tarea en que estaba ocupado. Sólo un novato, cuyo rostro se ha puesto pálido, sigue apoyado en los maderos que recubren la trinchera. Se esfuerza en comprender lo que ha ocurrido. Ha sido todo tan repentino, tan horriblemente sorprendente, un ataque por sorpresa de una brutalidad indecible. Esto no puede ser posible, no puede ser real. Pobre muchacho, hay otras cosas completamente distintas que te están acechando allá en el otro lado.
También ocurren a mentido cosas bastante divertidas. Muchos centinelas se dedican a su tarea con un celo propio de cazadores. Observan los impactos de nuestra artillería en la trinchera enemiga con el goce peculiar de los expertos.
—Chico, ése ha dado.
—Coño, vaya meada que les cae encima. ¡Pobre Tommy! Allí no queda uno vivo.
Les gusta disparar hacia la otra parte granadas de fusil o minas de pequeño calibre. A los espíritus timoratos esto les desagrada mucho.
—Pero, hombre, deja esa estupidez, ¡ya recibimos bastante leña!
Esto no les impide, sin embargo, estar continuamente pensando en la mejor manera de lanzar granadas de mano con una especie de catapultas inventadas por ellos mismos, o en el modo de hacer más peligroso, mediante cualquier tipo de máquinas infernales, el terreno que se extiende delante de ellos. Unas veces abren con las tijeras un estrecho pasillo en el obstáculo de alambre situado frente a su apostadero, para atraer así hacia su fusil a algún explorador enemigo al que le agrade aquel paso tan cómodo. Otras se deslizan silenciosamente ellos mismos hacia el otro lado y cuelgan de las alambradas una campana; luego, desde la trinchera propia, tiran de ella con una larga cuerda y así ponen nerviosos a los centinelas ingleses. La guerra los divierte.
En algunas ocasiones puede ser muy agradable la hora del café de la tarde. Ocurre a menudo que el sargento aspirante a oficial ha de hacer compañía a alguno de los oficiales. Se guardan todas la formalidades; incluso hay allí dos tazas de porcelana que brillan sobre el tablero de la mesa; éste se halla cubierto con un mantel hecho de tela de saco terrero. Luego el ordenanza coloca una botella y dos vasos en la mesa, que se bambolea. La charla se hace más confidencial. Resulta curioso que también aquí sea el prójimo, el querido prójimo, el que tenga que proporcionar la materia predilecta de las conversaciones. Incluso ha llegado a desarrollarse un floreciente chismorreo de trincheras; en las visitas de la tarde la gente difunde con todo celo esos chismes; muy pronto ocurre lo mismo que en una pequeña guarnición. Los superiores, los camaradas y los subordinados son sometidos a una crítica sistemática, y un rumor nuevo recorre en un santiamén la totalidad de los abrigos de los jefes de sección de los seis sectores, desde el flanco derecho hasta el izquierdo. En este asunto del chismorreo no están enteramente libres de culpa los oficiales de reconocimiento, quienes, cargados con sus prismáticos y su carpeta de planos, recorren la posición ocupada por nuestro regimiento y van escudriñándolo todo. La posición defendida por nuestra compañía no está, en efecto, completamente aislada y cerrada; hay un intenso tráfico de gente que pasa por ella. En las horas tranquilas de la mañana aparecen los oficiales de Estado Mayor y hacen que la gente trabaje con mucha diligencia. Tales visitas fastidian mucho al pobre soldado raso, el llamado «cerdo del frente», que acaba de echarse a dormir después de la última guardia y tiene que salir corriendo de la galería, vestido reglamentariamente, cuando suenan estas palabras espantosas:
—¡Está en la trinchera el jefe de la división!
Luego llegan los oficiales de zapadores, los oficiales de construcción de zanjas, los oficiales encargados de los desagües —todos ellos se comportan como si la trinchera hubiera sido creada exclusivamente para sus trabajos especiales—. De manera poco amistosa se saluda al oficial observador de artillería, que quiere hacer una prueba de tiro de barrera; tan pronto se ha ido con su anteojo goniometrico —un aparato que saca acá y allá sus antenas por encima de la trinchera y las agita como si de un insecto se tratara—, hace acto de presencia la artillería inglesa. Y siempre es el soldado de infantería el que ha de pagar los platos rotos. Tampoco dejan de comparecer los mandos de los destacamentos avanzados y de las secciones de excavación. Estos se sientan en el abrigo del jefe de sección hasta que se hace completamente de noche, beben ponche caliente, juegan a la lotería polaca y al final dejan limpia la mesa, como si fueran ratas ambulantes. A una hora tardía aparece por la trinchera, como un fantasma, un hombrecillo; se desliza sigiloso detrás de los centinelas, les grita al oído «¡ataque de gas!» y cuenta los segundos que al centinela le lleva ponerse la mascarilla. Es el oficial encargado de la protección contra los gases. En plena noche, una vez más vuelve alguien a llamar a la puerta, hecha de tablas, de mi abrigo: