—Pero, hombre, ¿es que ya está usted durmiendo? ¡Fírmeme aquí enseguida un recibo por veinte caballos de Frisia y por seis marcos de madera para las galerías!
Es que han llegado los hombres que traen los materiales. Hay así, al menos en los días tranquilos, un constante ir y venir. Al desgraciado habitante de las galerías subterráneas este ajetreo acaba arrancándole el siguiente suspiro:
—¡Si al menos hubiese un poco de tiroteo! Así tendría uno al fin un poco de tranquilidad.
No cabe duda de que algunos proyectiles potentes, los llamados «bocados difíciles», contribuyen a levantar la moral. Entonces está uno con los suyos y queda liberado del molesto papeleo.
—Mi alférez, ¿me da permiso para que me vaya? ¡Es que dentro de una hora entro de servicio!
Los montículos de barro situados en la parte alta de la trinchera brillan allá fuera iluminados por los últimos rayos del sol. La trinchera se encuentra ya sumida en una espesa sombra. Pronto asciende la primera bengala luminosa y los centinelas nocturnos se dirigen a sus puestos.
Comienza el nuevo día para el soldado de las trincheras.
Así era como transcurrían nuestras jornadas, con una regularidad fatigosa, interrumpida tan sólo por breves días de descanso que pasábamos en Douchy. También en la posición había, sin embargo, algunas horas hermosas. A menudo me hallaba sentado a la mesa de mi pequeño abrigo y experimentaba una sensación de agradable cobijo; las toscas paredes de madera, de las que colgaba el armamento, recordaban el Lejano Oeste. Allí bebía una taza de té, fumaba y leía, mientras mi ordenanza se hallaba ocupado con el diminuto hornillo, que llenaba la atmósfera con el aroma de las rebanadas de pan tostado. ¿Qué luchador de las trincheras no conoce este ambiente? Fuera, en el apostadero del centinela, resonaban unos pasos regulares, pesados, y se oían sus patadas contra el suelo; cuando los centinelas se cruzaban en la trinchera se escuchaba una frase monótona. Mi embotado oído casi no sentía ya el fuego de los fusiles, que jamás se extinguía, ni el breve golpe que sobre la tierra que me cubría daba un proyectil al caer, ni la bengala luminosa que con lentitud pasaba siseando junto a la abertura de la claraboya de ventilación y luego se extinguía. Más tarde sacaba de mi portaplanos mi libreta de apuntes y anotaba en pocas palabras los acontecimientos del día.
De este modo fue surgiendo con el paso del tiempo, como una parte de mi diario, una crónica concienzuda del Sector C, minúsculo pedacito del largo frente. En ese fragmento del frente teníamos nosotros nuestro hogar, en él conocíamos desde hacía mucho tiempo cada una de las zapas o ramales ciegos, donde habían crecido los hierbajos, así como cada uno de los abrigos derruidos. A nuestro alrededor reposaban, bajo montículos de barro, los cadáveres de camaradas caídos; en cada pie de terreno se había representado un drama, detrás de cada través acechaba día y noche la Fatalidad para atrapar de forma indiscriminada una víctima. Y, sin embargo, todos nosotros nos sentíamos fuertemente vinculados a nuestro sector, habíamos llegado a formar un único cuerpo con él. Lo reconocíamos cuando recorría como una banda negra el paisaje nevado, o cuando la vegetación salvaje y florida que lo envolvía lo llenaba al mediodía de unos aromas que aturdían, o cuando la palidez de la luna llena abrazaba como un espectro sus rincones oscuros, en los que chillonas bandadas de ratas se entregaban a su siniestra tarea. En los largos atardeceres de verano nos sentábamos alegres en sus banquetas de barro, mientras el aire tibio llevaba hacia el enemigo el ruido de golpeteos afanosos y el son de una canción de nuestra patria. Y cuando la Muerte azotaba las trincheras con su látigo de acero y de los derruidos taludes de barro brotaba una humareda lenta, saltábamos por encima de tablones y de alambradas rotas. Varias veces quiso asignarnos nuestro coronel un tramo más tranquilo de la posición defendida por nuestro regimiento; y siempre la compañía entera había suplicado como un solo hombre que se le permitiera continuar en el Sector C. Voy a ofrecer aquí un extracto de las observaciones que entonces puse por escrito en las noches de Monchy.
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7 de octubre de 1915
. Al amanecer me encontraba al lado del centinela de mi pelotón, en el escalón de los tiradores cercano a nuestro abrigo; una bala de fusil le ha desgarrado la gorra, de delante a atrás, sin causarle la menor herida. A esa misma hora fueron heridos dos zapadores junto a las alambradas. Uno recibió un tiro de rebote que le atravesó ambas piernas; el otro, un balazo que le perforó la oreja.
»Durante la mañana el centinela del flanco izquierdo ha sido herido por un balazo que le ha atravesado las dos mejillas. La sangre salía a borbotones de la herida en gruesos chorros. Para que la desgracia fuera completa, hoy ha venido también a nuestro sector el alférez von Ewald; quería hacer unas fotos de la zapa N, que queda a sólo cincuenta metros de distancia de nuestra trinchera. Al darse la vuelta para bajarse del apostadero, un proyectil le destrozó la nuca. Murió en el acto. En el apostadero quedaron grandes trozos de hueso de su cráneo. Además, un hombre recibió en un hombro un balazo de poca gravedad».
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19 de octubre
. El enemigo ha bombardeado con granadas del calibre 150 la zona defendida por la sección central de nuestra compañía. La onda expansiva arrojó a un hombre contra uno de los palos del revestimiento de la trinchera. Ha sufrido graves lesiones internas; además, un casco de metralla le ha seccionado la arteria de un brazo.
»Mientras hacíamos mejoras en nuestra alambrada del flanco derecho hemos descubierto, en la niebla matinal, el cadáver de un francés que sin duda llevaba allí varios meses.
»Durante la noche fueron heridos dos de nuestros hombres mientras tendían alambradas. Gutschmidt recibió varias balas que le perforaron las dos manos; otra le atravesó un muslo; Schäfer, un tiro en la rodilla».
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30 de octubre
. Después de un intenso aguacero se derrumban por la noche todos los traveses; al mezclarse con el agua de la lluvia forman una pasta espesa que ha convertido la trinchera en un profundo barrizal. El único consuelo es que tampoco los ingleses han salido mejor librados, pues los veíamos sacar con todo ahínco agua de sus trincheras. Como estamos en una posición un poco más elevada que la suya, les hemos enviado toda el agua que a nosotros nos sobraba. También hemos hecho uso de los fusiles provistos de miras telescópicas.
»Los derrumbados taludes de la trinchera han dejado al descubierto un gran número de cadáveres procedentes de las luchas del pasado otoño».
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9 de noviembre
. Me hallaba delante del Fuerte Altenburg, al lado de Wiegmann, un hombre de la tercera reserva, cuando un proyectil llegado de muy lejos le ha perforado la bayoneta que llevaba colgada a la espalda y le ha producido una grave herida en la cadera. Las balas inglesas provistas de una punta que se astilla con facilidad son verdaderas “balas dumdum”, es decir, balas explosivas.
»Por lo demás, la permanencia en esta pequeña obra de tierra que se halla oculta en medio del paisaje y en la cual me encuentro ahora con una subsección destacada de la compañía, ofrece mayor libertad de movimientos que la primera línea. Por el lado del frente una pequeña elevación nos proporciona cobertura; a nuestras espaldas el terreno va ascendiendo hasta llegar al bosque de Adinfer. A unos treinta pasos detrás de la obra se encuentra la letrina; para utilizarla es preciso adoptar la misma postura que si uno estuviese cabalgando. Desde el punto de vista táctico no está precisamente bien elegido el lugar. La letrina consiste en un tablón apoyado en dos soportes, por debajo del cual se ha abierto una larga zanja. Al soldado le agrada quedarse allí mucho rato, bien para leer el periódico, o bien para organizar sesiones conjuntas, a la manera de los canarios. Allí está la fuente de todo tipo de oscuros rumores que circulan por el frente y a los que se suele denominar “consignas de letrina”. Lo agradable del lugar queda ciertamente perturbado en este caso por el hecho de que, aunque no sea un sitio visible, puede ser batido, sin embargo, por fuego indirecto que pasa por encima de la ligera elevación que lo protege. Cuando pasan completamente a ras de la cima de esa elevación, los proyectiles atraviesan la depresión a la altura del pecho y entonces la única forma de estar seguro consiste en tirarse al suelo. Puede así ocurrir que uno tenga que tirarse al suelo dos o tres veces en el transcurso de una misma sesión, mejor o peor vestido, para dejar que le pase rozando por encima, como una escala musical, una serie de disparos de ametralladora. Esto da ocasión, como es natural, a toda clase de bromas.
»Entre las varias distracciones que ofrece este lugar se cuenta la caza de todo tipo de animales, especialmente las perdices, que en cantidades innumerables dan vida a los desolados campos. A falta de escopetas de perdigón nos vemos obligados a aproximarnos mucho a estos animales, que son poco tímidos y que nosotros denominamos «aspirantes a la cazuela», para conseguir así que la bala les acierte en la cabeza; de lo contrario, poca carne quedaría para el asado. De todos modos, es preciso evitar que el afán de la persecución nos haga salir de la hondonada en que nos encontramos, ya que entonces podemos ser batidos por el fuego de las trincheras enemigas.
»A la ratas las perseguimos aquí con cepos muy potentes. Es tanta, empero, la fuerza de esos animales, que intentan alejarse llevando consigo el hierro, en medio de un gran estrépito; cuando eso ocurre, salimos corriendo de los abrigos y les damos el golpe de gracia con una estaca. Incluso para atrapar a los ratones que nos roen el pan hemos inventado una forma especial de caza; consiste en cargar el fusil con un cartucho del que hemos extraído toda la pólvora, excepto una pequeñísima cantidad; ese cartucho lleva, en vez de una bala, una bolita de papel.
»Para acabar con esto diré que, junto con otro suboficial, he inventado un tiro deportivo que está lleno de emoción, pero que no deja de ser peligroso. Cuando hay niebla recogemos los proyectiles grandes y pequeños que no han estallado y que a menudo son unos artefactos que pesan casi medio quintal; en esta zona no faltan. Luego los colocamos unos junto a otros a una cierta distancia, como si fueran bolos, y así, escondidos detrás de las aspilleras, disparamos contra ellos. Aquí, ciertamente, no necesitamos que nadie se encargue de cantar las dianas; cuando uno acierta un blanco, es decir, cuando una bala da en la espoleta de un proyectil, el blanco se canta espontáneamente a sí mismo con un estruendo horroroso, estruendo que se intensifica más aún cuando se logra hacer “carambola” , esto es, cuando la explosión se transmite a toda una serie de proyectiles no estallados».
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14 de noviembre
. Esta noche pasada he soñado que una bala me atravesaba la mano. Durante el día me he movido, por ello, con un poco de cuidado».
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21 de noviembre
. He llevado desde el Fuerte Altenburg hasta el Sector C a una sección de zapadores. Un soldado de la tercera reserva, Diener, se subió a un saliente del talud de la trinchera para echar una palada de tierra por encima del parapeto. Apenas había llegado arriba cuando una bala disparada desde una zapa enemiga le atravesó el cráneo en diagonal, arrojándolo muerto al suelo de la trinchera. Estaba casado y era padre de cuatro hijos. Largo tiempo estuvieron sus camaradas acechando detrás de las aspilleras para vengarse del mismo modo. Lloraban de rabia; parecían ver a un enemigo personal en el inglés que había disparado aquella bala mortal».
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24 de noviembre
. En nuestro sector un hombre de la compañía de ametralladoras ha recibido un grave balazo en la cabeza. Media hora más tarde un disparo de infantería le ha arrancado la mejilla a otro hombre, esta vez de nuestra compañía».
El 29 de noviembre nuestro batallón marchó a pasar un período de quince días a Quéant, pueblo situado en la retaguardia de nuestra división que alcanzaría más tarde una reputación sangrienta. Nuestro batallón fue allí a hacer ejercicios de instrucción y a disfrutar de las ventajas de la retaguardia. Mientras estábamos en Quéant me llegó la noticia de mi ascenso a alférez; fui trasladado a la Segunda Compañía.
En Quéant y en las localidades vecinas los comandantes de las plazas nos invitaron con mucha frecuencia a participar en grandes francachelas. Logramos tener así una ligera noción del poder casi omnímodo que estos príncipes de aldea ejercían sobre sus subordinados y también sobre la población civil de aquellos pueblos. Nuestro jefe, un capitán de caballería, se llamaba a sí mismo «rey de Quéant»; cada noche, cuando se sentaba a la mesa, los comensales le saludaban alzando la mano derecha y gritando un estruendoso «¡Viva el Rey!». Aquel caprichoso monarca reinaba en la mesa hasta las primeras horas del día y castigaba con una ronda de cerveza cualquier infracción de las reglas del ceremonial y de las sumamente complicadas normas de bebida que había establecido. Como es natural, nosotros, los hombres del frente, que éramos allí unos novatos, lo pasábamos bastante mal. Al día siguiente, después de la comida del mediodía, veíamos cómo aquel hombre, casi siempre ligeramente achispado, salía en un
dogcart
, una tartana tirada por caballos, a recorrer sus tierras y a rendir visita a los reyes vecinos. Durante ella se hacían abundantes ofrendas a Baco; de esta manera se preparaba dignamente nuestro hombre para la noche. A estas visitas las denominaba él «golpes de mano». En una ocasión tuvo una trifulca con el «rey de Inchy» y le declaró la guerra por mediación de un hombre de la policía montada de campaña. Después de varias acciones de guerra, en una de las cuales dos secciones del personal encargado de las cuadras tuvieron que bombardearse mutuamente con terrones de tierra desde dos pequeñas zanjas protegidas por alambradas, el rey de Inchy cometió la imprudencia de acudir a la cantina de Quéant para regalarse con cerveza de Baviera. Durante esa visita fue sorprendido en un lugar excusado y se le hizo prisionero. Tuvo que pagar de rescate un grueso tonel de cerveza. Así terminaron las ordalías de aquellos dos poderosos señores.
El 11 de diciembre me dirigí por caminos descubiertos hacia la primera línea para presentarme al alférez Wetje, que era el jefe de mi nueva compañía. Esta, la segunda, defendía el Sector C alternándose con mi antigua compañía, la sexta. En el momento en que iba a saltar dentro de la trinchera me quedé horrorizado de los cambios sufridos por la posición durante nuestra ausencia de catorce días. Se había convertido en una hondonada gigantesca que estaba llena de barro y en la cual llevaba la guarnición una triste existencia chapoteante. Hundido en el barro hasta la cintura, pensé con melancolía en la mesa redonda del rey de Quéant. ¡Pobres de nosotros, los cerdos del frente! Casi todos los abrigos se habían hundido; las galerías estaban anegadas. Durante las semanas siguientes hubimos de trabajar sin tregua para lograr tener bajo nuestros pies un suelo un poco firme. Junto con los alféreces Wetje y Boje me alojé de manera provisional en una galería cuyo techo goteaba como una regadera, a pesar de que habíamos colocado bajo el techo una lona de tienda de campaña. Cada media hora los ordenanzas tenían que sacar el agua con cubos.