La documentación de la lancha estaba en la red donde la había dejado yo, debajo de la matrícula en marco, y le di un vistazo. Después subí.
—Oye —pregunté a Eddy—: ¿Cómo figuras tú en la lista de la tripulación?
—Me encontré con el corredor cuando iba al consulado y le dije que venía.
—Dios protege a los borrachos —le repliqué.
Me quité la treinta y ocho y la dejé abajo. Después hice café y subí y me puse al volante.
—Abajo hay café —dije a Eddy.
—El café no me haría ningún bien, Harry —me contestó. No había más remedio que tenerle lástima. Tenía realmente mala cara.
A eso de las nueve vi a proa el faro de Sand Key. Hacía un rato que íbamos viendo barcos petroleros.
—Llegaremos dentro de un par de horas —dije a Eddy—. Te voy a dar los cuatro dólares que te daba cuando salíamos con Johnson.
—¿Cuánto has sacado anoche?
—Seiscientos nada más —le contesté. No sé si me creyó o no.
—¿No cobro parte?
—Tu parte es la que te he dicho, y si abres la boca sobre lo de anoche te liquido.
—Ya sabes que no me voy de la lengua.
—Eres un borracho. Pero por muy borracho que estés, si hablas te la vas a ganar.
—Soy un buen hombre —me replicó—. No deberías hablarme así.
—No lo fabrican lo bastante de prisa para que seas un buen hombre —le contesté.
Ya no me preocupaba Eddy. ¿Quién le iba a creer? mister Sing no podía quejarse. Los chinos no se iban a quejar. Tampoco se quejaría el remero. Quizá Eddy hablara tarde o temprano, pero, ¿quién cree a un borracho?
¿Quién podía probar nada? El ver su nombre en la lista de la tripulación hubiera dado, naturalmente, mucho que hablar. Eso sí que me hubiera traído mala suerte. Habría podido decir que se había caído al agua, pero eso da mucho que hablar. ¡Qué suerte había tenido también Eddy! Mucha suerte, ya lo creo.
Llegamos al borde de la corriente y el agua pasó de ser azul a ser verdosa. Al fondo se veían los postes del Eastern y del Western Dry Roes, los mástiles de la radio de Cayo Hueso y el hotel La Concha sobre las casas bajas. Subía mucho humo de donde estaban quemando basura. Sand Key estaba muy cerca ya y se veía la casa de botes y el muellecito del faro. Yo sabía que no estábamos más que a cuarenta minutos de distancia y me sentía contento de estar de vuelta y de contar con bastante dinero para la temporada de verano.
—¿Qué te parecería un trago? —pregunté a Eddy.
—Ay, Harry —me contestó—. Siempre he sabido que eras amigo mío.
A la noche estaba yo sentado en la salita, fumando un cigarro, tomando un whisky con agua y escuchando a Gracie Allen en la radio. Las chicas habían ido al teatro y yo me sentía con sueño y bien. Llamaron a la puerta y Marie, mi mujer, se levantó, fue a abrir y volvió y me dijo:
—Es ese borracho de Eddie Marshall. Dice que tiene que verte.
—Dile que se vaya antes de que lo eche —le contesté.
Marie volvió y se sentó otra vez. Mirando por la ventana ante la cual estaba sentado con los pies en alto, vi a Eddy caminando por la carretera bajo un arco voltaico, con otro borracho con quien se había juntado. Iban haciendo eses y las eses de las sombras eran aun más bruscas.
—¡Pobres borrachines! —dijo Marie—. Me dan pena los borrachos.
—Ése es un borracho con suerte —le repliqué.
—Ya sabes que no hay borrachos que tengan suerte.
—No. Es posible que no.
Harry Morgan
Otoño
Hicieron de noche la travesía y soplaba una fuerte brisa noroeste. Cuando el sol estaba alto vieron un petrolero que bajaba por el golfo. Se elevaba tanto que, blanqueado por el sol en el aire frío, parecía un edificio alto que emergía del agua.
—¿Dónde demonios estamos? —preguntó al negro.
El negro se levantó para mirar.
—A este lado de Miami no hay nada parecido.
—Sabes muy bien que la corriente no nos lleva hacia Miami.
—Lo que digo es que en los cayos de Florida no hay edificios como ése.
—Queríamos llegar a Sand Key.
—Entonces tenemos que verlo. Si no, acabaremos yendo a los bajos americanos.
Al poco tiempo vio que no era un edificio, sino un petrolero, y antes de media hora vio el faro de Sand Key, recto, delgado y pardo, irguiéndose en el mar donde debía erguirse.
—Cuando se timonea hay que tener confianza —dijo al negro.
—Tenía confianza, pero tal como nos ha ido en este viaje, la he perdido —contestó el negro.
—¿Cómo tienes la pierna?
—Me duele.
—No es nada. Tenla limpia y vendada hasta que se te cure sola.
Siguió rumbo al oeste para entrar y quedarse todo el día entre los mangles de Woman Key, donde no vería a nadie y les iría al encuentro el bote.
—Te pondrás bien —dijo al negro.
—No lo sé —contestó el negro—. Me duele mucho.
—Cuando lleguemos te voy a curar bien. No tienes gran cosa. No te preocupes.
—Tengo un balazo. Hasta ahora no me habían dado ninguno. Un balazo es siempre malo.
—Lo que pasa es que tienes miedo.
—No, señor. Tengo un balazo. Me duele mucho. He temblado toda la noche.
El negro siguió rezongando y no pudo menos de quitarse la venda para verse la herida.
—Déjala —le dijo el que timoneaba.
El negro iba tendido en el sollado. Se había abierto sitio para tumbarse entre bolsas de forma de jamones y llenas de botellas que lo ocupaban todo. Cada vez que se movía se sentía un ruido a vidrio roto y olía a bebidas espirituosas. Todo el suelo estaba mojado de bebidas. El que timoneaba guió hacia Woman Key, que veía perfectamente.
—Me duele —dijo el negro—. Cada vez me duele más.
—Lo siento, Wesley —le dijo el otro—. Pero tengo que timonear.
—Usted trata a un hombre como a un perro —dijo el negro. Se iba poniendo desagradable, pero el del volante le seguía teniendo lástima.
—Te voy a arreglar bien, Wesley. Ahora quédate quieto.
—A usted no le importa lo que le suceda a nadie. Es usted poco humano.
—¡Que te voy a arreglar muy bien! Quédate quieto.
—Usted no me va a arreglar —contestó el negro. El otro, que se llamaba Harry Morgan, no le replicó, porque el negro le era simpático y lo único que le hubiera debido hacer era pegarle, y no podía.
—¿Por qué no nos detuvimos cuando empezaron a tirar?
Morgan no contestó.
—¿No vale la vida de un hombre más que un cargamento de bebidas?
Morgan siguió concentrado en la dirección.
—Lo único que teníamos que hacer era detenernos y dejar que se llevaran la carga.
—No —dijo Morgan—. Se hubieran llevado la carga y la lancha y tú hubieras ido a la cárcel.
—No me importa ir a la cárcel. Pero nunca he querido que me peguen un tiro.
El negro le iba poniendo nervioso. Morgan se cansaba de oírle hablar:
—¿Quién demonios está peor? ¿Tú o yo?
—Usted —contestó el negro—. Pero a mí nunca me habían pegado un tiro. Nunca pensé que me lo pegarían. No me pagan para que me den tiros. No quiero que me den tiros.
—Calma, calma, Wesley —le dijo Morgan—. Con hablar así no te pones mejor.
Iban llegando al Key. Estaban ya en poco fondo y guió hacia el canal que el sol en el agua casi impedía ver. El negro empezaba a perder la cabeza o a sentirse religioso porque le dolía la herida; en todo caso no hacía más que hablar.
—¿Por qué contrabandean ahora que no hay prohibición? ¿Por qué siguen traficando? ¿Por qué no traen las bebidas en el ferry?
Morgan tenía la mirada fija en el canal.
—¿Por qué no es decente la gente y se gana la vida decentemente? —preguntó el negro.
Morgan vio que cerca de la orilla, invisible por el sol, se formaban unas onditas y viró manejando el volante con una mano. Al notar que el canal se ensanchaba se acercó lentamente a los mangles, atracó por popa y tiró los dos garfios.
—Podría anclar, pero no puedo levantar el ancla.
—Tampoco yo —dijo el negro.
—¡Hay que ver cómo estás! —le dijo Morgan.
Le costó mucho trabajo mover la pequeña ancla, levantarla y echarla, pero lo consiguió y soltó bastante cuerda. La lancha se balanceó tan cerca de los mangles que varias ramas llegaban al sollado. Harry fue después a popa, bajó al sollado y le pareció que tenía un aspecto horrible.
Después de haberle vendado al negro la pierna y de que el negro le vendó el brazo, se había pasado toda la noche mirando a la brújula y manejando el volante, y cuando se hizo de día vio al negro tendido entre bolsas en medio del sollado, pero entonces estuvo ocupado mirando a las olas y a la brújula y buscando con la mirada el faro de Sand Key y no había observado detenidamente cómo estaban las cosas. Estaban mal.
El negro yacía con la pierna en alto entre las bolsas de contrabando. En el sollado había ocho agujeros de bala. El cristal del parabrisas estaba roto. No sabía cuántas botellas habían destrozado, pero donde el negro no había sangrado había sangrado él. Lo que peor le pareció en aquel momento fue el olor a bebidas. Todo estaba empapado. La lancha estaba quieta contra los mangles, pero a Morgan no se le iba todavía la sensación de la marejada que habían tenido toda la noche en el golfo.
—Voy a hacer café —dijo al negro—. Después te voy a arreglar.
—No quiero café.
—Yo sí —le contestó Morgan. Pero abajo se sintió tan mal que tuvo que subir.
—Creo que no vamos a tomar café.
—Yo quiero agua.
—Muy bien.
Dio al negro una taza de una damajuana.
—¿Por qué sigue usted huyendo cuando empiezan a disparar tiros?
—¿Por qué disparan tiros?
—Quiero que me vea un médico.
—¿Qué te va a hacer un médico que no te haya hecho yo?
—Me va a curar.
—Esta noche, cuando aparezca el bote, te verá uno.
—No quiero esperar a ningún bote.
—Bueno —dijo Morgan—. Ahora vamos a descargar estas bolsas. Se puso a descargar y le resultó muy duro. Cada bolsa no pesaba más que cuarenta libras, pero no había descargado muchas cuando se volvió a sentir mal. Se sentó en el sollado y acabó tumbándose.
—Se va usted a matar —le dijo el negro.
Morgan se quedó quieto con la cabeza reclinada en una de las bolsas. Las ramas de los mangles le hacían sombra. Más arriba silbaba el viento. Mirando al cielo, alto y frío, vio las finas nubecillas que levantaba el viento norte.
«Con esta brisa no va a venir nadie —pensó—. No creerán que hemos hecho el viaje con este viento.»
—¿Cree usted que vendrán? —le preguntó el negro.
—Seguro. ¿Por qué no?
—Porque hay demasiado viento.
—Nos están buscando.
—Con este viento, no. ¿Por qué me miente usted? —le preguntó el negro, que tenía la boca casi contra una bolsa.
—Calma, Wesley —le dijo Morgan.
—Calma, calma, dice usted —siguió el negro—. ¿Qué es lo que debo tomar con calma? ¿El morirme como un perro? Usted me ha metido en esto. Sáqueme.
—Calma —le dijo Morgan amablemente.
—No vienen —dijo el negro—. Estoy seguro de que no vienen. Tengo frío. No puedo aguantar el dolor ni el frío.
Morgan consiguió quedar sentado. Se sentía vacío y débil. Los ojos del negro lo observaron mientras se ponía sobre una rodilla. Le colgaba el brazo derecho, pero se agarró de la mano derecha con la izquierda, la puso entre las rodillas y consiguió incorporarse agarrándose a la regala. Se puso en pie y sin separar la mano derecha de entre las rodillas, se quedó mirando al negro. Pensaba que hasta entonces no había sentido nunca dolor.
—Si lo tengo estirado y derecho no me duele tanto —dijo al negro.
—Déjeme que se lo ponga con un pañuelo —le replicó el negro.
—No puedo doblarlo. Se me ha quedado rígido en esa forma.
—¿Qué vamos a hacer?
—Descargar estas bolsas. ¿No puedes sacar tú las que alcanzas? El negro intentó moverse para alcanzar una bolsa, pero gimió y se volvió a tumbar.
—¿Te duele tanto, Wesley?
—¡Dios! —exclamó el negro.
—¿Crees que si la movieras una vez no te dolería tanto?
—Tengo un balazo —contestó el negro—. No me voy a mover. Este hombre quiere que con un tiro encima descargue bolsas.
—Calma.
—Si me dice usted una vez más que tenga calma me voy a volver loco.
—Calma —dijo Morgan suavemente.
El negro profirió un gruñido y arrastrándose sobre cubierta sacó de una escotilla una piedra de afilar.
—Le voy a matar —dijo a Morgan—. Le voy a sacar el hígado.
—Con esa piedra no —le dijo Morgan.
El negro murmujeó con la cara contra una bolsa. Morgan siguió levantando lentamente bolsas y depositándolas en tierra por la borda.
Mientras descargaba las bolsas oyó el ruido de un motor y al mirar vio que se dirigía hacia ellos una lancha por el canal a la vuelta del Key. Era una lancha blanca con caseta amarillenta y parabrisas.
—Viene una lancha —dijo al negro—. Ven, Wesley.
—No puedo.
—De ahora en adelante voy a recordar. Antes era distinto.
—Siga y recuerde —le contestó el negro—. Tampoco yo he olvidado nada.
De prisa ya, corriéndole el sudor por la cara, sin detenerse para mirar a la lancha que se acercaba por el canal, Morgan fue recogiendo con el brazo sano las bolsas y depositándolas por la borda.
—Muévete —dijo al negro al echar mano a la bolsa que le servía de almohada y moviéndola. El negro quedó sentado.
—Ahí están —indicó. La lancha les venía en sentido perpendicular.
—Es el capitán Willie con unos clientes —dijo el negro.
A popa de la lancha blanca, balanceándose en sillas de pescar, venían dos hombres de pantalón de franela y sombrero de tela. Un viejo de sombrero de fieltro y chaqueta de cuero manejaba la caña y timoneó muy cerca de los mangles al lado de la lancha contrabandista.
—¿Qué hay, Harry? —gritó el viejo al pasar. Harry le saludó con el brazo. La lancha siguió adelante. Los dos que pescaban miraron a la otra lancha y dijeron unas palabras al viejo. Harry no pudo oír lo que decían.
—En la boca virará para volver —dijo Harry al negro. Después bajó y subió con una manta—. Te voy a cubrir.
—Ya era hora de que me tapara. Han tenido que ver la mercancía. ¿Qué vamos a hacer?
—Willie es un buen hombre —le replicó Harry—. Dirá en el pueblo que estamos aquí. Los que pescan no nos van a molestar. ¿Qué les importamos nosotros?