—Algo les ha puesto nerviosos.
—¿A qué hora quieren irse?
—A las cinco.
—Encontraré una lancha. Los llevaré al infierno.
—No es mala idea.
—No vaya voceándolo por ahí. No meta su bocaza en mis asuntos.
—Mira, matón. He querido ayudarte.
—Y lo que hace es envenenarme. Cállese. Es usted veneno para todo el que lo toca.
—No sigas, matón.
—Tómelo con calma —dijo Harry—. Tengo que pensar. He estado pensando en una cosa y la tenía pensada, y ahora tengo que pensar en otra.
—¿Por qué no me dejas ayudarte?
—Venga a las doce y traiga el dinero que hay que depositar.
Cuando iban a salir llegó Albert y se dirigió hacia Harry.
—Lo siento, Albert, no puedo utilizarte —dijo Harry. Lo había pensado mucho antes.
—Iría por poco dinero —contestó Albert.
—Lo siento. No te necesito.
—Por lo que iría yo no encontrarás un hombre que valga.
—Voy solo.
—¿Vas a hacer solo ese viaje? —le preguntó Albert.
—Cállate. ¿Qué sabes tú de ese viaje? ¿O es que en el trabajo te enteran de mis negocios?
—Vete a la mierda —dijo Albert.
—Es posible que me vaya.
Cualquiera que mirara a Harry podía decir que estaba pensando de prisa y que no quería que lo molestaran.
—Me gustaría ir —dijo Albert.
—No te necesito. ¿Quieres dejarme solo?
Albert salió y Harry se quedó junto al mostrador mirando al tragaperras de cinco centavos, a los de diez, al de veinticinco y al cuadro Resistencia Final, de Custer, que colgaba en la pared, como si no los hubiera visto nunca.
—Qué broma le ha gastado Bid Rodger a Jesús sobre el hijo, ¿eh? —le dijo Freddy mientras metía los vasos de café en el balde de agua jabonosa.
—Dame un paquete de Chesterfields —le dijo Harry. Lo tomó, lo sujetó bajo el muñón, lo abrió en uno de los ángulos, sacó un cigarrillo, se lo puso en la boca, dejó caer el paquete al bolsillo y encendió el cigarrillo.
—¿Cómo está tu lancha? —preguntó a Freddy.
—Acabo de usarla. Está en buen estado.
—¿Quieres alquilarla?
—¿Para qué?
—Para una travesía.
—Si no depositan lo que vale, no.
—¿Cuánto vale?
—Mil doscientos dólares.
—Te la alquilo —dijo Harry—. ¿Tienes confianza en mí?
—No —contestó Freddy.
—Pongo la casa en garantía.
—No quiero tu casa. Quiero mil doscientos dólares.
—Bueno —dijo Harry.
—Ven con el dinero.
—Cuando venga Labios de Abeja le dices que me espere —contestó Harry, y se fue.
En casa, Marie y las chicas estaban almorzando.
—Hola, papá —dijo la mayor—. Aquí está papá.
—¿Qué hay para comer? —preguntó Harry.
—Bistecs —contestó Marie.
—Alguien ha dicho que han robado tu lancha, papá.
—La han encontrado —dijo Harry.
Marie le miró.
—¿Quién la ha encontrado?
—La aduana.
—Ay, Harry —dijo Marie compasiva.
—¿No es mejor que la hayan encontrado? —preguntó la chica menor.
—No hables con la boca llena —le dijo Harry—. ¿Dónde está mi comida? ¿A qué estás esperando, Marie?
—Ahora te la traigo.
—Tengo prisa. Vosotras, chicas, comed y salid de aquí. Tengo que hablar con vuestra madre.
—¿No nos das dinero para ir al cine, papá?
—¿Por qué no vais a bañaros? Es gratis.
—Hace demasiado frío para bañarnos, papá, y queremos ir al cine.
—Bueno, bueno.
Cuando salieron las chicas dijo a Marie:
—Córtala en pedacitos, Marie.
—Sí, querido.
Le cortó la carne como para un niño.
—Gracias —dijo Harry—. No soy más que un estorbo, ¿verdad? Tampoco las chicas son gran cosa, ¿eh?
—No, Harry.
—Es raro que no hayamos podido tener hijos.
—Eso es porque tú eres muy hombre. Con un hombre como tú siempre salen chicas.
—¡Vaya un hombre que soy yo! Se me presenta un viajecito espantoso.
—Háblame de la lancha.
—La han visto desde un camión, desde uno de esos camiones altos.
—La puta.
—Peor que eso. Mierda.
—No hables así en casa, Harry.
—A veces hablas tú peor en la cama.
—Es distinto. No quiero oír mierda cuando estamos a la mesa.
—¡Mierda!
—¡De qué mal genio estás!
—No. Estoy pensando.
—Piensa, piensa. Tengo confianza en ti.
—Yo tengo confianza en mí mismo. Es lo único que tengo.
—¿No quieres contarme?
—No. Pero oigas lo que oigas no te preocupes.
—No me preocuparé.
—Mira, Marie. Sube, busca en el escondrijo, tráeme el Thompson, busca los cartuchos en la caja de madera y mira si los cargadores están llenos.
—No me digas esas cosas.
—No tengo más remedio.
—¿Quieres cajas de cartuchos?
—No; no puedo llenar los cargadores. Tengo cuatro.
—No vas a hacer un viaje de ésos, Harry.
—El viaje es malo.
—¡Dios! ¿Por qué tienes que ir?
—Sube y tráemelos. Tráeme también café.
Marie se inclinó sobre la mesa y le dio un beso en la boca:
—Bueno.
—Déjame solo, Marie. Tengo que pensar.
Sentado a la mesa contempló el piano, el aparador y la radio, el cuadro Mañana de Septiembre, los grabados de los cupidos con los arcos detrás de las cabezas, la reluciente mesa de verdadero roble, las relucientes sillas de verdadero roble y las cortinas de las ventanas, y pensó: «¿Cuándo puedo disfrutar yo de mi casa? ¿Por qué estoy en peor situación que cuando empecé? Todo esto va a desaparecer si la cosa no me sale bien. ¡Qué va a desaparecer! Fuera de esta casa no tengo sesenta dólares, pero me lo voy a jugar todo. Esas malditas chicas. Eso es todo lo que la vieja y yo hemos podido hacer. ¿Desaparecerían antes de que la conociera yo los chicos que tenía dentro?»
—Ahí la tienes —dijo Marie agarrándola de la correa—. Están llenos.
—Tengo que irme.
Harry levantó la compacta carga del fusil desmontado en su estuche de lona manchado de aceite y añadió:
—Lo pondré debajo del asiento delantero del automóvil.
—Adiós —dijo Marie.
—Adiós, vieja. Y no te preocupes.
—No me preocuparé. Pero ten cuidado.
—Sé buena.
—Ay, Harry —exclamó Marie apretándose contra él.
—Suéltame. No tengo tiempo.
Le dio un golpecito en la espalda con el muñón.
—No me olvido de la aleta y la tortuga marina. Ten cuidado, Harry.
—Tengo que irme. Adiós, vieja.
—Adiós, Harry.
Lo vio salir de la casa, alto, ancho de espaldas, derecho, escurrido de caderas, moviéndose, pensó, como un animal ágil, rápido y todavía no viejo. Se mueve con rapidez y suavidad, pensó. Al entrar en el automóvil lo vio rubio, quemado el pelo por el sol, ancha la cara con los salientes pómulos mogólicos, estrechos los ojos, grande la boca, rota la nariz en el puente, redonda la mandíbula. Cuando le sonrió él desde el automóvil, se echó a llorar. «¡Esa cara suya! —pensó—. Cada vez que le miro a la cara me dan ganas de llorar.»
En el bar de Freddy había tres turistas y les servía Freddy. Uno era muy alto, delgado, ancho de espaldas, vestía pantalón corto, llevaba gafas con cristales muy gruesos, estaba tostado y tenía un cortito bigote rubio. La mujer que estaba con él tenía pelo rubio y rizado corto como el de un hombre, mal cutis y la cara y la corpulencia de una luchadora. También vestía pantalón corto.
—Que le den morcilla —decía la mujer al tercer turista, hombre de cara rojiza y como hinchada, bigote castaño, sombrero de tela con una visera de celuloide verde y una manera de hablar, con un extraordinario movimiento de labios, que parecía que estaba comiendo algo demasiado caliente.
—Encantadora expresión —dijo el de la visera de celuloide—. Nunca la había oído en conversación. Creía que era algo amistoso, una expresión de esas que se leen en las revistas humorísticas, pero nunca la había oído.
—Que le den una morcilla doble —dijo la luchadora en un súbito derroche de encanto, volviéndose para ofrecerle a la vista su granujiento perfil.
—Muy hermoso, muy hermoso —dijo el de la visera verde—. Lo dice muy bien. ¿No es Brooklyn eso?
—No tome en cuenta lo que diga. Es mi mujer —dijo el alto—. ¿Se conocen?
—Morcilla para él y doble morcilla para la presentación —dijo la mujer—. ¿Cómo está usted?
—No tan mal —contestó el de la visera verde—. ¿Cómo está usted?
—Maravillosa —replicó el alto—. Debería usted verla.
En aquel momento entró Harry, y la mujer del turista alto dijo:
—¡Qué hombre tan guapo! Eso es lo que quiero. Cómpramelo, papá.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó Harry a Freddy.
—Ya lo creo. Hable y diga lo que quiera —intervino la mujer del turista.
—Cállese, zorra —replicó Harry—. Ven ahí atrás, Freddy.
En la trasera les esperaba Labios de Abeja sentado a la mesa.
—Hola, grandote —saludó a Harry.
—Cállese —contestó Harry.
—Mira —dijo Freddy—. No hables de esa manera. No te lo consiento. No puedes insultar a mis clientes. En un sitio decente no se le puede llamar zorra a una señora.
—Es una zorra —contestó Harry—. ¿Has oído lo que me ha dicho?
—Sí, pero de todas maneras no le puedes llamar eso a la cara.
—Bueno. ¿Trae usted el dinero?
—Claro que lo traigo —contestó Labios de Abeja—. ¿Por qué no iba a traerlo? ¿No dije que lo traería?
—Vamos a verlo.
Labios de Abeja se lo entregó. Harry contó diez billetes de cien dólares y cuatro de veinte.
—Habíamos quedado en mil doscientos —dijo Harry.
—Menos mi comisión.
—Venga el resto.
—No.
—Venga.
—No seas tonto.
—Cochino, miserable.
—Mira, tú, matón —dijo Labios de Abeja—. No pretendas sacármelo por la fuerza, porque no lo tengo encima.
—Ah, vamos —replicó Harry—. Me lo debía haber figurado. Óyeme, Freddy. Hace mucho que me conoces. Yo sé que la lancha vale mil doscientos. Aquí faltan ciento veinte. Tómalos y ten confianza en que cobrarás los otros ciento veinte y el alquiler.
—Eso hace trescientos veinte dólares —contestó Freddy. Le pareció una cantidad elevada para arriesgarla y sudó mientras lo pensaba.
—En casa tengo un automóvil y una radio que valen eso.
—Yo puedo redactar un documento —dijo Labios de Abeja.
—No quiero documentos —replicó Freddy sudando y titubeando.
En seguida añadió:
—Bueno, correré el riesgo. Pero, por Dios, ten cuidado con la lancha, Harry.
—Como si fuera mía.
—La tuya la perdiste —contestó Freddy, cuyos sudores aumentaron con aquel recuerdo.
—La cuidaré bien.
—Pondré el dinero en la caja que tengo en el banco.
Harry miró a Labios de Abeja y sonrió:
—Buen sitio.
—Mozo —gritó alguien desde el bar.
Freddy salió de la trasera.
—Ese hombre me ha insultado —oyó Harry que decía la misma voz alta, pero siguió hablando con Labios de Abeja.
—Estaré amarrado al muelle al otro lado de la calle. No hay más que media manzana de distancia.
—Muy bien.
—Nada más.
—Muy bien, personaje.
—No me llame personaje.
—Como quieras.
—Estaré allí desde las cuatro.
—¿Algo más?
—Tienen que hacerme ir a la fuerza, ¿comprende? Yo no sé nada del asunto. Estoy simplemente arreglando un motor. No tengo a bordo nada para hacer un viaje. La he alquilado a Freddy para salir de pesca con clientes. Tienen que apuntarme con una pistola, obligarme a poner la lancha en marcha y soltar amarras.
—¿Qué va a decir Freddy? Tú no se la has alquilado para salir de pesca.
—Se lo voy a decir.
—Mejor será que no se lo digas.
—Se lo voy a decir.
—Será mejor que no se lo digas.
—Mire usted, llevo haciendo tratos con Freddy desde la guerra. Hemos sido socios dos veces y siempre nos hemos entendido bien. Ya sabe usted la cantidad de licores que le he proporcionado. Es el único del pueblo en quien confío.
—Yo no confiaría en nadie.
—Claro que no. ¿Cómo va a confiar después de la experiencia que ha tenido consigo mismo?
—No me aludas.
—Bueno. Vaya a ver a sus amigos. ¿Cuál es su plan?
—Son cubanos. Los he conocido en un restaurante de la carretera. Uno de ellos quiere cobrar un cheque cruzado. ¿Qué hay de malo en eso?
—¿Y no ha notado usted nada?
—No. Los he citado en el banco.
—¿Quién los lleva?
—Cualquier taxi.
—¿Qué se supone que ha de pensar el chofer que son? ¿Violinistas?
—Encontraremos uno que no piense. En este pueblo hay muchos que no son capaces de pensar. Por ejemplo, Jesús.
—Jesús es listo. Lo que hace gracia es su manera de hablar.
—Les diré que busquen uno estúpido.
—Encuentre uno que no tenga hijos.
—Todos tienen hijos. ¿Has visto algún chofer de taxi sin hijos?
—Es usted una rata.
—Sí, pero no he matado a nadie.
—Ni matará. Vámonos de aquí. Nada más de estar con usted me dan retortijones.
—Quizá seas un cagado.
—¿Puede conseguir que no hablen?
—Si no lo publicas tú, sí.
—No lo publique usted tampoco. Voy a tomar un trago —dijo Harry.
En el bar seguían los turistas sentados en altos taburetes. Al aparecer Harry, la mujer desvió la mirada para expresar su desagrado.
—¿Qué vas a tomar? —preguntó Freddy.
—¿Qué está tomando la señora? —preguntó a su vez Harry.
—Un cuba-libre.
—Entonces, dame whisky solo.
El turista alto del bigote rubio y las gafas de cristales gruesos acercó la cara a Harry y le dijo:
—¿Por qué ha hablado usted así de mi mujer?
Harry le miró de arriba abajo y dijo a Freddy:
—¿Qué clase de bar es éste?
—¿Qué me dice? —insistió el alto.
—Tenga calma —le contestó Harry.
—A mí no me diga usted eso.
—Mire —le replicó Harry—. Usted ha venido aquí a ponerse bien y fuerte, ¿verdad? Pues tómelo con calma.
Y se fue.