—Creo que le debía haber pegado —dijo el turista alto—. ¿Qué te parece? —preguntó a su mujer.
—¡Si yo fuera hombre! —dijo su mujer.
—Con esa corpulencia iría muy lejos —dijo entre dientes el de la visera verde.
—¿Qué ha dicho usted? —le preguntó el alto.
—He dicho que podría usted averiguar su nombre y dirección y escribirle una carta diciéndole lo que piensa de él.
—Oiga, ¿y usted cómo se llama? ¿Me está usted tomando el pelo?
—Llámeme usted profesor MacWalsey.
—Yo me apellido Laughton —dijo el alto—. Soy escritor.
—Mucho gusto en conocerlo —replicó el profesor MacWalsey—. ¿Escribe usted a menudo?
El alto miró en torno y dijo a su mujer:
—Vámonos de aquí. Todos nos insultan o están locos.
—Es un sitio muy extraño, verdaderamente fascinador —dijo el profesor MacWalsey—. Le llaman el Gibraltar de los Estados Unidos y está a trescientas setenta y cinco millas al sur de El Cairo, Egipto. Pero lo único que he visto hasta ahora es este local, y es muy agradable.
—Ya se ve que es usted profesor —dijo la mujer—. Me gusta usted.
—También usted me gusta —replicó el profesor MacWalsey—, pero ahora tengo que irme.
Se levantó y salió para comprobar si su bicicleta estaba donde la había dejado.
—Aquí todo el mundo está loco —dijo el alto—. ¿Tomamos otra copa?
—El profesor me ha gustado —dijo la mujer—. Es muy fino.
—El otro…
—Tenía una cara muy hermosa —dijo la mujer—. De tártaro o algo así. Lo que no me gustó es que estuvo ofensivo. Tenía cara de Ghengis Kan. ¡Qué grandote!
—Le faltaba un brazo —dijo el marido.
—No lo he notado. ¿Deberíamos tomar otra copa? ¿Quién será el que venga ahora?
—Tamerlán, tal vez —contestó el marido.
—¡Qué culto eres! —dijo la mujer—. A mí con el Ghengis Kan ése me bastaba. ¿Por qué le habrá gustado al profesor oírme decir morcilla?
—No lo sé —contestó el escritor Laughton—. No lo he sabido en ningún momento.
—Creo que le he gustado tal como soy. ¡Qué simpático es!
—Probablemente lo volverás a ver.
—¡A cualquier hora que venga usted aquí lo verá! —intervino Freddy—. Vive aquí. Lleva ya dos meses.
—¿Quién es el otro tan grosero?
—¿El otro? Uno de cerca de aquí.
—¿Qué hace?
—Un poco de todo —contestó Freddy—. Es pescador.
—¿Cómo perdió el brazo?
—No lo sé. Se hirió, no sé cómo.
—¡Qué buen mozo es! —dijo la mujer.
Freddy se echó a reír:
—Yo he oído llamarle muchas cosas, pero eso nunca.
—¿No le parece que tiene una cara muy hermosa?
—Bueno, señora —dijo Freddy—. Tiene una cara que parece un jamón, y además la nariz rota.
—¡Qué estúpidos son los hombres! —exclamó la mujer—. Es el hombre de mis sueños.
—Es un hombre de pesadilla —replicó Freddy.
Todo aquel tiempo el escritor estaba sentado con una expresión estúpida en la cara menos cuando miraba con admiración a su mujer. «Para tener una mujer así hay que ser escritor o de la F.E.R.A.
[1]
—pensó Freddy—. ¡Qué mujer más horrible!»
En aquel momento llegó Albert:
—¿Dónde está Harry?
—En el muelle.
—Gracias.
Se fue Albert, y la mujer y el escritor siguieron sentados mientras Freddy se llenaba de preocupaciones por la lancha. Además le dolían las piernas de estar todo el día de pie. Había puesto tabla sobre el cemento, pero no le servía de gran cosa. Le dolían constantemente las piernas. Pero estaba haciendo un buen negocio, tan bueno como cualquiera del pueblo y con menos gastos generales. Aquella mujer estaba chiflada. ¿Y qué clase de hombre era uno que encontraba una mujer así para vivir con ella? Ni con los ojos cerrados, pensó Freddy. Ni con ojos prestados. Pero estaban tomando bebidas mezcladas. Bebidas caras. Ya era algo.
—Sí, señor —dijo—. En seguida.
Entró un hombre de cara tostada, rubio, buen tipo, que vestía camisa a rayas, de pescador, y pantalón caqui corto y que llegaba acompañado de una chica muy bonita que vestía un delgado suéter blanco y pantalón largo azul.
—¡Caramba! —exclamó Laughton—. Richard Gordon con la encantadora Miss Helen.
—Hola, Laughton —dijo Richard Gordon—. ¿Ha visto usted por aquí a un profesor borrachín?
—Acaba de salir —confesó Freddy.
—¿Quieres tomar un vermut? —preguntó Richard Gordon a su mujer.
—Si tomas tú, sí —contestó la mujer. Luego dijo «Hola» a los Laughton—. En el mío ponga dos partes de vermut francés y una de italiano, Freddy.
Se sentó en un taburete, metió las piernas debajo y miró a la calle. Freddy la miró con admiración. Le parecía que era la mujer más bonita que había en Cayo Hueso aquel invierno. Más bonita aún que la famosa Mrs. Bradley. Mrs. Bradley se iba poniendo un poco pesadota. Aquella chica tenía una encantadora cara de irlandesa, pelo oscuro que se rizaba casi hasta los hombros y un cutis claro y fino. Freddy le miró a la mano morena que sostenía el vasito.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó Laughton a Richard Gordon.
—Voy avanzando —contestó Gordon—. ¿Y usted?
—James no quiere trabajar —replicó Mrs. Laughton—. No hace más que beber.
—Oiga, ¿quién es ese profesor MacWalsey? —preguntó Laugton.
—Creo que es profesor de economía y que está disfrutando del año sabático o de no sé qué. Es amigo de Helen.
—A mí me gusta —dijo Helen Gordon.
—También a mí —dijo Mrs. Laughton.
—Pero yo lo he dicho antes —replicó Helen Gordon alegremente.
—Se lo puede usted guardar —dijo Mrs. Laughton—. Ustedes, las buenas chicas, consiguen siempre lo que quieren.
—Eso es lo que nos hace buenas —contestó Helen Gordon.
—Tomaré otro vermut —dijo Richard Gordon. ¿Quieren tomar algo? —preguntó a los Laughton.
—¿Por qué no? —contestó Laughton—. ¿Va usted a la fiesta que dan los Bradley mañana por la noche?
—Claro que va —contestó Helen Gordon.
—Mrs. Bradley me gusta —replicó Richard Gordon—. Me interesa como mujer y como fenómeno social.
—Habla usted tan bien como el profesor —dijo Mrs. Laughton.
—No exhibas tu analfabetismo —le dijo su marido.
—¿Se acuesta la gente con fenómenos sociales? —preguntó Helen Gordon mirando a la calle por la puerta.
—No digas tonterías —dijo Richard Gordon.
—Quiero saber si eso es parte de la labor previa de un escritor —insistió Helen.
—Un escritor tiene que saber de todo —dijo Richard Gordon—. No debe limitar su experiencia a las normas burguesas.
—Ah, vamos —exclamó Helen Gordon—. ¿Y qué hace la mujer del escritor?
—Supongo que muchas cosas —dijo Mrs. Laughton—. Debía usted haber visto al hombre que acaba de salir y que nos ha insultado a mí y a James. Era espléndido.
—Le debía haber pegado —dijo Laughton.
—Era realmente espléndido —añadió Mrs. Laughton.
—Me voy a casa —-dijo Helen Gordon—. ¿Vienes, Dick?
—Creo que voy a quedarme un rato —le contestó su marido.
—¿De veras? —replicó Helen viéndose en el espejo detrás de la cabeza de Freddy.
—De veras.
Freddy, mirándola, creyó que se iba a echar a llorar. Esperaba que no llorara allí.
—¿No quieres otra copa? —le preguntó Richard.
Helen meneó la cabeza:
—No.
—Dígame, ¿qué le pasa? —le preguntó Mrs. Laughton—. ¿No lo está usted pasando bien?
—Muy bien, pero creo que me voy a ir a casa.
—Yo volveré temprano —le dijo Richard Gordon.
—No te molestes —le contestó ella. Salió. No había llorado. Tampoco había encontrado a John MacWalsey.
En el muelle, Harry Morgan, guió el automóvil hasta donde estaba la lancha, vio que no había nadie por allí, levantó el asiento delantero, sacó el estuche aplastado y aceitoso y lo deslizó al sollado.
Después embarcó él, levantó la escotilla de los motores y dejó el fusil ametrallador donde no se viera. Abrió las válvulas de la gasolina y puso en marcha los dos motores. El de estribor funcionó suavemente después de un par de minutos, pero al de babor le fallaban el segundo cilindro y el cuarto. Vio que las bujías estaban rajadas y buscó otras, pero no encontró ninguna. «Tengo que encontrar bujías y poner gasolina», pensó.
Abajo, junto a los motores, abrió el estuche del fusil y le ajustó la culata, encontró dos trozos de correa de ventilador y cuatro tornillos y, dando unos cortes a las correas, las fijó debajo del sollado, a la izquierda de la escotilla y encima del motor de babor, para sujetar el fusil contra el techo. Quedaba muy bien y puso uno de los cargadores; los otros tres estaban en los bolsillos del estuche. Se arrodilló entre los dos motores y probó agarrar el fusil. No tenía que hacer más que dos movimientos. Primero, soltar la correa que abrazaba el cargador junto al cerrojo. Después, atraer hacia sí el fusil para librarlo de la otra correa. Lo hizo fácilmente con una mano. Movió la palanquita desde el semiautomático al automático y comprobó que quedaba en seguro. Luego lo volvió a dejar. Como no se le ocurría dónde poner los otros tres cargadores, empujó el estuche bajo uno de los tanques de gasolina, donde quedaba a su alcance con los extremos de los cargadores hacia su mano. «Si bajo después que estemos navegando puedo meter un par en el bolsillo», pensó. Era mejor no metérselos en aquel mismo momento porque algo podía echarlo todo a perder.
Se levantó. Era una hermosa tarde clara, agradable, no hacía frío y soplaba una ligera brisa norte. La marea iba bajando. Al borde del canal había dos pelícanos sentados en un pilote. Una lancha de pesca, pintada de verde oscuro, pasó hacia el mercado. Sentado a la caña iba un pescador negro. Por encima del agua, tersa con el viento en la misma dirección que la marea, azul grisácea al sol de la tarde. Harry miró a la isla arenosa formada cuando dragaron el canal donde se había descubierto una nidada de tiburones. Sobre la isla volaban una gaviotas blancas.
«Hermosa noche para la travesía», pensó Harry.
El andar alrededor de los motores le había hecho sudar. Se enderezó y se enjugó la cara con un pedazo de estopa.
En la cubierta estaba Albert.
—Oye, Harry, quisiera que me llevaras.
—¿Qué te pasa ahora? —le preguntó Harry.
—No nos van a dar trabajo más que tres días a la semana. Acabo de oírlo esta mañana. Tengo que hacer algo.
—Bueno —le contestó Harry. Lo había vuelto a pensar—. Bueno.
—Magnífico —dijo Albert—. Tenía miedo de ir a casa y verme con mi vieja. Al mediodía me ha echado una bronca terrible, como si fuera yo quien hubiera renunciado al trabajo.
—¿Qué le pasa a tu vieja? —preguntó alegremente Harry—. ¿Por qué no le pegas?
—Pégale tú —contestó Albert—. Me gustaría oír lo que diría. Tiene un gran vocabulario.
—Mira, Al —dijo Harry—. Toma mi coche y esto, vete a la Ferretería Marina y compra seis bujías como ésta. Después compras un pedazo de hielo de veinte centavos y media docena de mújoles, dos latas de café, cuatro de corned-beef, dos panes, azúcar y dos latas de leche condensada. Di a Sinclair que me traigan ciento cincuenta galones de gasolina. Vuelve en cuanto puedas y cambia la bujía número dos y la número cuatro. Dile que les pagaré a la vuelta. Que me esperen o que me encontrarán en el bar de Freddy. ¿Te acordarás de todo? Mañana salimos con unos clientes a pescar tarpones.
—Para tarpones hace demasiado frío.
—Ellos dicen que no.
—¿No será mejor que traiga una docena de mújoles? —preguntó Albert—. Por si se los llevan los tiburones. Hay muchos en estos canales.
—Bueno, puedes traer una docena. Pero vuelve antes de una hora y ocúpate de que llenen los tanques de gasolina.
—¿Por qué pones tanta?
—Es posible que andemos a deshoras y no tengamos tiempo para llenarlos.
—¿Qué ha sido de los cubanos que querían que se les llevara?
—No he vuelto a oír hablar de ellos.
—Ese era buen asunto.
—También éste es bueno. Anda.
—¿Cuánto voy a cobrar?
—Cinco dólares diarios. Si no los quieres, los dejas.
—Bueno. ¿Qué bujías son?
—La segunda y la cuarta —le contestó Harry.
Albert meneó la cabeza y replicó:
—Creo que me acordaré.
Después fue al automóvil, dio la vuelta y se alejó.
Desde donde estaba Harry en la lancha veía el edificio de ladrillo y piedra y la entrada del First State Trust and Savings Bank. Estaba al comienzo de la calle, a una manzana de distancia. No se podía ver la entrada lateral. Harry miró el reloj. Era un poco más de las dos. Cerró la escotilla de los motores y subió a cubierta. Ahora, o resulta o no resulta, pensó. Yo he hecho lo que he podido. Iré a ver a Freddy y volveré a esperar. Al salir del muelle torció a la derecha y para no tener que pasar por delante del banco siguió por una calle trasera.
Al llegar al bar quiso decírselo a Freddy y no pudo. No había nadie. Se sentó en un taburete y tenía ganas de decírselo a Freddy, pero le era imposible. Sabía que Freddy se opondría. En otros tiempos, quizá no, pero entonces se opondría. Quizá se hubiera opuesto también en otros tiempos. Hasta que pensó en decírselo a Freddy no había comprendido lo malo que era el asunto. «Podría quedarme aquí —pensó—, y no pasaría nada. Podría quedarme aquí, tomar unas copas y emborracharme y no me vería envuelto. Sólo que en la lancha está mi fusil. Pero nadie más que la vieja sabe que es mío. Lo adquirí en Cuba en un viaje que hice para meter otros de contrabando. Nadie sabe que lo tengo. Podría quedarme aquí y lejos de eso. Pero, ¿qué demonios comerían? ¿De dónde va a salir el dinero para mantener a Marie y a las chicas? No tengo lancha, ni dinero, ni educación. ¿En qué puede trabajar un manco? Lo único que me queda son cojones. Podría quedarme aquí y tomar, digamos cinco tragos más, y ya sería tarde. Podría dejarlo pasar.»
—Dame una copa —dijo a Freddy. —Ahí va.
«Podría vender la casa, o alquilarla hasta encontrar trabajo. ¿Qué clase de trabajo? Ninguno. Podría ir ahora al banco y cantar, pero ¿qué sacaría? Nada más que las gracias. Por unos cubanos piojosos me quedé sin brazo cuando me tiraron con bala sin necesidad, y unos norteamericanos piojosos se llevaron mi lancha. Ahora perdería la casa y no me darían más que las gracias. No quiero gracias. Que se vaya todo a la porra. No tengo elección.»