—Lléveme otra vez al bar de Freddy —dijo al chofer.
La falúa guardacostas que llevaba a remolque la Queen Conch avanzaba por el retorcido canal que hay ente el arrecife y los cayos. Bailaba mucho en las olas que levantaba la leve brisa norte contra la marea, pero la lancha blanca apenas se movía.
—Si no hay más viento llegaremos bien —dijo el capitán—. Se le remolca bien. Robby construye buenas lanchas. ¿Ha comprendido algo de lo que farfullaba ese hombre?
—Nada —dijo el segundo—. Está delirando.
—Me parece que va a morir —dijo el capitán—. No es extraño, habiéndole dado en la barriga. ¿Cree usted que mató él a los cuatro cubanos?
—No lo podría decir. Se lo pregunté, pero no me entendió la pregunta. ¿Vamos a hablar con él otra vez?
—Vamos a ver cómo está —dijo el capitán.
Dejando al contramaestre a la rueda, para que timoneara entre las boyas que marcaban el canal, los dos hombres fueron a la cabina del capitán. Harry Morgan yacía en la litera de hierro. Tenía cerrados los ojos, pero los abrió cuando el capitán le tocó en un hombro.
—¿Cómo está, Harry? —le preguntó el capitán.
Harry le miró y no dijo nada.
—¿No quiere nada? —le preguntó el capitán.
Harry Morgan le miró.
—No le oye —dijo el segundo.
—Harry, ¿quiere usted algo? —insistió el capitán.
Mojó una toalla en la botella de agua que descansaba en un anillo sobre la litera y le humedeció a Harry Morgan los labios agrietados, secos y negros. Harry Morgan, mirándole, rompió a hablar:
—Un hombre.
—Sí. Siga —le dijo el capitán.
—Un hombre —dijo Harry Morgan muy lentamente no tiene, no puede, no tiene, no hay salida.
Se calló. En su cara no había habido la menor expresión mientras hablaba.
—Siga, Harry —le dijo el capitán—. Díganos quién fue. ¿Cómo sucedió?
—Un hombre —dijo Harry esforzándose en hablar y mirándole con sus ojos hundidos en la cara de pómulos salientes.
—Cuatro hombres —dijo el capitán para ayudarle, y al volver a humedecerle los labios estrujó un poco la toalla para que le entraran unas gotas en la boca.
—Un hombre —le corrigió Harry callándose en seguida.
—Bueno, un hombre —replicó el capitán.
—Un hombre —volvió a decir Harry sin modular la voz, muy despacio, hablando con su boca seca—, tal como están y como van las cosas no importa nada.
El capitán miró al segundo y meneó la cabeza.
—¿Quién fue, Harry? —preguntó el segundo.
Harry le miró.
—No se engañen —dijo. El capitán y el segundo se agacharon. Harry empezaba a hablar—: Es como pasar a los automóviles en lo alto de las cuestas. En aquella carretera de Cuba. En cualquier carretera. En cualquier parte. Así es. Hablo de cómo están las cosas. Durante cierto tiempo van bien. Con suerte, tal vez. Un hombre.
Se calló. El capitán meneó la cabeza mirando al segundo. Harry Morgan le miró inexpresivamente. El capitán volvió a humedecerle los labios y éstos dejaron una marca roja en la toalla.
—Un hombre —dijo Harry Morgan mirándoles a los dos—. Un hombre solo no puede. Ningún hombre solo. Un hombre solo, haga lo que haga, no puede conseguir nada —terminó después de un rato de silencio.
Cerró los ojos. Había tardado mucho en decirlo, y toda la vida en aprenderlo. Se quedó callado y con los ojos abiertos otra vez.
—Diga, ¿está seguro de que no quiere nada? —le preguntó el capitán.
Harry Morgan le miró, pero no contestó. Ya les había dicho; pero no le habían oído.
—Volveremos —le dijo el capitán—. Quédese tranquilo.
Harry Morgan les vio salir de la cabina.
En la caseta de mando, viendo cómo iba oscureciendo y la luz de Sombrero que empezaba a barrer el mar, el segundo dijo:
—Le da a uno miedo cuando dice esas cosas.
—Pobre hombre —replicó el capitán—. Bueno, pronto llegaremos. Para la medianoche estará allí si no nos retrasamos por el remolque.
—¿Cree usted que vivirá?
—No —contestó el capitán—. Pero nunca se puede decir.
En la calle oscura, al otro lado del portón de hierro que cerraba la entrada a la antigua base de submarinos transformada en fondeadero de yates, había mucha gente. El vigilante cubano tenía orden de no dejar entrar a nadie. La multitud se apretujaba contra el portón para ver a través de las barras de hierro el oscuro recinto iluminado a lo largo de la orilla por las luces de los yates amarrados a los pequeños malecones. Estaba lo silenciosa que sólo la multitud de Cayo Hueso puede estar. Dos turistas de los yates abrieron paso a codazos para llegar hasta el vigilante.
—Eh, no pueden entrar —dijo el vigilante.
—¡Cómo que no! Si hemos salido de un yate.
—No puedo dejar entrar a nadie. Atrás.
—No seas estúpido —dijo uno de ellos apartándole con el brazo para seguir por la carretera que llevaba al muelle.
La multitud se quedó detrás del portón. Descontento y preocupado, el pequeño vigilante, con su gorro, su largo bigote y su apabullada autoridad, hubiera querido tener una llave para cerrar el portón. Los turistas pasaron junto a un grupo de hombres que esperaban en el embarcadero del guardacostas y sin prestar atención siguieron caminando, dejaron atrás los embarcaderos de otros yates, llegaron al número cinco y por la pasarela iluminada por un reflector saltaron a la cubierta de madera de teca del New Exuma II. Después entraron en la cabina grande, se sentaron en grandes sillones de cuero al lado de una mesa larga cubierta de revistas y uno de ellos llamó al mayordomo, y pidió:
—Whisky y soda. ¿Y tú, Henry?
—También —replicó Henry Carpenter.
—¿Qué le pasaba a ese tonto del portón?
—No tengo idea —dijo Henry Carpenter.
El mayordomo, con su chaqueta blanca, les sirvió los dos vasos.
—Ponga los discos que he sacado después de comer —dijo el dueño del yate, que se llamaba Wallace Johnston.
—Los he guardado sin darme cuenta —contestó el mayordomo.
—¡Maldito sea! —exclamó Wallace Johnston—. En ese caso ponga el nuevo álbum de Bach.
—Muy bien.
El mayordomo se agachó al armario de los discos, sacó un álbum, volvió al gramófono y puso la Zarabanda.
—¿Has visto hoy a Tommy Bradley? —preguntó Henry Carpenter—. Yo lo he visto cuando llegaba el avión.
—No lo puedo aguantar —dijo Wallace—. Ni a él ni a la zorra de su mujer.
—Hélène me gusta —replicó Henry Carpenter—. Se divierte mucho.
—¿Te has divertido tú con ella?
—Claro que sí. Es estupenda.
—No la aguanto a ningún precio —dijo Wallace Johnston—. ¿Por qué demonios vive aquí?
—Tienen una casa muy bonita.
—Sí, un fondeadero limpio. ¿Es verdad que Tommy Bradley es impotente?
—No lo creo. De todos dicen lo mismo. Es simplemente hombre de espíritu amplio.
—Me gusta la expresión. Ella sí que es amplia.
—Es una mujer extraordinariamente simpática —dijo Henry Carpenter—. Te gustaría, Vally.
—Me parece que no —dijo Wallace—. Representa todo lo que detesto en una mujer, y Tommy Bradley resume todo lo que detesto en un hombre.
—Estás muy tajante esta noche.
—Tú nunca estás tajante porque te falta carácter —dijo Wallace Johnston—. Nunca te decides a nada. No sabes ni siquiera lo que eres.
—No hablemos de mí —dijo Henry Carpenter encendiendo un cigarrillo.
—¿Por qué no?
—En primer lugar porque estoy contigo en tu cochino yate y la mitad del tiempo hago lo que quieres, y eso te evita el que te hagan chantaje, y otras muchas cosas, personas que saben lo que son y lo que eres tú.
—¡De qué buen humor estás! —dijo Wallace Johnston—. Ya sabes que nunca me sacan dinero.
—No. Eres demasiado tacaño. En vez de dar dinero tienes amigos como yo.
—No tengo ningún otro amigo como tú.
—No seas tan simpático —dijo Henry—. Esta noche no me siento a la altura. Sigue tocando Bach, insulta al mayordomo, bebe un poco de más y acuéstate.
—¿Qué te ha picado? —dijo el otro poniéndose en pie—. Te estás poniendo muy desagradable. Ya sabes que no eres ninguna ganga.
—Ya lo sé —replicó Henry—. Mañana estaré contentísimo, pero esta noche es muy mala. ¿No has notado nunca diferencia entre unas noches y otras? Supongo que cuando es uno bastante rico no lo nota.
—Hablas como una colegiala.
—Buenas noches —dijo Henry Carpenter—. No soy una colegiala ni un colegial. Me voy a la cama. Mañana todo se presentará muy alegre.
—¿Cuánto has perdido? ¿Es eso lo que te pone de mal humor?
—He perdido trescientos.
—¿Lo ves? Ya te decía yo que era eso.
—Siempre lo sabes, ¿eh?
—Ya lo ves. Has perdido trescientos.
—He perdido más que eso.
—¿Cuánto más?
—El jackpot —dijo Henry Carpenter—. El eterno jackpot. Ahora juego una combinación que ya no da jackpots. Generalmente no suelo pensar en ello, pero esta noche he pensado. Ahora me voy a la cama para no aburrirte.
—No me aburres, pero procura no ser grosero.
—Me temo que soy grosero y que te aburres. Buenas noches. Mañana todo se presentará bien.
—Eres muy grosero.
—Tómalo o déjalo —dijo Henry—. Yo me he pasado la vida haciendo eso.
—Buenas noches —dijo Wallace Johnston esperanzado.
Henry Carpenter no contestó. Estaba oyendo a Bach.
—No te acuestes en este estado —dijo Wallace Johnston—. ¿Por qué tienes un genio tan vivo?
—No hablemos de eso.
—¿Por qué no? Antes de ahora te he visto serenarte.
—No hablemos de eso.
—Toma un trago y alégrate.
—No quiero un trago y no creo que me alegrara.
—Entonces, vete a la cama.
—Ahora voy —dijo Henry Carpenter.
Así era como estaban las cosas aquella noche a bordo del yate New Exuma II, con una tripulación de doce al mando del capitán Nils Larson. Llevaba a bordo al propietario, Wallace Johnston, de 38 años, M. A. de Harvard, compositor, con una fortuna procedente de sederías, soltero, interdit de séjour en París, muy conocido entre Argel y Biskra, y un invitado, Henry Carpenter, de 36 años, M. A. de Harvard, que disponía de doscientos dólares al mes, producto de un fideicomiso hecho por su madre, que anteriormente fue de cuatrocientos cincuenta mensuales hasta que el banco que lo administraba cambió los muy buenos valores en que consistía por otros buenos, después por otros no tan buenos y finalmente por un derecho hipotecario sobre un edificio de oficinas con que había tenido que cargar el banco y que no producía nada. Antes de que se le redujera así la renta se decía de Henry Carpenter que si se le hubiera dejado caer sin paracaídas desde una altura de 5.500 pies habría caído sano y salvo de rodillas debajo de la mesa de algún rico. Pero pagaba con su compañía y divirtiendo, y si bien hasta últimamente rara vez se sentía o se expresaba como aquella noche, sus amigos decían que hacía ya algún tiempo que iba estropeándose. Si no hubieran notado que iba deteriorándose, con ese instinto para oler que algo malo le pasa a uno de la pandilla, y con el deseo de librarse de él cuando es imposible destrozarle, instinto y deseo que caracterizan a los ricos, no se habría visto obligado a aceptar la hospitalidad de Wallace Johnston. Tal como estaban las cosas, Wallace Johnston, con sus placeres un tanto especiales, era el último sostén de Henry Carpenter, cuyas brutalidades de expresión e incierta situación intrigaban y seducían al otro, a quien, teniendo en cuenta la edad de Henry Carpenter, podía aburrirle fácilmente una constante sumisión. Henry Carpenter posponía de esa manera, si no unos meses unas semanas, su inevitable suicidio.
El dinero con que le parecía que no valía la pena de vivir era ciento setenta dólares mensuales más que el que le había servido al pescador Albert Tracy para sostener a su familia hasta que murió tres días antes.
A bordo de los otros yates fondeados al lado de sus embarcaderos había otras personas que tenían otros problemas. En el más grande, bergantín negro aparejado threemaster, un corredor de cereales, de sesenta años de edad, no podía conciliar el sueño por lo que le preocupaba el informe que había recibido de su oficina sobre las actividades de los investigadores del Internal Revenue Bureau. De ordinario, para aquella hora de la noche hubiera aquietado sus preocupaciones con unos cuantos whiskies y llegado al estado de sentirse tan duro y tan indiferente a las consecuencias como cualquiera de los hermanos de la costa con quienes en carácter y normas de conducta tenía realmente mucho en común. Pero su médico le había prohibido beber en un mes, mejor dicho en tres; es decir, le había dicho que no viviría un año si no dejaba de beber en tres meses, por lo que iba a dejar de beber en uno; y estaba muy preocupado porque antes de salir de la ciudad le habían llamado por teléfono desde el Bureau para preguntarle que dijera exactamente adonde iba y si tenía intención de alejarse de aguas norteamericanas.
En pijama, tendido en la ancha cama, con dos almohadas bajo la cabeza, encendida la luz para leer, no podía concentrarse en el libro, descripción de un viaje a las Galápagos. Ni aun en sus buenos tiempos habían yacido mujeres en aquella cama. Gozaba de ellas en sus cabinas y después se volvía solo. Aquella cabina era la suya, tan privada como su despacho. Nunca había querido gozar allí de una mujer. Cuando quería una iba a la cabina de ella, y cuando acababa, acababa. Y ahora que ya había acabado para siempre, su cerebro tenía la misma clara lucidez que en otros tiempos había sido un resultado del goce. Tendido, sin que benévolamente se le borrara nada, privado del valor químico que le había tranquilizado el espíritu y calentado el corazón durante tantos años, se preguntaba qué habría descubierto el Bureau, qué datos tendría, cómo los retorcería, qué aceptaría como normal y en qué insistiría que era evasión. No los temía. Únicamente los odiaba como odiaba la fuerza que usarían tan insolentemente contra su propia y tenaz insolencia —lo único permanente y realmente válido que había adquirido— que se la estrujarían y si llegaban a meterle miedo la destruirían.
No pensaba en abstracciones, sino en operaciones, en ventas, en transferencias y en donativos. Pensaba en acciones, en fardos, en miles de bushels, en opciones, en compañías financieras, en trusts, en compañías subsidiarias, y a medida que pasaba revista comprendía que los otros tenían bastante en qué morder y que ya no tendría paz en muchos años. Si no aceptaban una transacción lo iba a pasar mal. En otros tiempos no se hubiera preocupado, pero su parte de luchador se le había cansado al mismo tiempo que la otra, y a todo tenía que hacer frente solo, y estaba en la cama y no podía leer ni dormir.