—Bueno, allá va —exclamó Roberto.
Cuando se inclinaron y deslizaron el cadáver por la borda, Harry dio un puntapié al fusil ametrallador y lo tiró por la abertura inferior al mismo tiempo que caía Albert, pero así como Albert, antes de hundirse, dio dos vueltas en el agua blanca y burbujeante removida por la hélice, el ametrallador se fue derecho al fondo.
—Así está mejor, ¿eh? —dijo Roberto—. Todo queda en orden.
Pero cuando vio que el fusil había desaparecido, preguntó:
—¿Dónde está? ¿Qué has hecho con él?
—¿Con qué?
—Con el fusil —dijo Roberto en castellano, de excitado que estaba.
—¿El qué?
—Ya sabes qué.
—No lo he visto.
—Lo has tirado. Ahora es cuando te voy a matar, ahora mismo.
—Poco a poco —dijo Harry—. ¿Por qué me va usted a matar?
—Dame una pistola —dijo Roberto en castellano a uno de los cubanos mareados—. Dámela, pronto.
Harry se quedó quieto. Nunca se había sentido tan alto, tan ancho. Sentía que le corría el sudor desde los sobacos a lo largo del cuerpo.
—Matas demasiado —oyó que decía en castellano el cubano mareado—. Ya has matado al marinero y ahora quieres matar al capitán. ¿Quién nos va a llevar?
—Déjalo en paz —dijo el otro—. Mátalo cuando lleguemos.
—Ha tirado el fusil al agua —replicó Roberto.
—Ya tenemos el dinero en nuestro poder. ¿Para qué quieres ahora un fusil? En Cuba hay muchos.
—Os digo que os equivocáis si no lo matamos ahora. Venga una pistola.
—Calla la boca, hombre. Estás borracho. Cada vez que estás borracho quieres matar a alguien.
—Tome un trago —le dijo Harry mirando a la comba gris de la Corriente del Golfo, donde el redondo sol rojo empezaba a tocar el agua—. Mire eso. Cuando se hunda del todo se pondrá verde.
—Que se vaya a la mierda —dijo Roberto—. Crees que te ha salido bien la cosa…
—Yo le daré otro fusil. En Cuba no cuestan más que cincuenta y cinco dólares. Ahora, tranquilidad. No corren ustedes peligro. Ya no puede venir ningún avión guardacostas.
—Te voy a matar —dijo Roberto mirándole bien—. Lo has hecho a propósito. Por eso me has dicho que levantara el cadáver.
—¿Qué va usted a quererme matar, hombre? —dijo Harry—. ¿Quién los va a llevar?
—Te debería matar ahora mismo.
—Calma, calma. Voy a ver cómo andan los motores.
Levantó la escotilla, bajó, apretó los tornillos de los engrasadores, observó los motores y tocó con la mano la culata de su fusil Thompson. «Todavía no —pensó—. Será mejor que espere un poco. Cristo, qué suerte he tenido. ¿Qué le importa a Albert estar muerto? Su vieja se ahorra el tener que enterrarlo. ¡Ese hijo de…! Me gustaría darle lo suyo ahora mismo, pero más vale esperar.»
Se incorporó, salió y bajó la escotilla.
—¿Qué tal le va? —preguntó a Roberto poniéndole la mano en el hombro. El cubano de la cara grande le miró y no dijo nada—. ¿Ha visto usted cuando se ha puesto verde? —le preguntó a continuación Harry.
—Vete a la mierda —contestó Roberto. Estaba borracho, pero sentía sospechas y, como los animales, se daba cuenta de que algo había salido muy mal.
—Déjeme guiar un rato —dijo Harry al cubanito que estaba al volante—. ¿Cómo se llama usted?
—Llámame Emilio.
—Baje y encontrará algo de comer. Hay pan y corned-beef. Haga café si quiere.
—No quiero café.
—Yo lo haré más tarde —replicó Harry.
Sentado al volante, encendida ya la lucecita de la bitácora, manteniendo fácilmente el rumbo en el mar casi listo, vio cómo caía la noche en el agua. La lancha iba sin luces.
«La noche será hermosa —pensó—, muy hermosa. En cuanto oscurezca del todo haré rumbo al este. Si no, dentro de una hora veremos el resplandor de La Habana. Dentro de dos, con toda seguridad. En cuanto lo vea ese cochino, se le puede ocurrir matarme. He tenido suerte librándome del fusil. ¡Qué suerte! ¿Qué tendrá de cena Marie? Debe de estar muy preocupada. No podrá ni comer. ¿Cuánto dinero tendrán estos hijos de puta? Es raro que no lo hayan contado. ¡Qué manera de sacar dinero para una revolución! Los cubanos son de mucho cuidado.
»Ese Roberto es un mal bicho. Esta noche me lo voy a cargar. Me lo cargaré aunque no sé cómo me va a salir lo demás. Con eso no va a salir ganando el pobre Albert. He pasado un mal rato al tirarlo al agua. No sé cómo se me ha podido ocurrir.»
Encendió un cigarrillo y fumó en la oscuridad.
«Hasta ahora me va bien —pensó—. Mejor de lo que esperaba. El chico es simpático. A los otros dos me los quisiera cargar al mismo tiempo que al de la cara grande. Tendré que pensar en la manera de que estén juntos. Lo haré lo mejor posible. Cuanto más lo prepare, mejor. Las cosas hay que hacerlas suavemente.»
—¿Quieres un sandwich? —le preguntó el cubanito.
—Gracias —contestó Harry—. Déle uno a su socio.
—Está bebiendo. No lo comerá.
—¿Y los otros?
—Mareados.
—Hermosa noche de travesía —dijo Harry. Notó que el cubanito no miraba a la brújula y siguió rumbo al este.
—Yo habría disfrutado si no hubiera sido por tu marinero.
—Era un buen hombre —dijo Harry—. ¿No les han herido a ninguno en el banco?
—Le han dado al abogado. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Mr. Simmons.
—¿Ha muerto?
—Creo que sí.
«Caramba, Mr. Labios de Abeja —pensó Harry—. ¿Qué demonios se esperaba? ¿Cómo pudo haber pensado que le iba a salir de rositas? Eso viene de jugar con fuego. Eso viene de ser listo demasiadas veces, Mr. Labios de Abeja. Adiós, Labios de Abeja.»
—¿Cómo ha caído?
—Ya te lo puedes figurar —contestó el cubanito—. Eso es distinto de lo de tu marinero. Lo de tu marinero me da mucha pena. No creas que aquél se propone hacer daño. Aquella fase de la revolución le ha hecho así.
—Es probable que sea un buen hombre —dijo Harry, pero pensó: «Hay que ver lo que dice mi lengua. Maldita sea, mi lengua es capaz de decir cualquier cosa. Pero tengo que hacerme amigo de este chico por si…». Luego preguntó al cubanito—: ¿Qué clase de revolución van ustedes a hacer?
—Somos el único partido verdaderamente revolucionario. Queremos acabar con los viejos políticos, con el imperialismo norteamericano que nos estrangula y con la tiranía del ejército. Queremos empezar de nuevo y brindar una oportunidad a todos. Queremos poner fin a la esclavitud de los guajiros, de los campesinos, y dividir las grandes fincas azucareras entre quienes las trabajan. Pero no somos comunistas.
Harry dejó de mirar a la brújula para mirar al cubanito:
—¿Y cómo va la cosa?
—Ahora estamos reuniendo dinero. Para reunirlo tenemos que recurrir a procedimientos que después no usaríamos. También tenemos que utilizar gente que después no utilizaríamos. Pero el fin vale los medios. Antes de la revolución rusa, Stalin fue durante muchos años una especie de bandolero.
«Es un extremista —pensó Harry—. Es un extremista.
—Si van ustedes a ayudar al trabajador, el programa debe ser bueno —replicó—. Yo he ido a la huelga muchas veces en los tiempos en que en Cayo Hueso había fábrica de tabaco. De saber a qué se dedicaban ustedes, me habría alegrado de hacer lo posible.
—Mucha gente estaría dispuesta a ayudarnos —dijo el cubanito—. Pero en el estado en que está ahora el movimiento no podemos tener confianza. Yo lamento mucho tener que atravesar esta fase. Me disgustan mucho los procedimientos de reunir dinero. Pero no hay otra alternativa. No sabes lo mal que están las cosas en Cuba.
—Deben de estar bastante mal —comentó Harry.
—No lo sabes bien. Hay una tiranía verdaderamente criminal que llega hasta la última aldea del país. No pueden caminar en las calles tres personas juntas. Cuba no tiene enemigos extranjeros ni necesita un ejército, pero tiene uno de veinticinco mil hombres y todos ellos, de cabos para arriba, le chupan la sangre a la nación. Nadie, ni siquiera los soldados, piensa más que en hacerse rico. Hay también unas reservas en las que han entrado todos los sinvergüenzas, matones y delatores de los tiempos de Machado. En ellas pueden entrar todos los que el ejército desecha. Antes nos gobernaban los clubs. Ahora nos gobiernan los rifles, las pistolas, las ametralladoras y las bayonetas.
—No me parece muy agradable —replicó Harry manejando el volante y siguiendo el mismo rumbo al este.
—No te lo puedes imaginar. Quiero a mi pobre país y haría cualquier cosa, cualquier cosa, por librarlo de la tiranía que tenemos. Hago cosas que detesto. Pero haría cosas que detesto mil veces más.
«Tengo que tomar un trago —pensó Harry—. ¿Qué coño me importa a mi su revolución? Que se jodan ellos y su revolución. Para ayudar a los trabajadores asaltan un banco, muere uno de los suyos y después matan al pobre Albert que nunca hizo daño a nadie. ¿No era Albert un trabajador? Éste no piensa en eso. Y tenía familia. Cuba está gobernada por cubanos. Todos se traicionan unos a otros. Se venden mutuamente. Se merecen lo que les pasa. Que se vayan a la mierda sus revoluciones. Lo que tengo que hacer yo es mantener a mi familia, y no puedo. Y me vienen hablando a mí de revoluciones. Que se vayan a la mierda.»
—Sí, la situación debe de ser mala —dijo al cubanito—. Póngase un momento al volante, ¿quiere? Voy a tomar un trago.
—Bueno. ¿Cómo guío?
—Dos veinticinco —le dijo Harry.
Había oscurecido y encontraron cierta marejada. Pasó al lado de los dos cubanos que yacían mareados en el asiento y fue a popa, donde estaba Roberto sentado en la silla de pescar. Había dado la vuelta a la otra silla para poner los pies encima.
—Déme un trago de ésa —le dijo Harry.
—Vete a la mierda —contestó con lengua tartajosa el de la cara grande—. Ésta es mía.
—Bueno —dijo Harry dirigiéndose a buscar la otra botella. Abajo en la oscuridad, con la botella bajo el muñón del brazo derecho, sacó el corcho que Freddy había vuelto a poner después de haberla descorchado, y tomó un trago.
«Este momento es tan bueno como cualquier otro —se dijo—. No tiene sentido esperar. El chico ha soltado su discurso. El de la cara grande está borracho. Los otros dos están mareados. Lo mismo puedo hacerlo ahora.»
Tomó otro trago y el Bacardí le calentó y le dio ánimo, pero seguía sintiendo frío en las entrañas.
—¿Quiere un trago? —preguntó al cubanito sentado al volante.
—No, gracias. No bebo.
A la luz de la bitácora, Harry le vio sonreír. Era un chico bien parecido. Y simpático.
—Yo tomaré uno —replicó.
Tomó uno bueno, pero no pudo calentar la parte fría de su cuerpo que desde el estómago le había subido ya al pecho. Dejó la botella en el suelo del sollado.
—Siga el mismo rumbo —dijo al cubanito—. Voy a echar un vistazo a los motores.
Levantó la escotilla y bajó, la dejó levantada sujetándola con un largo gancho que encajó en un agujero del suelo y se agachó hacia los motores. Palpó el colector de tubos de agua y los cilindros, apretó las tazas del aceite dándoles una vuelta y media a cada una y se dijo a sí mismo: «Basta de ir retrasándolo. Vamos, basta de ir retrasándolo. ¿Dónde tienes ahora tus cojones? Me parece que en la garganta.»
Miró afuera. Los dos asientos que había sobre los depósitos de gasolina, donde yacían los dos mareados, los tenía casi al alcance de la mano. El del volante, de espaldas a él en su alto taburete, se perfilaba claramente a la luz de la bitácora.
Harry se volvió y vio a Roberto despatarrado en la silla a popa, recortándose contra el agua oscura.
«Veintiuno por cargador son cuatro ráfagas de cinco, cuando más —pensó—. Tengo que andar ligero de dedos. Bueno. Vamos. Basta de retrasos, pasmado. ¡Cuánto daría por otro! Sí, pero no hay otro.» Levantó la mano izquierda, agarró la correa y la soltó, puso la mano en torno al gatillo, sacó el seguro con el pulgar y agarró el fusil. Después, en cuclillas en la bodega de motores apuntó cuidadosamente a la nuca del cubanito que se recortaba a la luz de la bitácora.
Del fusil brotó una llama en la oscuridad y las balas repiquetearon en la escotilla y en el motor. Antes de que el bulto del cubanito cayera de su asiento se había vuelto Harry contra la figura de la izquierda esgrimiendo el trepidante fusil y casi tocándole al hombre, pues estaba tan cerca que sintió el olor a quemadura de su chaqueta; luego se volvió para largar otra ráfaga contra el otro asiento donde el hombre se estaba incorporando al mismo tiempo que echaba mano a su pistola. Se agachó después y miró a popa. El de la cara grande había desaparecido de su silla. Harry veía la silueta de las dos. Detrás de él yacía inerte el cubanito. No cabía duda de que había muerto. En uno de los asientos se agitaba su ocupante. En el otro vio Harry al hombre caído de bruces.
Trató de descubrir en la oscuridad al de la cara grande. La lancha describía una vuelta y en el sollado se hizo un poco más claro. Harry contuvo el aliento y miró. El otro debía de estar allí donde se veía una sombra en un rincón. Observó y vio que se movía. Era él.
El otro se dirigía a rastras hacia él. No, hacia el que estaba de bruces. Buscaba su pistola. Muy agachado, Harry le observó hasta estar absolutamente seguro. Los disparos lo levantaron en vilo, y cuando cesaron la llama y el bot-bot-bot, Harry sintió que el cubano caía pesadamente, y dijo:
—¡Hijo de la gran puta! ¡Cochino, miserable!
Ya no sentía aquel frío en torno al corazón, pero seguía sintiendo un vacío angustioso. Se agachó y, a tientas, buscó bajo la cuadrada caja de madera del depósito de gasolina otro cargador para el fusil y lo encontró, pero notó en la mano un frío húmedo.
«El tanque está agujereado —pensó—. Tengo que cerrar la llave de paso a los motores, pero no sé dónde está.»
Apretó la palanquita, dejó caer el cargador vacío, puso otro y salió del sollado.
Cuando se puso en pie esgrimiendo el fusil Thompson con la mano izquierda y mirando a su alrededor mientras bajaba la escotilla con el garfio del brazo derecho, el cubano que había estado tendido en el asiento de babor y a quien le había dado tres balazos en el hombro izquierdo, se sentó, apuntó cuidadosamente, y tiró apuntándole a la barriga.
Harry cayó hacia atrás y quedó sentado. Se sintió como si le hubieran dado en el abdomen con una cachiporra. Había quedado apoyado contra el tubo de hierro que sujetaba las sillas de pescar, y, cuando el cubano volvió a disparar contra él e hizo astillas parte de una de ellas, alargó la mano, encontró el Thompson, lo levantó cuidadosamente sosteniéndolo por delante con el garfio y le largó el contenido del nuevo cargador.