—Bacardí.
—Danos dos bacardís, Freddy —y volviéndose hacia mí, preguntó—: ¿Qué haces ahora, Al?
—Trabajo en eso que da el gobierno para socorrer a los desocupados.
—¿En qué obra?
—En el alcantarillado. Estamos levantando los viejos raíles de tranvía.
—¿Cuánto te dan?
—Siete y medio.
—¿Semanales?
—¿Cómo va a ser?
—¿Cómo bebes aquí?
—No pensaba beber hasta que me has convidado —le contesté. Harry se me acercó un poco:
—¿Quieres hacer un viajecito?
—Depende.
—Ya hablaremos.
—Bueno.
—Ven conmigo en automóvil. Hasta luego, Freddy.
Jadeaba un poco como solía jadear cuando había estado bebiendo, y caminé a su lado hasta la esquina por la calle levantada, por la calle donde habíamos estado trabajando todo el día.
Allí estaba su automóvil.
—Sube —me dijo.
—¿Adonde vamos? —le pregunté.
—No lo sé —me contestó—. Tengo que averiguarlo.
Subimos Whitehead Street en silencio. Al llegar al final torció a la izquierda y en el extremo del pueblo cruzamos White Street y de allí a la playa. Durante todo ese trayecto Harry no dijo nada. Salimos a la carretera de arena y seguimos por el bulevar. Una vez allí arrimó el automóvil a la acera y lo detuvo.
—Unos forasteros quieren alquilar mi lancha para un viaje —me dijo.
—Está en poder de la aduana, ¿verdad?
—Sí, pero no lo saben.
—¿Qué clase de viaje?
—Dicen que quieren llevar a Cuba a alguien que va para negocios y que no puede ir en avión ni en barco. Me lo ha dicho Labios de Abeja.
—¿Están haciendo eso?
—Sí, hombre. Desde la revolución, constantemente. Muchos van de esa manera.
—¿Y la lancha?
—Tendremos que robarla. Ya sabes que no le han hecho nada para que yo no pueda ponerla en marcha.
—¿Cómo la vas a sacar de donde está?
—Ya me las arreglaré.
—¿Cómo vamos a volver?
—Tendré que pensarlo. Si no quieres ir, dilo.
—Habiendo dinero de por medio estoy dispuesto a ir.
—Mira —me dijo—. Ganas siete dólares y medio semanales. Tienes tres críos que van a la escuela y que al mediodía están hambrientos. Tienes una familia a la que le duele la barriga y yo te doy oportunidad de ganar dinero.
—No has dicho cuánto. Sin dinero no se corren riesgos.
—Hoy no se gana gran cosa en ninguna clase de riesgos. Mírame a mí. Durante la temporada ganaba treinta y cinco dólares diarios por llevar gente a pescar. Después, por un contrabando que apenas valía lo que mi lancha me pegaron un tiro y perdí un brazo. Pero te diré que ni a mis hijos les van a doler las tripas ni yo voy a cavar alcantarillas para el gobierno por menos que para darles de comer. De todos modos, ya no puedo cavar. No sé quién hizo las leyes, pero sé que no hay ley que diga que uno tiene que pasar hambre.
—Yo me declaré en huelga contra ese jornal —le dije.
—Y has vuelto a trabajar —me replicó—. Dijeron que te habías declarado en huelga contra la caridad. Siempre has trabajado, ¿verdad? Nunca has pedido limosna a nadie.
—No hay trabajo —le dije—. No hay trabajo que dé para vivir.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Tampoco yo —me contestó—. Pero si otros comen, también mi familia va a comer. Lo que intentan hacer es echaros de aquí a los de Cayo Hueso para derribar las chozas, construir apartamentos y hacer de esto una ciudad de turismo. Eso es lo que he oído. Dicen que van a comprar terrenos y después que a los pobres los eche el hambre y se vayan a otra parte a pasar más hambre, vendrán ellos y lo adornarán para los turistas.
—Hablas como un extremista —le dije.
—No soy extremista —me replicó—. Estoy furioso. Hace tiempo que estoy furioso.
—El perder el brazo no te ha ayudado a que te sientas mejor.
—¡Que se vaya mi brazo a la porra! Vaya una cosa. Hay cosas peores que perder un brazo. Se tienen dos brazos como se tienen otras dos cosas. Y el hombre que no tiene más que un brazo y una de esas cosas sigue siendo hombre. ¡Que se vaya a la porra! No quiero hablar de eso. —Al cabo de un minuto añadió—: Todavía tengo las otras dos cosas. —Después puso en marcha el motor y siguió—: Vamos a ver a esos individuos.
Seguimos por el bulevar. Había brisa. Pasaban pocos automóviles. En el cemento, allí donde las olas habían rebasado el muro en la marea alta, olía a algas podridas. Harry guiaba con el brazo izquierdo. Yo le había tenido siempre simpatía y había ido con él muchas veces en la lancha en otros tiempos, pero se le notaba cambiado desde que perdió el brazo y el individuo de Washington firmó una declaración jurada de que había visto que de la lancha descargaban contrabando de bebidas y la aduana se apoderó de ella. A bordo estaba siempre contento, pero sin su lancha estaba descontento. Creo que se alegraba de tener una excusa para robar la lancha. Sabía que no podía retenerla en su poder, pero quizá creyera que podía ganar bastante dinero mientras la tuviera. Yo tenía verdadera necesidad de dinero pero no quería verme en líos y le dije:
—Ya sabes que no quiero meterme en ningún jaleo serio.
—¿Qué peor jaleo que verte como te ves? ¿Qué hay peor que estar muriéndose de hambre?
—No me estoy muriendo de hambre —le contesté—. ¿Qué demonios estás siempre hablando de morirse de hambre?
—Quizá no lo estés tú, pero tus hijos lo están.
—Calla la boca —le dije—. Trabajaré contigo, pero no quiero que hables así.
—Bueno. Pero decide si quieres el trabajito, porque en este pueblo me sobran hombres.
—Lo quiero —le dije—. Ya te he dicho que lo quiero.
—Entonces, no te pongas así.
—Eres tú el que no debe ponerse así. Tú eres el único que habla como un extremista.
—Bueno, hombre, bueno. Ninguno de vosotros, los de Cayo Hueso, tenéis agallas.
—¿Desde cuándo no eres tú de Cayo Hueso?
—Desde la primera vez que comí bien.
Hablaba con resentimiento, con verdadero resentimiento, y desde chico era así. Nunca había compadecido a nadie, pero tampoco se compadecía a sí mismo.
—Bueno, hombre —le dije.
—No te enfades —me contestó.
A lo lejos vi las luces del sitio adonde nos dirigíamos.
—Los vamos a ver ahí —me dijo—. Tú, calla la boca.
—Vete a la mierda.
—Calma.
Se desvió de la carretera y guió hacia la trasera de la casa. Harry era un matón y un malhablado, pero siempre me había gustado.
Dejamos el automóvil atrás y entramos en la cocina. La mujer de la casa estaba cocinando en un horno.
—Hola, Freda —le dijo Harry—. ¿Dónde está Labios de Abeja?
—Ahí dentro, Harry. Hola, Albert.
—Hola, Miss Richards —le contesté. La conocía desde que ella vivía en los barrios bajos, pero puedo asegurarles que dos de las mujeres casadas más trabajadoras del pueblo fueron golfas.
—¿Todos bien? —me preguntó.
—Muy bien.
De la cocina pasamos a la habitación del fondo. Sentados a una mesa estaban el abogado Labios de Abeja y cuatro cubanos.
—Siéntese —dijo en inglés uno de ellos con aspecto de valiente, corpulento, cara grande y una grave voz gutural. Se le notaba que había estado bebiendo copiosamente—. ¿Cómo se llama usted?
—¿Y usted cómo se llama? —le preguntó Harry.
—Bueno, como usted quiera -contestó el cubano—. ¿Dónde está la lancha?
—En el fondeadero de los yates —dijo Harry.
—¿Quién es éste? —preguntó el cubano mirándome a mí.
—Mi segundo de a bordo —contestó Harry.
El cubano me examinó bien con la mirada y los demás nos examinaron a los dos.
—Tiene cara de hambre —dijo el cubano echándose a reír. Los demás no se rieron—. ¿Quiere tomar una copa?
—Bueno —contestó Harry.
—¿Qué? ¿Bacardí?
—Lo que beben ustedes —dijo Harry.
—¿Su segundo bebe?
—Tomaré uno —dije yo.
—Nadie se lo ha preguntado todavía —dijo el cubano grandote—. Lo único que he preguntado es si usted bebe.
—Basta, Roberto —dijo uno de los otros cubanos, joven, no mucho más que un chico—. ¿No puedes hacer nada sin ponerte pesado?
—¿Quién se ha puesto pesado? He preguntado si bebe. Cuando se contrata a alguien se le pregunta si bebe.
—Dale una copa —dijo el otro cubano—. Vamos a hablar del asunto.
—¿Cuánto quiere usted por la lancha, grandullón? —preguntó a Harry el cubano que se llamaba Roberto.
—Depende de lo que quiera usted hacer con ella.
—Ir los cuatro a Cuba.
—¿A qué parte de Cuba?
—A Cabañas. Muy cerca de Cabañas. No lejos de Mariel. ¿Sabe dónde está?
—Sí. ¿Nada más que llevarlos allí?
—Nada más. Llevarnos y dejarnos en tierra.
—Trescientos dólares.
—Es demasiado. ¿Cuánto nos cobra por día si le garantizamos dos semanas?
—Cuarenta dólares diarios y un depósito de mil quinientos por si a la lancha le pasa algo. ¿Está claro?
—No.
—La gasolina y el aceite son por su cuenta —añadió Harry.
—Le daremos doscientos dólares por llevarnos y dejarnos en tierra.
—No.
—¿Cuánto quiere?
—Ya lo he dicho.
—Es demasiado.
—No es demasiado —contestó Harry—. Yo no sé quiénes son ustedes. No sé qué asunto les lleva ni si los van a recibir a tiros. Tengo que cruzar dos veces el golfo y estamos en invierno. En todo caso arriesgo la lancha. Los llevo por doscientos dólares y un depósito de mil de garantía por la lancha.
—Eso es razonable —dijo Labios de Abeja—. Más que razonable.
Los cubanos se pusieron a conversar en castellano. Yo no les entendía, pero sabía que Harry podía entenderles.
—Muy bien —dijo el cubano grandote—. ¿Cuándo puede usted salir?
—A cualquier hora de la noche de mañana.
—Quizá no queramos ir hasta la noche de pasado mañana.
—Por mí no hay inconveniente —dijo Harry—. Díganmelo a tiempo.
—¿Su lancha está en buen estado?
—Es buena —dijo el joven.
—¿Dónde la ha visto usted? —le preguntó Harry.
—Me la enseñó Mr. Simmons, el abogado, éste.
—Ah —exclamó Harry.
—Tome una copa —dijo otro de los cubanos—. ¿Ha ido muchas veces a Cuba?
—Unas cuantas.
—¿Habla castellano?
—Nunca lo he podido aprender —contestó Harry.
Vi que Labios de Abeja lo miraba, pero él mismo es tan retorcido que siempre se alegra de que los demás no digan la verdad. Tampoco se la dijo él a Harry cuando fue a hablarle del asunto. Fingió que quería ver a Juan Rodríguez, un gallego piojoso que sería capaz de robar a su propia madre y al que Labios de Abeja denunciaría para volverlo a defender.
—Mr. Simmons habla bien el castellano —dijo el cubano.
—Es un hombre instruido —replicó Harry.
—¿Sabe usted navegar?
—Puedo ir y venir.
—¿Es usted pescador?
—Sí, señor —contestó Harry.
—¿Cómo pesca usted con un brazo? —preguntó el de la cara grande.
—Doble que con uno solo —contestó Harry—. ¿Querían ustedes hablarme de alguna otra cosa?
—No.
Los demás se pusieron a conversar en castellano.
—Entonces, me voy —dijo Harry.
—Yo le avisaré —dijo Labios de Abeja.
—Hay que depositar una cantidad —replicó Harry.
—La depositaremos mañana.
—Bien, buenas noches —dijo Harry.
—Buenas noches —contestó el simpático.
El de la cara grande no dijo nada. Había otros dos con cara de indios que durante todo el tiempo no habían abierto la boca más que para decirle algo en castellano al de la cara grande.
—Te veré luego —dijo Labios de Abeja.
—¿En dónde?
—En el bar de Freddy.
Salimos y cruzamos la cocina. Fredda preguntó:
—Harry, ¿cómo está Marie?
—Muy bien —contestó Harry—. Se ha puesto muy bien.
Salimos, subimos al automóvil y me llevó en silencio por el bulevar. No me cabía duda de que Harry estaba pensando en algo.
—¿Te dejo en casa? —preguntó.
—Bueno.
—Ahora vives en la carretera, ¿verdad?
—Sí. ¿Y del viaje?
—No sé —me contestó—. No sé si habrá viaje. Te veré mañana.
Me dejó a la puerta de mi casa, y no había abierto del todo la puerta cuando apareció mi vieja y me armó un escándalo terrible por andar emborrachándome y llegar tarde a comer. Le pregunté cómo podía beber sin dinero y me contestó que bebería al fiado. Le pregunté quién creía que me iba a fiar cuando vivo del socorro a los desocupados y me contestó que no le echara el aliento de borracho y que me sentara. Me senté. Los chicos se habían ido al partido de béisbol y mi mujer me sirvió la cena y no quiso hablarme.
Harry
No quiero meterme en este lío, pero ¿qué voy a hacer? Ahora no hay elección. Podría dejarlo, pero ¿qué otra cosa se me va a presentar? Yo no he pedido esto, y, si hay que hacerlo, hay que hacerlo. Probablemente no debería llevarme a Albert. Es flojillo, pero se porta bien y es un buen hombre a bordo. No se va de la lengua con demasiada facilidad, pero no sé si debería llevarlo. De todos modos no puedo llevar a ningún borrachín ni a ningún negro. Necesito alguien de fiar. Si nos sale bien le daré una parte. Pero no se lo puedo decir porque no vendría, y necesito alguien. Sería mejor ir solo, cualquier cosa se hace mejor solo, pero no creo que pueda manejarme solo. Sería mucho mejor ir solo. Albert sale ganando si no sabe nada. Pero siempre queda Labios de Abeja. Labios de Abeja estará enterado de todo. Pero yo creo que los otros cuentan con eso. Han debido de tenerlo en cuenta. ¿Hay alguien que crea que Labios de Abeja es tan tonto que no sabrá que es eso lo que van a hacer? Claro que es posible que no sea eso lo que piensan hacer. Pero es natural que sea, y yo he oído la palabra. Si lo hacen tendrán que hacerlo cuando se cierra, porque si no los cazará, el avión guardacosta de Miami. Ahora oscurece a las seis. El avión tarda más de una hora en llegar. Una vez que oscurezca ya están bien. Bueno, si los voy a llevar tengo que hacer planes sobre la lancha. No será difícil sacarla, pero tengo que sacarla esta noche y cuando noten que falta es posible que la encuentren. Pero no tengo más que esta noche para sacarla. Puedo sacarla con la marea y esconderla. Veré lo que necesita, si necesita algo, si le han quitado algo. Pero tengo que poner gasolina y agua. Me espera una noche de mucho trabajo. Después la tendré escondida y Albert los traerá en una lancha rápida. Quizás en la de Walton. Puedo alquilársela. O que se la alquile Labios de Abeja. Eso es mejor. Labios de Abeja puede ayudarme a sacar la lancha esta noche. Ese es el tipo. Estoy seguro de que han pensado en quitárselo de en medio. Han tenido que pensarlo. ¿Y si han pensado en quitarnos a Albert y a mí? Ninguno de ellos tiene cara de marino. Tal vez el simpático, el joven. Tengo que averiguarlo, porque si quieren quitarnos de en medio a Albert o a mí desde el principio, no hay salida. Tarde o temprano pensará en nosotros. Hay tiempo, una vez en el golfo. Lo estoy sospechando. Debo procurar no equivocarme. No debo equivocarme en nada. En nada. Bueno, ahora ya tengo en qué pensar. Algo que hacer y algo en qué pensar, además de calcular qué demonios va a pasar. Además de calcular cómo va a resultar toda esta porquería. Una vez que se decidan. Una vez que me meta yo. Una vez que tiene uno oportunidad de hacer algo en vez de ver que todo se va a la mierda. Labios de Abeja no sabe en qué se ha metido. Espero que aparezca pronto en casa de Freddy. Tengo mucho que hacer esta noche. Más vale comer algo.