El cubano, que sentado e inclinado hacia delante le había disparado con calma, se desplomó sobre su asiento. Harry palpó a tientas en el sollado hasta encontrar a su enemigo, que yacía de bruces, buscó su cabeza con el garfio de su brazo manco, le dio vuelta, apoyó la boca del cañón del fusil y apretó el gatillo. Tocando la cabeza, el fusil hizo un ruido como el de golpear una calabaza con un palo. Harry lo dejó en el suelo y se tumbó de costado en el sollado.
«Qué idiota soy —pensó, con los labios contra las tablas—. Ha venido el fin. O cierro el paso de la gasolina o vamos a arder. Todavía puedo salvarme. Rediós. Una sola cosa lo ha estropeado todo. Algo tenía que salir mal. Maldita sea. Maldito sea ese cochino cubano. ¿Quién se hubiera figurado que no le había acertado?»
Se incorporó sobre las rodillas y las manos y, bajando uno de los lados de la escotilla de los motores, se dirigió hacia el asiento del volante y apoyándose en él, se sorprendió de lo bien que podía moverse. Pero al erguirse sintió una gran debilidad, se inclinó hacia delante, se apoyó con el brazo manco en la bitácora y paró los motores. Cuando dejaron de funcionar se oyó el ruido de agua contra los costados de la lancha. No se oía nada más. La lancha empezó a columpiarse en la marejadilla que levantaba el viento norte.
Apoyándose en la bitácora, se acomodó en el taburete. Notaba que se le iban las fuerzas en un vómito constante. Se abrió la camisa con la mano, notó el agujero de la herida con la palma y luego la palpó con los dedos. Sangraba poco. «El mal está dentro —pensó—. Más me vale tumbarme y procurar no perder sangre.»
Había salido la luna y Harry se vio en el sollado.
«Qué lío —pensó—, qué lío.»
«Más me vale tumbarme antes de que me caiga», pensó. Se tendió en el suelo.
Tendido de costado, mientras se balanceaba la lancha entró en el sollado la luz de la luna y Harry pudo verlo todo claramente.
«Hay demasiada gente —pensó—, demasiada gente. ¿Qué hará Marie? Es posible que le den a ella las recompensas. ¡Maldito cubano! Marie se las arreglará. Es mujer lista. Creo que nos hubiéramos arreglado los dos juntos. Era una verdadera locura. Me ha venido ancho. No debía haberlo intentado. Nadie sabrá cómo sucedió. Ojalá pudiera hacer algo por Marie. A bordo hay mucho dinero. Ni siquiera sé cuánto. Cualquiera podría arreglarse con ese dinero. ¿Se lo guardarán los guardacostas? Parte, sí, me lo figuro. Me gustaría que la vieja supiera lo que ha sucedido. ¿Qué hará? No lo sé. Creo que hubiera encontrado un empleo en un surtidor de gasolina o algo así. Debía haber dejado las lanchas. Ya no se gana dinero decentemente con lanchas. ¡Si esta maldita no se moviera tanto! Se me mueve todo dentro. Yo, Labios de Abeja y Albert. Todo el que ha tenido algo que ver en el asunto. Y esos hijos de… Es negocio de mala suerte. De muy mala suerte. Todo lo que un hombre como yo debía haber hecho era trabajar en un surtidor de gasolina. Yo no soy capaz de dirigir el negocio. Marie dirigirá algo. Es ya demasiado vieja para menear las caderas. ¡Si esta maldita lancha no se columpiara! Tendré que tomarlo con calma, con toda la calma que pueda. Dicen que si no se bebe agua y se está quieto. Especialmente si no se bebe agua.»
Miró a lo que alumbraba la luz de luna.
«Bueno, no tengo que limpiarla. Calma. Lo que tengo que tener es calma, toda la calma que pueda. Todavía puedo salvarme. Si se está quieto y no se bebe agua…»
Tendido de espalda suspiró profundamente. La lancha se columpiaba en la marejada de la Corriente del Golfo y Harry Morgan yacía tumbado de espaldas en el sollado. Al principio trató de contrarrestar con el brazo sano el balanceo. Después se quedó quieto y lo aguantó.
A la mañana siguiente, en Cayo Hueso, Richard Gordon iba hacia su casa después de haber visitado el bar de Freddy para informarse del asalto al banco. Yendo en bicicleta pasó a una mujer corpulenta, pesada, de ojos azules y un rubio pelo descolorido que se le escapaba por debajo del sombrero de fieltro de su marido. Los ojos se le habían enrojecido de llorar. «¡Qué buey! —pensó Gordon—. ¿Qué pensará una mujer como ésa? ¿Qué hará en la cama? ¿Qué pensará el marido cuando ella llega a tener ese tamaño? ¿Con quién se entenderá en este pueblo? Tiene un aire espantoso. Parece un acorazado. Espantosa.»
Ya estaba casi en casa. Dejó la bicicleta en el porche delantero, entró en el vestíbulo y cerró la puerta horadada por los termes.
—¿Qué has averiguado, Dick? —le preguntó su mujer desde la cocina.
—No me hables —contestó—. Voy a trabajar. Lo tengo todo en la cabeza.
—Muy bien —replicó ella—. Te dejaré solo.
Richard Gordon se sentó a la gran mesa de la habitación delantera. Estaba escribiendo una novela sobre una huelga en una fábrica de tejidos. En el capítulo de aquel día iba a utilizar a la llorosa mujerona de los ojos enrojecidos a quien acababa de ver de camino a su casa. Su marido, al volver a casa por la noche, la odiaba, detestaba lo ordinaria y gorda que se había puesto. Le repelían su pelo descolorido, sus enormes pechos, la falta de simpatía por su trabajo de organizador. La compararía con la joven judía del pecho firme y de los labios carnosos con quien había conversado en la reunión de la mañana. La idea era buena. Era, podía serlo, impresionante, y además era verdadera. En un chispazo de percepción había visto Gordon toda la vida interior de aquel tipo de mujer.
Su primera indiferencia a las caricias de su marido. Su deseo de tener hijos y seguridad. Su falta de interés en los propósitos de su marido. Sus tristes tentativas de simular interés en el acto sexual que había acabado por repugnarle. Sería un hermoso capítulo.
La mujer a quien había visto era la mujer de Harry Morgan, Marie, que volvía a casa después de haber estado en la oficina del juez de paz.
La Queen Conch, lancha de Freddy Wallace, de treinta y cuatro pies de eslora, número V de Tampa, estaba pintada de blanco; la cubierta de proa era verde, y el interior del sollado estaba también pintado de verde. La cubierta de la cabina tenía el mismo color. En la proa tenía pintados en negro el nombre y el puerto de matrícula, Cayo Hueso, Florida. No estaba equipada con puntal de tope ni tenía mástil. Tenía parabrisas, y uno de ellos, el correspondiente al volante, estaba roto. En las planchas del casco, recién pintado, se observaban a ambos lados agujeros astillados. Casi a la altura de la línea de flotación había a babor otros agujeros cerca del puntal que sostenía la cabina o toldo de mando. Del agujero más bajo había goteado algo oscuro que dejó unos trazos irregulares en la nueva pintura del casco.
Iba a la deriva empujada por el suave viento norte y a unas diez millas de distancia de la ruta de los petroleros que se dirigían hacia el norte. Blanca y verde contra el agua oscura de la Corriente del Golfo, tenía un aire alegre. En el agua flotaban cerca de la canoa manchas amarillas de algas sargazo que la pasaban lentamente en la corriente que las llevaba hacia el norte y hacia el este. El viento empujaba cada vez más a la lancha hacia el centro de la corriente. No había en la Queen Conch señales de vida, pero por encima de la regala, tendido sobre un banco encima del tanque de babor se veía el cuerpo de un hombre que parecía hinchado, y, desde el barco que corría a lo largo de la regala de estribor, otro hombre parecía inclinarse hacia el agua y meter en ella los dedos. Su cabeza y sus brazos estaban al sol, y en el punto en que sus dedos casi tocaban el agua había un banco de pececillos ovalados, de unas dos pulgadas de largo y color dorado con unas tenues franjas moradas, que habían abandonado las hierbas del golfo para refugiarse en la sombra que hacía la lancha a la deriva, y cada vez que algo goteaba al agua se precipitaban y tironeaban y forcejaban hasta que lo hacían desaparecer. Dos rémoras grises de unas dieciocho pulgadas de longitud nadaban dando vueltas y vueltas en torno a la lancha y abriendo y cerrando sus bocas rasgadas, pero no parecían comprender la regularidad con que caían las gotas que atraían a los pececillos, y cuando caían lo mismo podían estar lejos que cerca de ellas. Hacía tiempo que meneando sus feas cabezas y sus largos e inquietos cuerpos de cola fina habían tragado los deshilachados cuajarones de color carmín y los hilos que desde los agujeros más bajos de la canoa se escurrieron hasta el agua. Y se resistían a abandonar un lugar donde tan bien y tan inesperadamente se habían alimentado.
En el sollado de la lancha había otros tres hombres. Uno muerto, yacía de espaldas donde había caído bajo el taburete del volante. Otro, muerto también, estaba acurrucado contra el imbornal y al lado del puntal delantero de estribor. El otro, aún vivo, pero inconsciente, estaba tendido de costado y con la cabeza reclinada en un brazo.
El pantoque de la lancha estaba lleno de gasolina, y en cuanto la lancha se balanceaba un poco se oía el chapoteo. Al hombre todavía vivo, Harry Morgan, le parecía que el ruido lo hacía su barriga, y que la tenía tan grande como un lago donde el agua batía en las dos orillas a la vez. Eso le sucedía porque estaba de espaldas con las rodillas encogidas y la cabeza caía hacia atrás. El agua del lago que era su barriga estaba muy fría, tan fría que cuando se encaramó en el borde quedó entumecido. Sentía un frío terrible y en todo notaba gusto a gasolina, como si hubiera aspirado en un tubo de goma para hacer sifón desde un tanque. Sabía que no existía ningún tanque allí, aunque sentía como que le había entrado por la boca un frío tubo de goma que se le retorcía fría y pesadamente por todo el cuerpo. Cada vez que aspiraba aire se le retorcía el tubo con más firmeza en el abdomen y lo sentía allí dentro como una gran serpiente que se movía suavemente entre el chapoteo del lago. El tubo le daba miedo y, aunque lo tenía dentro, le parecía que estaba muy lejos y que lo que le importaba era el frío.
Estaba traspasado por el frío, por un frío doloroso que no se amortiguaba. Se había quedado quieto y lo sentía intensamente. Durante un rato pensó que si conseguía cubrirse consigo mismo se calentaría como con una manta, y llegó a creer que lo había conseguido y que empezaba a calentarse. Pero el calor no fue más que la hemorragia provocada al levantar las rodillas, y en cuanto le cesó comprendió que uno no puede cubrirse consigo mismo y que lo único que le quedaba era aguantar el frío. Mucho después de ser incapaz de pensar siguió procurando con todas sus fuerzas no morir. Había quedado a la sombra al ir la lancha a la deriva, y el frío era cada vez mayor.
La lancha había estado yendo a la deriva desde las diez de la noche de la víspera, y ya iba avanzando la tarde. En la superficie de la Corriente del Golfo no se veían más que algas, las sonrosadas, hinchadas y membranosas burbujas de unos cuantos «acorazados portugueses» jactanciosamente inclinados a flote, y el humo lejano de un petrolero con rumbo a Tampico.
—¿Qué hay? —dijo Richard Gordon a su mujer.
—Tienes rouge en la camisa y en una oreja —le contestó su mujer.
—Y de lo otro, ¿qué?
—¿De qué otro?
—De que te he encontrado tendida en un diván con aquel borracho.
—No es verdad.
—¿Dónde te he encontrado?
—Nos has encontrado sentados en el diván.
—A oscuras.
—¿Dónde has estado?
—En casa de los Bradley.
—Ya lo sé. No te acerques. Apestas a esa mujer.
—¿A qué apestas tú?
—A nada. He estado hablando con un amigo.
—¿Le has besado?
—No.
—¿Te ha besado él?
—Sí, y me ha gustado…
—¡Zorra!
—Si me llamas eso, me voy.
—¡Zorra!
—Muy bien —dijo ella—. Hemos acabado. Si no fueras tan presuntuoso y yo no fuera tan buena para ti, hace tiempo que habrías visto que todo ha acabado.
—¡Zorra!
—No. No soy una zorra. He tratado de ser una buena mujer, pero eres tan egoísta y tan presuntuoso como un gallo de corral. Siempre estás cantando: «Mira lo que he hecho. Mira cómo te he hecho feliz. Ahora, vete por ahí y cacarea.» Pues bien; no me haces feliz, y estoy harta de ti y de cacarear.
—No deberías cacarear. Nunca has producido nada digno de cacareos.
—¿Quién ha tenido la culpa? ¿No he querido yo tener hijos? No nos los podíamos permitir. Pero nos podíamos permitir ir a Cap d'Antibes a bañarnos y a Suiza a esquiar. Podemos permitirnos el venir aquí, a Cayo Hueso. Estoy harta de ti. Te detesto. Esa Bradley ha sido la última gota.
—No te metas con ella.
—¡Llegar a casa con marcas de carmín por todas partes! ¿No podías haberte lavado? Tienes una marca en la frente también.
—Tú has besado a aquel borracho.
—No, no lo he besado. Pero lo habría besado si hubiera sabido lo que tú estabas haciendo.
—¿Por qué te has dejado besar?
—Estaba furiosa contigo. Te hemos esperado mucho tiempo. No te has acercado a mí ni una vez. Te has ido con aquella mujer y no has vuelto en varias horas. John me ha traído a casa.
—Ah, se llama John, ¿eh?
—Sí, John. JOHN. John.
—¿Y cómo se apellida? ¿Thomas?
—Se apellida MacWalsey.
—¿Cómo lo deletreas?
—No sé —contestó ella echándose a reír. Pero reía por última vez—. No creas que porque me río hemos hecho las paces —prosiguió con lágrimas en los ojos, moviendo los labios maquinalmente—. No hemos hecho las paces. Esta disputa no es una disputa corriente. Hemos acabado. No te odio. No me siento violenta. Simplemente me das asco. Me das asco de arriba abajo y he acabado contigo.
—Bueno.
—Bueno, no. Hemos acabado. ¿No comprendes?
—Supongo que sí.
—No lo supongas.
—No seas melodramática, Helen.
—Conque soy melodramática, ¿eh? Pues no lo soy. He terminado contigo.
—No es verdad.
—No lo repetiré.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé todavía. Es posible que me case con John MacWalsey.
—No te casarás.
—Me casaré si quiero.
—No se casará él contigo.
—Ya lo creo que se casará. Me lo ha pedido esta tarde.
Richard Gordon no contestó. Donde había tenido el corazón sentía un vacío, y todo lo que oía y decía le parecía de una conversación de otros.
—¿Qué te ha pedido? —preguntó con una voz que venía de muy lejos.
—Que me case con él.
—¿Por qué?
—Porque me quiere. Porque quiere que viva con él. Gana lo bastante para mantenerme.