Me aprieta la mano con fuerza.
—Me hace daño.
—Ah, perdone.
Afloja un poco, pero no la suelta. Empiezo a contarle algo. Trocitos de mi vida un poco confusos, tal como se me ocurren.
—Entonces, ¿quiere saber por qué me marché? —La señora asiente. No consigue articular palabra—. Mire que es una larga historia… —Asiente aún con más vigor; sólo quiere escuchar, lo que sea con tal de distraerse. Tengo la sensación de hablar con un amigo, con mi amigo…—. Se llamaba Pollo, eso. ¿Extraño nombre, verdad? —La señora no sabe si debe decir que sí o que no, lo que sea para que yo siga hablando—. Él es el amigo que perdí hace más de dos años. Estaba siempre con su novia, Pallina. Una persona encantadora, ojos vivaces, siempre alegres, con carácter, de broma fácil y afilada… —Escucha en silencio, con los ojos curiosos, casi embelesados por mis palabras. Es extraño… A veces te sientes más cómodo con una persona que no conoces, hablas de ti con mayor libertad. Te sinceras. Quizá porque no te interesa su opinión—. Yo, en cambio, estaba con Babi, la mejor amiga de Pallina.
Babi. Se lo cuento todo… Cómo la conocí, cómo empecé a reír, cómo me enamoré, cómo la eché de menos… Sólo adviertes la maravilla de un amor cuando ya lo has perdido. Tal vez uno se siente así cuando se psicoanaliza; es algo que siempre me he preguntado. Pero de ese modo, ¿se logra ser realmente del todo sincero? Tengo que preguntárselo a alguien que lo haya probado. Pienso mientras hablo. Hago pequeñas pausas de vez en cuando. La señora, divertida y curiosa, en seguida se interesa; ahora ya está más tranquila, e incluso me ha soltado la mano. Se ha olvidado de la tragedia del avión. Ahora, según dice, le interesa la mía.
—¿Y ha vuelto a hablar con Babi?
—No, he hablado con mi hermano de vez en cuando. Y alguna vez con mi padre. Pero no muy a menudo, porque las llamadas desde Nueva York salen carísimas.
—¿Se ha sentido solo?
Le cuento algo vago. No consigo decirlo. Me sentía menos solo que en Roma. Después, inevitablemente, menciono a mi madre. Me sumerjo a fondo y casi me divierte ofender los principios de la mujer. Mi madre engañó a mi padre. Yo la pillé con el tipo que vivía enfrente. Casi no se lo cree. La noticia le ha hecho olvidarse de todo. ¿El avión? Ni siquiera se acuerda de que está en un avión. Me hace mil preguntas… Casi no me da tiempo a seguirla. ¿Cómo puede ser que nos guste tanto chapotear en los asuntos de los demás? Temas picantes, detalles prohibidos, actos casi oscuros o pecados veniales. Quizá porque así, sólo escuchándolos, uno no se ensucia. La señora parece disfrutar y, al mismo tiempo, sufrir con mi relato. No sé si es sincera; la verdad, no me interesa. Se lo cuento todo sin problemas. La violencia que empleé con el amante de mamá, mis silencios en casa, no haberles dicho nunca nada a mi padre ni a mi hermano. Y después el juicio. Mi madre sentada allí, frente a mí. Ella, en silencio; ella, que no tuvo la valentía de admitir lo que había hecho. Ella, que no ha podido confesar su traición para justificar mi violencia. Y yo allí, sereno, casi riéndome del juez, que me inculpaba de un acto para mí tan natural: machacar a un imbécil que había violado el vientre de la mujer que me engendró. La señora me mira con la boca abierta. Podemos decirlo de mil maneras… Pero una cosa es bromear como hizo Benigni cuando saltó sobre la Carrà. Aquí, en cambio, se trataba de mi madre. La mujer se da cuenta. Repentinamente vuelve a ponerse seria. Silencio. Entonces intento desdramatizar:
—Como diría Pollo, ¡a mí
Beautiful
me pone, me encanta esa canción!
En lugar de escandalizarse, se ríe; ahora ya es cómplice.
—¿Y después? —me pregunta con curiosidad acerca del próximo capítulo. Yo sigo hablando sin problemas, sin tapujos. Mi relato no tiene precio. Le explico el porqué de Estados Unidos, el querer marcharme con la excusa de hacer un curso de diseño gráfico…
—Es fácil encontrarse en una gran ciudad… Es mejor cambiar tu vida de forma radical. Nuevas realidades, personas nuevas y, sobre todo, ningún recuerdo. Un año de charlas difíciles en inglés, ayudadas por la presencia de algún que otro italiano encontrado casualmente. Todo muy divertido, una realidad llena de colores, música, sonidos, tráfico, fiestas y novedades. Un inmenso ruido envuelto en silencio. Nada de lo que la gente te decía tenía que ver con ella, podía evocarla, darle vida de nuevo. Babi… Días inútiles para dejar descansar mi corazón, mi estómago, mi cabeza. Babi. Imposibilidad total de retroceder, de estar en un momento debajo de su casa, de encontrarla por la calle. Babi. En Nueva York no hay peligro… En Nueva York no hay espacio para Battisti: «Y si vuelves a mi mente basta pensar que no estás, que estoy sufriendo inútilmente porque sé, yo lo sé, yo sé que volverás.» Falsos acordes para intentar evitar todos los sitios que conoce y frecuenta también ella, Babi. La señora sonríe.
—Yo también conozco esa canción.
La canturrea mal que bien.
—Sí, ésa es.
Intento hacer mi pequeña aportación a esa interpretación de
Corrida
.
Pero me salva el avión.
Sta-tu-p
. Un ruido seco, metálico. Un movimiento duro y una pequeña sacudida del aparato.
—Dios mío, ¿qué es eso?
La señora se lanza sobre mi mano derecha, la única libre.
—Es el tren de aterrizaje, no se preocupe.
—¡Pero ¿cómo que no me preocupe?! ¿Y hace tanto ruido? Parece que se ha soltado…
No muy lejos, la azafata y los demás miembros de la tripulación ocupan los asientos libres y algunos extraños asientos laterales cercanos a las salidas. Busco a Eva, la encuentro, pero no mira hacia mi lado. La señora intenta distraerse sola. Lo consigue. Suelta mi mano a cambio de una última pregunta.
—¿Por qué se acabó?
—Porque Babi se marchó con otro.
—¿Cómo? ¿Su novia? ¿Con todo lo que me ha contado?
Ahora casi se divierte más ella poniendo el dedo en la llaga. El avión y su aterrizaje han pasado a un segundo plano. Y me abruma a preguntas hasta no dejar ni una; es más, presa del arrebato, ha pasado a tutearme. Y va directa al grano. «Desde que la dejaste, ¿has hecho el amor con otra mujer?» Y aún más hacia el fondo, en picado, como los Stukas de los dibujos animados, Linus, el barón rojo: «¿Volverías con ella?» Pazienza y sus tiroteos: «¿Es posible que la perdones?» «¿Has hablado con alguien?» O la cerveza se me ha subido o es ella y sus preguntas las que hacen que la cabeza me dé vueltas. O el dolor de ese amor aún no olvidado. Ya no entiendo nada. Sólo siento el redoblar del motor del avión y la turbina girando al revés en el proceso de aterrizaje. Eso es, tengo una idea, puedo salvarme de este interrogatorio…
—Mire las luces de la pista. No lo conseguiremos —le digo riendo, de nuevo amo del juego.
—Oh, Dios mío, es cierto, allí están…
Mira asustada por la ventanilla el avión y sus alas, que casi rozan el suelo y ondean indecisas. Con un brillo de vieja pantera, me agarra la mano derecha al vuelo. Mira afuera otra vez. Todavía en un último instante, lanza la cabeza hacia atrás en la butaca y empuja con las piernas hacia adelante, como si quisiera frenar con los pies. Me clava las uñas en la mano. Con algún suave rebote, el avión toca tierra. Enseguida, las turbinas de los motores empiezan a girar al revés y la enorme masa de acero tiembla enloquecida con todos sus asientos, señora incluida. Pero ella no se da por vencida. Cierra los ojos con fuerza y tiembla ensañándose con mi mano.
—El comandante informa de que hemos llegado a Roma Fiumicino. La temperatura exterior…
Una tentativa de aplauso se levanta desde el fondo del avión, apagándose casi en seguida. Eso ya no está de moda.
—Bueno, lo hemos conseguido.
La señora suspira:
—¡Gracias a Dios!
—A lo mejor volvemos a encontrarnos.
—Oh, sí, me ha gustado mucho hablar contigo. Pero ¿es cierto todo eso que me has contado?
—Tan cierto como que usted me ha apretado la mano.
Le enseño la mano derecha y la marca de las uñas.
—Oh, cuánto lo siento.
—No importa.
—Dios mío…
—No, de verdad, no pasa nada.
Empiezan a sonar algunos móviles. Sonrisas de tranquilidad tras el aterrizaje. Casi todos abren los compartimentos situados encima de los asientos y sacan bolsas de regalos traídos de Estados Unidos, más o menos inútiles, dispuestos a ponerse en fila y llegar a la salida cuanto antes. Después de las horas inmóviles en el avión, donde uno se ve obligado a hacer un balance de los años pasados hasta el momento, se vuelve a la prisa de no pensar, a los falsos pensamientos, a la carrera hacia la última meta.
—Adiós.
—Gracias, buenas noches.
Azafatas más o menos monas saludan a la salida del avión. Eva, con porte profesional y una sonrisa estampada, los saluda a todos, perfecta.
—Gracias por las cervezas.
—Es mi trabajo.
Me sonríe quizá con más naturalidad.
—Si tienes algún problema… —le dejo una tarjeta.
Lo mira perpleja: es mi número de Roma.
—Esta tarjeta fue mi examen en el curso de diseño gráfico.
—¿Y fue bien?
—Estaban todos muy contentos. Les pareció genial dividirla en blanco y azul.
—Es bonita.
Se la mete en el bolsillo. No he querido decirle que soy de la Lazio. Después, bajo la escalera.
Viento tibio. Septiembre. Son apenas las ocho y media y el sol se pone. Puntualidad británica. Es bonito caminar otra vez después de haber volado durante ocho horas. Subimos al autobús. Miro a la concurrencia. Algunos chinos, un estadounidense robusto, un chico que no ha dejado de escuchar uno de esos Samsung YP-T7X de 512 MB que también vi en Nueva York. Dos amigas de vacaciones que ya no hablan, saturadas acaso por la larga convivencia. Una pareja enamorada. Se ríen, se dicen siempre algo más o menos útil, bromean. Los envidio o, mejor dicho, me gusta mirarlos. Mi compañera de viaje, la señora rellenita que ahora lo sabe todo de mi vida, se me acerca. Me mira y sonríe, como diciendo: «Lo hemos conseguido, ¿eh?» Asiento. Casi me arrepiento de haberle contado tanto. Después me tranquilizo: no volveré a verla. Control de pasaportes. Algún pastor alemán, vigilante, pasea nerviosamente arriba y abajo buscando un poco de coca o de hierba. Perros insatisfechos nos miran con ojos buenos, contentos de mantenerse en forma. Un policía abre distraídamente mi pasaporte. Después cambia de idea, se salta por error una página, la recupera y mira con más atención. Mis latidos se aceleran un poco. Nada, no le intereso. Me lo devuelve, lo cierro y lo meto en el petate. Recupero mi equipaje. Salgo libre, de nuevo estoy en Roma. He estado dos años en Nueva York y tengo la sensación de que fue ayer cuando me marché. Camino veloz hacia la salida. Me cruzo con gente que arrastra maletas, con un tipo que corre jadeante hacia un avión que tal vez perderá. Más allá de las vallas de contención, parientes esperan a alguien que no llega. Chicas guapas y aún bronceadas por el verano aguardan a su amor o a quien lo fue. Con los brazos cruzados, paseando o quietas, con los ojos inquietos o tranquilos, sea como sea esperan.
—Taxi, ¿necesita un taxi? —Un falso taxista sale a mi encuentro fingiéndose honesto—. Le hago un buen precio.
No contesto. Entiende que no soy un buen negocio y me deja en paz. Miro a mi alrededor. Una señora guapa, elegante, con un vestido claro y oro liviano al cuello, sostiene tranquila la mirada a mi paso. Es guapa. Le sonrío. Ella esboza una respuesta mínima que aun así lo dice todo. Traicionar querría, pero no puedo, su deseo de libertad. Después mira hacia otra parte, renunciando. Sigo observando a mi alrededor. Nada. Qué estúpido. ¿Y qué me esperaba? ¿Qué estoy buscando? ¿Es por eso por lo que has vuelto? Entonces no has entendido nada, todavía no has entendido nada. Sintiéndome como un cretino, me dan ganas de reír.
—Ya tendría que haber llegado.
Escondida detrás de una columna, en silencio pero con el corazón a mil por hora, habla en voz baja para sí misma. Quizá para tapar el ruido de su corazón, que en realidad está latiendo a dos mil por hora. Después, se arma de valor. Respira hondo y lentamente se asoma.
—Allí está. ¡Lo sabía, lo sabía!
Casi salta de alegría.
—No puedo creerlo… Step. Lo sabía, lo sabía, estaba segura de que volvía hoy. No lo puedo creer. Madre mía, es verdad que ha adelgazado un montón. Pero sonríe. Sí, me parece que está bien. ¿Será feliz? Quizá haya estado bien fuera. Demasiado… Pero ¿es que soy imbécil? Ahora tengo celos. Pero ¿acaso tengo derecho? Ninguno… ¿Entonces? Madre mía, qué mal estoy. En serio, estoy fatal, demasiado mal. Es decir, estoy demasiado contenta. Demasiado. Ha vuelto. No me lo puedo creer. ¡Dios mío, está mirando hacia aquí!
Se esconde en seguida otra vez detrás de la columna. Un suspiro. Cierra los ojos apretándolos con fuerza. Permanece apoyada con la cabeza en el frío mármol blanco, con las manos abiertas contra la columna. Silencio. Respira hondo. Fiuuuuu. Inspira… Fiuuuuu. Espira… Vuelve a abrir los ojos. Precisamente en ese momento pasa un turista que la mira perplejo. Ella esboza una sonrisa para hacerle creer que todo es normal. Pero no hay duda de que no lo es.
—Diablos, me ha visto, lo sé. Dios mío, Step me ha visto, lo sé.
Vuelve a asomarse. Nada. Step ha pasado de largo como si nada.
—Pues claro, qué imbécil. Además, si me hubiera visto, ¿qué?
Aquí estoy, he vuelto. Roma… Fiumicino para ser exactos. Camino hacia la salida. Atravieso las puertas de cristal y salgo a la calle, frente a los taxis. Pero precisamente en ese momento experimento una extraña sensación. Me parece que alguien me está observando. Me vuelvo de golpe. Nada. No hay nada peor que quien espera algo… y no encuentra nada.
La puesta de sol tiñe de naranja algunas nubes esparcidas aquí y allá. Una luna ya pálida en el cielo se esconde entre las últimas ramas de un árbol frondoso. Ruidos extrañamente lejanos de un tráfico algo nervioso. De una ventana llegan algunas notas de una música lenta y agradable, el sonido de un piano que mejora con el tiempo. Ese mismo chico, más mayor, prepara los próximos exámenes para la especialización. Un poco más abajo, las líneas blancas del campo de tenis resplandecen bajo la palidez lunar y el fondo de la piscina vacía espera triste como todos los años el próximo verano. También esta vez ha sido vaciada demasiado temprano por un portero demasiado estricto. En el primer piso del bloque de apartamentos, entre plantas cuidadas y lindes señaladas por una valla de madera, una chica se ríe.