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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (45 page)

BOOK: Tengo ganas de ti
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—Oye, Step, ¿me haces un favor? ¿Puedes llevarlos tú a los autores?

Finalmente ha conseguido pronunciar esa palabra. Pero ésa es una victoria, ¿cómo se dice?, ¡pírrica! Porque de todos modos me toca a mí enfrentarme a ellos. ¡Qué rollo! Pero no puedo decir que no. Ahora ya estoy en el embudo. Ya. Y además me ha pedido un favor Marcantonio, mi maestro. ¿Cómo puedo decirle que no?

—¡Claro, faltaría más!

Me mira aliviado. Me pasa los folios y mientras salgo de la habitación vuelve a aposentarse en la silla, apaga el cigarrillo y enciende en seguida otro. ¡Qué palo! De una cosa estoy seguro: fuma demasiado. Bueno, tengo que hacerlo. No hay nada mejor que una cosa que tienes que hacer. Tienes, primera ley del embudo. Estoy empezando a odiar este embudo. Tony me saluda con su sonrisa divertida de costumbre. Siempre la misma, cada vez que paso. Pero ¿puede ser que Tony no fume sólo MS? ¿Dónde ha dicho que están los autores? Ah, sí, en el primer piso, donde está también el camerino de la Schiffer. Subo de prisa la escalera. Allí están. Los fotógrafos están todos sentados o, mejor dicho, repantigados sobre pequeños sofás descoloridos. Esperan la salida de la diva aspirando a poder sorprenderla sin maquillar, aunque siempre guapa. Todo para poder dar un poco más de valor a sus eventuales fotos robadas. Extraño oficio. Cansado y ferozmente ligado a demasiadas hipótesis. Cuando llego no me dirigen ni siquiera una mirada, nunca mejor dicho. Sólo un fotógrafo, o mejor dicho, una, me dedica un instante su mera atención. Curiosidad femenina tal vez. Pero ni siquiera ésa es suficiente para levantar de alguna manera la maquinita de fotos que le cuelga del cuello. Mejor. Ya me pesa llevar estos folios. Seguramente los autores tendrán algo que decir. Sólo me falta el interés de algún otro. Miro a mí alrededor buscando dónde estarán. «Schiffer.» El letrero, perfectamente impreso con letras grandes por un
laser write
, destaca nítido en la primera puerta. La segunda puerta no tiene ninguna indicación. La elección me sale bastante natural. Llamo. No oigo respuesta. Algunos segundos después, la abro. Nada. Silencio. Exceptuando que aparece un pequeño pasillo. En el fondo hay otra puerta. Del mismo tipo, del mismo color. Avanzo con los folios en la mano. Tal vez estén allí, en esa otra habitación. Bueno, como tienen que estar en algún sitio, mejor comprobarlo. Pero mientras me acerco oigo un ruido, un ruido extraño. Unas risas ahogadas. Después unos movimientos desordenados, sordos, rebeldes. Como patadas sin coordinación de un niño levantado en el aire que intenta darle a una pelota que está bajo sus pies. Pero la pelota está demasiado lejos para darle el placer de ese tiro. Y así es como abro la puerta. Sin llamar. Simplemente maleducado, pero me sale espontáneamente. Del mismo modo que me parece irreal lo que veo. Toscani rodea a Gin con los brazos por detrás. Sesto está apoyado en una mesa con su palillo de siempre en la boca y sonríe divertido ante la escena. Micheli está delante de Gin y se mueve con un extraño ritmo. Después, de repente, entiendo la escena. Gin tiene la camiseta rasgada. Su pecho está desnudo, descubierto por un sujetador que ha acabado torcido. Tiene un trozo de cinta americana en la boca. Toscani le está lamiendo el cuello con su lengua rasposa. Michele,
el Serpiente
, tiene los pantalones bajados delante de ella, la polla fuera, y se está masturbando. Gin, con el pelo mojado de sudor por la pelea, se vuelve de repente hacia mí. Está desesperada. Me ve. Suspira. Parece sentir un instante de alivio. Toscani cruza mi mirada y deja de lamerla. Su lengua se queda suspendida en el aire como su boca abierta. Sesto no es menos. Tiene cara de estar aterrado y él también abre la boca. Su estúpido palillo queda así colgado del labio inferior. Finalmente esos folios tienen su razón de ser. Es un instante. Los arrojo con fuerza a la cara de Sesto, el único que podría ser el primero en intervenir. Le doy de pleno. Intenta evitar el golpe, pero resbala de la mesa y acaba en el suelo. A Michele,
el Serpiente
, no le da tiempo a volverse. Lo golpeo con el puño cerrado de derecha a izquierda con el brazo abierto como para alejarlo. Le acierto de pleno justo en la tráquea. Vuela hacia atrás y acaba con las piernas en el aire y suelta un extraño estertor, mientras su tímida polla se encoge en seguida. Se avergüenza incluso de haber intentado exhibir esa ridícula erección. Toscani suelta a Gin. En un instante estoy sobre ellos. La libero definitivamente arrancándole de la boca el trozo de cinta.

—¿Estás bien?

Asiente con la cabeza, con lágrimas en los ojos, con las cejas agarrotadas. Le tiemblan los labios en una desesperada tentativa de hablar.

—Sh —le digo.

La alejo amablemente, la empujo con dulzura hacia la puerta de salida. La veo marcharse así, de espaldas. Intuyo que se está poniendo el sujetador en su sitio. Se acomoda la camiseta, ordenando las ideas en la medida de lo posible. Quiere encontrar un sitio para su dolor. Intenta llorar, pero no puede. De todos modos, no se vuelve. Simplemente se aleja, insegura sobre sus pasos, vacilante sobre las piernas, pensativa sobre qué hacer. Por lo que respecta a mí, en cambio, no tengo dudas. ¡Pum! Me vuelvo de golpe y pego a Toscani con una violencia de la que no pensaba que era capaz. Le doy en la cara, desde abajo, golpeándole el labio, la nariz, la frente, casi destrozándolo, pero apoyando todo mi peso, toda mi furia. Acaba contra la pared y no le da tiempo a recuperar el equilibrio cuando estoy encima de él. Le doy de pleno con el pie derecho en el estómago, quitándole la respiración, dándole apenas tiempo a caerse para después coger una breve carrerilla llena de potencia y golpearlo casi como si fuera una pelota. ¡Pum! En plena cara. Como un chute de rigor, como el mejor Vieri, o Signori, o Ronaldo y todos los demás juntos, sin excluir ninguno. Con un único grito y una amenaza. Es un rigor para no equivocarse. ¡Pum! Otra vez. Contra la pared. Se le deshace la mejilla. Hay una salpicadura de sangre mucho mejor que la de cualquier rabioso intérprete del más sucio
pop art
. Salto por encima de Micheli, que, aunque respira entrecortadamente, está recuperando el aliento. Le sonrío involuntariamente. Qué bien que se esté recuperando. Debe de estar en forma para lo que naturalmente decido guardarme para el final. Después me dirijo hacia Sesto. Se tapa la cara con las dos manos esperando quién sabe qué milagro… Pero no tiene lugar. ¡Pum! Le pego con la derecha, un puñetazo generoso, bonito, tenso, abierto. De derecha a izquierda con todo el peso de mi cuerpo. ¡Pum! Otra vez. Allí, en la oreja, con una violencia tal que me sorprendo de que no le salte. Pero después me tranquilizo. Bien, sangre. Y él, estúpido, sorprendido, aún incrédulo, se quita las manos de la cara y se las lleva delante de los ojos. Y las mira sin querer creerlo, buscando quién sabe qué absurda explicación para ese dolor, para esa sangre, para ese ruido. Pero no le da tiempo a hacer nada. ¡Pum! Ahora su cara está libre. Pum. Pum. Uno tras otro, le planto una serie de golpes en la cara. Uno tras otro, de pleno y sin tregua, en los ojos, en la nariz, en los labios, en los dientes, en los pómulos, ¡pum! ¡Pum! ¡Pum! Uno tras otro, cada vez más de prisa, cada vez más de prisa, cada vez más de prisa, como un loco, como un tipo ordinario. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Son mis golpes los que lo mantienen en pie, los que sostienen esa cara que se está borrando. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! No siento dolor y no siento piedad y no siento nada que no sea placer. Ya no sé a quién pertenece toda esa sangre que hay en mis manos. Sonrío. Me detengo. Respiro. Mientras él se cae como un saco muerto. Resbala, flojo, alelado, acaso feliz, aunque no lo diga, de seguir vivo. Quizá. Pero es un detalle. Después lo veo por casualidad. Me parece el broche adecuado. Me agacho, lo cojo sosteniéndolo entre los dedos con asco y desprecio. Y pum. Le planto su palillo en lo que ha quedado de su labio inferior. No me da tiempo a volverme. Crash. Me llega desde atrás una silla. Me da de pleno en la nuca. Noto sólo el golpe. Me vuelvo. Micheli está en pie delante de mí; ha recuperado el aliento. A sus espaldas han aparecido todos esos fotógrafos inútiles. Famélicos, reanimados, incrédulos, casi se lanzan ávidos sobre este imprevisto plato caliente recién servido. Mueven voraces sus cámaras fotográficas inundándonos de flashes. Habrán visto marcharse a Gin. La habrán visto alterada, con la camiseta desgarrada, llorando. Pero la han visto marcharse. Eso hace sentirme mejor. Abro de par en par los ojos, intento enfocar después del golpe recién recibido. Justo a tiempo. Veo llegar de nuevo la silla. Me agacho por instinto dejando que me pase por encima de la cabeza. Fshhh, es un instante. Apenas noto un viento suave sobre mi pelo. Esquivada. Por poco, pero esquivada. Me levanto de golpe bloqueándole el brazo, le aprieto la muñeca haciendo que se le caiga la silla y después lo atraigo hacia mí y le doy un cabezazo. ¡Pum! Un cabezazo perfecto, en plena nariz, rompiéndosela. Lo repito en seguida. ¡Pum! En la ceja. Y otra vez. ¡Pum! En plena cara. Se derrumba ante los flashes de los fotógrafos, que siguen impertérritos sacando fotos. Micheli está por el suelo. Presa del ímpetu, de su idea, según él genial, de golpearme con una silla, no ha pensado mínimamente en esconder el estúpido utensilio que lo ha empujado a hacer todo esto: tiene aún la polla fuera. El responsable de ese sucio atentado que ha salido mal cuelga arrugado entre los inútiles pantalones grises. Como si un poco de franela bastara para otorgar elegancia. Y yo no tengo dudas: él es el verdadero culpable. Y entonces es justo que pague. No espero nada más. Me preparo. Está a punto de acabarse el tiempo. El pívot está quieto con la pelota en la mano. Es el último partido de baloncesto, decisivo para la victoria del campeonato. Y repentinamente él lanza… O como un saltador que se prepara para el último salto: oscila sobre sus pasos, intenta encontrar el ritmo justo dentro de él, de batir el récord del saltador anterior. O como la rayuela, ese juego de patio de colegio en el que después de lanzar una piedra había que brincar por un difícil recorrido. O como en
Gunny
… «Cuidado con lo que buscas, porque podrías encontrarlo…» Pues eso, vosotros me habéis encontrado a mí. No tengo dudas y, sin lanzar la primera piedra, me preparo, me elevo y salto, sincronizado con el flash de los fotógrafos. Y a mí qué me importa. ¡Pum! Le salto encima y otra vez, ¡pum! ¡Pum! Con el tacón, en el centro, mientras Micheli se agita y ese ridículo utensilio entre sus piernas se abarquilla cada vez más. ¡Pum!, otra vez, sin piedad, chafando con mi peso ese amago de polla ahora con sus eventuales alas arrancadas. Pum, la polla o lo que queda de ella sangra… Tomo carrerilla y, ¡pum!, acabo así, en perfecta sintonía con los últimos flashes de los fotógrafos, desintegrándole los huevos, suponiendo que alguien que actúe así los tenga de verdad. Pero yo, ante la duda, prefiero asegurarme. Nunca se sabe si un tipo como Michele puede querer engendrar otro gusano de esa estirpe… Y eso hago para sellar el cierre de este encuentro, soy afortunado. Por otro lado, era la habitación de los autores. Usarla forma parte de su oficio. La veo: pequeña, roja, de hierro. Llama mi atención casi brillando. La cojo. Me agacho sobre Michele. Algún que otro flash me acompaña curioso. ¿Qué querrá hacer? Y entonces los satisfago. ¡Clac! Un único golpe, con fuerza, determinada, precisa, perfecta. Micheli grita como un loco, mientras la grapadora sella del todo las ganas de esa estúpida polla de salir a hacer cucú. Micheli se derrumba. Busca desesperado entre sus piernas qué ha quedado de esa improbable ave fénix. Y no consigue dar una respuesta. Pero ¿cómo puede ser? Mi grapadora… ¡Rebelarse precisamente contra mí! Contra mí, que soy un autor. Ya. Sonrío mientras salgo de la habitación. Pero yo no, yo no soy un autor. Y la grapadora me lo ha puesto «a huevo»…, para no salirnos del tema. Algunos fotógrafos preocupados se apartan dejándome pasar. Sonrío divertido a algún que otro flash. La fotógrafa, que antes me había mirado con algo de curiosidad, me dedica ahora toda su atención. Está fascinada por la exclusiva. Después vuelve de inmediato, profesional, a inmortalizar la escena. Hace una última foto. Pero es demasiado para ella. Vomita apoyándose en la puerta. Alguien se mueve. Alguien consigue hacerme una foto de cerca. Ya veo el gran titular de una hipotética revista: «Última noticia. ¡Step ha salido del embudo!» Sí, bravo. Es exactamente así. Y estoy contento. Después salgo de escena.

Cincuenta y nueve

No me da tiempo a bajar. La noticia ha llegado antes que yo. Una extraña agitación ha vuelto febril el teatro. Parece que estemos en un improvisado directo. Todos corren de un lado para otro. Curiosos, enloquecidos, gritando, ansiosos por saber, ya dueños de una historia. La colorean como mejor les parece, añadiendo datos, exagerándolos, cambiando el principio, el final. «¿Te has enterado?» «Pero ¿qué ha pasado?» «Una pelea, un marroquí…, un polaco…, los albaneses de siempre…, un guardia ha disparado… ¿Hay heridos? ¡Todos!» Pregunto por Gin. Una chica me dice que se ha marchado a casa. Mejor. Voy hacia la salida. Tony viene a mi encuentro. También él parece nervioso. Debe de estarlo de verdad, ya que no lleva el cigarrillo en la boca.

—Vete, vete, Step. Está llegando la policía. —Parece el único que ha entendido algo—. Sea como sea, has hecho bien. Esos tres siempre me han caído como el culo.

Y se ríe divertido de su sinceridad. Él, simple portero en la entrada del embudo, se lo puede permitir. Voy hacia la moto. Oigo que me llaman.

—¡Step, Step! —Es Marcantonio, que corre hacia mí—. ¿Todo bien?

Me miro por un instante las manos ensangrentadas y, sin quererlo, me las froto. Qué extraño. No me duelen. Marcantonio se da cuenta. Lo tranquilizo.

—Sí, todo bien.

—De acuerdo, mejor. Entonces vete a casa. Yo me quedo aquí. Te llamo más tarde y te lo cuento todo, ¿Gin está bien?

—Sí, se ha ido a casa.

—Perfecto. —Después intenta desdramatizar—: ¿No será que no les ha gustado el trabajo que he hecho y te han arrojado los folios a la cara también a ti? ¿Sabes?, me sentiría culpable si todo esto hubiera pasado por mi culpa…

Nos reímos.

—No, les ha gustado mucho. Sólo tenían un pequeño cambio que hacer. Quizá hasta consigan decírtelo.

—Sí, quizá…

Vuelve a su actitud casi profesional.

—Bueno, este último programa puede incluso salir en antena sin cambios, ¿no?

—Sí, creo que sí. Sólo tienes que volver a imprimir esas hojas, las que les he subido se han estropeado un poco.

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